A Gabriel Zaid
La Academia tuvo su nacimiento en el seno de la amistad […] la amistad cunde entre los trabajos de los hombres consagrados a las letras […]. Los verdaderos amantes de las artes sólo pueden ser amigos. No se puede ponderar hasta qué punto esa amistad suscitada por la contemplación, la inteligencia y el gusto de las bellas artes, puede alegrar, consolar y ayudar al hombre a ser dueño de sus propias ideas. No hay nada más serio y exigente que la alimentación y la transmisión de la propia alegría intelectual. Voltaire[1]
I
Distinguidas señoras académicas:
Distinguidos señores académicos:
Alfonso Reyes (1889-1959) es autor de una obra monumental en su extensión, compleja en sus derivaciones y dueña de un ascendiente que ha ido creciendo en el espacio y con el tiempo. En este año de 2005 se conmemoran 100 años de las primeras incursiones de Alfonso Reyes en la letra de molde, [2] 50 años del inicio en 1955 de la edición de sus Obras completas y 130 años de la fundación de esta ilustre Academia. Dentro y fuera del país, dentro y fuera de las fronteras de la lengua, los estudios sobre la obra de Alfonso Reyes han ido proliferando y, si se le llegan a escatimar virtudes en una vertiente, se le vienen a encontrar cualidades en otra. A pesar de que hace apenas unos años, gracias a la perseverancia acuciosa de su discípulo don José Luis Martínez, director honorario perpetuo de esta corporación, se editaron los últimos volúmenes de sus Obras completas, que constan de 26 tomos y alrededor de 12 500 páginas —un laborioso proceso que duró 38 años—, a pesar de que se han compilado en dos gruesos tomos sus informes y escritos como enviado y embajador bajo el título Misión diplomática [3] a pesar de que ya se han editado e identificado editorialmente numerosos (alrededor de unos cincuenta epistolarios, compilados por un batallón de especialistas—como Fernando Curiel, Claude Fell, Alejandro González Acosta, Zenaida Gutiérrez-Vega, José Luis Martínez, Leonardo Martínez Carrizales, Alberto Enríquez Perea, Héctor Perea, Paulette Patout, Anthony Stanton, Serge Zaïtzeff, entre muchos otros—), y aunque todavía queda pendiente de editar o reeditar decorosamente cierta parte de su obra (principalmente el Diario, hasta ahora inédito en su totalidad, pero en el cual ya se encuentra trabajando un equipo de especialistas proveniente de diversas instituciones), [4] y si bien quedan por hacer ediciones críticas de diversas ediciones y traducciones suyas en prosa o en verso (del Poema de Mio Cid al El panal rumoroso de Bernard de Mandeville), y más allá de que falte reunir en un volumen las diversas entrevistas que concedió (por ejemplo a Emmanuel Carballo, Alfredo Cardona Peña, o a Elena Poniatowska), cabe decir que a estas alturas se puede tener una visión cabal y panorámica de esta que es una de las obras más ambiciosas, renovadoras y complejas de la literatura hispánica e hispanoamericana del siglo que, apenas hace 50 meses, acaba de pasar.
La obra de Alfonso Reyes es sin duda algo —y algo nuevo— que le pasó a la lengua española en la primera mitad del siglo XX. La posibilidad de su sobrevivencia editorial no hubiese podido darse sin la entrega religiosa en la práctica de Alfonso Reyes a su vocación y luego, a su muerte, sin la visión de su viuda Manuela Mota, sin la generosa y abierta constancia de la doctora Alicia Reyes Mota, su nieta y heredera, quien, siguiendo las pautas trazadas por el propio autor, continuó el proceso de clasificación, organización y disposición de los caudalosos archivos del poeta-polígrafo, publicando —entre otras cosas— 36 entregas del Boletín de la Capilla Alfonsina entre 1965 y 1981, [5] amén de autorizar la edición de las numerosas correspondencias. Se diría, sin embargo, que la tarea crítica apenas empieza. Y es que los 26 tomos de este que fue el principal escritor mexicano en verso y en prosa de la primera mitad del siglo XX se fueron imprimiendo entre 1955 y 1993, conciliando en general un criterio cronológico y temático. Primero se editaron 12 volúmenes bajo el cuidado del propio autor; luego, el erudito nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez (1923-1985) editó nueve, y finalmente su discípulo y amigo José Luis Martínez concluyó la edición de los cinco finales para alcanzar así 26. Con todo, “el más fino estilista de la prosa española del siglo XX”, al decir insistente de Jorge Luis Borges, no ha podido ser objeto hasta ahora de una formulación editorial más armónica y transparente, aunque es indudable la fortuna de un corpus tan vasto, que ha logrado expresarse en su casi totalidad.
Acaso esta razón pueda explicar la impaciencia o el asombro de algunos lectores ante una obra inconmensurable; acaso ella sea capaz de dar cuenta de la proliferación vertiginosa de antologías, analectas y selecciones que van cundiendo desde los años en que el mismo Alfonso Reyes vivía hasta, por ejemplo, la Antología temática. Recoge el día escogida por Alfonso Rangel Guerra (1997), una Ventana inmensa, la antología poética prologada por Octavio Paz y preparada por Gerardo Deniz, o la serie de analectas que ya anuncian para este año y los futuros el Instituto Tecnológico de Monterrey, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fondo de Cultura Económica bajo la égida de Carlos Fuentes, para no hablar de antologías singulares como El cielo no se abre, Semblanza documental de Alfonso Reyes, preparada por Fernando Curiel. Esta lluvia antológica de letras alfonsinas, que abarca por ejemplo desde los ensayos filosóficos, la poesía y la narrativa hasta las viñetas eróticas,[6] traduce la dificultad de asimilar adecuadamente el vasto corpus, y seguramente continuará en el futuro hasta que el tiempo vaya redondeándolo en sus diversos cantos esenciales. Antológica lluvia, por cierto benéfica, pues, gracias a ella, Reyes es uno de los lectores más leídos y comentados en la calle y en la plaza, dentro y fuera de la academia universitaria, y gracias a esa lluvia no se ha roto el hilo de la lectura y la relectura que va acercando al autor al cauce de la tradición.[7] De hecho, se puede decir que el nombre risueño y cordial de don Alfonso funciona como un “ábrete-sésamo” que, por todo el orbe, latino e iberoamericano, franquea puertas y crea filiaciones y amistades. No otra cosa quieren decir los ocho volúmenes de Páginas yMás páginas sobre Alfonso Reyes que, bajo la atención compiladora de Alfonso Rangel Guerra y James Willis Robb, [8] ha realizado El Colegio Nacional, editor por cierto de una buena parte de los epistolarios. No otra cosa quieren decir los diversos estudios y discursos que los miembros de esta Academia Mexicana de la Lengua y de otras academias le han dedicado.
