Sábado, 21 de Noviembre de 1953

Ceremonia de ingreso de don Julio Torri

Comparte este artículo


Discurso de ingreso:
La Revista Moderna de México

De las varias funciones de la Academia de la Lengua, ninguna tan importante como la de mantener sin hibridismos ni impurezas el caudal de nuestro idioma. Defender su integridad ha parecido siempre labor eminentemente patriótica, ya que el concepto mismo de nuestra nacionalidad está estrechamente enlazado a la lengua. En efecto, ésta más que la raza establece fraternos vínculos con la Madre Patria y con veinte repúblicas de América. Así pues conviene robustecer por todos los medios a nuestro alcance el lazo que nos une poderosamente a uno de los grupos de naciones más ilustres, con un papel de la mayor importancia en un futuro no lejano.

Por eso al ingresar a esta docta corporación como individuo de número me embarga un grave sentimiento de responsabilidad. Y a la vez de honda gratitud para quienes, sin tomar en cuenta lo escaso de mi producción, me llamaron a su honrosa compañía. Porque la conversación y trato de los honorables señores académicos es en verdad un preciado don, puesto que en ellos imperan el patriotismo más acendrado, el respeto mutuo y la tolerancia, flor y signo de una sólida cultura.

Me ha tocado la suerte de venir a ocupar el sitio que dejó vacante don Raimundo Sánchez. Un hombre bueno, modesto, servicial y enemigo de toda publicidad. Sus nada desdeñables conocimientos en gramática estaban a la disposición de quien los requiriese. Recordamos sus bien documentados estudios que redactaba por encargo de la Academia y con motivo de alguna consulta a ésta. Yo le pedí muchas veces que para provecho general los reuniese en un libro. Acostumbraba destruir estos dictámenes, considerándolos en un rato de hipercrítica, como trabajos de poco momento. Así me lo ha referido uno de sus familiares más allegados, el doctor don Jesús A. Cuevas.

En su galano discurso de ingreso en esta Academia Mexicana de la Lengua se pronuncia, con la autoridad de don Rufino José Cuervo, contra un purismo exagerado; y condena también el censurable descuido y desaliño de los indoctos.

Sólo conozco de Sánchez, además de esta pieza oratoria de innegable mérito, unasRecomendaciones sucintas sobre la enseñanza de lengua española en colaboración con la profesora doña Ofelia Garza del Castillo. Dichas recomendaciones van seguidas de composiciones breves entresacadas de diversos autores como Amós de Escalante, el Padre Nieremberg, Quevedo, Palacio Valdés, el Padre de la Puente, don Jacinto Benavente, José Selgas, don Juan Montalvo, Cervantes, Azorín, Pereda y algunos más. La selección nos permite formarnos una idea de las preferencias literarias de nuestro llorado colega. Otra parte del libro la constituyen trozos recogidos en obras de Monlau, Castelar, D. Juan Vázquez de Mella, don Antonio Maura, Clarín, don Juan Valera y otros autores en su mayoría académicos de la Española.

Añadiremos por último que consagró su vida a la enseñanza y que fue cabal y verdaderamente un maestro. Para serlo exige Galdós en El amigo manso hacerse querer uno de sus alumnos, pues no “hay enseñanza posible sin la bendita amistad”.

Comenzaré a tratar ahora el tema que me he propuesto en este trabajo, o sean Algunas notas acerca de la Revista Moderna.

Gran parte de nuestra literatura se halla en revistas y periódicos. Algunos de ellos son toda una época de nuestras letras, como acontece con El Diario de MéxicoEl DomingoEl Renacimiento entre otros. Más de una buena novela como Clemencia de Altamirano apareció en revista antes que en libro, al igual que obras líricas como El florilegio de Tablada, Joyeles de Rebolledo y El éxodo y Las flores del camino de Nervo, que por primera vez salieron precisamente en la revista que hoy me ocupa.

El fundador de ella fue en todo rigor Bernardo Couto Castillo, que sacó un primer número, de extremada rareza hoy, y que no me ha sido dable ver. Couto hace recordar a Rodríguez Galván y a Manuel Acuña por su temprano fin y por sus bellas dotes naturales para las letras. “…Artista raro y exótico —dice Tablada en su necrología— pasó invisible ante los ojos testáceos del burgués estólido”.

En sus artículos y relatos apunta una preocupación constante por el mito de Pierrot, el Pierrot fantasmal y trágico del soneto de Verlaine:

Ya no es, como en la vieja canción, aquel rendido
amante de la luna que alegre se reía;
a un tiempo se apagaron su vela y su alegría
y hoy vuelve seco y pálido como un aparecido…

(Traducción de González Martínez)

Couto murió antes de cumplir los veintiún años, víctima lamentable de la vida irregular que arrastraban los bohemios y artistas del tiempo.

Una de sus últimas narraciones —Pierrot sepulturero— es de las mejores que salieron de su pluma, así como Un recuerdo, que tiene todas las trazas de ser una página vivida por su talentoso autor y que debiera figurar con merecimiento en las colecciones de cuentos mexicanos escogidos.

Refiere don Jesús E. Valenzuela en Mis recuerdos —publicados por Excélsior en 1946— que como Couto no pudiese proseguir la publicación de la revista, ésta corrió por su cuenta con la colaboración de Jesús Urueta, José Juan Tablada, Balbino Dávalos, Rubén M. Campos y Ciro B. Ceballos. Desde un principio fue no sólo en México sino en toda América el portavoz del modernismo.

A mediados del siglo, Baudelaire y su escuela habían promovido la renovación de la lírica occidental. Para ser más exactos, hay que buscar las últimas raíces de este movimiento en Gérard de Nerval, con cuyos poemas han pretendido autorizarse los superrealistas, y en Aloysius Bertrand, antecedente de los parnasianos. De esta gran corriente europea procede el modernismo hispanoamericano.

