"A orillas de Litoral" por Adolfo Castañón en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica del mes de agosto, dedicada a Jaime García Terrés

Jueves, 16 de Agosto de 2012
"A orillas de Litoral" por Adolfo Castañón en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica del mes de agosto, dedicada a Jaime García Terrés
Foto: Fondo de Cultura Económica

A orillas de Litoral

Aunque litoraleño no es palabra bien vista por los diccionarios —no aparece en el DRAE, el Clave, el Panhispánico de Dudas…—, su uso se impone para califi car el estilo, los temas, la cantarina voz con que Jaime García Terrés produjo su célebre columna en La Gaceta. A desmenuzar esa otra literatura litoraleña, que merecería una compilación exhaustiva, se dedica aquí uno de los dilectos alumnos de don Jaime.

Unas cuantas hojas sujetas con un par de grapas (32), impresas a dos tintas, bien diseñadas por Vicente Rojo desde la Imprenta Madero, bien editadas por Jaime García Terrés —subdirector técnico del Fondo, herencia noble de Antonio Carrillo Flores a Francisco Javier Alejo y, luego, a Guillermo Ramírez Hernández—, bien escritas por el mismo García Terrés y su amplio repertorio de amigos colaboradores: Álvaro Mutis, Augusto Monterroso, Gabriel Zaid, Juan Almela-Gerardo Deniz, entre los nombres de los mayores, para no hablar del vasto acervo acumulado y siempre en proceso de la editorial fundada en 1934 por Daniel Cosío Villegas, para no mencionar el curso responsable de las estafetas redactoras: David Huerta, Marcelo Uribe, José Luis Rivas, Francisco Hinojosa, Daniel Goldin, Alejandro Katz, Tedi López Mills, David Medina Portillo y, en fin, el de la voz en vilo.

Unas cuantas hojas rigurosamente escritas y leídas, sílaba a sílaba, letra por letra. Se desprendía cierta nobleza, como de pan recién horneado, de aquellas modestas y muy bien impresas hojas escritas, leídas, releídas, editadas, corregidas, diseñadas y hechas para perdurar. Era La Gaceta como una casa limpia y ventilada, animada por un amplio corredor común que daba a un patio interior, o, mejor, como una casa rodeada de balcones, o, mejor que mejor, como ambas cosas, pues La Gaceta abría sus puertas tanto hacia el interior como hacia fuera, hacia la ciudad y la calle, a través de la sección bautizada intencionadamente Litoral. Franca alusión a la revista homónima y emblemática de la generación española de 1927, hecha por el poeta y tipógrafo en aquella época, y luego en el exilio, Emilio Prados. La Litoral de los españoles no estaba tan lejos del cultivado por Jaime García Terrés desde La Gaceta del Fondo, quien construiría desde ahí otro archipiélago de islas afortunadas. Litoral no venía de la nada. Aun en la propia obra y escritura de “Don Jaime”, puede leerse un antecedente: esa otra columna, entre noticiosa y pensativa, bautizada en la Revista de la Universidad de México como La Feria de los Días y que luego se publicaría como libro. En el paisaje hispánico, Litoral se insertaba entre las “marginalias” y “burlas veras” de Alfonso Reyes, la columna El Pez que Fuma de Octavio G. Barreda en Letras de México, el Glosario de Eugenio D’Ors, los Cabos Sueltos redactados anónimamente por Justo Sierra en La Libertad o, en fin, los epígrafes que pautaban los Diálogos de Ramón Xirau —otro de nuestros asiduos colaboradores. Era Litoral una columna que, no por anónima, dejaba de tener un travieso, inconfundible sello personal de su autor, nacido de la estirpe del historiador Genaro García y descendiente del eminente doctor José Terrés; “Don Jaime”, como le llamábamos los gaceteros, era yerno del doctor Ignacio Chávez pues se había casado con su hija Celia (quien luego ayudaría a la fundación —y se desempeñaría un tiempo como administradora— de Vuelta). Columna vertebral de La Gaceta, el Litoral —balcón y corredor familiar, atalaya de la plaza y de los patios interiores— se componía de una serie de apuntes con noticias frescas —digamos, el libro de moda en los Estados Unidos, Tiempo de canallas, de Lillian Hellman, recién contratado por la editorial y traducido por Rosario Ferré; más tarde el escritor y editor Felipe Garrido, gerente de producción con José Luis Martínez, traduciría el otro libro de Hellman publicado por el Fondo: Quizás, un relato—. A Litoral lo alimentaban los comentarios al margen de las obras del apócrifo Eduardo Torres, inventado por Augusto Monterroso —como Juan de Mairena lo había sido por Antonio Machado—, los lectores mexicanos e hispanoamericanos de Italo Svevo o de Ramón Fernández, o aun las quejas contra el crecimiento estremecedor de la ciudad o los desfiguros y las inveteradas trabas burocráticas no del gobierno en general, sino de esta oficina o aquella agencia en particular.