La arquitectura de dichas Obras completas sólo empieza a aclararse hacia los últimos tomos, cuando se van ordenando los diversos libros de y sobre creación, teoría literaria, cuestiones helénicas, prosa de ficción y marginalia —“notitas”, como diría algo desesperado el propio Alfonso Reyes: “Yo me muero de notitas. Quisiera, en un gran desperezo, organizar todo”—.[9]
Esta situación editorial también es causa de que hasta la fecha y a pesar de los contados libros sustanciales escritos sobre Alfonso Reyes —como lo son laGuía para la navegación en los mundos de Alfonso Reyes de José Luis Martínez; los de Alfonso Rangel Guerra: Las ideas literarias de Alfonso Reyes (1989); el de Bárbara B. Aponte, Alfonso Reyes and Spain (1985), misteriosamente todavía no traducido al castellano; el de Ralph Ellison, Alfonso Reyes y el Brasil (2002); el de Paulette Patout: Alfonso Reyes y Francia (1978, 1990); la tesis todavía inédita como libro de Alberto Enríquez Perea: Alfonso Reyes y el nacimiento del Nuevo Estado Brasileño (1930-1936)— no se cuente aún con una obra crítica, integral y sistemática digna de la envergadura del autor y capaz de abarcar en un solo cuerpo sus diversas vidas: la literaria, la política y diplomática, la doméstica y amorosa, la viajera y errante; para calcar la traza propuesta por Chateaubriand, otro acaudalado príncipe de la experiencia.
Entretanto, cabe decir que para abordar la obra de este “Erasmo americano”, como lo llamó Julio Cortázar, en su actual o en futuras formulaciones editoriales resultará indispensable remitirse a los siguientes instrumentos:Alfonso Reyes digital. Obras completas y dos epistolarios CD Rom, publicado por la Fundación Tavera y el Fondo de Cultura Económica en 2002 [10] donde se alojan, digitalizados, los textos íntegros de los 26 tomos de las Obras completas, editadas por el Fondo de Cultura Económica, la primera parte del epistolario cruzado por Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes entre 1907 y 1914, el epistolario con Julio Torri, amén y a más de una introducción extensa y de una bibliografía exhaustiva de José Luis Martínez y de unos ensayos aproximativos de su heredera Alicia Reyes y del de la voz.
El disco compacto permite por supuesto hacer calas y búsquedas sistemáticas en el caudal impreso de las Obras completas y las correspondencias ahí incluidas, y no puede pasarse por alto su existencia ya que, más allá de incluir las obras de nuestro gran poeta y humanista (el único hasta ahora presente en la Biblioteca Andrés Bello de Polígrafos Hispánicos, dirigida por don Xavier Agenjo Bullón junto con Isidoro de Sevilla y Marcelino Menéndez y Pelayo), está anunciando con su existencia misma los albores de una nueva edad editorial y digital. El CD Rom es heraldo de un cambio radical de paradigma del orden crítico y libresco sólo comparable —como ha señalado Ivan Ilich en En el viñedo del texto, Etología de la lectura: un comentario al “Didascalicón” de Hugo de Saint-Victor (1993-2002)—[11] a la revolución editorial que significó para la cultura del libro la invención de la página con títulos y capítulos y el advenimiento de la “tecnología” del índice alfabético, entre otros instrumentos, que trajeron consigo una revolución silenciosa pero de incalculables efectos en la transmisión del conocimiento libresco y de la práctica de la lectura individual y colectiva. Contar con dicho género de herramientas para el mejor conocimiento y trabajo de la memoria literaria mexicana abre necesariamente puertas y horizontes que la edición tradicional artesanal, metálica y mecánica no sabría soslayar, del mismo modo que la edición en disco compacto de un texto como el delDiario Histórico de México 1822-1848 de Carlos María de Bustamante, preparado por Josefina Zoraida Vázquez, revolucionará el conocimiento de la historia de México durante la Independencia y a principios del siglo XIX. La aparición de estos disquitos prodigiosos y de lo que los entendidos nombran hipertexto abre muchas puertas y alienta la fantasía editorial, como por ejemplo, la de que el día de mañana, con los cimientos que esta traza digital supone, no sólo se editen antologías por así decir “perfectas” o más metódicas en su respaldo e investigación documental sino que, más allá, se llegue a publicar algún día el Diccionario de Alfonso Reyes cuyo modelo ya se tiene, sin ir más lejos en el Dictionnaire de Michel de Montaigne,[12] publicado hace unos meses.
Las otras aproximaciones sinópticas de las que no sabría prescindir el estudioso de la vida y la obra de Alfonso Reyes son la semblanza biográfica escrita por su nieta, Alicia Reyes, que a lo largo de los años se ha ido reeditando (1976, 1989, 1997, 2000). La ya mencionada Guía para la navegación de Alfonso Reyes (1992) de José Luis Martínez,[13] donde el crítico literario desmenuza las vetas que sigue la obra de Reyes en sus diversos géneros y estaciones. La cuarta es la breve y reveladora vida de Alfonso Reyes escrita por el historiador mexicano Javier Garciadiego. Esta última, publicada en una serie de gran tiraje y dirigida al gran público, tiene menos de 150 páginas (el autor ha tenido tiempo de ser breve); expone y ordena un aspecto poco trillado. Me refiero al perfil político, civil y público del creador infatigable de instituciones, a la estampa de Alfonso Reyes como actor civil, hombre de acción y aun acaso como estadista, según ya se desprendía de la colección de informes diplomáticos editada hace unos años.[14] Acucioso conocedor de la historia nacional en el periodo de las revoluciones armadas que sacudieron a México en los albores del siglo y de la vida universitaria en ese periodo, el autor de Alfonso Reyes,[15] es capaz de abordarlo desde la perspectiva original de las vastas redes y tramas políticas que le tocó devanar. En esta vida se enfatiza ya no la revolución que significó la obra de Alfonso Reyes para la prosa en lengua española y su papel clave en el proceso de la difusión didáctica de los saberes especializados —humanísticos o no— (como ha señalado recientemente el poeta José Emilio Pacheco),[16] sino en las vidriosas decisiones que tuvo que vencer nuestro escritor, como político, como hijo de un político y como parte de una familia inevitable y fatalmente, si no fatídicamente, involucrada en el intermitente orden público y político de México, para lograr entronizarse como uno de los grandes constructores y arquitectos institucionales de la cultura mexicana y como uno de los mexicanos eminentes, como diría Enrique Krauze siguiendo a Lytton Strachey.