Su director Valenzuela no se sentía en los comienzos muy vinculado con el grupo y confiesa que sus ligas con él son más bien de orden cordial, en versos en que echa de menos tiempos y amigos más risueños:

¡Qué bien se deslizaba la ancha canoa
por el canal y cómo con la guitarra
alegraba a las chicas Pepe Gamboa,
a quien curaba el pecho Porfirio Parra!

Era alegre la musa porque era joven;
Virgo potens cantaban las primaveras;
nadie hablaba de Wagner ni de Beethoven;
de gnomos, de nirvanas, ni de quimera.

¿Te sonríes, Pedancio?... Pues valen mucho,
y con ellos me gusta tomar cerveza;
me quieren y los quiero, me llaman Chucho,
y soy la nota alegre de su tristeza…

Al final de su vida, en los mismos Recuerdos no se considerará solidario tampoco con sus viejos amigos, y podrá juzgar objetiva y fríamente sus flaquezas y extravíos juveniles.

Ciertamente el sentimiento dominante en los poetas mexicanos de entonces (Tablada, Couto, etc.), es el del aislamiento, el de ser incomprendidos, el de no tener lugar ni cabida en la sociedad. De aquí su pesimismo, su rebeldía al representarse ante sí mismos como mártires de la poesía y el arte, que padecen por el amor exclusivo de la belleza, torturados por la propia miseria y por la arrogancia de filisteos y burgueses. En todo conformidad con el triste destino que para el poeta esboza Baudelaire en las poesías iniciales de Las flores del mal, especialmente enBénédiction. Al promediar el siglo xix va haciéndose patente hondo pesimismo en las obras de arte francés, pesimismo que acrecienta la catástrofe de la guerra del 70. Las novelas de Flaubert y las alegorías de Odilón Rédon son las mejores muestras de esta tendencia post-romántica. Había además en los redactores de la Revista la divina jactancia, propia de la mocedad, y la conciencia de hallarse en la buena vía. De todo ello procede un individualismo acentuado y afán de singularizarse, a las veces inhumano, y cierta visión del mundo un tanto agravada por sombríos tintes. Hojeando la revista cae uno en la cuenta de que esta poca de intolerancia y juvenil lozanía que se barruntan en los escritores de los primeros números ceden luego a sentimientos más generosos, y ya en 1901 al lado de la magnífica Arenga a la juventud de Urueta aparecen sonetos de D. José López Portillo y Rojas, de acendrado gusto clásico.

Desde el año IV —1901— se imprime en papel satinado; y a partir de septiembre de 1903 reduce su tamaño y muda su nombre de Revista Moderna. Arte y Ciencia, por el de Revista Moderna de México.

Don Jesús E. Valenzuela fue el mediador indispensable entre el grupo de innovadores a todo trance —antipático a los más, hostil a la mesocracia de los noventas— y la opinión general, alarmada por ese foco de vaga rebeldía, cuya meta y propósitos no eran previsibles ni bien conocidos. Sin la cordura y el dinero de Valenzuela La Revista Moderna no hubiera durado lo que duró, y al segundo o tercer número con ella hubieran dado al traste la procacidad de uno de sus redactores, la indiferencia y apatía de otros, y la acometividad de todos para las marchitas flores de un neoclasicismo y de un romanticismo que se sobrevivían más que nada por la falta de un espíritu creador y original. Además, como es bien sabido, la revista no fue negocio productivo, antes bien, todo lo contrario, consumía los dineros de su dueño, propietario a la sazón de terrenos que luego fueron la Colonia Roma. Las impresiones de Valenzuela como director no han de haber sido muy gratas. Ceballos le atribuye esta frase amarga: “Hay amigos que valen el oro… cuando es uno el que lo tiene”. Como poeta lo fue de transición entre dos épocas, según reconocieron en excelentes páginas el panameño Darío Herrera y el dominicano Pedro Henríquez Ureña.

Es éste un poeta sincero —escribe Urbina (febrero de 1907, p. 345)— a veces hondo; frecuentemente pensador; casi siempre original. En dondequiera que pone la mano, deja la marca de su yo. Lo que más resalta en él es la personalidad: de modo que tiene la primera condición del artista.

Y Pedro Henríquez Ureña, tan benévolo para todo lo nuestro, opina:

En Valenzuela se encuentran otros contrastes: entre sus descripciones a la manera clásica (Himnos salvajes, al autor de Los murmurios de la selva) y sus fantasías modernistas (Deseos); entre sus rimas de corte romántico y sus versos de forma novísima. Pero en sus diversos aspectos, el poeta es siempre uno: viril, sincero, todo intenciones y sentimientos, lleno de fe en la Vida, sereno en su pensar, si a ratos inquieto ante las amenazas de lo imprevisto… (febrero de 1907. —Nuestros poetas. Jesús. E. Valenzuela).

Recordemos brevemente a los primeros escritores y artistas que colaboraron en torno a Valenzuela.

Tablada es el profesional de las letras. De ingenio muy cultivado, propagó entre nosotros las doctrinas estéticas sucesivas desde Baudelaire y Gautier hasta Apollinaire y Max Jacob. Habiendo sido iniciado probablemente en el arte japonés por el Outamaro de sus idolatrados Goncourt, logró pericia en la crítica de arte. Fue polemista de nervio. Irónico y dotado de un humorismo casi siempre inofensivo. (No desde luego en el campo de la política). Enriqueció nuestro parnaso con poemas en que admiramos una técnica impecable, una renovación de metáforas de riqueza y variedad infinitas, acento de modernidad, un eco de mil motivos del pensar y sentir de hoy, un saber literario cabal. Poseyó como nadie el sentido de lo conveniente y lícito. Siempre era el primero que caía en la cuenta de que una moda iba a cambiar. Desde sus comienzos abandona una tristeza juvenil y romántica que era de rigor en los que mantenían comercio con las musas, tristeza tan poco respetable como la que afectan muchos para excusar vicios. Contra ella reacciona en el gran soneto A la sombra de un Hermes en el cual también se pronuncia por la impasibilidad del artista, credo de Leconte de Lisle y su escuela.