Otro pariente del Litoral fue el Inventario semianónimo (firmado JEP, o sea José Emilio Pacheco), publicado primero en el Excélsior de Julio Scherer y luego en Proceso (no sé si el nombre coincide con el de una columna polémica del filósofo Emilio Uranga). Inventario de lo que se dice y oye en la ciudad, el mexicano Talk of the Town de The New Yorker, fue quizás una de las inspiraciones de la columna emblemática de La Gaceta piloteada por ese helenista que tenía cara de griego antiguo: Don Jaime.

El Litoral lo escribía en hojas de papel cultural, sobrantes de la impresión de los libros que, en parte, se hacían en la contigua Gráfica Panamericana, dirigida por el señor José Sánchez, la imprenta-cuna de la editorial, que se encontraba en el mismo edificio de Parroquia y Universidad, junto al almacén (gobernado por don Eligio Calderón). Don Jaime escribía aquellas frases con letra menuda, escritura regular y afilado lápiz color amarillo marca Mirado número 2 o 4. Por una sola cara de aquellas hojas que medían, creo recordar, 21 × 13 cm. Los iba escribiendo al filo y flujo de las numerosas y, para el extraño, desordenadas lecturas de revistas (el Times Literary Supplement, The New Yorker, Saturday Review, London Review of Books, The London Magazine, Le Monde, La Quinzaine Littéraire de Maurice Nadeau, Critique, La Nouvelle Revue Française, Le Nouvel Observateur, Eco, Golpe de Dados, Marcha, la Revista de la Universidad de Antioquia, Zona Franca, Escandalar, Papeles de Son Armadans, Ínsula, para no hablar de las mexicanas como Dianoia, las Memorias de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua, Diálogos o La Palabra y el Hombre). Edén cosmopolita para el bibliófilo y laberinto, De Babel a papel, diseñado para descorazonar al aprendiz recién llegado. Don Jaime se mantenía en forma, además, resolviendo crucigramas en inglés (del Saturday Review) y en francés (de Le Monde<), al margen de sus tareas oficiales, que no abandonaba, traduciendo poemas o cuentos —una de sus grandes pasiones fue la traducción—, consultando diccionarios y enciclopedias con deportiva y saltarina agilidad. Cabe decir que iba redactando los escolios de Litoral sin corregir casi, pues la prosa del autor de La responsabilidad del escritor (1946), título de su tesis de licenciatura sobre la dimensión ética y jurídica del quehacer literario, impresa por supuesto en los talleres de Gráfica Panamericana, fluía espontáneamente. Su lápiz parecía vagar por las hojas, como la aguja de una brújula, al flujo de las caudalosas lecturas de libros y revistas que se iban acumulando en aquel despacho forrado de madera —como una cabina de capitán de navío— y cubierto de libros con vitrina de piso a techo, donde a su escritorio lo acompañaba mesa hirsuta y políglota. La mesa babélica, llena de las revistas que se paseaban en la oficina de García Terrés, era un eco o una prolongación del ánimo goetheano del poeta-editor de abrir las letras nacionales y regionales a la atmósferas de todo el mundo, a las expresiones literaria del orbe todo, en el sentido vertical y horizontal de la palabra, voracidad de perspectivas que le han dado al catálogo del Fondo su generoso sello incomparable. El despacho estaba en la sala de la casa donde había vivido Arnaldo Orfila Reynal —uno de los fieles amigos de Pedro Henríquez Ureña—, a quien Cosío Villegas había traído a dirigir el Fondo hasta que los idus arbitrarios de 1966 lo arrancaron de ahí para que fundara muy poco después Siglo XXI Editores. Algunos años después pensé en la ironía de la historia que había puesto en la misma sala de la casa de Orfila al yerno del cardiólogo Ignacio Chávez, quien había sido arrancado de la rectoría de la universidad por la misma furia arbitraria, el mismo año.