Reyes no sólo tuvo que superar las circunstancias personales, familiares y aun nacionales derivadas de la muerte trágica o bochornosa del general Bernardo Reyes el 9 de febrero de 1913, fecha en que inició la Decena Trágica, que culminó con el sacrificio del presidente legítimo, Francisco I. Madero junto a por lo menos 50,000 otros mexicanos; Reyes además tuvo que resolver en los años posteriores, ya fuera del país y del sistema, no pocas dificultades prácticas y disipar las ambigüedades derivadas de la reciente institucionalización mexicana a la que terminaría sumándose a partir de 1921 —a instancias de José Vasconcelos, entonces al servicio de Álvaro Obregón—, al tiempo que iba creando una obra caudalosísima y excepcional por sus virtudes críticas, estéticas y éticas y que, apenas ahora, gracias al tesón de él mismo, sus herederos, albaceas literarios y estudiosos, podemos apreciar en su panorámica vista. Bajo estas luces, habría que matizar las fáciles críticas de que aún hoy, por ejemplo en la pluma del ilustre Mario Vargas Llosa, ha sido objeto Alfonso Reyes por su vinculación con el poder.[17]
Una pregunta que debería hacerse todo editor futuro de la obra de Alfonso Reyes se refiere a los criterios de ordenación de su obra, y si cabe seguir —o se han seguido ya, al menos parcialmente— las pautas editoriales que él mismo manifestó en 1926, mitad en serio, mitad en broma, en la “Carta a dos amigos” (Genaro Estrada y Enrique Díez-Canedo) a quienes piensa entonces nombrar albaceas (la irónica realidad haría que sus amigos fallecieran antes y se le adelantaran en su encuentro con la muerte). En esa carta, Reyes expresa que es necesario tener en cuenta ciertos lineamientos editoriales: a) libros “verdaderos que hay que respetar como están; poemáticos cíclicos”, por ejemplo Visión de Anáhuac, sobre la cual advierte: “Nadie la toque”; b ) obras de agregación casual; c) “verdaderos libros inéditos”. Luego sugiere: “Muchas otras combinaciones pudieran intentarse; por ejemplo: agrupar todo lo relativo a México…”;[18] y pone como ejemplo un título y un proyecto que lo acompañará como tal desde entonces hasta su muerte: la antología de escritos mexicanos que en 1926 se titulaba: En busca del alma nacional, con un título al gusto de una época que invocaba a cada paso “el alma” de los diferentes pueblos —desde el “alma rusa” hasta el “alma portuguesa”—. El proyecto recibiría otros títulos: el último sería Horizontes mexicanos, como se bautizaría a la selección que en noviembre de 1959 —según consta en el Diario inédito— trabaja con el entonces joven editor y escritor Gastón García Cantú. En busca del alma nacional era el lema de una antología futura y no realizada en vida por el autor, donde se reunirían sus diversos papeles mexicanos; es decir, tanto las obras necesarias (Visión de Anáhuac o Ifigenia cruel) como los papeles de “agregación casual” (por ejemplo —añadiríamos hoy nosotros— los diversos discursos fúnebres que escribió para ir despidiendo a sus amigos). El lema En busca del alma nacional no era nuevo. Reyes lo había expresado ya en la “carta-prólogo” al libroLa tierra del faisán y del venado (1922) del yucateco Antonio Mediz-Bolio (1884-1957).
[…] Un pueblo se salva cuando logra vislumbrar el mensaje que ha traído al mundo: cuando logra electrizarse hacia un polo, bien sea real o imaginario, porque de lo real y lo imaginario está tramada la vida. La creación no es un juego ocioso: todo hecho esconde una secreta elocuencia, y hay que apretarlo con pasión para que suelte su jugo jeroglífico. ¡En busca del alma nacional! Esta sería mi constante prédica a la juventud de mi país. Esta inquietud desinteresada es lo único que puede aprovecharnos y darnos consejos de conducta política. Yo me niego a aceptar la historia como una mera superposición de azares mudos. Hay una voz que viene del fondo de nuestros dolores pasados; hay una invisible ave agorera que canta todavía: tihuic, tihuic, por encima de nuestro caos de rencores. ¡Quién lograra sorprender la voz solidaria, el oráculo informulado que viene rodando de siglo en siglo, en cuyas misteriosas conjugaciones de sonidos y de conceptos todos encontrásemos el remedio a nuestras disidencias, la respuesta a nuestras preguntas, la clave de la concordia nacional![19]
(Dejo de lado y entre paréntesis las afinidades entre estas frases de Reyes escritas en 1922, y algunas de La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos). Cuatro años después, en 1926, Reyes retoma la expresión como un lema que acompañaría aquella hipotética analecta que solo realizaría parcialmente 30 años más adelante en el breve libro-manifiesto que abre la colección “México y lo mexicano”, dirigida por Leopoldo Zea: La X en la frente (1952),[20] que lleva el título, por cierto, no de un ensayo homónimo sino de una frase que se encuentra incrustada en el ensayo “La interrogación nacional”, escrito en 1930, astucia editorial que le ha costado algunos dolores de cabeza a los libreros. Dos años después, en 1932, Alfonso Reyes se vería forzado a recapitular sus relaciones con la “cuestión mexicana” en la carta abierta dirigida a Héctor Pérez Martínez “A vuelta de correo”. Haciéndose eco de unas opiniones de Ermilo Abreu Gómez, este joven periodista y político había reclamado a Reyes en un artículo altisonante y vidrioso que no se ocupase suficientemente, ni en su obra ni en Monterrey. Correo literario de Alfonso Reyes, de México ni de la literatura mexicana, y que menos se decidiera a tomar partido en las polémicas guerrillas que entonces, en el sentido militar, divertían a la república literaria mexicana enfrentando a los escritores del movimiento conocido como Contemporáneos, contra los autores montados en el discurso nacionalista y desde luego en sus presupuestos económicos y políticos. Guillermo Sheridan en México en 1932: La polémica nacionalista ha reunido más de un centenar de diversas voces para estudiar ese momento desde un acucioso prólogo que ayuda al lector de hoy a comprender mejor esa hora lamentablemente perdurable.