Su sagacidad y penetrante instinto crítico le hacía percatarse de lo vulgar o excesivo o cursi de cualquier boga reinante. Así en Adiós a Bohemia se vuelve contra vicios en que se perdieron muchos, y que los contemporáneos creían inseparables del ejercicio de las letras. También abandonó desde temprano la afición a una falsa y convencional Edad Media, con bandolines, castellanas y otras zarandajas. Se le puede motejar de artificioso en alguna rara ocasión, de rebuscado; de refinado, siempre; pero nunca de mal enterado o de perverso gusto. Oportunidad, propiedad, sentido de lo actual. Fue duro y cruel y aun injusto con los advenedizos del arte y con los impreparados de las letras. Notable su cosmopolitismo y su horror por lo provinciano y por los prejuicios de campanario. Lugones, su lejano amigo, le dedicó Los doce gozos, uno de los inmarcesibles florones de la poesía moderna de Hispanoamérica. En resumen, en Tablada hay preponderancia de facultades críticas; abundancia de citas y nombres propios, fruto de una amplia lectura; sentimiento agudo de la modernidad que se manifiesta por la afluencia de cultismos, neologismos y extranjerismos de toda procedencia. Este léxico tan rico en voces nuevas, testimonio también indubitable de una gran sed de originalidad, nunca que yo sepa fue igualado entre nosotros del modernismo para acá.

Jesús Urueta ha sido nuestro más brillante orador. Su elegancia nativa, su voz de modulaciones variadas y armoniosas, su gran frecuentación de Shakespeare y lo más exquisito de la literatura francesa, de Homero y la tragedia griega en la resplandeciente versión de Leconte de Lisle hicieron su elocuente verbo de calidad singular en nuestra historia. Si no escuchasteis a Urueta no podréis por el texto de sus oraciones formaros una idea de su elocuencia en que se confabulaban para producir un espectáculo inolvidable, su ademán, la riqueza musical de su palabra, el magnetismo de su figura, hasta su leyenda a que contribuían su amor por la antigüedad y su vivir despreocupado e indulgente. Fuera del gran estilo de sus discursos —melodiosos como el canto de la ninfa Calipso en la espaciosa caverna—, produjo prosas menores de bastante interés en las que pocos han reparado hasta hoy. Así El endriago, que contiene recuerdos de adolescencia. Esta obra menor dispersa a lo largo de la Revista Modernamerece una selección hecha por mano piadosa y competente.

En 1900 aparecen Urueta como Jefe de Redacción, más tarde Consultor Artístico; y como redactores Rubén M. Campos, Balbino Dávalos, Rafael Delgado, Alberto Leduc, José Inés Novel, Francisco M. de Olaguíbel, Manuel José Othón y José Juan Tablada. No figura ya Ceballos en el cuerpo de redacción. Fue éste un prosista dannunziano que consigna curiosas noticias sobre la literatura contemporánea, no sólo en sus Memorias, recogidas por Excélsior (1937) sino también en sus Seis apologías, que únicamente aparecieron en número de cinco (Dávalos, Delgado, Ruelas, Valenzuela y Urueta). Solíamos verle allá por 1908: era un hombre corpulento, rubicundo; usaba uno de aquellos sombreros hongo, de color café, que se estilaban a principios del siglo. Con gruesos espejuelos y americana cruzada y a cuadros grandes, enarbolando grueso bastón pasaba abstraído por sus pensamientos. De vivir en el Renacimiento y en Italia hubiera de seguro emulado los no envidiables lauros de Pietro Aretino. Valenzuela en sus Recuerdos escribe: “Ceballos, que con pretexto de hacer apologías, insultaba a todo el mundo…”.

Se diría que el temprano fin de Julio Ruelas, presentido intuitivamente, impuso en su obra una intención macabra. Sus símbolos destilan amargas ideas sobre el destino del hombre, en especial del que se consagra al cultivo de las bellas artes, de ordinario tan desprovisto de todo espíritu de defensa. Atractivo singular de la revista, no sólo para nosotros sino en el extranjero, sus dibujos y viñetas representan, entre otros asuntos, a un soñador despeñado por la muerte desde un pedrusco con vaga apariencia humana; una doncella, la esperanza, traspasada por el afilado brazo de una ancla; un inmundo sapo gigante que abraza una mujer desnuda; la muerte flautista entre perros que aúllan a la luna en praderas que el plenilunio vuelve irreales; la tiránica fémina que cabalga sobre Sócrates a quien martiriza, y no ya sobre el Estagirita como en el viejoLay de Aristóteles.

Las creaciones atormentadas de Ruelas —escribe Nervo— se retuercen sin esperanza en limbos tétricos. Sus símbolos dejan traslucir no sé qué pesadillas inenarrables. Este gran expresivo es un gran inquisidor. Torquemada no inventó jamás el espanto que él imagina. Los chinos, doctores en suplicios, comprenderán el horror de sus supliciados.

En este gran pintor nuestro influyen evidentemente Durero, Holbein y algunos grabadores alemanes del xvi. Así lo revelan los trajes en algunas viñetas como los tipos masculinos barbudos y atléticos. Recordamos un adorno de fin de capítulo en que un perro ladrante persigue una pareja ataviada con pesado ropaje. En lontananza se divisa un jinete con lanzón al hombro.