En esa sala estaba el despacho donde redactaba al hilo de las horas los apuntes de Litoral aquel curioso admirador de Ezra Pound, a quien había visitado en su juventud, aquel amigo de Giorgos Seferis, el exembajador en Grecia, el políglota y editor, el poeta y ensayista, y el traductor que muy pronto ingresaría, con toda justicia, a El Colegio Nacional. No era eso lo único que él hacía. En realidad y, más allá de La Gaceta, aunque sin duda apoyándose en ella como en una palanca simbólica, restauraba los cimientos de la editorial o ponía nuevas fundaciones, tendía los arcos y columnas, libraba batallas editoriales dentro y fuera, a favor y a veces contra la no siempre comprensiva superioridad y sus restrictivas medianías, vigilaba las ventas, afianzaba las bóvedas de los libros y de los dineros, preparaba a los relevos y las estafetas (sin saberlo: nosotros), cuidaba el intangible patrimonio de los derechos y las traducciones heredadas, lo refrescaba con títulos nuevos —un ejemplo: los libros de Carlos Castaneda, que le sugirió Octavio Paz pero que él supo pelear muy bien para la editorial—, en fin, afianzaba las plataformas de lo que sería una de las edificaciones editoriales más ambiciosas y consistentes del mundo de habla hispana: el catálogo histórico del Fondo de Cultura Económica. No era, desde luego, una labor solitaria, sino solidaria: participaban en ella otros escritores amigos, dentro y fuera de la editorial, como José Luis Martínez, Alí Chumacero, Joaquín Díez-Canedo, Silvio Zavala, Víctor Urquidi, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Ramón de la Fuente, Rubén Bonifaz Nuño, Luis Cardoza y Aragón, además de un largo e inclusivo, plural etcétera.

Visión y solvencia, probidad y desinterés, conocimiento y libertad fueron algunas de sus virtudes como subdirector durante dos décadas, y luego como director otros seis. A mis ojos aprendices, el centro de todo era La Gaceta, la niña de los suyos, y, a su vez, en su seno el Litoral, la pupila de todos. La Gaceta era y es muchas cosas, pero una central durante la regencia de Don Jaime fue la de ser una alta escuela de traducción de poesía y de otras expresiones literarias, un semillero de trujamanes y agentes secretos del transvase entre las lenguas. No es fortuito que en sus páginas se hayan congregado nombres tan ilustres. La ilustración cobraba cuerpo y forma en las páginas de La Gacetadirigida por ese señor que sabía del placer de leer a los clásicos en traducción y en el original, placer compartido con Borges y con Paz, con Xirau y con Deniz, con Mutis, Zaid y Segovia, con Carlos Monsiváis y con José Emilio Pacheco, con su admirado Ezra Pound, con Arthur Walley, con Miguel León Portilla…

Pero vuelvo a Litoral, para no perderme en el océano (pues La Gaceta es uno y otro más vasto, la editorial misma). Aquellas modestas notas sueltas manuscritas a lápiz —ese útil escolar que escribe con el corazón—, en grafía suave y regular (no apoyaba en exceso al pasar en claro sus pensamientos), las ponía en limpio, con celo entre monástico y clínico, su secretaria Catalina Iparraguirre, “Catita”, guardiana celosa de la puerta de madera corrediza de aquella oficina —había otra que llevaba a la dirección—. Si Litoral era un balcón puertas adentro y puertas afuera de la ciudad sin más y de la ciudad literaria, municipal y planetaria, lo era —y es— por fuerza La Gaceta misma, a su vez espejo del catálogo histórico y en proceso del Fondo, una de las preocupaciones más tenaces del poeta-editor, quien seguramente lo sigue soñando en el más allá para sostenernos.

Cuando entré en aquel 1974, a los 22 años, lo estaba reorganizando Graciela Bayúgar y lo corregía mi amiga —y luego testiga de mi boda— Ana María Cama Villafranca, la editora hermana de Alba C. de Rojo, quien se ocuparía de las relaciones públicas del Fondo en la época de Don Jaime. Todo estaba, al traslape, imbricado y entreverado. Viene a cuento esta aparente digresión, pues ni La Gaceta ni el catálogo del Fondo podían entonces ver escindida su orgánica unidad en marcha.

A principios de 1974 —recién vuelto de un largo viaje a Europa y Medio Oriente— conocí en la Facultad de Filosofía y Letras a la narradora y editora Paloma Villegas. Ella me presentó con David Huerta, el poeta y traductor quien entonces trabajaba en el Fondo y se hacía cargo de La Gaceta. Mi amigo pronto se iría de México a cumplir con las obligaciones que le imponía el proyecto de beca que había presentado a la Fundación Guggenheim y que había resultado elegido para ese año. David tuvo la generosidad de invitarme además a colaborar en el suplemento La Cultura en México de Siempre!, coordinado por Carlos Monsiváis. Lo armaba, el mundo era y es muy pequeño, en la Imprenta Madero, Vicente Rojo y sus amigos diseñadores: Rafael López Castro y Bernardo Recamier —quien más tarde nos ayudaría a diseñar La Gaceta por el exceso de trabajo que tenía el primero—. Por su parte, Rafael se haría cargo poco después de la coordinación del diseño en el FCE, y había desde luego un fluido, animado y divertido diálogo entre todos al que llegaría a sumarse Germán Montalvo, también responsable más tarde del diseño de La Gaceta. A mi vez, yo había entrado a sustituir como corrector en Plural a Armando Pereira. Tenía tres trabajos, pero, como se relacionaban entre sí de diversos modos, no me costaba tanto esfuerzo ir de un escritorio a otro.