En su carta-ensayo “A vuelta de correo”, el hasta entonces pacífico y salomónico Alfonso Reyes estalla y expone con vigor su punto de vista sobre esta falsa cuestión que levantaba y aún levanta —bajo diversas máscaras— polvo y ámpula. El valor crítico del ensayo va más allá de las circunstancias de aquella fatigada polémica que en realidad venía de años atrás y en la cual se entrelineaba el supuesto afeminamiento de la literatura mexicana que ya a Francisco Monterde le había tocado atajar en 1924 para encarecer la condición viril de la literatura mexicana a través de la obra de Mariano Azuela. El ensayo no solo resulta indispensable para comprender el proceso por el cual Reyes llega a afirmar un canon ético y estético de la literatura mexicana y aun hispanoamericana sino para comprender la economía íntima del quehacer literario de Alfonso Reyes, quien buscaba alcanzar, por así decir, una forma clásica con sustancia y experiencia vividas en un país de países tan nuevo y tan viejo como México.
Desde muy joven, al poeta-polígrafo nacido en Monterrey lo cautivó el genio magnético de la geografía y el paisaje mexicanos. Uno de sus primeros ensayos es el que dedica a “Los poemas rústicos de Manuel José Othón” y que recoge en 1910 en las Conferencias del Ateneo, junto con los de otros ateneístas como Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos y Carlos González Peña. El joven Alfonso Reyes admira en Othón dos actitudes paralelas y complementarias: la adhesión contemplativa a la naturaleza como fuente de inspiración y devoción íntima y la voluntad figurativa y escultórica del lenguaje. La descripción del paisaje en Othón resulta así, a los ojos del joven Reyes, una oportunidad de realización interior y exterior, ética y estética y aun retórica y religiosa, como si hubiese leído al poeta chino Wang Wei —bien conocido de Octavio Paz— y supiera que solo es posible pintar un rayo de luz cuando este se ha creado previamente en nuestro interior.
Reyes seguirá abundando en esta indagación visionaria de la naturaleza, acaso influido por las lecturas del romántico Chateaubriand, en el ambicioso y conciso ensayo “El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX”. Ahí el poeta-crítico irá contrastando las voces de los poetas y las tradiciones literarias de que surgen con la experiencia y la intuición, a la vez geográfica e histórica, de que lo que sucede verdaderamente en la historia adviene en realidad en la geografía y lo que abre el camino del autoconocimiento personal, civil y social ha de pasar antes por la exploración misma de la tierra, los hombres y sus expresiones.
Estos ejemplos permiten tal vez entender por qué a Alfonso Reyes no le resultaba fácil cumplir aquella cita editorial con la antología mexicana que venía anunciando desde años atrás —y que alguno de sus amigos, por ejemplo el Abate González de Mendoza, había pensado hacer con el título Al servicio de México—. Y es que Reyes, a lo largo de su longevidad escrita y de sus diversas edades literarias (de 1905 a 1913 en México; de 1914 a 1924 en España; de 1927 a 1938 en Argentina y Brasil; de 1939 a 1959, desde su instalación definitiva en México hasta su muerte), no dejó nunca de crear un tren de obras en verso y en prosa —poemas, narraciones, ensayos, viñetas— donde el horizonte de la cultura mexicana se tiende como una puerta que le permitirá al escritor no solo interrogar y enriquecer su raigambre nacional y aun continental, sino también y sobre todo seguir su propio impulso creador y ensayar técnicas, estilos, modos y aires idóneos para ir expresando el caudal de su vocación multiforme. México pasó de ser un asunto para transformarse en un método, en una actitud de la sensibilidad del escritor activo y contemplativo, fraguada a golpes y a sangre (“¿Qué será de México? —le dice a Pedro Henríquez Ureña en 1914—. Creo que todos están manchados y que es irremediable que sigan matándose”). Una actitud o método que va más allá de lo accesorio y decorativo y que en cierto modo se le transformaría —a él, escritor de tiempo y vida completas— en una oración perpetua, en una plegaria incesante; es decir, en una devoción solo menor a la religiosa con que asumió la práctica misma de la literatura. Gabriel Zaid, a quien está dedicado este discurso, ha llamado la atención sobre “Los poemas religiosos de Alfonso Reyes”,[21] enfatizando la vertiente escéptica y algo pagana del otro regiomontano ilustre. Años antes, la puertorriqueña Concha Meléndez[22] en su estudio sobre la poesía de Reyes había señalado la relación entre el sentido de la soledad y el sentido religioso en sus poemas. A esas reconstrucciones me permitiría yo añadir o sobreponer otra: la que buscaría desentrañar en la experiencia literaria de Alfonso Reyes una devoción o piedad santificadora del lugar y de los genios del lugar que lo vieron nacer. Acaso no sea casual que, una de las escasas veces que aflora en la cascada de páginas alfonsinas la palabra Cristo con una inquietante carga afectiva, sea en el poema que le dedica a su padre el general Bernardo Reyes. El poema fue escrito casi 20 años después de su muerte (adviértase, con José Emilio Pacheco, que, a diferencia de la gran mayoría de los escritores modernos, Reyes no odió sino que adoró a su padre, sobre todo después de su muerte):
† 9 DE FEBRERO DE 1913 [23]
¿En qué rincón del tiempo nos aguardas, desde qué pliegue de la luz nos miras?
¿Adónde estás, varón de siete llagas, sangre manando en la mitad del día?
Febrero de Caín y de metralla: humean los cadáveres en pila. Los estribos y riendas olvidadas y, Cristo militar, te nos morías…
Desde entonces mi noche tiene voces huésped mi soledad, gusto mi llanto. Y si seguí viviendo desde entonces
es porque en mí te llevo, en mí te salvo,
y me hago adelantar como a empellones, en el afán de poseerte tanto.
[Río de Janeiro, 24 de diciembre de 1932.]
Dos años antes, en 1930, Reyes había escrito la breve Oración del 9 de febrero que sólo se publicaría póstumamente. Pasada en limpio, en Brasil, años después de la muerte patética del general, la Oración es, junto con el poema, una sutil muestra del proceso extremo de mitologización a que la piedad filial condujo al escritor. La expresión “Cristo militar” es asombrosa y recuerda un ensayo del propio Reyes escrito en 1919 donde se habla de “la derrota que hace triunfar: Cristo —no cabe la menor discusión— fue derrotado militarmente; se entregó sin combatir, que es el colmo de la derrota”. [24] Pero Bernardo Reyes, no se entregó sin combatir, sino que buscó la muerte con las armas en la mano, y su comparación con Cristo suena por lo menos exagerada.