El autorizado crítico de arte Jorge Juan Crespo de la Serna dice:

Como Gedovius, fue muy influido por el arte alemán, pues estuvo algunos años estudiando en Baden. Como grabador fue discípulo de Gabin. El romanticismo alemán de fin de siglo no pudo encontrar mejor representante que Ruelas en México. (Diez importantes fichas de pintores del siglo xix en México).

Inspiradas en el Livre des Masques de Vallotton y de Rémy de Gourmont, la Revista emprende la publicación de máscaras admirables dibujadas por Ruelas, con breves notas de Tablada, Nervo, Urbina, Salado Álvarez, etc. Son documentos iconográficos de insuperable valor en la historia de nuestras letras.

Ruelas revela afinidad espiritual con Félicien Rops y con Odilón Rédon. Del primero recibe influencia evidente; y con el segundo comparte agudo pesimismo.

Un amigo de la revista mecenas de Ruelas fue don Jesús E. Luján. El pintor conmemoró en un óleo célebre la llegada de su protector. Le recibe un centauro —Valenzuela— que en ademán acogedor le muestra la rara colección zoológica de la casa: un águila herida (el escultor Contreras), un loro en una bandeja (Tablada), un fauno con un talego en un roble (Leandro Izaguirre), una serpiente provista de azuladas alas de libélula (Urueta); Couto, envuelto en transparente ropaje; un avestruz que tañe una flauta (Balbino Dávalos); un casuario distraído (Rebolledo). Ruelas —macabra nota— aparece ahorcado.

Nuestro gran clásico Othón publicó en la RevistaSurgiteLas montañas épicasEl himno de los bosquesPaganas¸ La noche rústica de WalpurgisPoema de vida, etc. También don Rafael Delgado colaboraba, sobre todo en los primeros números, con sus placenteras lucubraciones, así como Su Ilustrísima el Obispo Pagaza.

Rubén M. Campos, espíritu epicúreo, musicógrafo, folklorista, poeta a sus ratos, escribióClaudio Oronoz, novela elogiada por dos exigentes críticos, Tablada y Henríquez Ureña. Pudiéramos llamarla novela modernista. Los modelos supremos del género eran entonces À Rebours de Huysmans y Le Carillonneur de Rodenbach.

De Campos escribió Manuel Ugarte:

Su alma está en concordancia con su corbata Lavallière, con sus crenchas largas y con su sombrero de artista. Y en el fondo de sus palabras, cuando elogia o cuando critica, no asoma nunca esa ‘maldad del oficio’ que casi todos esgrimen, con mayor o menor fuerza, para mengua de su talento.

Campos recogió en El folklore literario de México algunas anécdotas y dichos agudos, fragmentos de la crónica regocijada del grupo, el cual describe Urueta en estos términos en un artículo acerca del escultor Contreras:

Allí está, entre artistas alegres y alegrados, de testas enmarañadas y sombreros exóticos, que beben cerveza, recitan versos, dislocan paradojas, cascabelean chistes, desmigajan su buen humor sobre el mármol tapizado de tabaco y de ceniza. (Años de 1898 y 99, pág. 118).

Y Urbina, en los sonetos póstumos que con el título de Retratos líricos publicó con primor Joaquín Díez Canedo, evocará una vez más, la última, a sus caros amigos de antaño:

Melenas floridas, románticas barbas,
chambergos arcaicos… ¡Locura y pasión!

Efrén Rebolledo es nuestro máximo poeta amatorio, con Manuel M. Flores. Paciente cincelador de sonetos admirables, pudo haber dicho con el Arcipreste de Hita:

Ca en mujer lozana, fermosa e cortés
Todo bien del mundo e todo placer es.

Y con François Villon:

Corps féminin, qui tant es tendre,
Poli, souef, si précieux.

Tal es en efecto la preocupación dominante en la obra de nuestro gran lírico.

Rebolledo —escribirá Tablada— entró a la literatura por la puerta gótico-flameante que Huysmans erigió como arco monumental de triunfo y por eso su numen fraternizando con Des Esseintes en dilecciones, ama lo extraño, lo impoluto, lo virginal, así lo encuentre en el nectario de una flor maldita o en el carapacho rutilante del quelonio gemado, bestia familiar en el ‘lararium’ del héroe paradójico…

Tablada llevó a la revista a Alberto Leduc, que en ella dio a la publicidad versiones y narraciones de mérito. Sobresale entre éstas Fragatita, cuento digno de Maupassant por su relato objetivo, sobrio y rápido, y por su hondo dramatismo.

Don Balbino Dávalos, cuya memoria se venera en esta Academia, al conocimiento entonces muy difundido de las principales literaturas modernas adunaba grata familiaridad con los autores griegos y latinos. Su habilidad para trasladar a nuestra lengua lo mismo Himnos Órficos que versos de Gautier, poemas de Swinburne o de Fontoura Xavier, revela la ductilidad de su talento y la solidez de su preparación literaria, rara en cualquier época.

Francisco M. de Olaguíbel, cuyas producciones poéticas hallamos desde el segundo número, mereció una elogiosa y extensa reseña del mismo Lugones, que como crítico era muy severo.

Lustre singularísimo alcanzó la Revista Moderna con la colaboración más o menos directa de Darío, Lugones, Leopoldo Díaz, Valencia, Jaimes Freyre, Díaz Rodríguez y algunos otros próceres de nuestras letras hispanoamericanas.

Escritores españoles de la generación del 98 colaboraron activamente en tiempos en que aún no eran tan celebrados como después lo han sido. Unamuno, Valle-Inclán, que envíaComedia de ensueño y Jornada antigua; Marquina, Manuel Machado, que da a las prensas de laRevista varios poemas que recogerá después en Alma; amén de Azorín, de quien se reproduce una nota bibliográfica sobre Amado Nervo y el modernismo; y de Andrés González Blanco que redacta especialmente innumerables poemas y reseñas sobre libros mexicanos.