En el FCE y en La Gaceta, muy en particular, pronto me di cuenta de que había un diálogo inteligente —intermitente, no siempre obvio y frontal— entre lo que decía anónimamente Don Jaime en el espacio de Litoral, el contenido y entrañas de La Gaceta, y la lista de obras en proceso de edición y producción que irían a nutrir el catálogo del Fondo. Esto me ponía, por así decir, la carne de gallina, pues una de mis preguntas soterradas era y es qué hay, qué podía haber detrás de los libros y de las revistas, y ahí lo podía yo no sólo ver sino oír y vivir. Ver transfigurarse una conversación en libro y asistir a su metamorfosis en forma de adelanto, y más tarde ver que el libro era reseñado y a su vez la reseña se transformaba en un artículo, digamos de la sección “Nuestros libros en el extranjero”, era algo que cautivaba entonces a mi alma de Cándido —y que lo sigue haciendo a pesar de los maestros Panglosses que dicen saberlo todo—.

Decir “me di cuenta” es mucho decir: me dejaba llevar por la intuición, la observación, el instinto, las premoniciones, las casualidades, la memoria de lo visto, entrevisto, oído y a medias oído aquí y allá…

La oficina de Don Jaime tenía dos puertas. Una que daba a la dirección y que rara vez se abría y otra de uso habitual. Era ésta una puerta corrediza de madera que guardaba la celosa “Catita”. La que daba a la dirección abría sobre las oficinas del departamento de contratación, donde reinaba el santo señor de todas las diligencias: Alfonso Ruelas Hernández —quien venía trabajando desde su adolescencia en la editorial—. Ahí también había libros, libreros con vitrina y, al lado, un escritorio inmaculado que ocupaba unas horas al día un duende llamado Francisco Monterde, “Don Panchito”, quien había sido director de la Academia, editor de la benemérita Biblioteca del Estudiante Universitario y autor de numerosos ensayos y estudios sobre el teatro en México, amén de una serie de impecables cuentos y viñetas en prosa. Monterde pertenecía a aquel linaje afilado de los que escriben a lápiz. Al aparecer él, por las mañanas lo primero que hacia Ruelas era ponerle sobre el escritorio gris cubierto de grueso vidrio tres lápices bien afilados para que se dispusiera a revisar alguna traducción o corregir algún original cuyas páginas en parte terminarían en La Gaceta, como el libro sobre Creta del arqueólogo británico Hutchinson.

A veces Don Jaime salía de esa puerta como un oso de su guarida buscando con la mirada un libro, una revista o un expediente o, simple y sencillamente, para huir de alguna visita indeseable —a veces se dan— que hubiera interrumpido su trazo a lápiz de las anotaciones al sesgo de Litoral. Esas anotaciones, escritas como en un plano oblicuo, participaban de las características del diario y de la crónica, de las notas de block, como los Bloc-notes de François Mauriac, los despachos de Bertrand Poirot Delpesch en la primera página de Le Monde, la anécdota como en las “Briznas” de Alfonso Reyes, o incluso del escolio como en Nicolás Gómez Dávila; participaban de la crónica en miniatura, del fragmento, la sentencia y, en definitiva, diría yo, para empaparme en la lluvia de los tiempos, del “microensayo”, que quizá ya había sido practicado por Azorín en español, por Max Beerbhom en inglés o por Jean Paulhan, para no hablar de los sentenciosos del “gran siglo” francés estudiados por Paul Bénichou, y que, como yerba entre las losas de piedra, prosperaría entre nosotros en letrillas y “perifonemas”. Ese lenguaje literario a más no poder, es decir, potenciado al límite del lector, fluye sostenido entre lo público y lo privado, entre la intimidad y el foro, pero, en el lenguaje del cuerpo, en esos retratos podemos ver a un personaje susurrándole a otro al oído una observación zumbona que lo hace sonreír mientras un tercero lee, como si las dictaran sus lentes de botella, unas palabras solemnes en una mesa no tan redonda. “De boca a oído”, quizás esa expresión conviene para caracterizar el espíritu conversacional de Litoral. Esa condición casual que hace acto de presencia sin notarse demasiado a través de un discurso como dicho a media voz se ajusta perfectamente a la columna vertebral —La Gaceta— de una de las editoriales más importantes de la lengua hispana y, con mayor perfección aún, a la espina dorsal —la omniscia sección Litoral, que resguardaba aquella columna cuya única regla de conducta parecía ser la obediencia irrestricta al gusto literario.