El poema arrastra como sombra la Oración del 9 de febrero (1930). Esta “oración” —el título es significativo— la editó en 1969, diez años después de su defunción y a instancias de doña Manuela Mota, su viuda, Gastón García Cantú. Ahí Alfonso Reyes explaya las fuentes y rituales de esa “religión personal”, si se me permite la expresión —algo más parecida a la de los romanos que a la de los griegos— que partiendo de un oficio de piedad hacia los antepasados, la parentalia de Ausonio, seguía las voces de los genios del lugar habitado por los seres queridos y, en fin, impregnaba la visión del país-paisaje de un inaplazable sentido ético, crítico y estético. Esa liga pegajosa —la voz es de E. M. Cioran— con el país no sólo ayuda a entender altos poemas como Visión de Anáhuac, Ifigenia cruel o Yerbas del Tarahumara, hondos ensayos como A vuelta de correo o el Discurso por Virgilio, narraciones como “Silueta del indio Jesús” o “El testimonio de Juan Peña”, sino declaraciones como aquella que le hace a su amigo y maestro Pedro Henríquez Ureña: “tiemblo cada vez que recibo una nueva carta de México” o hasta confidencias marginales como aquella que hace muchos años después en Matrícula 89,[25] a propósito de ese sarape que como el amor por México le acompañaría toda su vida y que es, por cierto, muestra de esa maestría prosística que Borges y Bioy le admiraban:
[…] El poncho que todavía tiendo de sobrecama vino a casa cuando yo nací, y ha sido objeto mío desde entonces. Acompaña mis fortunas y viajes. Tan raído se va quedando. Tan calvo está como yo mismo —y de igual humor—. Suele servirme contra el frío de las excursiones en auto. Me hace de cama rústica o de mantel improvisado en el campo. Tiene un color de tigre, dorado y enrojecido a fuego. Le veo como parte de mi epidermis, cónyuge de mis costumbres. Ni lo quiero ni lo aborrezco: no lo siento ya. Se prepara a morir conmigo, y así acelera solícitamente su ruina; porque los hombres nos quemamos más de prisa que nuestras mantas. En él he escondido intentos y pecados. Por él se dijo: “Debajo de mi manto, al Rey mato”. Él es mi capa de que hago, cuando quiero, un sayo. Él es mi capa que todo lo tapa.
Él es todo lo que dicen de él los refranes. Y hasta se llama “Poncho”, como yo mismo en el diminutivo de mi tierra natal.
¿Por qué Alfonso Reyes que tanto se editó y reeditó no hizo la prometida antología mexicana? La respuesta que traigo es que dicha tarea lo hubiese obligado de algún modo a una reformulación del propio orden editorial; no se le ocultaba que la escritura de “una historia de la idea nacional”, la sistemática indagación en el alma mexicana, que diría José Luis Martínez, pasaba por una revisión y una historia crítica de sus propias ideas en torno a México, a la literatura, al deber civil en el cruce con la deuda vocacional; en fin, pasaba por una autobiografía intelectual que ciertamente inició con la Historia documental de mis libros (1957) título y proyecto, por cierto, inspirado en un libro de su querido Alphonse Daudet. La idea nacional de Alfonso Reyes expresada en los numerosos textos que dedicó a la historia y la literatura nacionales (alrededor de medio millar, para decir poco, sin contar los libros de memorias y los ensayos de índole teórica) practican y van en busca de una idea: la concordia. Es una idea que lo acompaña desde por lo menos 1922 hasta el final de sus días. La conciencia individual del dolor personal y social lo lleva de la mano a la postulación de la reconciliación y la concordia como un ideal social, cultural y literario. De hecho, Reyes va más allá: se trata de un ideal que trasciende la ensimismada crucifixión mexicana para abrirse paso hacia el más amplio y ecuménico horizonte iberoamericano. Se trata, además, de un ideal risueño pues —como escribió Reyes en “La sonrisa”,[26] un texto citado por Jaime Torres Bodet en su oración fúnebre en honor del “hijo menor de la palabra”— cuando “el hombre sonríe: brota la conciencia. Pues entonces funda la civilización y empieza con ella la historia”.
Desde que llega a instalarse a México definitivamente en 1939 hasta su muerte en 1959, Reyes se sabe de regreso de una larga odisea criolla y sufre en carne propia lo que se siente ser “peregrino en su patria”, extranjero en su propio país, un descastado al que nadie conocía realmente por su obra y al que se le ha cumplido el sueño de regresar a donde-ya- no. Octavio Paz evocando al autor de El gesticulador, Rodolfo Usigli y su autoexilio voluntario en México, recuerda que “el mismo Reyes en apariencia tan festejado, decía con frecuencia a todos los que queríamos oírlo que vivía exiliado en su propia tierra”.[27] Era natural que desde ese mirador no solo se dedicase a trabajar como hebreo en Egipto editando y reeditando sus propios libros (inéditos o perdidos y dispersos con diversos sellos de distintos países) hasta lograr que en 1955 el Fondo de Cultura Económica le cumpliera —“espontáneamente” y sin que él lo pida al director, don Arnaldo Orfila Reynal, según deja constancia en el Diario—[28] el sueño de editar sus obras completas. Después de todo, se lo había ganado a pulso, pues como unos años antes, en 1949, le escribió a Jesús Silva Herzog, editor de Cuadernos Americanos: “Le doy 1000.00 pesos a quien me demuestre que ha habido otro autor mexicano que muestre mayor actividad en todos los siglos de la imprenta en México”.[29]
La palabra concordia, que Reyes traía desde siempre a flor de sonrisa y que trajo, por así decir, debajo de la lengua toda la vida, y que es el hilo conductor, la sonrisa que hilvana sus páginas mexicanas y helénicas, cervantinas y gongorinas, brasileñas y críticas, vuelve a sus labios al despedir al poeta venezolano Andrés Eloy Blanco, exministro de Relaciones Exteriores de Rómulo Gallegos, que muere en esta ciudad en 1955. (México, desde antes de José Martí, siempre ha sabido brindar abrigo a las diásporas hispanas —americanas o peninsulares—.) Al poeta de Cumaná, amigo de Federico García Lorca y coterráneo de José Antonio Ramos Sucre, le toca recibir de Alfonso Reyes este noble elogio póstumo que sienta sus reales en una poderosa inteligencia de las circunstancias profundas de la cultura mexicana y, más allá, iberoamericana:
Cada civilización crea su tipo, su ideal humano: el “héroe” aqueo; el “magnánimo” ateniense, el Vir bonusromano; el “paladín” medieval; el “hidalgo” y el “caballero” españoles; en Inglaterra el gentleman; en Francia elhonnête- homme; en Prusia, el Junker; el “hombre sport” (sentido moral) en Estados Unidos; y yo creo que, en Hispanoamérica, a pesar de todos los pesares, “el hombre cordial”. No aquel cuya voluntad “se ha muerto en noche de luna”, sino aquel cuya alma se desborda como fuente henchida a la más leve solicitación, al menor pretexto. [30]