En una nota bibliográfica de la revista española Helios, año de 1903, escribe Juan Ramón Jiménez:

…toda la obra del poeta mexicano Amado Nervo se me aparece en una gradación suave de azules, grises y blancos: países nocturnos, estrellas, jardines de niebla, bruma de sueños, troncos de abetos, nieve de montañas, canas… y besos.

Y más adelante agrega:

Después de mucha lectura he visto que los verdaderos poetas latinos de América son Rubén Darío, Amado Nervo e Icaza.

Ramiro de Maeztu se alarma por el afrancesamiento de los hispanoamericanos y sostiene una polémica al respecto con Manuel Ugarte. El argentino le replica:

¿Cómo reprochar a los hispanoamericanos que tengan el espíritu de su siglo? ¿No se siente también la influencia francesa en España? Eso en cuanto al francesismo. ¿Pero la literatura hispanoamericana es exclusivamente afrancesada? Yo creo que es más bien cosmopolita.

Detengámonos un instante a considerar esta cuestión en que nos parece llevar la razón Ugarte.

Las influencias artísticas y literarias son inevitables y no contingentes. No pueden escogerse libremente. Son necesarias y las imponen en cada ciclo histórico, por circunstancias varias, naciones que sobresalen en las esferas del arte como la Italia renacentista, la Francia del Gran Siglo, la Inglaterra isabelina y la España de los Felipes. Por de contado que en estos periodos de gran esplendor estas mismas naciones revelan a su vez influjos extranjeros, pues ningún gran escritor, pintor, etc., escapa a este curioso e inevitable fenómeno del influirse perpetuamente unos a otros, ley que parece ser general del arte.

La Nueva España siguió las vicisitudes de la Metrópoli en lo que atañe a la cultura y a las influencias literarias de otros países. Desde mediados del siglo xviii el principal foco de saber europeo fue París, lo mismo para Italia, Alemania e Inglaterra que para España y sus dominios de ultramar.

Ya en los tiempos de Fernández de Lizardi —cuyas novelas reflejan abreviadamente el vivir de México en el siglo xviii— imperan las modas francesas. Así en El Periquillo y en la encantadora Quijotita abundan las referencias a libros de aquella nación; y hasta en la primera edición de la célebre novela picaresco-pedagógica los preciosos grabados de Mendoza que la exornan pintan las modas del Directorio.

Durante el siglo xix persiste una fuerte corriente francesa en nuestra vida espiritual. ¿Acaso el Cura don Miguel Hidalgo, padre de nuestra nacionalidad, no fue un aficionado a libros franceses, al igual que la mayor y mejor parte de la intelectualidad española de su tiempo, los Moratines, los Iriartes, Jovellanos y tantos más?

Nuestro liberalismo se nutría en los enciclopedistas y en las ideas emanadas de la Revolución del 89. Los conservadores representaban más bien la tradición española y la latina, aquí siempre vivaz. El Nigromante es un caso de excepción. De él escribía don Justo Sierra:

En religión es un incrédulo; en política, un desengañado; en literatura, un conservador.

La guerra de intervención puso frente a frente —extraña paradoja— a los soldados de un monarca liberal y a los liberales mexicanos, entre los cuales no pocos eran de formación cultural galicana. Y cuando abandonaron nuestros lares las tropas de Napoleón III y se consumó en Querétaro la derrota de los imperialistas —el infortunado Emperador era un príncipe también liberal— la influencia literaria, filosófica y artística de París reanudó su dominio absoluto sobre nuestros mejores ingenios.

Las nuevas instituciones de la restaurada República, la Escuela Preparatoria verbigracia, se concibieron bajo el imperio del positivismo de Comte.

Sobre todo en la poesía lírica iba a culminar en los últimos decenios de la centuria la tenaz afición nuestra a los autores transpirenaicos. En efecto, éstos son por lo general tan consecuentes, lógicos y claros en la exposición de sus doctrinas que los nuestros siempre les han concedido sus preferencias.

Nunca fue aquí tan cabal el conocimiento de la literatura francesa como entonces. Estábamos enterados de las últimas novedades en letras de la ciudad del Sena. Y en autores nuestros que nunca salieron al extranjero —como el Duque Job— ocurren las menciones primeras en español de libros que aun en su país de origen apenas si eran del dominio de reducidos cenáculos.

La Revista Moderna había hecho de nuestra ciudad una de las principales metrópolis líricas del obre hispánico. Pocos países ostentaban una representación tan alta con poetas como Díaz Mirón, Othón y Nervo. Mencionaremos también a Tablada, Rebolledo, Urbina, Dávalos y Valenzuela, y en la generación siguiente a Rafael López, Abel Salazar, Roberto Argüelles Bringas, Alfonso Reyes y Manuel de la Parra. Argentina por esos años se ufanaba de Lugones, Leopoldo Díaz, Almafuerte y de Enrique Banchs; Colombia de José Asunción Silva, muerto poco antes, y de Guillermo Valencia; Perú, de González Prada y del joven Chocano; Nicaragua, de su excelso Darío; y España, de Unamuno, los Machados, Marquina y Juan Ramón Jiménez.

Época admirable, momento sublime de nuestras letras, en que la prosa fulgura con insólito brillo en los artículos del uruguayo Rodó; grave y conceptuosa en los párrafos de don Justo Sierra; fácil y elegante bajo la pluma de Díaz Rodríguez.