Y aquí topamos con la máquina infernal, con la esfinge que enarca las cejas y parece decir: “Si adivinas, te devoro…” Litoral se tragaba el chicle —y adivinaba— pero no se dejaba devorar. No se dejó devorar durante más de una década. La Gaceta fue sentando sus reales, imponiendo poco a poco su representación de la vida literaria a la misma vida literaria como un alimento afectivo y efectivo, electivo de esa polis de la letra que, alrededor, crecía y a la par, ay, se desmoronaba entre las manos de la prisa y la malhechura, flagelos de nuestra “modernación”, cosa opuesta a la modernización, según nos hizo ver en un ensayo publicado en La Gaceta la sagacidad del otro don Jaime, Moreno Villarreal. A la venerable y silvestre hoja impresa a dos tintas, puesta en cintura por su serpentino Litoral, le salieron pastas de papel couché —para premiar su importancia después de haber recibido, en 1987, el Premio Nacional de Periodismo—. Al igual que a la editorial le iban creciendo colecciones, a La Gaceta le llegaron a crecer, primero, números extraordinarios que fueron como libros empastados en sí mismos: el memorable de medio siglo de la editorial (1934-1984),1con un dossier sobre Omar Khayaam, y luego, los dedicados a Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, Ezra Pound, Franz Kafka, coordinados, desde luego, bajo la guía no sólo de don Jaime García Terrés, sino con la orientación de José Luis Rivas, cuya generosidad, conocimiento y entusiasmo lo entronizaron de inmediato como una suerte de hermano mayor respetado unánimemente por todos los que de algún modo u otro estaban asociados a La Gaceta: Alejandro Katz, Jaime Moreno Villarreal, Francisco Hinojosa, Francisco Cervantes, Daniel Goldin, Christopher Domínguez Michael, Julio Hubard, Rafael Vargas Escalante, entre los más fieles colaboradores del Fondo de aquel momento que ahora me vienen a la memoria. Los redactores de las épocas pasadas, como Gerardo Deniz, David Huerta y Marcelo Uribe, se dejaban publicar de cuando en cuando algún poema o colaboración.

Todos supimos practicar en el espacio intermedio de La Gaceta las mismas virtudes de amistad y camaradería que animaron García Terrés y su constelación de estrellas inteligentes y afortunadas, y que incluía estandartes de casi todos los gremios: Juan García Ponce, Salvador Elizondo, José Pascual Buxó, Carlos Monsiváis, sin excluir los de la arquitectura, las artes plásticas y el diseño, y aun el de la caricatura representado por Abel Quezada, a cuya pintura, por cierto, el Fondo de Cultura Económica le dedicó un libro.

La Gaceta no sólo proliferó en esos números extraordinarios, cundió hacia afuera erigiéndose como modelo de otras publicaciones culturales y hacia adentro se propagó en una prole de cuadernos a través de una admirable colección que se dio el lujo de lanzar la editorial y que hasta ahora cuenta más de 90 títulos. No sólo eso: La Gaceta iría a museos, le darían reconocimientos, su secreto se iría disipando en el aire-ambiente al irse canonizando. Pero el derecho de observar y decir, el derecho de soñar y fabular no dejaba de ejercerlo desde su palomar, Litoral, el poeta-editor, que, al respirar, recordaba a los clásicos y que jugaba a adivinar los sueños de Homero (¿no es verdad, Moses Hadas?, ¿no es cierto, Selma Ancira?) de la mano de Giorgos Seferis al deletrear mensualmente el prístino alfabeto de La Gaceta y sus guardas de la pluma.

Adolfo Castañón es un viejo conocido de La Gaceta. Ha escrito, corregido, editado, traducido textos para nuestras páginas.

1 La Gaceta, nueva época, núm. 165, septiembre de 1984 (director: Jaime García Terrés; redacción: Adolfo Castañón, José Luis Rivas, Rafael Vargas; 140 pp).

Para ver la publicación completa, visite:

http://www.fondodeculturaeconomica.com/Gacetas/ago_2012/files/ago_2012.pdf

 

Para leer la nota original, visite: http://www.fondodeculturaeconomica.com/editorial/laGaceta/


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