Si París bien vale una misa —como dizque concedió Enrique IV, el príncipe amigo de Michel de Montaigne para concluir las guerras de religión en el siglo XVI—, señoras y señores, Alfonso Reyes—el mejor escritor mexicano en prosa y en verso de la primera mitad del siglo XX—, el autor que acuñó esta idea cordial de cultura, el poeta-crítico que sentó las bases de un canon moderno de la prosa y del verso para las letras mexicanas e hispanoamericanas, el autor infatigable que supo hacer de la escritura, al pie de la letra, una oración incesante, una filocalía estética y crítica, el poeta que supo transmutar sus dolores individuales en una religión a la vez personal y nacional, a la par nacional y regional, el hombre que tendió a través de las redes de su correspondencia innumerable un vasto sistema de vasos comunicantes, creando así una suerte de hidrografía subterránea del orden cultural iberoamericano, salvando las diferencias entre una cultura nacional y otra; el soterrado creador de una auténtica misión diplomática, elevadamente política y no imperial, el teórico de la literatura que deslindó y quiso poner al día y a la hora el reloj de la crítica en México e Iberoamérica, el poeta proteico en verso y en prosa, el traductor innumerable, el Reyes casual que siempre anda jugando a la gran prosa, bien vale una relectura a fondo, vale las reediciones y las reimpresiones, vale las copiosas antologías, vale y hace valer el instrumental editor que las tecnologías ponen a nuestra disposición y vale acaso una cuidadosísima relectura de lo ya transcrito y publicado. Vale la recomposición editorial de sus textos de teoría literaria, los trabajos nuevos sobre su poesía, su ficción, su vida y su teatro. Vale la publicación próxima del Diario inédito; vale la edición organizada de las todavía muchas correspondencias faltantes; vale eventualmente la reedición en orden cronológico de los epistolarios ya editados y por editar; [31] vale, en fin, una Visión de México, un antología de sus escritos mexicanos como la que él mismo soñó a lo largo de su vida [32] y que ha sido como el hilo de Ariadna que en cierto modo ha guiado mis pasos por los laberintos de la historia de México y de la obra de Alfonso Reyes hasta permitirme llegar a esta ilustre casa de la lengua y de las palabras que en adelante será mi asiento. Gracias por concedérmelo.
I I
Señoras y señores,
Con alegría y reverencia ingreso a esta noble corporación, fundada en México en 1870 (a instancias de la Real Academia Española, que fue a su vez fundada en 1714) por un puñado de mexicanos ilustres, entre los que se encontraba el entonces presidente de la República, Sebastián Lerdo de Tejada, don Joaquín García Icazbalceta y don Alejandro Arango y Escandón, primer propietario de la silla número II que tendré el honor de ocupar y que resulta en esta genealogía como mi chozno, primer abuelo. Agradezco a Mauricio Beuchot, Eulalio Ferrer y José Luis Martínez el haber apoyado mi candidatura para ocupar esta ilustre silla para la cual el pleno, dirigido por el doctor José G. Moreno de Alba, me eligió desde noviembre de 2003, según me hizo saber don Salvador Díaz Cíntora, nuestro recién fallecido secretario.
En esta casa se alojó la Academia Mexicana de la Lengua desde el 15 de febrero de 1975 [33] hasta que el 19 de noviembre de 2002 mudó su domicilio a la flamante residencia situada en la calle de Liverpool, gracias a la generosidad de don Alejandro Burillo Azcárraga, presidente de la Fundación Amigos Pro-Academia. Hoy este edificio alberga la Casa del Lector dependiente de la Editorial Jus (sello tradicional de las Memorias de esta corporación), a la cual agradezco cumplidamente la posibilidad de realizar aquí esta sesión solemne.
Vengo a recoger la antorcha y a cuidar el rescoldo que arde en la silla número II, en la que me han precedido personas tan insignes como don Francisco Monterde —director durante años de nuestra Academia— y don Héctor Azar. Tuve la fortuna de conocer y estrechar la mano de los dos propietarios antecedentes de esta silla, que agradeceré durante mucho tiempo a ustedes, señoras y señores académicos, haberme asignado.
Por invitación de los poetas David Huerta y Jaime García Terrés, a principios de 1975 entré a trabajar a la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica; ahí conocí al autor de Moctezuma, el de la silla de oro. El ilustre Francisco Monterde y García Icazbalceta —que dirigió esta corporación de 1960 a 1972— era, en el orden aparente, una silueta frágil, de vivaces ojos traviesos. Don Francisco —o don “Panchito”, como lo llamaban con respeto cariñoso los empleados y secretarias— llegaba a las 10:00 de la mañana a un escritorio de hierro gris cubierto por un grueso vidrio. Corregía a lápiz manuscritos de autores o traductores no tan primerizos. Usaba una corbata impecable y casi idéntica que iba combinando con un traje gris —siempre otro y siempre el mismo— y unos lentes azorinescos con aro de oro para el cristal translúcido. Detrás de su apariencia de duende y de su aire deportivo —joven de 81 años— se guardaba una de las plumas más finas y memoriosas y uno de los lápices más afilados y laboriosos de las letras mexicanas contemporáneas. Discreto fundador de instituciones, creó revistas como Antena (1924), dio clase amistosa desde la cátedra, la biblioteca, las revistas, los suplementos literarios y, a través de sus numerosos prólogos, estudios históricos, bibliografías comentadas, libros de poemas, estampas y cuentos, Monterde, creador furtivo de un canon de las letras mexicanas, fue hilvanando el hilo de la tradición en la trama de la nueva ciudad literaria de la que fue como un guionista o un apuntador discreto que va siguiendo desde la sombra la evolución de agonistas, coros y comparsas. De niño tomó clases de dibujo con José María Velasco, y quizá de ahí le quedó el buen ojo para las cuestiones tipográficas. Su gran pasión fue el teatro, la imaginación escénica y su historia. Y a través de la aguja argentina del escenario presente y pasado fue realzando la dignidad del oficio de leer, escribir y editar con pulcritud, honradez y conocimiento. Me emociona pensar que sus finas manos dibujantes pudieron estrechar las del espectacular pintor paisajista, y que todavía yo a mis 23 años pude tomar entre las mías esa mano limpia que también había estrechado las de Luis G. Urbina, Amado Nervo, José Juan Tablada, Alfonso Reyes y Héctor Azar. Me emociona recordar que esgrimió la pluma con inteligencia incisiva a la hora de participar en la célebre polémica sobre el afeminamiento de la narrativa en México y afirmar el valor literario de Mariano Azuela. ¿Y quién no recuerda que Monterde fue uno de los pioneros en el jardín bonsái de las letras mexicanas con los haikús de su Itinerario-lírico contemplativo publicados en 1923 con prólogo de José Juan Tablada? ¿Y quién no sabe que fue durante muchos más brazo secular y colaborador benemérito de la Biblioteca del Estudiante