La importancia y calidad extraordinaria de la Revista se explica por la confluencia de circunstancias excepcionales que señalamos en seguida: floración de preclaros líricos mexicanos a partir de Gutiérrez Nájera; apogeo del modernismo, movimiento que tiene en los países de habla española prosélitos entre los jóvenes y los intelectuales de mayor ilustración; poetas como Othón que publican en la revista sus mejores obras, o como Nervo, que como copropietario acaba por vincularse a ella; culto por Gutiérrez Nájera y por Díaz Mirón, que colabora esporádicamente; un director rico, idóneo y generoso; un pintor de genio, cuya obra de grabador absorbe, amén de la cooperación nada desdeñable de otros como Izaguirre, Gedovius, Atl, Ramos Martínez, Zárraga, Juan Téllez. La aportación de Jorge Enciso y de Roberto Montenegro es particularmente valiosa.

Todavía en los últimos años acoge la Revista importantes contribuciones como las conferencias de Antonio Caso sobre Nietzsche y sobre Max Stirner,[1] que promueven entre nosotros un florecimiento en los estudios filosóficos.

En otros países había revistas muy estimables como El Cojo Ilustrado, de Caracas; Helios, de Madrid; Pluma y lápiz, de Santiago de Chile; el suplemento ilustrado de La Nación, de Buenos Aires; AteneoNovedadesEl Lucero, en Lima; Cuba y América, en La Habana. Pocas sin embargo contaron con la extensa colaboración de la nuestra.

La favoreció hasta cierta relegación a segundo término que había bajo don Porfirio, de los temas políticos, con lo que se circunscribían a lo puramente literario y artístico las actividades de los redactores.

La Revista contribuye a fortificar la conciencia de lo continental latino; y recoge por toda Hispanoamérica y por España simpatías, voces fraternas, muestras de afinidades espirituales profundas, de aspiraciones e idiosincrasias comunes.

[1] La significación y la influencia de Nietzsche en el pensamiento moderno. 1907, junio, pág. 247. Max Stirner. 1908, abril, pág. 80.


Respuesta al discurso de ingreso de don Julio Torri por Alejandro Quijano

Don Julio Torri, cuyo discurso acabamos de oír, es un excelente señor, un maestro excelente y un hombre de letras singular. Por eso nuestra Academia lo trajo a su seno hace no pocos años, y ahora lo inviste, vivamente satisfecha, con el carácter de su socio de número.

Excelente señor, he dicho; y en verdad que, de tirios y troyanos, de todos recibe el dictado, pues lo merece en todo instante; lo mismo en su hogar que entre sus amigos y entre sus estimadores, que en copia los tiene. No me detendré demasiado en lo que a su función, como caballero y amigo, atañe, señalando sólo esta enaltecedora circunstancia como uno de los ejes de su vida. Recordad que nuestro estatuto establece el señorío, la pulcritud del académico como norma de su vida.

Maestro excelente, dije; y de esto da prueba el acervo de sus alumnos que de años atrás viene saboreando su saber y su maestría. Profesor sin descanso, transmisor de lo que sabe, que es mucho, los estudiantes, en la Preparatoria, en Filosofía y Letras, lo estiman como a uno de los grandes maestros de México, al que deben ciencia y, por añadidura, bondad extrema.

Nacido nuestro colega en Saltillo, pasó su infancia en su ciudad natal, así como en las cercanas de Parras y Torreón; estudió las primeras letras con los profesores don Delfino Ríos y don José Gálvez, y la Preparatoria en el siempre famoso Ateneo Fuente, de Saltillo. Venido a la capital, estudió en Jurisprudencia sus Leyes, y recibió el título de abogado en 1913.

Ya titular, ingresó en la Escuela Nacional Preparatoria en ese mismo año, 1913, que entonces dirigía el eximio bibliófilo don Jenaro García; habiendo sido poco después nombrado profesor adjunto en la Escuela de Altos Estudios, sin sueldo, hasta que en 1920, en su breve Rectoría, nuestro colega, finado, don Balbino Dávalos, cambió su nombramiento por el de profesor regular. Sirve así don Julio Torri a la Universidad desde el año 1913, o sea durante cuarenta años a esta fecha.

Desempeñó en la última parte del gobierno del señor don Venustiano Carranza el cargo de Oficial Mayor del Gobierno del Distrito; había sido antes Abogado Consultor y Jefe del Departamento de Gobernación de la propia entidad.

Fue codirector de Cultura, publicación destinada a la difusión de las buenas letras, que dejó buen arraigo en México, al desaparecer.

Bajo el ministerio de nuestro eminente don José Vasconcelos, fue Director del Departamento Editorial que, como se sabe, hizo, en grandes tiradas, edición de los Clásicos, entre ellos, por supuesto, Homero, Platón, Esquilo, Dante…

Más tarde fue corrector de estilo en la Contraloría, y luego Secretario Particular del Contralor General señor don Julio Freyssinier Morín.

En los años de 1932 a 1945 se recargó enormemente de cátedras, pues daba siete u ocho diarias: cuatro en la preparatoria y en una escuela secundaria y tres en Filosofía y Letras. De esta tremenda carga quedó un tanto a salvo, aunque siempre ha sido capitalmente maestro, cuando la Rectoría de la Universidad, a cargo de nuestro distinguido colega el señor Rector Fernández MacGregor, lo hizo profesor titular de carrera, cargo con el que viene desde entonces trabajando en sus cátedras, que, como se sabe, son su mayor recreo.

Acompañó a don José Vasconcelos como Secretario de la Embajada especial con la que fue al Brasil en 1922.

Perteneció al Ateneo de la Juventud, entre cuyos elementos jóvenes destacaba por su equilibrio, su gran cultura y su talento. Lo recuerdo aún, pues tuve la fortuna de ser el último Secretario del Ateneo —y aun creo tener en mis papeles los archivos correspondientes—, en su postura, entonces, como hoy, correctísima.

Sin ser nunca un hombre de capilla, por los años de 1917 y 1918 frecuentaba a un grupo de hombres inteligentes y serios, entre ellos don Bartolomé Carvajal y Rosas, don Luis Ricoy, don Efrén Rebolledo, don Jorge Enciso, don Mariano Silva y Aceves, don Genaro Estrada, don Xavier Icaza y don Rafael Cabrera.