Universitario y activo conferencista en el Seminario de Cultura Mexicana, bibliotecario emérito, director de la Imprenta Universitaria y subdirector de la Biblioteca Nacional, o que es el autor de una delicada obra sobre Gutierre de Cetina y otra sobre Manuel Gutiérrez Nájera íntimo? Además, fue uno de los animadores más templados de aquella estribación de la narrativa mexicana, la legendaria y fabulosa neovirreinal (algo inspirada en los abismos minuciosos del Gaspard de la nuit de Aloysius Bertrand), que dio como resultado obras de tradicional arrastre tan distintas y tan ricas como Visionario de la Nueva España de Genaro Estrada (1921) o El canillitas (1941) de don Artemio del Valle-Arizpe. Pero esta literatura retrospectiva no podría haberse escrito sin un agudo sentido del presente del pasado y del presente por venir: de ahí que Monterde haya sido capaz de descifrar la clave en que estaba escrita una de las cartas cifradas de Hernán Cortés, como ha recordado atinadamente don José Luis Martínez en Homenaje a la hazaña de don Francisco Monterde; de ahí que haya sabido escribir ese delicado y humanísimo Temor de Hernán Cortés; de ahí que haya compuesto en 1945 Moctezuma, el de la silla de oro —una de sus más perfectas narraciones— como un “poema cinematográfico”, con el cual no se atreve todavía ningún director o guionista de cine mexicano, aunque un poeta, el de la voz, en Recuerdos de Coyoacán (1998), haya tomado de ese libro la acuciante imagen del cadáver insepulto de Moctezuma a la deriva por los canales que hoy cruzamos como calles.
El poema mencionado, Recuerdos de Coyoacán,[34] fue escrito en el invierno de 1997-1998, unos meses antes de que Octavio Paz falleciera y está dedicado a este poeta mexicano (que ganó en 1990 el primero y hasta ahora único Premio Nobel Literatura para México) del cual fui cola borador y seguidor desde 1976, ya en mi calidad de corrector de la revista Plural, ya como corrector, editor o coordinador editorial de los diversos libros que el Fondo le publicó a partir de 1975 hasta su muerte: Pasado en claro (1975), Xavier Villaurrutia en persona y en obra (1978), y en particular el proyecto de los tres tomos de México en la obra de Octavio Paz (1987), germinado a partir de una idea de Luis Mario Schneider.
(Yo no sabría entrar a este recinto sin saludar y agradecer las enseñanzas humanas, técnicas y críticas que recibí en el Fondo de Cultura Económica a lo largo de los años. Ellas me han ayudado a despertar hasta donde he podido, y a saber y creer que no hay nada más serio y exigente que la alimentación de la propia alegría intelectual.)
Al morir Octavio Paz, las palabras me empujaron a escribir otro poema: Tránsito de Octavio Paz (1998), [35] dedicado a su viuda Marie-José Paz. Si Recuerdos de Coyoacán fue escrito como una suerte de exorcismo donde el cantor se ponía en el lugar del poema y dejaba que batallaran libremente en la arena de la página las sombras de Alfonso Reyes y de Octavio Paz, Tránsito intentó decir la experiencia de la muerte del poeta desde la voz de otro poeta, y así el poema se dio como una relectura mexicana de la elegía fúnebre que W. H. Auden dedicó a la muerte de W. B. Yeats, donde resuenan los ecos de otras, como la que P. B. Shelley puso sobre la tumba de John Keats o la que Alfonso Reyes dedicó a despedir a Manuel José Othón. Cuando concluí el poema yo no sabía a qué editor presentárselo. Una corazonada me llevó a llamar por teléfono a Héctor Azar, a la sazón secretario de cultura del gobierno de Puebla. Azar no dudó un instante, aunque se encontraba en los últimos meses de su gestión. Gracias a su celo tenaz el libro se publicó pronto y bien. Aunque conocía a Héctor Azar como un nombre significativo de las letras mexicanas y en particular del teatro en México, y el Fondo de Cultura Económica acababa de editar sus Obras: dramaturgia y teoría escénica en dos buenos tomos,[36] decidí releerlo como un tácito signo de gratitud hacia mi editor. Yo sabía, de oídas, por ejemplo, que había sido un extraordinario animador y director teatral, que allá por 1954 —dos años después de que yo naciera y cuando él solo tenía 24— había fundado y dirigido “por nueve años el grupo Piloto de Teatro Estudiantil Universitario, Teatro en Coapa”. De él saldrían “figuras señeras” como Rosa Furman, Martha Zavaleta, Miguel Sabido, Juan Ibáñez. En Coapa contó —como refiere Manuel Alcalá— con la colaboración de María del Carmen Farías.[37] Esa misma, por cierto, que luego animaría como editora en el Fondo la exitosa colección La ciencia desde México. Conocía todos esos antecedentes de Héctor Azar pero no me había adentrado como lector en sus prodigiosas recreaciones del teatro clásico español, inspiradas en El Arcipreste de Hita y en la novela picaresca, en El Periquillo Sarmiento de J. J. Fernández de Lizardi o en La pícara Justina de Francisco López de Ubeda, piezas todas en las que Azar recrea e imita esas obras clásicas con gracia y mágico poder de metamorfosis. Esos ejercicios de alta parodia recuerdan al oído fino los maravillosos divertimentos que Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes practicaron en sus Burlas literarias.[38]
Tampoco me había aventurado por la selva crítica y jubilosa de Inmaculada, La Appasionata, o Juegos de Azar, donde Valle-Inclán y Buñuel, Usigli, Novo y aun Fuentes y Garibay respiran a través de personajes que dan cuerpo y voz a la comedia mexicana. En estas obras tanto como en el ambicioso tríptico Diálogos de la clase medium, Azar supo dar nuevo y divertido aliento al teatro transformando el espacio escénico en un lugar de encuentro necesario de la sociedad consigo misma. Como un buen paisajista, Héctor Azar fue recreando con su periscopio satírico y con las lentes de aumento de sus prodigiosos retablos y farsas, las claves ocultas del ethos nacional y así sobrellevó con maestría incisiva la siempre necesaria “indagación del alma mexicana”, para citar nuevamente a José Luis Martínez. La lealtad de Héctor Azar al teatro y al hecho teatral —se refleja fielmente en esas caudalosas hojas de vida donde las páginas del escritor de dramas se alternan con las de editor y funcionario ejemplar; Azar sabía muy bien que la única manera de hacer vivir en los países de Hispanoamérica a las empresas culturales es empeñándose en ellas, poniendo el cuerpo letrado y la cara escrita y leída, afirmando las empresas e instituciones ya existentes y sembrando otras, trabajando siempre por la cultura dentro y fuera de las murallas del Estado, arriba, abajo y alrededor de esos muros invisibles, con dignidad e independencia, con la sonrisa en la boca pues el desierto de la ignorancia y de la apatía, del nihilismo y el descuido de la propia herencia crece con cada distracción, con cada desánimo. De ahí que se haya decidido a fundar una institución como el CADAC (Centro de Arte Dramático, A. C.).
La última tirada de dados que compartí con Héctor Azar, editor atinado de La Cabra (1971-1982), la pionera revista dedicada al teatro universitario y sus asuntos, no pudo ser más afortunada. Andábamos en la editorial, entonces dirigida por el licenciado Miguel de la Madrid —exmandatario de la República que un día cambió la planeación económica por la editorial—, buscando mancuernas de autores actuales —uno vivo y otro difunto— para una colección de literatura en voz alta grabando un autor actual que le prestara su voz a otro clásico. Jugábamos con los nombres de Pablo Neruda, Manuel José Othón, Rubén Darío, Amado Nervo o Manuel Gutiérrez Nájera, y les íbamos buscando engranes de tono, timbre o personalidad con las voces de algunos clásicos contemporáneos como Alí Chumacero, Eduardo Lizalde, Juan Gelman o Jaime Sabines. Se me ocurrió que podía darse una buena aleación entre los poemas y cuentos de Manuel Gutiérrez Nájera y la voz versátil de Héctor Azar, tan bien entrenada para salvar las dificultades de pronunciación y de variación rítmica. Así que le hablé para proponerle la ocurrencia. Quién sabe qué carambola estocástica desaté en la mente apasionada de Héctor Azar pues apenas si terminaba yo de hacerle la propuesta cuando, en vez de oír una réplica directa, me recetó a flor de labio los 106 versos cristalinos de “La duquesa Job”, en que se reparten las sextetas ondulantes del poema:
[A Manuel Puga y Acal]
En dulce charla de sobremesa,
mientras devoro fresa tras fresa
y abajo ronca tu perro Bob,
te haré el retrato de la duquesa
que adora a veces el Duque Job.
No es la Condesa De Villasana
Caricatura, ni la poblana
de enagua roja, que Prieto amó;
no es la criadita de pies nudosos,
ni la que sueña con los gomosos
y con los gallos de Micoló.
Mi duquesita, la que me adora,
no tiene humos de gran señora:
es la griseta de Paul de Kock
No baila Boston, y desconoce
de las carreras el alto goce
y los placeres del five o’clock.
Pero ni el sueño de algún poeta,
ni los querubes que vio Jacob,
fueron tan bellos cual la coqueta
de ojitos verdes, rubia griseta
que adora a veces el Duque Job.
Si pisa alfombras, no es en su casa, si por Plateros alegre pasa
y la saluda Madame Marnat,
no es sin disputa, porque la vista;
sí porque a casa de otra modista
desde temprano rápida va.
No tiene alhajas mi duquesita
pero es tan guapa y es tan bonita,
y tiene un cuerpo tan v’ lan, tan pschutt;
de tal manera trasciende a Francia que no la igualan en elegancia
ni las clientes de Hélène Kossuth.
Desde las puertas de la Sorpresa hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yankee o francesa, ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del Duque Job.
¡Cómo resuena su taconeo
en las baldosas! ¡Con qué meneo luce su talle de tentación!
¿Con qué airecito de aristocracia mira a los hombres, y con qué gracia frunce los labios —¡Mimí Pinson!
Si alguien la alcanza, si la requiebra ella, ligera como una cebra,
sigue camino del almacén;
pero ¡ay del tuno si alarga el brazo!
¡nadie le salva del sombrillazo
que le descarga sobre la sien!
¡No hay en el mundo mujer más linda!
Pie de andaluza, boca de guinda,
E s p r it rociado de Veuve Clicquot;
talle de avispa, cutis de ala,
ojos traviesos de colegiala
como los ojos de Louise Théo!
Ágil, nerviosa, blanca, delgada, media de seda bien restirada,
gola de encaje, corsé de ¡crac!
Nariz pequeña, garbosa, cuca,
y palpitantes sobre la nuca
rizos tan rubios como el coñac.
Sus ojos verdes bailan el tango!
Nada hay más bello que el arremango
provocativo de su nariz!
Por ser tan joven y tan bonita,
Cual mi sedosa blanca gatita,
diera sus pajes la emperatriz.
¡Ah!, ¡tú no has visto cuando se peina,
sobre sus hombros de rosa reina
caer los rizos en profusión!
Tú no has oído qué alegre canta,
mientras sus brazos y su garganta de fresca espuma cubre el jabón!
¡Y los domingos!... ¡Con qué alegría oye en su lecho bullir el día
y hasta las nueve quieta se está!
¡Cuál se acurruca la perezosa,
bajo su colcha color de rosa,
mientras a misa la criada va!
La breve cofia de blanco encaje cubre sus rizos, el limpio traje aguarda encima del canapé;
altas, lustrosas y pequeñitas,
sus puntas muestran las dos botitas, abandonadas del catre al pie.
Después, ligera del lecho brinca.
¡Oh, quién la viera cuando se hinca blanca y esbelta sobre el colchón!
¿Qué valen junto de tanta gracia
las niñas ricas, la aristocracia,
ni mis amigos de cotillón?
Toco; se viste; me abre; almorzamos;
con apetito los dos tomamos
un par de huevos y un buen beefsteak,
me da botella de rico vino,
y en coche juntos, vamos camino
del pintoresco Chapultepec.
Desde las puertas de la Sorpresa hasta la esquina de Jockey Club
no hay española, yankee o francesa,
ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del Duque Job.[39]
(1884)[40]