En 1933 se doctoró en letras en nuestra Universidad, habiendo sido sus sinodales personas del mayor y más justo prestigio: nuestro gran poeta don Enrique González Martínez, el ilustre cubano don Manuel Márquez Sterling y nuestro inolvidable colega, muerto joven, don Pablo González Casanova, habiendo sido motivo de su tesis los romances viejos, que conocía y conoce admirablemente.

Con tales dotes, como maestro y como doctor en letras, ha sido, es, profesor de gran distinción. Sabe enseñar, intuir en sus alumnos amor a los temas de la cátedra y ha tenido alumnos magníficos. Es, así, don Julio Torri caballero y maestro de la mejor categoría.

No es copiosa su lista de obras: tres libros, pero libros de enjundia: Ensayos y poemasDe fusilamientos y Literatura española, recientísimo, de sólo un año de vida.

En su breve obra muéstrase Julio Torri dueño de un estilo depurado; posee esa rara virtud que es el buen gusto; nunca cae en vulgarismos ni en complacencias para la masa de los primarios. Sus ensayos y poemas en prosa, algunos de ellos perfumados con la más fina esencia poética, como La balada de las hojas más altas, son lectura para pocos, refinados lectores; y la cual para recreo de mis oyentes voy a leer:

Nos mecemos suavemente en lo alto de los tilos de la carretera blanca. Nos mecemos levemente por sobre la caravana de los que parten y los que retornan. Unos van riendo y festejando, otros caminan en silencio. Peregrinos y mercaderes, juglares y leprosos, judíos y hombres de guerra: pasan con premura y hasta nosotros llega a veces su canción.
Hablan de sus cuitas de todos los días, y sus cuitas podrían acabarse con sólo un puñado de doblones o un milagro de Nuestra Señora de Rocamador. No son bellas sus desventuras. Nada saben, los afanosos, de las matinales sinfonías en rosa y perla; del sedante añil de cielo, en el mediodía; de las tonalidades sorprendentes de las puestas del sol, cuando los lujuriosos carmesíes y los cinabrios opulentos se disuelven en cobaltos desvaídos y en el verde ultraterrestre en que se hastían los monstruos marinos de Böcklin.
En la región superior, por sobre sus trabajos y anhelos, el viento de la tarde nos mece levemente.

Sobrenada en la obra literaria de Julio Torri un a las veces leve tinte de “humour” o, en otras ocasiones, de franca ironía, como en De funerales, donde la pena se esconde tras de un alarde de fingida impasibilidad.

No señalo este rasgo saliente en la obra de nuestro colega con ánimo de ningún modo torcido; yo sé que el ironista lo es, por cierto, por una especie de íntimo pudor que lo obliga a disfrazar su inconformidad o su quebranto. ¿Quién sabe si en el ironista hay más benevolencia que en el que grita su desagrado o su angustia? Por otra parte, no hay que negar la eficacia de la ironía, que suele lastimar más un dicho irónico que un agravio desnudo.

El tema elegido por nuestro colega para su discurso es sobremanera interesante: “Algunas notas sobre la Revista Moderna”; revista prócer que fue, como su hermana, la argentina Revista de América, de vida efímera, órgano de una época memorable para las letras y la poesía americanas.

Vivió la Revista Moderna, como nos lo dice Julio Torri, con todo decoro y aun con lujo, habitualmente ilustrada con los dibujos macabros del genial y tan poco recordado Julio Ruelas, gracias a la munificencia del poeta millonario, Jesús E. Valenzuela, su mecenas.

Yo tuve ocasión de conocerlo en mi adolescencia —y esto es un paréntesis muy personal—, porque era nuestro vecino. Ya para entonces había amenguado su fortuna; pero su casa seguía estando llena de artistas y poetas: Tablada, Dávalos, Urueta, Rubén M. Campos, Olaguíbel, Othón, Rebolledo y otros de los que Torri ha citado y que figuraron con singular fuerza en la Revista.

Cuando lo conocí era Valenzuela un hombre fornido, de buena estatura, blanco, de pelo ondulado y casi rubio, joven aún; y tenía el aire y los modales de gran señor, como que el señorío le venía de dentro.

Volvamos a nuestro asunto. Agonizantes por pobreza, por hastío, el neoclasicismo y el romanticismo; desvirtuada la vieja poesía peninsular; intolerables ya las retóricas huevas, los ritmos monótonos, las rimas martillantes, las formas anquilosadas, se imponía una renovación.

Y así, sincrónicamente, como ha ocurrido siempre en todos los grandes movimientos literarios, como que son fenómenos de orden espiritual, por quién sabe qué causas misteriosas e íntimas afinidades, y, por otra parte, por influencias directas de los poetas de Francia, de Verlaine sobre todo, comenzaron a brotar aquí y allí, como luces en un campo oscuro, que formaran una constelación de grandes poetas: una constelación magnífica de poetas.

Nadie ha osado disputar a Rubén Darío el cetro de la nueva poesía llamada modernista. El glorioso nicaragüense fue, sin disputa, el mayor, el más genial, el más afortunado. Fue —dijo de él Leopoldo Lugones— “poeta absoluto, un ser constituido de alas, melodía y luz”.

Rompió las viejas trabas; libremente, como agua de manantial desató su emoción y la dejó correr; fue su canto el de la alondra mañanera, libre y jubiloso; libre y embrujador como el del zenzontle, hiriendo “con su venablo lírico el silencio despótico”.

Delicioso en sus poemas de juventud, sonoros de risas y de músicas ocultas entre el ramaje de versallescos jardines, es grave y doloroso, trágicamente humano, cuando no habiendo ya “princesa que cantar”, le nace de una inenarrable angustia, de un loco terror de la muerte Lo fatal, ese poema supremo y único, que bastaría para su inmarchitable gloria.

Mas… y este “mas” no es adversativo para el poeta príncipe de quien acabo de hablar; es un “mas” debido —¿será ello un leve reparo de la mexicanidad, que pide la prelación siquiera en el tiempo? —, debido, digo, a nuestro grande y tan olvidado Gutiérrez Nájera, muerto antes de que apareciera Prosas profanas de Darío, donde hay, por cierto, entre otras lindas cosas, unaPágina blanca que augura ya todo el esplendor de Cantos de vida y esperanza.

Gran prosista y gran poeta, trajo Gutiérrez Nájera a nuestro campo formas inusitadas llenas de gracia, aladas como sus Mariposas; acentos de desesperanza última, como en su poema Después, y esos versos tan originales, lindos, verdaderas joyas como La misa de las flores, como su oda a la Corregidora.

Y si como poeta fue grande lo fue más acaso en su prosa, en sus crónicas finas, elegantísimas, leves como encajes, irisadas como perlas.

Pienso ahora en un poeta del sur, en Herrera y Reissig, prematuramente muerto. De cuna hidalga y rica, de vivir pobre en su pomposa Torre de los panoramas —un triste desván con vista a un camposanto, si no falla mi memoria—; material penuria junto a la riqueza del numen. ¿No dijo él, en un verso bienhadado, “la tarde paga en oro divino la faena”? Ese oro imponderable, porque es de veras divino, es el tesoro de las privilegiadas criaturas que traen a la vida, para gozo superior suyo y de todos, el don mirífico de la poesía.

Tiene Herrera y Reissig versos con vida autónoma como éste: “Y ría la mañana de mirada amatista”; como este otro: “Como una corza tímida tiembla el amor cobarde”. Tiene sonetos comoLa casa en la montaña, de una belleza luminosa y colorida, de una pulcritud y de una frescura como de niña recién lavada.

Viene ahora Lugones, “ese gigante”, como solía llamarle nuestro inolvidable López Velarde. ¿Sufrió el enorme argentino la influencia del uruguayo de Los parques abandonados? ¡quién sabe!

La riqueza de la obra de Lugones es pasmosa; aparte su magna poesía, su quilate rey, hizo otras muchas cosas; fue maestro, historiador, helenista, autoridad en asuntos de métrica.

En su Lunario sentimental hay un himno a la Luna, novísimo y desconcertante entonces y aún ahora. Tiene, al lado de versos estrafalarios, como cuando llama a la Selene triste “la ilustre anciana de las mitologías” y “ombligo del firmamento”, “con la cara reída por la pata del gallo, como una cebolla Pierrot la monda”, otros tan bellos como éstos:

Desde el seto de los abedules,
el ruiseñor en su estrofa,
con lírico delirio filosofa
la infinitud de los cielos azules.
Todo el billón de plata
de la luna, enriquece su serenata.

El autor de El libro fiel, donde luce como diamante excelso El canto de la angustia, alcanza, creo yo, su más alta cima lírica en El libro de los paisajes. ¡Qué augusta belleza, qué religiosa emoción, qué música solemne en La hora azul, en Flores y estrellas!

Escuchad esta sola estancia:

La tierra perfumada como un callado huerto,
balbucía la noche quejumbres de laúd.
Nada más que azucenas en el mundo desierto,
y nada más que estrellas temblando en la quietud.

¿Verdad que del ánima conmovida se alza una aspiración que va más allá, más allá?... ¿No es este, acaso, el triunfo, el privilegio mayor del Poeta?

¿Y qué decir del colombiano egregio José Asunción Silva? Se levanta su figura doliente, náufraga en un mar de angustia. Deshecho por la muerte de la adorada hermanita, acuciado por la exigencia de un despiadado acreedor, ¡él, tan rico del divino don! Y mientras él caía en el cruento sacrificio, su Nocturno inmortal se leía en toda la prensa de América y se escuchaba en todos los salones de América.

¡Esa Sombra larga, esa fusión de dos sombras en “una sola sombra larga”, proyectada sobre las arenas de la senda; esa obsesión lacerante como el “clavo clavado en la frente”!

¡Ah, y nada he de decir ya de Jaimes Freyre, de Martí, de Julián del Casal, de tantos otros caros poetas continentales! Tampoco puedo recordar ya, con mi pobre palabra agradecida, a mis poetas de España, contemporáneos de los nuestros americanos: a Antonio Machado; al mayor entre todos Juan Ramón Jiménez, el de las Elegías, el de los Poemas mágicos y dolientes, que encantaron mis ¡ay! ya tan lejanos años mozos.

Ahora, perdonadme, señoras y señores, perdonadme, mi querido don Julio Torri, porque esto no haya sido un discurso, ni menos un discurso académico, para dar respuesta a otro discurso académico; esto ha sido apenas como un viaje sentimental a un reino mágico que llenó de gozo mi juventud y que ahora llena de melancolía mis viejos años.

Pero no quiero apenarme ni daros a vosotros una sombra de pena; levantemos, en los íntimos dominios de nuestra voluntad, la copa de vino para brindar, como el viejo Anacreonte, por la alegría, por la belleza, por las cosas gratas de la vida. O, mejor, sobre todo lo efímero y triste de la tierra, como quien lanzara un dardo a una estrella, lancemos a lo alto una entrañable y confiada efusión de divina esperanza, que tiene virtud para hacernos fuertes y buenos.

Y ahora, mi querido Julio Torri, venga usted a ocupar, con gran satisfacción de todos sus colegas, su sitio como miembro de número de la Academia.

El simulador de Windows XP funciona en un navegador web y su funcionamiento imita el sistema operativo. Puedes usarlo para bromear a alguien.

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua