Miércoles, 19 de Febrero de 1992

Ceremonia de ingreso de don José Rogelio Álvarez

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Discurso de ingreso:
El diccionario universal de Orozco y Berra

Me embarga una viva emoción al trasponer el umbral de la Academia. A la puerta que ahora se me abre no he llegado por ninguno de los caminos que más directamente conducen a ella: los de la creación, la investigación o la crítica literaria; ni tampoco por haber transitado los senderos que aportan el caudal de las palabras: la lingüística, la semántica o la etimología; sino por haber seguido una ruta singular, que sólo a trechos coincide con las vías alimentadoras y con las troncales del idioma. Lo que yo he escrito y lo mucho que he reescrito son más bien veredas que abrevian la expresión, sendas escuetas, atajos sin galanura ni brillo, salvo cuando estas calidades son propias del sujeto del que se trata y se transmiten espontánea y normalmente al lenguaje.

Persuadido como estoy de que la invitación a pertenecer a esta Academia se debe a mi desempeño como director de la Enciclopedia de México, me apresuro a volver mía la declaración que formuló don Manuel Orozco y Berra al acometer la empresa de formar el Diccionario Universal de Historia y de Geografía : “Trabajo de compilación y no de creación, el que lo emprenda no debe tanto ansiar una idea original y feliz..., como empeñarse en difíciles investigaciones para acopiar los abundantes materiales que le son indispensables; ... por eso la tarea a la par que difícil es modesta, y a la vez que trabajosa nada tiene de brillante”. Sólo debe añadir que a lo largo de las 8310 páginas de que consta la Enciclopedia, cuidé con esmero la claridad, la sencillez y la pulcritud de los textos propios, y de los ajenos cuando fue menester, pero sobre todo vigilé la exacta correspondencia entre la significación de los vocablos y el sentido de los conceptos.

El manejo adecuado de los signos de la lengua española es la principal obligación de los escritores y de los editores. El cumplimiento de este deber ha sido para mí una preocupación constante, inscrita en el marco de mis capacidades; y aunque la aplicación de la conducta a la norma, en este y en otros campos, no constituye mérito especial, la magnanimidad de los señores académicos encontró pie en aquella práctica para brindarme el acceso a una sociedad que profesa la pureza dinámica del idioma. Expreso a esta corporación mi cordial reconocimiento, tan profundo como la duda que aún me queda de haber merecido tan alto premio.

II

Se me ha asignado en el seno de la Academia la silla XXVIII, instituida el 12 de junio de 1953 como asiento de don Miguel Alemán, y vacante desde el 14 de mayo de 1983, en que murió a los 78 años de edad. De su vasta acción política y cultural sólo mencionaré los siguientes hechos, cuya recordación tiene el valor de un homenaje a su memoria: El 23 de abril de 1953, aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, se inauguró en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México el Primer Congreso de Academias de Lengua Española, promovido y patrocinado por don Miguel Alemán, entonces presidente de la República. En la sesión inaugural, don Miguel pronunció el discurso que tituló “La palabra, vida del pensamiento”, pues si éste, dijo, “es el alma del habla, le da sentido y le infunde vida, así y del mismo modo, en una prodigiosa reciprocidad cabal, la palabra es la forma en la que el pensamiento encarna, y por la palabra vive el pensamiento...” Además, señaló la perdurabilidad y la multiplicidad de facetas del idioma, proclive a enriquecerse con adaptaciones a la idiosincrasia de cada país, “sin perder su sello original de fluidez y reciedumbre”; exhortó a estrechar los vínculos entre los pueblos que hablan español, enlazados de antaño por el lenguaje libertario de los héroes y la expresión paradigmática de los escritores; y urgió a los académicos a encontrar denominaciones castizas para distinguir las novedades que aportan la ciencia y la tecnología. Obligado como estaba por su condición de jefe de Estado a no remover querellas ni despertar suspicacias, sugirió de este modo, sin pronunciamientos combativos, oponer la solidaridad que procede del habla común a la penetración creciente de influencias extrañas. Mandatario de una nación situada en la frontera septentrional del español americano, propuso erigir un dique idiomático para evitar que los aportes de la modernidad introduzcan consigo una rauda de voces, modos y locuciones que a la postre resultan deformadoras.

Este discurso fue aceptado como de recepción y don Miguel, ya como miembro de número de esta docta corporación, pues desde el 23 de abril de 1951 había sido electo, pasó a estrenar la silla XXVIII.

El 1° de agosto de 1960, mi ilustre antecesor presentó una ponencia en la primera sesión plenaria del Tercer Congreso de Academias de la Lengua Española celebrado en Bogotá. Expuso en este documento su viva preocupación por las discordias intestinas, los conflictos entre naciones y la rivalidad ominosa ostensible en la conducta de las grandes potencias. Aunque el tema desbordaba la finalidad específica de los guardianes del idioma, a su agrupamiento no le podía ser ajena la aspiración de lograr “una paz democrática, justa, segura y duradera”. A la miseria, la enfermedad, la ignorancia, la opresión y la indignidad, causas de la guerra, opuso la adhesión al derecho y el fortalecimiento del “espíritu moral”, base del amor a la paz. Atribuyó a la cultura, esto es, al entendimiento y mejoramiento de las más preciadas facultades del hombre, la función de guiar a la ciencia, despojarla de su poder destructivo y distribuir con equidad sus beneficios. Fundado en estos principios, exhortó a las Academias de la Lengua a condenar la guerra y todo atropello o violencia contra la libertad, a convertir el español en el idioma de la concordia, y a pronunciar un voto unánime y solemne por la paz. Esta iniciativa fue aprobada por aclamación y su texto se remitió a la UNESCO para que ese organismo internacional lo hiciera llegar a las instituciones y centros de alta cultura de todo el mundo.

Del Congreso de 1953 surgió la Asociación de Academias, confirmada en el segundo, celebrado en Madrid en 1956. Impulsado por un sentimiento que procuraba el bien general, don Miguel contribuyó poderosamente a la creación de esta anfictionía, cuya fuerza moral logró que se manifestara en servicio de la pública tranquilidad y sosiego de los Estados. La iniciativa de Bogotá lo honra y a la vez eleva a mayor estimación a las figuras más esclarecidas de las letras españolas.

Gracias al patrimonio concedido a la Academia Mexicana durante el gobierno del presidente Alemán, esta corporación, constituida en asociación civil desde el 22 de diciembre de 1952, adquirió el edificio que actualmente ocupa y el cual fue inaugurado el 15 de febrero de 1957. En el origen de esta casa alienta también la mano tutelar de don Miguel, quien adicionalmente desempeñó en esta noble sociedad el oficio de tesorero. Las acciones que he recogido en estas remembranzas son motivo permanente para enaltecer su paso por la Academia.

III

Mi discurso de ingreso, que ahora tengo el honor de leer ante ustedes, se refiere al Diccionario Universal de Historia y de Geografíaobra dada a luz en España por una sociedad de literatos distinguidos, y refundida y aumentada considerablemente para su publicación en México con noticias históricas, geográficas, estadísticas y biográficas sobre las Américas en general, y especialmente sobre la República Mexicana.Escogí este tema porque antes no se había hecho el análisis de tan magna obra, porque en ella figuran como autores la mayoría de los intelectuales mexicanos del siglo XIX, porque su formación obedeció a un propósito de integración nacional, porque sus textos constituyen un catálogo de las tendencias literarias de la época, y porque representa el antecedente más directo de la Enciclopedia de México, aunque concebida y realizada sobre bases enteramente distintas.

Los tomos I, II y III del Diccionario se publicaron en 1853; el IV y V, en 1854; el VI, el VII y el VIII, en 1855; y los dos últimos en 1856. En la introducción de la obra únicamente se mencionan como antecedentes el Diccionario geográfico americano de Alcedo y la Biblioteca de Beristáin; y como base el Diccionario de Mellado, extractado del de Bouillet. Tan escuetas referencias a las fuentes, remotas o directas, obligan a precisar su naturaleza.

El trabajo de Antonio Alcedo y Herrera, titulado Diccionario geográficohistórico de las Indias Occidentales, en cinco tomos (Madrid, 1786-1789), era consultado en Nueva España desde fines del siglo XVIII. Hazaña individual, esta compilación fue realizada a lo largo de 20 años por un español quiteño que recorrió buena parte del continente y llegó a ser mariscal de campo y gobernador de La Coruña. Lo movieron a emprender esta tarea la obvia dependencia de España respecto de las riquezas del Nuevo Mundo, que quiso inventariar; la conveniencia de fomentar el comercio, y el interés general por conocer cuanto en América hubiese digno de noticia, demanda que así pensó satisfacer. La obra tuvo singular acogida y justamente por ello el gobierno de España, interesado en ocultar la información sobre sus posesiones, mandó recoger la edición y ésta se volvió rara en la metrópoli, aunque no tanto en sus colonias.

José Mariano Beristáin de Souza, a su vez, es autor de la Biblioteca Hispano-Americana Septentrional o catálogo y noticia de los literatos, que o nacidos, o educados, o florecientes en la América Septentrional Española, han dado a luz algún escrito, o lo han dejado preparado para la prensa . El primer tomo se publicó en 1816, en vida del controvertido canónigo; el segundo, en 1819, cuando éste ya había muerto, y el último en 1821, ambos a instancias de su sobrino José Rafael Enríquez Trespalacios, de modo que los tres aparecieron mientras ocurría la guerra de Independencia.

Con la divulgación de las 3687 notas biobibliográficas que logró compilar, muchas de ellas tomadas de la Bibliotheca mexicana de Juan José de Eguiara y Eguren, Beristáin no sólo buscó enaltecer la acción cultural de España en América, y contrarrestar en parte las impugnaciones que los insurgentes formulaban contra el régimen colonial, sino también la intención expresa de contradecir a los peninsulares y a los eruditos europeos que tan a menudo negaban toda ilustración en el Nuevo Mundo. Llama la atención que este personaje, en otros aspectos tan intransigente, utilice igual vehemencia para defender la conducta de los conquistadores, constructores y gobernantes de Nueva España, que para ponderar la cultura de los españoles americanos y la sabiduría de los indios en varias ramas del conocimiento. Se insinúa así, en el “Discurso apologético” que sirve de prólogo a la obra, un cierto presentimiento del ser nacional nuevo que estaba por encarnar en México, y ya muy claramente se expresa el orgullo por haber nacido o trabajado en América septentrional.

La obra de Beristáin es del todo polémica y obedece al impulso político de defender los intereses imperiales de España, frente a sus detractores europeos y en oposición a los insurgentes y los simpatizantes de éstos. Esta intención se declara en los textos preliminares y está implícita en el desarrollo de la Biblioteca. Dirigida a los sabios, los políticos y los filósofos, puso en la mira de éstos un catálogo de miles de literatos novohispanos, para que juzgasen si había sido tirano un gobierno que erigió tantas universidades, seminarios, colegios, academias y cátedras donde se formaron y a cuyo lustre contribuyeron. Beristáin planteó así la tesis que justifica el régimen político por los avances en el campo de la cultura. Mientras el catálogo formado por Alcedo poco sirvió a los redactores del Diccionario por la brevedad y obsolescencia de sus notas, la Biblioteca de Beristáin les proporcionó información abundante y una clara muestra de que esta índole de trabajos, por más que procuren la objetividad, no son ajenos a una intención política.

La fuente principal de donde se tomaron las entradas de historia, biografía, mitología y geografía generales, que nutren los primeros siete tomos, es la traducción española del Dictionnaire Universel de N. Bouillet, publicada en Madrid por Francisco de Paula Mellado de 1846 a 1850. La obra original, editada en 1842, apareció autorizada por el Consejo de la Universidad, el ministro de Instrucción Pública y el arzobispo de París, de modo que tuvo amplia acogida en Francia y aun en el extranjero. Si bien la comparación de su contenido con la versión mexicana pudiera aportar algún fruto, esto no importa mucho para el estudio de las aportaciones exclusivamente nacionales que le fueron injertadas. Estas colaboraciones están señaladas por un asterisco que precede a los encabezamientos, y acreditadas con el nombre o las iniciales del redactor, aunque a menudo éstas no corresponden a ninguno de los que constan en las páginas legales.

Paso, pues, a describir y a comentar el Diccionario llamado con toda razón y justicia "de Orozco y Berra".

IV

Los primeros cuatro tomos del Diccionario Universal de Historia y de Geografía se imprimieron en la Tipografía de Rafael, situada en la calle de Cadena número 13. El propietario del establecimiento era Rafael de Rafael, catalán que pasó de Nueva York a México en 1844, trabajó en el taller de Ignacio Cumplido, instaló su propia imprenta en 1846, y dos años más tarde fundó El Universal, principal órgano conservador de mediados del siglo XIX. El 22 de marzo de 1853 este periódico anunció la próxima aparición de un diccionario “de suma importancia para la República, por las noticias que contendrá —decía— relativas a su historia, a su geografía, a las circunstancias de su suelo, su clima y sus habitantes”. Aseveraba que era muy precario el conocimiento del país, y que las leyes, dictadas sin tener a la vista los datos indispensables, eran a menudo injustas y suscitaban la resistencia de los perjudicados. La obra que estaba por salir, con las reformas y agregados que se le harían, evitaría en parte ese mal. De ahí que los editores la recomendaran “a todas las clases de la sociedad, como la más útil, más agradable y más importante” de cuantas había dado a luz hasta entonces “la prensa mexicana”.

La primera entrega se distribuyó a los suscriptores de El Universal el 1° de mayo de 1853, 10 días después de que Antonio López de Santa Anna, llamado por los conservadores, había asumido el poder por undécima vez. En un prospecto anterior se publicó la lista de las personas que serían los constantes colaboradores de la obra, y en cierto modo los directores de ella, aunque en realidad el mayor trabajo de promoción, persuasión, coordinación y redacción, recayó a la postre en Manuel Orozco y Berra. Aun siendo así, quien encabezó el elenco de participantes fue Lucas Alamán, guía ideológico del partido conservador y ya en esos días, desde el 20 de abril, ministro de Relaciones y jefe del gabinete del presidente Santa Anna. Culminaba así la reacción de la clase propietaria y del clero en contra del federalismo. Aunque victoriosos, los conservadores no estaban organizados “como una masonería”; simplemente “coincidían en sus opiniones, se entendían y obraban de común acuerdo de un extremo a otro de la República”; y el principio fundamental que profesaban era el de “conservar la religión católica..., único lazo común que liga a todos los mexicanos”.[1] Postulaban también constituir a la nación bajo un régimen centralista, modificar la división territorial, sostener una fuerza armada competente y abandonar toda forma de elección popular como base del sistema de representación. Paralelamente a este programa, que llamaban de regeneración social, pretendían influir poderosamente en la sociedad para garantizar la perdurabilidad de la mudanza. “Asuntos hay —decía El Universal— que aunque no pertenezcan a la política, se rozan muy íntimamente con ella, por los influjos que ejercen en los progresos de la ilustración y en la orientación consiguiente de las opiniones”. Tal era el caso del libro que se anunciaba, destinado a fortalecer la conciencia moral del país, “abriendo nuevas puertas a la inteligencia, preparando nuevos caminos a la civilización”. Si para Beristáin la cultura de la alta clase social bastaba para justificar un régimen político, para los promotores del Diccionario la difusión de la cultura, pasada por el matiz de una ideología, garantizaba el apoyo de la sociedad a la acción de un gobierno.

La tarea intelectual en este sentido se emprendió de modo simultáneo a la toma del poder público. Una y otro respondían a una rectoría común, la de Lucas Alamán, cuya muerte inesperada, el 2 de junio de ese año, frustró las expectativas de los conservadores puros y despejó a Santa Anna el camino de la dictadura. La publicación del Diccionario, en cambio, continuó hasta su término, financiada por sus editores y suscriptores, y llegó a constituir la más vasta y varia aportación de los católicos mexicanos al conocimiento y comprensión del país.

Además de Alamán y de Orozco y Berra, colaboraron en el primer tomo: José María Andrade, José María de Bassoco, Joaquín Castillo y Lanzas, Manuel Díez de Bonilla, Joaquín García Icazbalceta, Emilio Pardo, José Fernando Ramírez, Ignacio Rayón, Joaquín Velázquez de León y el presbítero Francisco Javier Miranda. En el segundo se añadieron a los anteriores: Lino José Alcorta, Manuel Berganzo, José Gómez de la Cortina, Vicente Calero Quintana, Isidro Díaz, Agustín A. Franco, José María de Lacunza, José María Lafragua, Anselmo de la Portilla, José Joaquín Pesado, José María Roa Bárcena, Justo Sierra O'Reilly, José S. Noriega y los presbíteros J. Francisco Cabañas, Mucio Valdovinos y Juan Villaseñor. En el tercero se enriqueció este elenco con el presbítero José Mariano Dávila y Manuel de Losada y Gutiérrez; y en el cuarto, con Pablo J. Villaseñor, quedando ya sin cambios la nómina hasta el tomo séptimo.

El pie editorial del Diccionario lo compartieron en los cuatro primeros tomos la Tipografía de Rafael y la Librería de Andrade. Ésta estuvo en el Portal de Agustinos número 3 y fue centro de reunión de los literatos, políticos y caballeros de sociedad desde que ese expendio pertenecía a Mariano Galván Rivera. En 1839 se hizo cargo del establecimiento José María Andrade, quien a la postre adquirió el negocio, sin que éste dejara de ser la sede de una animada tertulia. Socio, a su vez, de Rafael, en 1854 Andrade quedó dueño de la Tipografía, cuyo manejo técnico confió a Felipe Escalante. De ahí que en el pie editorial de los tomos, V, VI y VII aparezcan la Imprenta de F. Escalante y Cía., y la Librería de Andrade.

Además de quienes están acreditados como autores en los siete primeros tomos, hubo otros colaboradores que firmaron artículos con su nombre o los calzaron con sus iniciales. Ellos fueron Bernardo Couto, Luis G. Cuevas, Joaquín Díaz, Agustín Flores Alatorre, Andrés iglesias, Mauro M. Martínez, Juan Obergozo, Leonardo de Oliva, Eulalio María Ortega y Villar, Manuel Payno, Francisco Pimentel y Joaquín Saavedra. La lista de los artículos de cada uno de los participantes en la obra, permanentes u ocasionales, que fue posible identificar, consta en el apéndice de este trabajo. Se trata de personajes distinguidos en diferentes ramas del saber, que sin hipérbole constituyeron una minoría selecta en su tiempo, depositaria y dirigente del pensamiento católico y conservador.

En el Diccionario se reprodujeron 168 artículos de la Biblioteca de Beristáin, en su gran mayoría correspondientes a eclesiásticos; 90 semblanzas de religiosos jesuitas, tornadas de las obras de Juan Antonio de Oviedo, fecundo escritor de vidas y menologios que fue dos veces provincial de la Compañía de Jesús en Nueva España; e innumerables notas de un redactor anónimo, dedicado a definir y explicar el vocabulario bíblico, complemento de la muy abundante información religiosa que ofrece en general la obra.

Una vez agotada la fuente de información universal, medianamente enriquecida con temas mexicanos, los editores debieron advertir la insuficiencia de esas aportaciones y pidieron a Manuel Orozco y Berra que formara un apéndice con materiales exclusivamente nacionales, en especial aquellos originales que habían llegado a destiempo. A éstos se agregaron textos resumidos de otros ya publicados, y se reprodujeron capítulos de libros cuyo mérito era indiscutible. De este modo, en sólo un año se aumentaron 2854 páginas al Diccionario, equivalentes a unas 11500 cuartillas, distribuidas en tres tomos. A pesar de la magnitud de lo reunido, el director señala en la introducción del tomo VIII, I del Apéndice, que el conjunto es incompleto, aunque tiene la ventaja de ser el primer esfuerzo de su índole, útil como acopio de informaciones y provechoso para estimar lo faltante.

En estos tres tomos adicionares, editados por la Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante, figuran como autores: José María Andrade, Manuel Berganzo, el Conde de la Cortina y de Castro, Bernardo Couto, Mariano Dávila, Joaquín García Icazbalceta, José María Lacunza, José María Lafragua, Miguel Lerdo de Tejada, José S. Noriega, Manuel Orozco y Berra, Eulalio M. Ortega, Emilio Pardo, Manuel Payno, José Joaquín Pesado, Francisco Pimentel, Guillermo Prieto, José Fernando Ramírez, Ignacio Rayón y Francisco Zarco, cuyos artículos fueron recogidos y coordinados por Orozco y Berra.

V

Lucas Alamán alcanzó a escribir para el Diccionario cuatro pequeñas notas biográficas. Los personajes por él escogidos actuaron en tiempos de la guerra de Independencia, y la índole singular de sus acciones movieron al autor a plantear o sugerir situaciones contrastantes, no ajenas a la intención de suscitar reflexiones. En estos textos presenta la conducta pusilánime y desacertada de Roque Abarca, presidente de la Audiencia de Guadalajara en 1810, en oposición al atrevimiento y vigor de Calleja; la debilidad de carácter de Mariano Abasolo, en disconformidad con la perseverancia, la fortaleza moral y el valor de María Manuela Taboada, esposa de ese jefe insurgente; el intempestivo cambio de suerte de Ángel Abella, administrador de correos de Zacatecas, a punto de ser víctima de la cólera popular, y poco después encargado de iniciar la causa criminal contra los caudillos capturados en Acatita de Bajón; y, en desacuerdo con la política tradicional española, la insólita liberalidad del criollo tlaxcalteca Miguel Lardizábal y Uribe, ministro universal de Indias en 1814, quien otorgó empleos a todos los hispanoamericanos que se hallaban en Madrid.

Alamán no preparó ningún otro material con destino al Diccionario. Sin embargo, la Tabla cronológica de los gobernantes y virreyes que tuvo la colonia conocida con el nombre de Nueva España, publicada en sus Disertaciones (1844-1849, 3 vols.), se incluyó en el apéndice del tomo V, firmada, acomodada a un formato más claro y bajo el título de Historia de la dominación española en México; y calzados con las iniciales L. A., se reprodujeron de su Historia de Méjico (1849-1852, 5 vols.) los textos correspondientes a las batallas de Guanajuato, Valladolid y Zitácuaro, y el muy largo y elogioso sobre Francisco Javier Mina, cuya expedición, a juicio del autor, fue “un relámpago que iluminó por poco tiempo el horizonte..., un episodio corto, pero el más brillante de la historia de la revolución mexicana”. Valga esta cita como ejemplo de la propensión de Alamán a disminuir el mérito de los caudillos iniciales de la guerra de Independencia, y la intención correlativa de exaltar la heroicidad española, aunque ésta se haya manifestado en el campo contrario a sus ideas.

Inexplicablemente, en los tomos de Apéndice del Diccionario se publicaron anónimos otros 41 trozos de la Historia de Alamán, todos relativos a episodios militares durante el periodo de 1810 a 1821. Es obvio que el ideólogo y estadista debió autorizar a Orozco y Berra para tomar de su obra lo que juzgara indispensable, lo cual no impide calificar de grave falta de probidad editorial el haber omitido la fuente de esos textos.

El mérito de Alamán como escritor consiste en haber manejado con fluidez, pulcritud y propiedad el estilo tradicional de contar la historia, de uso general durante el siglo XIX y ocasional en tiempos posteriores. Esta manera de narrar el pasado se caracteriza por la larga serie de predicados que siguen al sujeto, separados entre sí por signos ortográficos adecuados a la complejidad de la proposición, de modo de formar extensos periodos que no pierden congruencia gramatical ni sentido lógico a pesar de su considerable longitud.

Al final del primer tomo se agregaron un espléndido retrato de Alamán, litografiado por Salazar en octubre de 1853; la “Biografía necrológica” de este personaje, anónima, atribuida por Rafael Aguayo Spencer a José María de Bassoco;[2] y dos iniciativas del político guanajuatense sobre la cuestión de Texas: una del 6 de abril de 1830, orientada a garantizar la integridad del territorio mexicano, y otra del 29 de mayo de 1840, proponiendo el reconocimiento de la independencia de esa nueva república y los medios para garantizar la paz. Este material se añadió como un homenaje al visionario estadista, recientemente fallecido. Es también significativo que la obra culmine con la reproducción del artículo “D. Lucas Alamán. Su vida y sus escritos”, por Antonio Ferrer del Río, escritor español que califica la Historia de México como “pieza literaria de mucho mérito”, a causa de “la forma elegante y castiza” en que está redactada.

De Lino José Alcorta no hay un solo artículo identificado por su nombre o por sus iniciales. Sin embargo, su participación en la formación del Diccionario debió ser de suma importancia. General del ejército desde 1832, formó parte de la Comisión Estadística Militar creada en 1839 para contrarrestar, desde el ángulo conservador, las tareas del Instituto de Geografía fundado en 1833 por el presidente Gómez Farías. Ambos organismos, cuyas funciones eran semejantes, se fusionaron en 1851, a iniciativa de José Gómez de la Cortina y gracias a la comprensión y apoyo del presidente Arista. Así surgió la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, cuyo primer presidente fue Alcorta. Hombre de no pocas luces, vinculado por aficiones y convicciones comunes a los editores del Diccionario, seguramente advirtió que esta obra representaba la oportunidad de difundir la información que aquellos dos organismos precursores habían empezado a compilar. No hay duda de que por ello puso a disposición de Orozco y Berra el archivo de la Sociedad, entre cuyos documentos se hallaban un nomenclator de 4137 pueblos, los detalles de 107 itinerarios y la altitud de 364 puntos del territorio. Alcorta fue ministro de Guerra y Marina en 1847 y en 1853, al lado del presidente López de Santa Anna. Murió en 1854, cuando estaban saliendo de las prensas de Felipe Escalante los pliegos del tomo V del Diccionario.

José María Andrade hizo a la obra aportaciones de varia índole: fue su principal editor, congregaba en su librería a buen número de colaboradores, a quienes asistía con referencias y piezas bibliográficas, y redactó 31 artículos del Diccionario. Escribió las semblanzas de 24 de los 62 virreyes de la Nueva España, y las biografías de siete dignatarios eclesiásticos, las que firmó con las iniciales J. M. A. Sus principales fuentes fueron Los tres siglos de México del jesuita guadalajarense Andrés Cavo, y los ensayos históricos de Alamán. Sus textos no ofrecen rasgos singulares, aunque a pesar de su objetividad, no escapó a la costumbre de compendiar en breves adjetivaciones las virtudes o los defectos morales de sus personajes. Así, Acuña y Manrique resulta enérgico, de gran talento administrativo; Ahumada y Villalón, laborioso y leal; Alencastre Noroña y Silva, liberal y caritativo; Talamanca y Branciforte, corrompido y adulador; Bucareli, activo y honorable; Cajigal de la Vega, desinteresado y celoso de su deber; Calleja del Rey, sanguinario, héroe para unos y villano para otros; Castro Figueroa, talentoso, aunque de actuación fugaz; Croix, íntegro y fiel; Enríquez de Almansa, organizador, sereno ante las adversidades; Enríquez de Guzmán, afable y de buenos modales; Enríquez de Rivera, santo pastor, más que hábil estadista; Fernández de Córdoba, mediocre, pero respetable; Fernández de la Cueva, frívolo y servil; Matías de Gálvez, sincero, bondadoso y comprensivo; Bernardo de Gálvez, distinguido, bizarro, a la postre minado por su pesar secreto; Garibay, senil y achacoso; Haro y Peralta, recto y prudente; lturrigaray, inseguro y prevaricador; Leiva, arbitrario y tortuoso; López Pacheco, víctima inocente de su parentesco con el rey de Portugal; Manríquez de Zúñiga, desacertado, al fin doblegado por la Audiencia de Guadalajara; y Marquina, insignificante, aunque bien intencionado. A estas calificaciones no cabales, aunque ciertamente indicativas, quedan expuestos los hombres públicos, cuya vida entera el historiador hace caber en dos o tres palabras.

Católico fervoroso y de ideas conservadoras, Andrade sentía la falta del gobierno español en América, y cuando la ocasión fue propicia se decidió por el restablecimiento de la monarquía. En 1863 fue secretario de la Junta Superior de Gobierno que eligió a los individuos de la Asamblea de Notables. Vinculado al Imperio, Maximiliano le compró su rica colección bibliográfica, para iniciar con ella la Biblioteca Nacional, pero al triunfo de la República ese acervo salió del país y fue rematado en Leipzig.

Manuel Berganzo escribió para el Diccionario varias biografías de eclesiásticos y de civiles, cuyas virtudes, fundadas por el amor a Dios o a la patria, juzga consustanciales a la religión. En otros artículos narra la historia de los colegios de Santa Cruz, San Ildefonso, San Gregorio y de Infantes, y los avatares de la Universidad de México, textos a los que nada falta de fundamental; describe con minuciosidad las bibliotecas de San Ildefonso y de la Catedral metropolitana, como si hubiese vivido en ellas; trata de la Inquisición, y hace detallada crónica de los autos destinados a mantener la fe por el terror; informa sobre los juicios de beatificación y canonización; reseña los concilios mexicanos; y, adicionalmente, se ocupa de la aurora boreal, las inundaciones y el desagüe de la ciudad de México, y el origen y composición de las aguas del pozo de Guadalupe y del Peñón. A su vasta información de teólogo, historiador y geógrafo, añade una ostensible pasión política. Pide con vehemencia al presidente Santa Anna que reintegre sus bienes al antiguo plantel de los alonsiacos; sugiere la convocatoria de un cuarto concilio para definir las relaciones entre la Iglesia y el Estado; y en otro momento, declara confiar en que la ciudad de México “no será capital de una provincia proconsular, que reciba leyes del capitolio de Washington”. La política, que de la tribuna, el púlpito y la prensa había pasado a la literatura, invadió también el Diccionario, no únicamente en forma sugerida entre líneas, sino también de manera expresa.

De Manuel Berganzo sólo he podido saber que era presbítero, médico y catedrático, oficios con los que aparece en la lista de la Asamblea de Notables, en 1863, y en la nómina de los presos que en 1867 quedaron en libertad, bajo la vigilancia de la autoridad del sitio donde residieran.

José María de Bassoco, heredero del título de conde y de una cuantiosa fortuna, constituida en parte por varias haciendas, combinó las tareas agrícolas y ganaderas, y el activo comercio que éstas originaban, con el esmerado cultivo de las letras. Él es autor de la “Biografía necrológica de D. Lucas Alamán”, añadida al primer tomo del Diccionario, y de la breve y cariñosa nota sobre José Ignacio Nájera, padre del célebre carmelita fray Manuel de San Juan Crisóstomo. Si escribió otros artículos para esta obra, ello no es evidente, aunque por los pormenores que contiene se presume que puede ser suya la semblanza de Antonio de Bassoco, su tío, paradigma del buen español que pasó a las Indias, frugal y laborioso, casi monástico, emprendedor, pertinaz, triunfador y munificente. La producción literaria de don José María quedó dispersa en periódicos, pero su mérito y su fama los consagró la Academia Mexicana de la Lengua, al elegirlo su primer director.

Aunque el nombre de Vicente Calero Quintana aparece en la página legal del segundo tomo, nada escribió especialmente para el Diccionario, pues murió en “1853; sin embargo, en el Apéndice se reprodujeron tres artículos de su pluma: Juan Venturate”, un relato histórico; “Yalajau”, unas impresiones de viaje; y “Lorenzo de Zavala”, una breve nota en elogio de este controvertido personaje. Calero fue contemporáneo de Justo Sierra O'Reilly, junto con él redactó El Museo y El Registro yucatecos, y fue editor de El Mosaico, órgano de la Academia de Ciencias y Literatura de Mérida. De estas fuentes debieron copiarse aquellos textos, escritos en 1846.

El nombre del presbítero J. Francisco Cabañas consta como colaborador permanente en las portadas de los tomos II, III y IV, pero sólo se encontró un artículo calzado con sus iniciales, el de “Francisco Fagoaga”, hijo del primer marqués del Apartado, memorable por sus obras de beneficencia.

Joaquín Castillo y Lanzas, diplomático, prefecto del Distrito Federal, ministro en el gabinete del presidente Paredes y Arrillaga, fue incluido en la nómina de autores del primer tomo. Sin embargo, cuando empezaba a publicarse el Diccionario, fue nombrado embajador en Londres, cargo que desempeñó mientras gobernó Santa Anna. No hay por ello indicio alguno de colaboración suya. En los años posteriores manejó la política exterior de Félix Zuloaga, formó parte de la Junta Superior de Gobierno en 1863, fue consejero de Maximiliano y agente diplomático del Imperio ante la Gran Bretaña, y al triunfo de la República se le multó con mil pesos “por infidencia a la patria”.

José Justo Gómez de la Cortina, conde de su apellido, redactó para el Diccionario la biografía de Beatriz de Bobadilla, bella, culta y valerosa mujer que inclinó el ánimo de Isabel la Católica en favor del proyecto de Colón; la semblanza de Rodrigo Cifuentes, el supuesto primer pintor que pasó a Nueva España y cuya existencia negó rotundamente Manuel Toussaint; y una nota técnica sobre la cascada de Guachinango: río que la forma, coordenadas, altura, pendiente, volumen, temperatura y suelos y vegetación adyacentes, tratamiento del tema muy distinto al puramente sentimental que otros autores practicaban entonces ante semejantes accidentes de la naturaleza. Ingeniero militar, geógrafo, general del ejército, diplomático, hombre de pulidas letras, miembro de múltiples sociedades de excelencia y activo miembro político, sus contribuciones a la obra pudieron ser muchísimas, pero en 1854, habiendo ya retomado la nacionalidad española, la reina Isabel II lo envió a Brasil con el rango de ministro plenipotenciario. Razones de prestigio movieron a los editores del Diccionario a conservar el nombre del conde como autor del segundo tomo hasta el décimo.

José Bernardo Couto aparece en la página legal de los tres tomos del Apéndice. El escribió cinco semblanzas biográficas: las del jesuita Andrés Cavo, autor de la Historia civil y política de México, editada por Carlos María de Bustamante con el nombre de Los tres siglos de México durante el gobierno español, pues terminados aquellos anales en 1766, el polígrafo oaxaqueño los continuó hasta 1821; la de Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, fraile carmelita activo en una época en que a los sacerdotes les era dable ejercer su ministerio, fomentar las artes y las letras, brillar en sociedad e intervenir en política; la de Pedro José Márquez, miembro exiliado de la Compañía de Jesús, estudioso de la arquitectura clásica y divulgador de los antiguos monumentos mexicanos; la de Fernando Colón, hijo y biógrafo del almirante; y la de Francisco Javier Echeverría, comerciante, hábil hacendista en la administración de Bustamante, fugaz sucesor de éste en la Presidencia de la República, y restaurador de la Academia de las Nobles Artes de San Carlos. Algunos autores atribuyen a Couto la biografía de José María Luis Mora que se publicó anónima en el Diccionario, suposición que parece válida a juzgar por la soltura y pulcritud del artículo, sin arreos ni lindezas de lenguaje, discreto en las partes controvertibles y muy bien informado, virtudes que revelan la relación amistosa y la vinculación profesional entre ambos personajes.

El presbítero José Mariano Dávila y Arrillaga estuvo encargado de la parte eclesiástica del Diccionario. Después de Orozco y Berra, fue quien más trabajó para formar la obra. Admira la abundancia de sus escritos, en que se ocupa de obispos, sacerdotes diocesanos, fundaciones e institutos religiosos, frailes y padres, con especial atención a los miembros de la Compañía de Jesús. Produjo 474 artículos, entre ellos la biografía de Alonso de Villaseca, seguida por la historia de los jesuitas en México hasta 1854, verdadera monografía de 85 páginas en apretada letra de seis puntos. Otros textos no le van a éste, en extensión e interés, muy a la zaga. El ilustrado obispo Emeterio Valverde y Téllez dice[3] que el padre Basilio Arrillaga escribió para esta obra varios artículos que llevan las iniciales de José Mariano, aunque más bien es presumible que haya puesto a disposición de éste, que era su primo, a un grupo de investigadores, pues tuvo poder para esto y no tiempo para aquello mientras fue provincial de la Compañía, de septiembre de 1853, en que la restableció Santa Anna, a junio de 1856, en que volvió a disolverla Comonfort, después de la revolución de Ayuda. En cualquier hipótesis, quien se ocupe de la historia eclesiástica mexicana no podrá prescindir de estos materiales, aunque para aprovechar las informaciones que contienen tendrá que despojarlos de la abundante paja en que están envueltos.

La narración de un suceso, que pudo hacerse en 10 líneas, ocupa tres páginas del Diccionario, redactadas en un lenguaje hinchado y fundamentalista. En esta manera de exponer los hechos, se usan a menudo las invocaciones y las exhortaciones; y en las notas onomásticas casi se agotan los vocablos y giros apologéticos. Cada uno de los personajes reseñados se califica con adjetivos encomiásticos, frases laudatorias, metáforas elogiosas o atributos loables. Basta haber tomado estado eclesiástico para ser virtuoso, eminente, sabio, excelente, celoso o ejemplarísimo; amantísimo de pobres, docto en lenguas de indios, santo fundador, perfectísimo superior, varón apostólico, consumado humanista, grande predicador; espejo de observancia, hambriento de perfección o panal de abejas; y para poseer inocencia de vida, amabilísima índole, infatigable constancia, resolución intrépida, paciencia heroica, pureza angelical, carácter suavísimo o mortificación invicta. Inscritas en este espeso follaje verbal, el lector encuentra fechas, noticias y referencias útiles para reconstruir la vida y obra de ilustres eclesiásticos, aunque por el tratamiento literario de los artículos y el abuso del lenguaje hagiográfico, a menudo las acciones memorables quedan oscurecidas por la exaltación de las simples virtudes. El conjunto de notas biográficas que aportó Dávila y Arrillaga al Diccionario constituye una colección de vidas ejemplares, más que un registro de las meritísimas contribuciones de ambos cleros a la civilización, el bienestar material y la cultura nacionales. La intención del autor debió ser evidenciar la formidable aportación de la Iglesia católica a la formación del ser mexicano, pero el uso excesivo de locuciones ponderativas y el tono laudatorio convirtieron sus escritos en una especie de sermonario. Si bien reivindicó para el espíritu religioso la mayor obra constructiva, educativa y de asistencia, la opinión ilustrada ha tachado sus artículos de catequísticos.

Entregado principalmente a la actividad política, Manuel Díez de Bonilla únicamente firmó en el Diccionarioel artículo sobre la Academia Nacional de San Carlos, de la cual fue secretario perpetuo, y presidente de 1852 al 13 de mayo de 1853, fecha en que se incorporó al gabinete del presidente López de Santa Anna. Ministro de Gobernación, pasó al de Relaciones a la muerte de Lucas Alamán y heredó de éste la jefatura del partido conservador. Díez de Bonilla firmó el tratado de La Mesilla, y cuando la situación fue propicia, difundió desde la prensa y favoreció desde el gobierno los proyectos de monarquía. En agosto de 1855, a la caída de la dictadura, grupos liberales asaltaron su casa y destruyeron su biblioteca y su gabinete de física; todo lo arrojaron por los balcones y lo quemaron en una hoguera.

Aunque se le menciona en los créditos del tomo II, no hay evidencia de que Agustín A. Franco haya colaborado en la obra. Se sabe que en 1841 fundó La Voz del Pueblo, periódico ultraliberal que propugnaba la guerra contra los Estados Unidos y el restablecimiento de la Constitución de 1824; pero en 1846, al apoderarse de la Presidencia el general Paredes Arrillaga, Franco, pasó a dirigir el Diario del Gobierno, que no fue ajeno a la idea de instaurar un sistema monárquico en el país, proposición que en esos días sí hizo abiertamente El Tiempo, fundado el año anterior por Lucas Alamán y otros connotados conservadores. Al igual que le ocurrió en las páginas del Diccionario, Franco “pronto desapareció y se extinguió como una estrella errante”, según expresión de Hilarión Frías y Soto.

Entre los 28 y 31 años de su edad, Joaquín García Icazbalceta escribió para el Diccionario 52 notas y artículos, precursores de los extensos trabajos historiográficos que le dieron imperecedera notoriedad. En aquéllos trata de personajes extraordinarios por sus hazañas o por sus méritos, o por ambas cosas, o por sus relaciones fabulosas o sus dichos apócrifos. Aunque el tono general de los textos icazbalceanos es de esmerada objetividad, sus semblanzas y recensiones no están exentas de juicios, a veces severísimos. Su manera de escribir es fluida, limpia y directa, pero subyacentes al texto se encuentran algunos elementos capaces de interesar y conmover profundamente. Es obvio que el autor no se propuso expresar sentimientos, ni postular paradigmas, ni trazar caracteres, sino ajustarse estrictamente a los hechos, con apoyo en manuscritos, documentos y la muy amplia bibliografía de que dispuso. Sin embargo, la estructura del discurso, el dramatismo de las situaciones, la viveza de la exposición y la adecuación del lenguaje le confieren a su prosa, no pocas veces, un rango literario. Así resulta que de sus reseñas biográficas puedan abstraerse proposiciones no explícitas, pero sí ampliamente demostradas por el autor.

La lectura de los artículos icazbalceanos del Diccionario suele dejar en el entendimiento de los estudiosos ciertos conceptos sobre la sociedad y la cultura virreinales, derivados de la trama en que actuó cada uno de los personajes historiados. El enunciado de estas ideas no alude propiamente al sujeto, sino a una circunstancia típica en su tiempo, A la distancia de más de un siglo, me atrevo a proponer los siguientes epígrafes a los encabezamientos de García Icazbalceta, modo de resumir su contenido: Manuel Abad y Queipo: la injusticia fundada en los prejuicios; José de Acosta: la originalidad sospechosa; Hernando de Alarcón: la utilidad de las copias; Antonio Alcedo y Dionisio Alcedo y Herrera: la censura oficial a la información; Pedro de Alvarado: la fatalidad de lo fortuito; Pedro Mártir de Anglería: el acopio de lo maravilloso; Lucas Vázquez de Ayllón: la ambición frustrada; Vasco Núñez de Balboa: la ingratitud de la Corona; Bernardo de Balbuena: la versión poética de la ciudad; Andrés González de Barcia: el mérito de las reimpresiones; José Mariano Beristáin de Souza: los extremos culturales de la pasión; Lorenzo Boturini Benaducci: la erudición y la devoción perseguidas por la burocracia; Carlos María de Bustamante: la pluma a la par que el patriotismo; Juan de Castellanos: la incompatibilidad de los versos y la historia; Francisco Cervantes de Salazar: la excelencia de las lecciones escolares; Cristóbal Colón: los designios de la Providencia; el Conquistador Anónimo: el misterio de las nueve páginas; fray Pedro de Córdoba: las letras en apoyo de la lengua; Bernal Díaz del Castillo: la versión de los de abajo; fray Juan de Estrada: el supuesto eslabón perdido; fray Alonso Fernández: a la notoriedad por el libro; fray Francisco Figueroa: la ardua e inestimable copia de documentos; Lorenzo Ferrer Maldonado, Bartolomé Fonte y Juan de Fuca: los embustes y alucinaciones en la época de los descubrimientos geográficos; Francisco López de Gómara: la crónica a distancia; Juan Vicente Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas, conde de Revillagigedo: el renacimiento de la ciudad de México; Ricardo Hakluyt: la cartografía al ritmo de los viajes; Antonio de Herrera y Tordesillas: la historia oficial de América; Antonio de Mendoza: la consolidación del poder real; Matías de la Mora Padilla: la perdida grandeza de la Nueva Galicia; Toribio de Benavente, Motolinía: la ejemplaridad de los misioneros; Diego Muñoz Camargo: las primicias de la historia regional; Francisco de Terrazas: la confusión más que la fama; Juan de Tobar: el Cicerón nahuatlato; Juan de Torquemada: el Tito Livio de la Nueva España; Rodrigo de Albornoz: los alborotos en ausencia del amo; Alonso de Ávila: la dominación sin crueldad; Diego, Gómez, Gonzalo, Jorge y Juan Alvarado: la zaga de don Pedro; y Francisco Ceynos o Zaynos: lo inocuo de la integridad.

Es también de García Icazbalceta el artículo “Tipografía mexicana”, incluido en el apéndice del tomo V. Fechado el 12 de mayo de 1855, es un notable estudio de la introducción de la imprenta, de los libros impresos en el siglo XVI que tuvo en sus manos o cuya existencia pudo comprobar, y del desarrollo de esa industria hasta su época. Enriqueció este trabajo con la primera descripción de los periódicos novohispanos y la semblanza de sus editores, una relación de los talleres en la primera mitad del siglo XIX, breves noticias sobre el grabado y la litografía, y algunas observaciones sobre el alto precio, la escasez y la baja calidad del papel nacional, la importación de maquinaria y equipo de artes gráficas, la cortedad del número de lectores y la pobreza de las tiradas, que en los libros no pasaban de 500 ejemplares. La parte inicial de este escrito es el antecedente de la monumental Bibliografía mexicana del siglo XVI que publicó 31 años después, al cabo de perseverante, acuciosa y ejemplar investigación.

Aunque su nombre aparece en la página de créditos de nueve de los 10 tomos del Diccionario, José María de Lacunza únicamente firmó tres artículos de la obra, los correspondientes al Colegio de San Ignacio y a la Biblioteca y el Colegio de San Juan de Letrán. Rector de esta institución en el momento de redactar estos textos, utilizó un lenguaje escueto, con énfasis en los aspectos económicos, en los cuales era experto, pues en 1850 había sido ministro de Hacienda. Antes lo fue de Relaciones en el gabinete del presidente Herrera, y acabó su vida pública como presidente del Consejo de Estado del emperador Maximiliano. Don Benito Juárez lo desterró a La Habana y allá murió en 1869.

Los ocho artículos que aportó José María Lafragua al Diccionario son dechado de riguroso examen, síntesis conceptual y buen juicio sobre personas y situaciones. Abogado, legislador y ministro de Estado, aplicó la técnica jurídica al discernimiento de la historia. Podría decirse que en la investigación de los hechos agota los extremos de una averiguación previa; que mediante la rigurosa ordenación de las fuentes, pruebas y alegatos, y de su cuidadoso análisis, accede a la verdad, desahogando la fase de instrucción; y que finalmente, gracias a su ilustrada e inspirada pluma, pues también era poeta, dicta su fallo, o sea la sentencia, en aserciones terminantes, en frases rotundas. Su estudio sobre Vicente Guerrero ocupa 25 páginas y termina diciendo:

Soldado valiente hasta 1817; general distinguido hasta 1821; héroe al hacerse la Independencia; mal político; débil para resistir el embate de las facciones; clemente y generoso; ignorante de los usos del mundo; dotado de una inteligencia clara aunque sin ningún cultivo; buen padre de familia y patriota realmente acrisolado..., su nombre oscuro al principio, enaltecido después con entusiasmo y vilipendiado con frenesí, será pronunciado por la posteridad con la gratitud que se debe a sus eminentes servicios, con el respeto que infunde su heroica resistencia, con la compasión que inspira su inmenso infortunio.

A menudo su lenguaje adopta giros oratorios, propios del estilo que busca resumir en breves locuciones la complejidad de los temas que se han desarrollado. En el artículo “Revolución de la Acordada” dice: “El Parián, símbolo de los antiguos males; y el asalto, consecuencia... del odio a los españoles”. Y en la entrada “Compañía Lancasteriana” afirma que ésta “atravesó pura el infestado sendero de nuestra vida política, extraña a la perniciosa influencia de los partidos, sorda a la engañosa voz de las pasiones”.

Lafragua, yorkino en su juventud y liberal toda su vida, fue después secretario de Gobernación al lado de Comonfort y diplomático en Europa. En 1861 estaba a cargo de la legación en París, que cerró sus puertas ese año. Rehusó todos los empleos que le ofreció Maximiliano, y a la caída del Imperio dirigió la Biblioteca Nacional, fue magistrado de la Suprema Corte de Justicia, y de 1872 a 1875, en que murió, desempeñó el cargo de ministro de Relaciones Exteriores.

El abogado y hacendista Miguel Lerdo de Tejada, otra de las excepciones progresistas en el elenco conservador del Diccionario, redactó para éste únicamente tres artículos. Los que tratan del aceite y la cochinilla tienen interés histórico y técnico; y el muy extenso sobre comercio exterior de México entraña, además, cierta importancia lexicológica, por los vocablos, hoy convertidos en arcaísmos, cuyo significado importa a los investigadores de la economía. En la definición de tres de los derechos que el gobierno español impuso al intercambio de bienes con sus colonias, se advierten diferencias entre lo que dice el Diccionario de la Real Academia Española y las afirmaciones de Lerdo. El de avería, para uno, es “cierto repartimiento impuesto sobre los mercaderes o las mercaderías”; y para otro, la gabela destinada a pagar los haberes de la armada que perseguía a los corsarios que a menudo atacaban a los bajeles en aguas de Andalucía, cuando éstos regresaban de América. El de tonelada, según el DRAE, era para la fábrica de galeones, o bien, a juzgar por el testimonio de Lerdo, para cubrir los gastos de la universidad o cofradía de navegantes, establecida en 1569 en el barrio de Triana de Sevilla. Y el de almirantazgo, en la versión oficial, se aplicaba al sostenimiento de la Marina Real, mientras el fiscalista mexicano informa que se destinó al beneficio personal del almirante general de España, en 1737, cuando se creó ese puesto, pero que siguió cobrándose después de 1748, fecha en que se extinguió aquella jerarquía. Otras palabras ahora en desuso denotaban especies de mercancías todavía en giro a mediados del siglo XIX; por ejemplo: alfajía, madero aserrado útil para formar marcos de puertas y ventanas; bigornia, yunque de dos puntas opuestas; guilleume, uno de los cepillos de carpinteros y ensambladores; crehuela, cierto lienzo ordinario idóneo para forrar; menestras, legumbres secas; quitrín, carruaje abierto, de dos ruedas; y zangalas, telas de hilo muy engomadas. Todo esto y muchísimo más se importaba de la metrópoli, según todavía se hace, aunque con otros nombres y especificaciones.

Francisco Javier Miranda, presbítero, diputado federal en 1852, consejero de Estado durante el último periodo de Santa Anna, conspirador contra el gobierno federal, aprehendido y desterrado en 1855, únicamente escribió para el Diccionario la semblanza del escultor poblano José Antonio Cora, texto revelador de sus dotes de fino crítico de arte, en cuyo campo hubiera dejado obra perdurable si no lo distraen sus siguientes oficios: ministro de Zuloaga, activo promotor de la monarquía y miembro de la comisión que ofreció el trono a Maximiliano.

José Sotero Noriega fue un asiduo colaborador del Diccionario. Jerezano, médico militar incorporado al Ejército del Norte, en 1846 asistió a las batallas de Palo Alto y de la Resaca de Guerrero, y al sitio y caída de Monterrey. Al cabo de la guerra que los Estados Unidos perpetró contra México, residió en Linares y en la capital de la República. En una y otra ciudades redactó todos los artículos referentes a Nuevo León y Zacatecas. Son notables la biografía de Francisco García, gobernante ejemplar del estado de Zacatecas, y la narración de la toma de la capital neoleonesa por las fuerzas del general Taylor. En ambos textos se encuentran noticias de primera mano y aun trozos literarios que condensan el contenido de esos trabajos. De un poema escrito en ocasión de la muerte de aquel prócer, reproduce, entre otras, la siguiente cuarteta: “¿Qué le queda, gran Dios, a Zacatecas, / a esta ciudad tan rica y orgullosa?/ ¿Qué de su gloria, qué de su caudillo?/ Una tumba infeliz y una memoria” Mucho más lamentoso y dramático es el testimonio que ofrece como soldado cronista: “Nuestras fuerzas —dice— arriaron la bandera; sonó la salva de ordenanza, y nuestro pabellón cayó abatido, tributándole los enemigos los honores de la guerra... Así terminó la defensa de Monterrey”; y añade: “Cuando removidos los inconvenientes de una relación contemporánea, la pluma imparcial de la historia consigne este hecho en su libro severo, habrá... que relegar algunos nombres a la infamia; pero no se dirá como hoy, en el lenguaje parcial de las pasiones, que el ejército vertió allí su ignominia en el cáliz que después ha apurado nuestra patria hasta las heces”.

En una nota al principio de los tomos de los tomos II al VII se indica que “los artículos geográficos son todos del Sr. Lic. D. Manuel Orozco y Berra”, y aunque este señalamiento ya no se hace en los del Apéndice, es obvio que las innumerables entradas de esa índole se deben al propio autor. El material sobre las entidades de la República es dispar en extensión y contenido: al Estado de México se destinan 68 páginas, a Colima cinco y a Coahuila dos. Se advierte que la presentación de los municipios quiso sujetarse a un guión sistemático: historia, tierras, producciones, montañas, aguas, caminos, animales domésticos y salvajes, caza, pesca, medios comunes de subsistencia, alimentos, enfermedades, industria, población e idiomas, pero en muy pocos casos pudieron ofrecerse datos sobre todas esas materias. Lo que se pudo reunir y publicar no fue lo que se propuso el editor, sino lo que él sabía o investigó a última hora, recurriendo a las autoridades civiles y a otras fuentes. De todos modos, no fue mucho, lo cual revela la falta general de información geográfica, y el vehemente interés que entonces había por estimular el estudio del territorio y la formación de tina estadística. Sin embargo, es extraordinario el esfuerzo que realizó Orozco y Berra para acopiar las noticias disponibles.

Además de esta valiosa aportación, Orozco y Berra escribió muchos otros artículos, de los que sólo calzó 63 con sus iniciales. Entre éstos, llaman la atención los dedicados a Miguel Cabrera, Juan Correa y Batasar de Echave, que él llama Chaves, ya que a los pintores no se les daba en esa época el rango de personajes merecedores de figurar en un diccionario. Según Orozco y Berra, a mediados del siglo pasado no estaba formado todavía en México el gusto por las bellas artes, a causa principalmente de que la pintura había estado confinada a. los claustros y a las iglesias, y la sociedad sólo ocasionalmente demandaba retratos, más por vanidad que por apreciar el arte. En algunos textos, el investigador formula agudas observaciones o enuncia verdades que de tan obvias no estaban escritas y que en consecuencia el público no tenía presentes. A propósito de los apaches, por ejemplo, advierte que la conquista territorial que iniciaron los españoles en el siglo XV, no estaba todavía consumada a mediados del XIX, pues los mexicanos seguían disputándole a los indios bárbaros, palmo a palmo, extensas regiones del norte del país. Pero lo que más importa resaltar, desde la perspectiva de este trabajo, es la calidad literaria de algunas páginas de Orozco y Berra. La batalla del puente de Calderón lo mueve a describir previamente, con rica expresividad, el estado y la calidad del ejército insurgente:

Sin orden ni género de formación —dice—, los grupos seguían los tambores, los agudos pitos, las chirimías...; al romper el día y cerrar la noche entonaban cual canto guerrero el Alabado, oración con que en las haciendas se comienza y se acaba el trabajo, monótono y triste, que nunca se escucha en la soledad sin profunda melancolía. Aquellas turbas se componían de 100 mil hombres, unos 20 mil jinetes, Con su calzonera de cuero, en general corta hasta la rodilla, la pierna descubierta, en mangas de camisa y sin zapatos, completaban el arreo el sombrero de palma y la manga de jerga o el zarape de lana burda; montaban los caballos pequeños y fogosos del país, pero flacos, inobedientes a la rienda, medrosos y espantadizos, como enseñados a la ronda del monte y de las sementeras, y a la trilla; malos fustes pelones eran las monturas, y por armas, espadas derechas con guarniciones de cobre, pesadas y débiles..., y lanzas con asta de encino muy corta y muy larga, siempre embarazosa...; la mayor parte no llevaba, con todo, más defensa que su lazo.

De los padecimientos que sufrieron los insurgentes sitiados en el fuerte de Comanja, dice el propio historiador:

La lluvia era el único recurso, el remedio ansiosamente esperado. Las nubes se presentaban en el horizonte, subían, engruesaban, ocultaban el sol y formaban sobre Comanja un negro dosel; llenos los corazones de esperanza y de ansiedad, sin hacer caso del incesante fuego del contrario, los habitantes del fuerte, sin apartar los ojos, seguían obstinadamente el movimiento de los vapores; preparaban cuantos utensilios tenían propios para recoger el agua; sacaban las imágenes de los santos y les dirigían fervientes e incesantes oraciones; el chubasco iba a caer: vana esperanza; las nubes impelidas por el viento dejaban caer avara y desdeñosamente algunas gotas en el recinto de la fortaleza, y se desataban en torrentes a pocos pasos, en el campamento español, en las vecinas llanuras de León.

Y en el artículo sobre la batalla del Monte de las Cruces, describe el comportamiento de los habitantes de la ciudad de México ante la proximidad del ejército insurgente:

La ciudad estaba en la mayor consternación... El malestar subió de punto con la noticia de la derrota de Trujillo, y se exacerbó mirando entrar los abatidos restos de la división. Entonces el miedo no conoció límites; el camino de la capital estaba libre, los insurgentes acampaban en Cuajimalpa, y a cada momento se creía iban a entrar. Los ojos se dirigían tenazmente por el rumbo que el enemigo debía traer; el polvo arrastrado por el viento, la polvareda levantada por un rebaño o por un atajo, parecían indicios seguros de la marcha de los de Hidalgo, y los medrosos corrían despavoridos a encerrarse, y los que tenían qué perder ocultaban su dinero, sus alhajas, sus objetos preciosos en los conventos y en escondites seguros inventados por la codicia. Muchas señoras de las familias principales buscaron asilo en los monasterios.

Considero estos tres pasajes de valor literario porque, al igual que muchos otros de su especie, son una proyección imaginativa de los hechos, una realidad paralela a éstos recreada por la sensibilidad del escritor. Sin estos recursos en nada sufriría la historia estricta de los acontecimientos, pero le faltarían la ambientación que comunica viveza a los escenarios, y los detalles que mueven más hondamente la emoción. El historiador, aunque celoso del apego a los documentos, a menudo extiende sus fuentes hacia el interior de sí mismo, y allí encuentra, por conjetura, situaciones generalmente dramáticas que enriquecen notablemente la narración.

Notables por su abundancia de información y muy extensos son los artículos de Orozco y Berra “Ciudad de México”, “Itinerario del ejército español en la conquista de México”, ilustrado con dos finísimos mapas de su mano, y “Moneda en México”, con una lámina de reproducciones y la composición tipográfica de un billete. Estos tres trabajos, mecanografiados, equivalen a poco más de mil cuartillas…

El artículo “Coyoacán”, incluido, al igual que los anteriores, en el apéndice del tomo y, es una pieza insólita por su redacción e inusual en cualquier diccionario. Está escrito como diversión y para desahogo del ánimo. El autor dejó correr su pluma con entero desenfado. Tras un exordio en que declara su desengaño, su falta de tranquilidad y su amargura, y seguramente deseoso de poner remedio pasajero a su melancolía, asume la posición contraria a sus ideas para zaherir a los europeizantes de su tiempo. “Da grima —dice— tener que hablar de reyes y príncipes encuerados, de monarcas que en vez de la púrpura y el armiño vestían por manto real el ayate de pita” Hace sátira de los lugares comunes acuñados por los admiradores de lo extranjero: “Nuestro país al menos —dice— ha visto llegar siempre del este tantas luces, que bien hubiera podido poner una veIería: los castellanos con la Inquisición, Lorencillo con su saqueo, los franceses con su reclamación de los pasteles y los norteamericanos con el módico precio de la paz”. De la primera y fugaz estancia de Cortés en Coyoacán, dice que permaneció dos días en ella, “sin que acaeciese cosa que de contarse sea, si no es que al retirarse mandó prender fuego a las casas”; y exclama: “No hay cuidado: eran las luces venidas del oriente”. Narra después cómo, una vez tomada y destruida México-Tenochtitlan, el capitán extremeño convidó a un banquete a sus soldados para solemnizar la victoria. El convite se organizó en Coyoacán, “en una pieza grande, sin más adorno ni compostura alguna, simplemente encalada a la usanza de los indios”. Delineado así el escenario, pone a conversar acaloradamente, sin las restricciones que borra la embriaguez, a un rodelero, un jinete, un peón, un arcabucero, un remero de los bergantines y unos partidarios de Diego Velázquez, en cuyas palabras y actitudes afloran las rivalidades, envidias, infamias y desafueros que bullían en aquella tropa. Y para redondear la imagen moral de los conquistadores, reconstruye el drama tenebroso de la Marcaida, ocurrido también en ese poblado extramuros de México.

Animador de obras perdurables, coordinador de múltiples inteligencias, e infatigable, aunque quejumbroso trabajador intelectual, Orozco y Berra hizo brillar en el Diccionario todas las facetas de su talento. Paradigma de polígrafos, redactó monografías, artículos y notas sobre temas de ingeniería, geografía, historia, derecho, economía, estadística y arte, todo con la fluidez de un diestro escritor. Pero aún es más de admirar que haya logrado formar el monumental Diccionario de 1853 a 1856, en una situación regida por la agitación política, la violencia armada y la inseguridad personal. Lo sostuvo al frente de la empresa la convicción de que únicamente superando las pasiones de partido puede llegarse a la comprensión del país, entonces desgarrado y ofendido, sin cohesión social ni conciencia clara de patria. Él mismo declara en el prólogo del Diccionario:

Cuando por todas partes del inundo se nos desconoce y se nos calumnia; cuando nosotros mismos no sabemos ni nuestros elementos de riqueza, ni nuestras esperanzas de progreso, ni nuestros recuerdos tristes o gloriosos, ni los nombres que debemos respetar o despreciar; una obra que siquiera ensaye pintar todo esto, que intente reunirlo en una sola compilación, que se proponga juntar las piedras dispersas de ese edificio por formar, merece incuestionablemente la aprobación y el apoyo de cuantos han nacido en este suelo.

Liberal moderado, Orozco y Berra se mantuvo en el fiel de la balanza política, instalado en la zona de tregua de la cultura equidistante de los extremos en pugna, hasta fines de 1864 en que los halagos y favores que le dispensó eI Imperio, vencieron su reticencia a colaborar con el invasor. Pudo así superar la miseria y ver consagrado en la imprenta el fruto de varios de sus trabajos. Al triunfo de la República sufrió prisión y no volvió a tener responsabilidades públicas; pero a cambio pudo terminar, en soledad, sus mejores obras, Paradójicamente la infidencia de Orozco y Berra y de muchos otros mexicanos contribuyó más que sus escritos a despertar la conciencia patriótica, gracias a que esas desviaciones fueron el fundente del nacionalismo en el crisol de la voluntad de Juárez.

Ya se dijo en otra parte de este trabajo, que la mayoría de los textos que aparecen firmados en el Diccionario llevan al pie solamente las siglas de los autores. Las iniciales E, M. O. corresponden a Eulalio María Ortega y Villar, redactor de las semblanzas biográficas de Francisco Ortega, su padre; Manuel de la Peña y Peña, su mentor en materia de jurisprudencia; e Ignacio Rodríguez Galván, su amigo poeta, muerto prematuramente. Estos textos tienen la frescura y emoción de un testimonio directo. Distinguido abogado de filiación conservadora, Ortega y Villar impugnó en el Teatro Principal, ante el presidente Juárez, el decreto del 5 de febrero de 1861, relativo a la venta de las fincas del clero; y en 1867 Maximiliano lo nombró uno de sus defensores ante el consejo de guerra instalado en Querétaro.

Las letras E. P. identifican a Emilio Pardo, por cuyas colaboraciones, en su mayor parte biográficas, se colige que fue conocedor de la preceptiva literaria, investigador de la historia y hombre de certero juicio y amplia información bibliográfica. En espacios breves, consigue transmitir al lector los principales rasgos de la vida y obra, entre otros, de Bernardino Álvarez, Sebastián de Aparicio, Pablo Beaumont, Juan Francisco de la Bodega y Quadra, Sor Juana Inés de la Cruz, Antonio Margit de Jesús, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Juan Ruiz de Alarcón.

Romántico como era, Manuel Payno evidencia en algunos artículos del Diccionario su adoración a la mujer perfecta, su admiración por la naturaleza, su emoción frente al paisaje y la primacía del sentimiento sobre la razón. La imagen de la cantante Enriqueta Sontag, que visitó México en febrero de 1855, lo movió a sentenciar que

el término medio en la dimensión, la frescura y la regularidad en los labios, el encarnado brillante, la extremada finura de la piel, y la dentadura muy blanca y pareja, es lo que constituye una magnífica boca franca y adorable, que es graciosa y no insolente cuando ríe, que es amable y expresiva cuando habla, que impone respeto cuando hay enojo, que provoca el amor cuando está, en silencio, que deleita y enajena cuando sonríe.

Su descripción del cementerio de Santa Paula, por donde anduvo “una tarde, a la hora del crepúsculo”, contiene sólo cinco detalles descriptivos, inscritos en una copia de reflexiones lamentosas surgidas a la vista de prados y sepulcros; por ejemplo: “la dolorosa sensación que se apodera del alma”, “Ias existencias marchitas”, “las esperanzas malogradas”. De las cascadas del Niágara y del rancho de Orduña, dice que eran “raudales de plata fundida lo que caían'”, y gracias a su disposición para encontrar el alma de las cosas, pudo oír "el melancólico susurro del río” y “los suspiros de la brisa”. Y en uno de sus arrebatos líricos, aparece en su prosa la vinculación de lo maravilloso con la exaltación del ánimo y el sueño: “Si me fuera dado llevar a tu presencia a esa mujer ideal —le dice al agua despeñada—, si su tímido pecho latiera la verte cómo chocas en las rocas..., si sus lindos ojos se llenaran de lágrimas de placer..., yo te amaría más ¡oh torrente!”

De cómo el lenguaje del romanticismo se restringía a lo puramente sentimental, lo prueba la diferencia entre los artículos anteriores y los de índole histórica y económica que escribió el propio Payno para la misma obra. Aquéllos, dictados por la inspiración, contrastan violentamente con los que tratan de la ciudad y puerto de Matamoros, las aduanas marítimas y el virrey Revillagigedo, modelos de sobriedad, objetividad y precisión informativa, obra directa de la razón. Esta dicotomía no significó un conflicto para Payno, fue más bien la expresión del carácter plural de su talento. Entre esos dos extremos de la expresión literaria, tienen especial brillo sus narraciones costumbristas, muestras de las cuales son sus artículos sobre Guadalupe, Tacubaya y San Agustín de las Cuevas, publicados en el apéndice del tomo V. La entrada “El Libertador D. Agustín Iturbide”, en el tomo IV del Diccionario, remite a una nota de pie de página que dice: “Por haber estado ausente de esta capital el Sr. D. José J. Pesado, no se pudo concluir este artículo para colocarlo en su respectivo lugar; y deseando que la publicación de la biografía de una persona tan notable en nuestra historia no se demore hasta dar a luz el suplemento..., ofrecernos que irá al final del presente tomo”. En efecto, en la página 836 aparece ese texto calzado con la señal -*-*, de donde se infiere que todas las demás colaboraciones identificadas de igual modo son también obra del mismo autor.

José Joaquín Pesado nació en San Agustín del Palmar, en Puebla, y gracias a la desahogada posición de su familia, recibió una esmerada educación en Orizaba. Radicó después en Veracruz y llegó a ser, por sus luces, vicegobernador del estado. Por sí mismo aprendió idiomas, historia, derecho y teología. Ya en la capital de la República, tuvo en su casa un salón literario al que concurrían los escritores más connotados del partido conservador. Fue ministro del Interior del presidente Anastasio Bustamante, en 1839, y de Relaciones Exteriores en el gabinete de Nicolás Bravo, en 1846. Enseñó literatura y formó parte de la Academia de Letrán, escribió Poesías originales y traducidas (1839) y dos novelas, mereció Un elogio del polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo, y fue miembro correspondiente de la Real Academia Española. En la época de la Reforma se distinguió como redactor de La Cruz, al punto de que el obispo Emeterio Valverde y Téllez, en su Bibliografía filosófica mexicana (México, 1907) dice de él que “fue como el jefe de esas pléyades de sabios y caballeros”, o sea los conservadores, porque “desde 1838 empezó a luchar enérgico, infatigable, por el reinado social de Jesucristo”.

Salvo la nota sobre Manuel Calderón de la Barca (que nada tuvo que ver con don Pedro) y los artículos que tratan de Francisco Javier Clavijero, Iturbide y las carreteras o caminos nacionales, todas sus colaboraciones se refieren a localidades del estado de Veracruz. En ellas afloran algunos aspectos de su personalidad, en especial su riguroso juicio crítico en cuestiones de economía, sociedad y política, propio de un hombre que no duda en exponer lo que piensa. Atribuye la falta de conservación de las rutas terrestres a lo insuficiente de los peajes; afirma que San Antonio Huatusco debió ser la capital de Veracruz, pero las autoridades locales “prefirieron las diversiones de Jalapa al bien público”; observa que los indígenas “no están acostumbrados a las comodidades de la vida”; se duele de que el gobierno estatal no haya adquirido los terrenos que median entre Orizaba, Córdoba y jalapa, para establecer en ellos una colonia de extranjeros y nacionales, aquéllos traídos de Suiza y Alemania, y éstos de Puebla; y censura el Acta de Independencia por las alabanzas desmedidas que se le tributan a Iturbide y porque dice que la nación mexicana, durante 300 años, no tuvo “voluntad propia, ni libre uso de la voz”, afirmación que no tuvo escrúpulo en firmar el propio O'Donojú.

José Joaquín Pesado, en cambio, sí tuvo recelo de identificar con su señal tipográfica un juguete literario al que puso por título “Aguador de Veracruz”. Veracruzano por adopción, admirador del paisaje y las costumbres de esa entidad, observador acucioso, dueño de un léxico tan abundante cuanto castizo, y muy fino escritor, suyo debe ser este artículo que se publica anónimo. El texto está construido con tanta propiedad y gracia, y a menudo picardía, que bien pudo surgir de un taller literario, en imitación de Cervantes. Francisco Pimentel, heredero de los títulos de conde de Heras y vizconde de Queréndaro, fue el más joven de los colaboradores del Diccionario. Tenía 23 años de edad cuando escribió los artículos “Michoacán”, “Tezcoco” y “Toltecas”, que después publicó aparte sin pie de imprenta. Fue el primero en sostener que los chichimecas de Xolotl no habían pertenecido a la familia mexicana, según lo habían asentado Clavijero, Humboldt y Prescott. Sus obras mayores aparecieron a partir de 1862. Afiliado al partido conservador, fue regidor y secretario del Ayuntamiento de México, en 1863, y prefecto político de la capital del Imperio, de 1864 a 1865. Lingüista, historiador, economista y crítico literario, inauguró junto con Orozco y Berra los estudios indigenistas, e inició el análisis sistemático de la poesía y la oratoria mexicanas.

Anselmo de la Portilla, español santanderino, llegó al país en 1840; se dedicó a los negocios mercantiles y al periodismo; colaboró en los principales órganos conservadores de la época, dirigió El Espectador y La Voz de la Religión, y debió redactar para el Diccionario muchos artículos, pero sólo firmó, con sus siglas, las semblanzas de Martín Merino, el regicida que intentó matar a Isabel II de Borbón, el 2 de febrero de 1852; y de Antonio María de Nájera, hermano del célebre carmelita fray Manuel de San Juan Crisóstomo y miembro de la redacción de El Tiempo y El Universal. Por razones políticas, De la Portilla vivió en Nueva York de 1858 a 1862; a su regreso y hasta su muerte dirigió nuevas publicaciones que ensancharon el panorama cultural de México, en especial La Iberia, en cuyos folletines reprodujo, entre otras, las Cartas de Cortés y las historias de López de Gómara y Díaz del Castillo.

Las colaboraciones de Guillermo Prieto al Diccionario, siendo él otro enclave liberal en el elenco de redactores, se redujeron a dos artículos: “Chapultepec”, extraño texto en el que acumuló testimonios de historiadores, varias anécdotas —una de ellas escalofriante, la de la loba que despedazó a seis personas de una familia— y la descripción del paisaje que se dominaba desde el castillo. “Templo de amor y de placeres —termina diciendo del bosque—, casi no hay mexicano a quien su visita no excite mil recuerdos y tiernas afecciones”. “Tehuacán”, en cambio, es una pequeña y sistemática monografía que no omite noticia alguna de índole económica. La escribió en Puebla, en abril de 1855, después de haber sido ministro de Hacienda en el gabinete del presidente Arista y en vísperas de volver a serlo en el gobierno provisional de Juan Álvarez.

José Fernando Ramírez, el sabio polígrafo que transitó en el siglo XIX todos los caminos de la política, escribió 31 notas y dos artículos para el Diccionario: aquéllas sobre gobernantes prehispánicos, historiadores de origen indígena y pequeñas localidades; y éstos sobre la ferrería y el estado de Durango. No pudo hacer más porque en 1855 fue desterrado del país, en su condición de liberal, por el presidente Santa Anna. Su notable juicio histórico sobre Nuño de Guzmán, que abarca 28 páginas en el tomo IX, II del Apéndice, lo había dictado en octubre de 1847 y fue reproducido mientras él se encontraba en Europa.

Brillante abogado, se distinguió en el foro, la tribuna y el magisterio; y contemporáneo al periodo de pendularidad de la vida pública, alternó los cargos de senador, ministro y magistrado, con los oficios de ordenador de archivos, conservador del Museo Nacional, salvador de documentos, coleccionista de pictografías y libros raros, y redactor de ensayos históricos. En sus escritos de esta índole subyace una técnica jurídica, luce un estilo lógico y diáfano, apoyado en un amplio vocabulario, y sobresale una excepcional erudición. El estudio que hizo de Nuño de Guzmán y su época, la relación de cargos y defensas que reúne en la causa a que sometió al conquistador, y el fallo que dicta instalado en el tribunal de Clío, mueven a invocar ese alegato y esa sentencia en descargo del propio Ramírez, más tarde ministro de Relaciones y presidente del Consejo del Imperio. En 1866, previendo el fin de Maximiliano, él mismo se exilió en Europa.

Ignacio Rayón, oficial mayor del Archivo General, prestó grandes servicios a los colaboradores del Diccionario, en posibilidad como estaba de tener fácil acceso a una muy vasta documentación. Personalmente sólo aportó dos artículos: “Hernán Cortés” e “Ignacio López Rayón”, uno de 24 páginas y el otro de 73. La extensión inusual de éste se debe a que transcribió completo el Diario de gobierno y operaciones militares de la secretaría y ejército,.., al mando de su padre. De cierto interés histórico, ambos textos nada tienen de literario.

José María Roa Bárcena aparece mencionado en los créditos del Diccionario desde el segundo tomo, pero curiosamente no aparece ninguna entrada firmada o señalada con su nombre o siglas. Afiliado al partido conservador, publicó artículos en La CruzLa Sociedad y El Universal. Radicado en la ciudad de México desde 1853, mantuvo durante 20 años una tertulia a la que asistían José Joaquín Pesado, Anselmo de la Portilla, Alejandro Arango y Escandón, y Joaquín García Icazbalceta, entre otros. Formó parte de la junta de Notables que votó por la monarquía, y al triunfo de la República sufrió prisión por varios meses en el convento de la Enseñanza. Hombre de 26 años de edad al iniciarse la formación del Diccionario, sus obras conocidas son posteriores a 1858.

Justo Sierra O'Reilly hizo para la obra que se comenta, las biografías de Pedro Sainz de Baranda, quien rindió desde el mar a la guarnición española de San Juan de Ulúa; de José Martín Espinosa de los Morteros, un educador; de Juan Antonio Frutos, un médico; de fray José Nicolás de Lara, reformador del Seminario de Mérida; y de José María Loria; rector de esta casa de formación, la mayoría conocidos o .admirados amigos suyos. Escribió también el artículo “Campeche”, compendioso y bien informado; la descripción de la Catedral y de la iglesia de Jesús de Mérida, con probidad y algunos toques de lirismo; y la crónica de su expedición a la cueva de Xtacumbilxunaan, en la que muestra grandes dotes de narrador. Pero acaso lo más interesante de sus aportaciones sean las semblanzas de nueve de los obispos de Yucatán, seis de ellos en abierta lucha contra la indisciplina y relajación de los franciscanos, quienes disputaban a la jerarquía el control de las parroquias. En este prolongado y violento conflicto de jurisdicciones, que con algunos intervalos duró casi 200 años, los religiosos no repararon en recurrir a intrigas cortesanas, asaltos, sobornos, secuestros y asesinatos, y los ordinarios a disparos de armas de fuego, aprehensiones, maldiciones, excomuniones y entredichos formales. Dice el autor que “...en el convento de San Francisco se cometieron tales escándalos, que no falta quien atribuya a castigo del cielo el horrible vandalismo que en poco más de 20 años acabó con ese edificio soberbio y colosal, que era el más brillante ornato de la ciudad de Mérida”.

Además, Sierra O'Reilly tradujo al castellano el libro Incidents of Travel in Yucatán de John L, Stephens (Nueva York, Harper and Brothers, 1843, 2 vols.) y lo publicó en Campeche con el título Viaje a Yucatán a fines de 1841 y principios de 1842, en dos tomos, el primero impreso en el taller de Joaquín Castillo Peraza, en 1848, y el segundo en el de Gregorio Buenfil, en 1850. De esta obra se tomaron para el Diccionario, a iniciativa suya, 27 fragmentos que describen zonas arqueológicas, grutas, pozos, aguadas, islas y localidades de la península.

El 26 de abril de 1853, el presidente López de Santa Anna creó el Ministerio de Fomento y confió el despacho de los asuntos de ese ramo a Joaquín Velázquez de León, distinguido ingeniero, militar, diplomático y director por muchos años del Colegio de Minería. Quien tanto conocía el país, nada pudo aportar al Diccionario, pues se mantuvo ocupado en ese puesto hasta el término de la dictadura. En cambio, se reprodujo en la obra uno de sus trabajos: las observaciones que hizo en el Nevado de Toluca, en 1835, por encargo del gobernador del Estado de México, Manuel Díez de Bonilla, que años más tarde sería su colega en el gabinete. Velázquez de León formó parte de la comisión que en 1863 ofreció la corona a Maximiliano, quien durante su gobierno lo nombró ministro sin cartera.

Un segundo testimonio sobre el Nevado de Toluca se publicó anónimo en el tomo VI. A diferencia del informe de Velázquez, orientado a determinar si podría derivarse al valle el caudal de las altas lagunas volcánicas, este otro es una magnífica descripción literaria de la gigantesca montaña y del majestuoso paisaje circundante. Por el estilo y por una referencia final a la catarata del Niágara, que el autor incógnito recuerda haberle impresionado igualmente, este texto puede atribuirse a Manuel Payno.

Mucio Valdovinos redactó la biografía de fray Diego Basalenque, historiador de la provincia agustiniana de San Nicolás de Tolentino de Michoacán y singular maestro de indígenas tarascos, quienes bajo su guía “leyeron la Ilíada en la lengua de Homero y conocían perfectamente a los mejores autores del siglo de Augusto”, al decir del panegirista. Valdovinos fue ordenado presbítero en los Estados Unidos, en 1831, cuando no había obispos en México; pasó al clero secular en 1845 y fue, a la par que figura relevante del partido conservador, diputado y consejero de Estado durante la última administración de Santa Anna. Escribió textos de doctrina católica y murió en 1854.

El sacerdote Juan B. Villaseñor, a su vez, aportó a la compilación orozquiana varias vidas ejemplares y el artículo “Campana'”, copia de noticias formales y curiosas relativas a ese instrumento, el cual representa la voz de los pastores de la Iglesia, sucesores de los apóstoles. Pablo J. Villaseñor (1828-1855), joven presidente de la sociedad literaria Falange de Estudios de Guadalajara, animador de la antología Aurora poética de Jalisco, dramaturgo y autor del preceptuario católico Luz de la niñez, envió el artículo “Chapala”, más lírico que informativo.

Francisco Zarco cierra la nómina de los colaboradores permanentes del Diccionario, aunque sólo en apariencia, pues no se encuentra ninguna nota ni material firmado por él o que por su tema o tratamiento le pudiera ser atribuible. Las razones de que su nombre se haya incluido en la lista de los colaboradores en los tres tomos del Apéndice, publicados al final de 1855 y en el curso de 1866, son un misterio, a menos que se suponga que, caído Santa Anna, se haya querido suavizar con la presencia del batallador periodista la inspiración conservadora de la obra. Aun así, sorprende que se haya incorporado a las páginas legales a quien fundó El Demócrata, para difundir el pensamiento liberal y oponerse a tos redactores de El Universal,y para desacreditar la tesis de que la separación de España era el origen de todos los males de la nación; a quien fue víctima de la animosidad de los presidentes Arista y Santa Anna; a quien varias veces sufrió prisión y tuvo que callar por la censura que le impusieron sus adversarios políticos; al editor responsable de El Siglo Diecinueve, que publicó en agosto de 1855 el Plan de Ayutla, excitó a la ciudadanía para que precipitara el triunfo del movimiento en la ciudad de México y nunca ocultó su designio: “consumar la revolución iniciada en 1810; hacer triunfar la causa del pueblo sobre las clases privilegiadas”. La misma gente que él encabezó en la Alameda el 13 de agosto de 1855, fue la que asaltó y destruyó totalmente el taller donde se imprimía El Universal, y la que seguramente habría consumado otros atentados, si él mismo no sentencia ante la multitud deseosa de venganza que “para luchar contra la imprenta se debe emplear la misma arma de la imprenta y ninguna otra”. Quede, pues, este enigma para una investigación posterior.

No siendo propósito de este trabajo reconstruir la situación en que se hallaba el país durante los años en que se formó el Diccionario, sólo tangencialmente se han mencionado, siempre en relación con sus redactores, algunos hechos que reflejan la inestabilidad política y social, y la pugnacidad ideológica; y en lo personal, el desengaño por las amargas experiencias del pasado reciente, la tozuda militancia partidista y la constante zozobra.

Falta la sociedad de equilibrio y los gobiernos de firmeza, siempre con el riesgo de mudar en el sentido de la corriente contraria, parecería que esos tiempos no fueran propicios para realizar una obra que exigía lento trabajo en gabinete y archivos, cuidadosa selección y ordenación de materiales, e indeclinable perseverancia. Pero justamente por ello don Manuel Orozco y Berra sobrepuso la paciencia a la intranquilidad, sufriendo con entereza infortunios y desasosiegos, persuadido como estaba de que únicamente el conocimiento del país, según él lo miraba, podría crear un clima proclive a la maduración cívica y moral.

El insigne polígrafo quiso entregar a la nación una imagen de sí misma —histórica, geográfica, estadística y espiritual— en la cual los mexicanos se reconocieran corno un espejo, pero habiendo reproducido principalmente los rasgos cimeros de la Colonia —su extensión, su perdurabilidad, sus mejores hombres y sus obras vino a resultar que el modelo fue Nueva España, Si no fue éste el paradigma que expresamente postuló el Diccionario, sí quedaba por su lectura, en aquellos años aciagos, el convencimiento, o al menos la presunción, de que sólo un monarca y la Iglesia podrían salvar a la patria.

Frente a la reciedumbre de las casas de Austria y de Borbón a lo largo de 300 años, el México independiente había pasado en sólo tres décadas del Imperio a la República, y varias veces del régimen federalista al centralista. El saldo de estos cambios, surgidos de la violencia, había sido la separación de Centroamérica y la independencia de Texas; la falta de cohesión nacional, de respeto internacional, de conciencia de patria y aun de una forma estable de constituirse; y, por consecuencia, la guerra civil intermitente, las agresiones extranjeras y la mutilación del territorio. Éstos eran los restos del edificio “por formar” o reconstruir del que habla Orozco y Berra, cuyas “piedras dispersas” se propuso juntar.

Para muchos de los conservadores de la época la fórmula para superar la crisis era la monarquía, sugerida por la propia historia. Fue así que el Diccionario, aun sin proponérselo su principal autor, contribuyó a prestigiar esa tesis y a ganarle adeptos. No fue casual que Andrade, Berganzo, Castillo y Lanzas, Díez de Bonilla, Lacunza, Miranda, Ortega y Villar, Ramírez, Roa Bárcena, Velázquez de León y el propio Orozco y Berra hayan colaborado con el Imperio.

Cuando años después triunfó la República, las páginas del Diccionario se cerraron, los tomos se confinaron a los anaqueles y sólo ocasionalmente algún investigador buscó los más brillantes artículos para reproducirlos. Lo demás de la obra fue olvidado o ignorado. La meritísima compilación orozquiana hoy puede juzgarse como el testimonio de una generación dorada, a cuyo brillo y pulcritud corresponde el sutil método de persuasión que practicaron; y más en el fondo, corno un dramático intento de fundar en el pasado el proyecto de nación; pero, a la vez, como inestimable fuente de noticias, repertorio de estilos literarios, ejemplo de laboriosidad e indudable muestra de amor a México, a la postre desdichado por haber sido sólo fugazmente correspondido.

 


[1] Carta de Lucas Alamán entregada en Veracruz, el 1° de abril de 1853, al general Antonio López de Santa Arma, enMéxico desde 1808 hasta 1867 , por francisco de Paula Arrangoiz, 2a. ed., Editorial Porrúa, 1968, p. 420.

[2] “Nota preliminar” al tomo 1 de Documentos diversos, inéditos y muy raros, de la colección “Obras de D. Lucas Alamán”. (Editorial Jus, 1945).

[3] B io-bibliografía eclesiástica mexicana (1821-1943), tomo III: Sacerdotes (Editorial Jus, 1949).


Respuesta al discurso de ingreso de don José Rogelio Álvarez por José Luis Martínez

Hay escritores de lucimiento y escritores de sombra. A los primeros, casi siempre creadores, se les celebra por cuanto hacen, les luce, y si son afortunados y tienen talento, unas cuantas obras les bastan para asegurar su prestigio y aun su mantenencia. A los de sombra, en cambio, les toca escribir páginas anónimas, arreglar textos ajenos y confusos, acumular fichas y datos, escudriñar documentos y resumir informes oscuros. Y cuando se habla de sus obras suele ser para señalar una omisión o una cifra imprecisa, mientras que se callan los aciertos y los mil datos correctos.

Tengo la impresión de que mi paisano José Rogelio Álvarez ha aceptado de buen grado ser un escritor de sombra. Y lo que me sorprende más es que le guste este estilo de trabajo intelectual, y que lo haga con esa misma pulcritud con que se viste y se conduce en sociedad. Creo que se trata de una cierta manera señorial en la que se juntan la laboriosidad, la discreción y la cortesía, como si fuera lo más natural ordenar papeles e indagar circunstancias, que al fin se hacen por gusto propio y sin esperar por ello ni la fama ni pretender la sabiduría. Así debieron ser algunos de nuestros viejos investigadores, como don Manuel Orozco y Berra, don José Fernando Ramírez, don Joaquín García Icazbalceta, nuestro paisano don Alberto Santoscoy; y, entre los más recientes, don Manuel Romero de Terreros. Junto a estos paradigmas, no he menciona-do los nombres de otros sabios que, sin serlo, fueron también envidiosos, enredadores y traficantes de libros. A la familia de los discretos pertenece José Rogelio Álvarez.

Después de sus estudios universitarios, nuestro nuevo académico tuvo otra escuela singular, entre sus 20 y 30 años: la redacción de la afamada revista Tiempo, al lado de Martín Luis Guzmán. Para los primeros números de esa revista escribí algunas reseñas de libros. Fueron tan tasajeadas y encogidas que preferí renunciar a aquellos rigores. En cambio, José Rogelio hizo suyos los métodos y las exigencias del gran novelista y maestro del estilo, y los años de la revista Tiempo, si no le dieron una obra personal, le hicieron ganar claridad y precisión a su pluma.

Durante el sexenio 1953-1959, en que gobernó el estado de Jalisco nuestro recordado y querido Agustín Yáñez —quien años más tarde dirigiría esta Academia—, José Rogelio Álvarez se probó en un nuevo aprendizaje, el de la acción sobre una realidad para aplicar postulados teóricos. A José Rogelio se debe la planeación de una de las empresas más importantes del gobierno de Yáñez: la incorporación de la región de la costa jalisciense —que era hasta entonces una zona aislada y agreste— a la vida económica y social del estado.

Saltemos una década para llegar a 1969, en que José Rogelio Álvarez adquiere la empresa editora de la Enciclopedia de México y emprende la edición de esta obra magna, que concluirá en 1977, en 12 grandes tomos ilustrados. Como una obra de esta naturaleza siempre es perfectible y nuevos hechos van acumulándose, nueve años más tarde, en 1986, pudo llevar a cabo una segunda edición de la Enciclopedia, ahora en 14 tomos y sin ilustraciones, salvo mapas y croquis. El número total de las páginas impresas de esta segunda edición es de 8460, a dos o tres columnas, que fueron escritas en 24 000 cuartillas. “El de la voz”, como se decía en los escritos judiciales, ha sido un cliente constante de ambas ediciones, les debe un cúmulo de informaciones, ha advertido algunas de sus fallas en minucias y apreciado el cuidado y la abundancia de sus contenidos. Antes de abandonar al José Rogelio Álvarez enciclopedista, quiero repetir aquí, para que se aprecie el trabajo enorme e ingrato que significan estas obras de información sistemática, unos curiosos versos anónimos. Los puso como epígrafe nuestro amigo y colega, recién desaparecido, Ignacio Bernal, al frente de su excelente Bibliografía de arqueología y etnografía. Mesoamérica y norte de México. 1814-1960 (México, INAH, 1962):

Si quelqu'un a commis un crime odieux

 

S'il a tué son père ou blasphémé des dieux

 

Qu'il fasse un lexicon; s'il est supplice au monde

 

Qui le punisse mieux, je veux que ron me tonde.

 

[Si alguien cometió un crimen odioso,

 

Si mató a su padre o blasfemó de los dioses,

 

Que haga un lexicón; si hay suplicio en el mundo

 

Que lo castigue mejor, que me den una tunda.]

Me refiero ahora a un libro muy hermoso y original que acaba de publicar José Rogelio Álvarez. Se llama Summa mexicana, y su editor, Bancomer, le ha añadido como subtítulo, El gran libro sobre México (1991). De alguna manera, es un libro que, por la amplitud de su información sobre nuestro país, sólo podía hacer, mejor que nadie, quien ha sido el director de la Enciclopedia de México. Su autor nos explica cómo sigue el plan y el método de su obra:

El título de Summa mexicana, además de anticipar el contenido de la obra, expresa el propósito de ofrecer a los lectores, en un solo volumen espléndidamente ilustrado, la oportunidad de fundamentar o de actualizar un conjunto de nociones sobre México, imprescindibles en una visión general del país: la grandiosidad de la geografía y la riqueza y potencialidad de los recursos que aloja; la exuberante diversidad de la flora y la fauna, y sus enlaces seculares con la mitología, la tradición y la vida diaria; los momentos estelares de la historia; las hazañas de la técnica y las aportaciones a la ciencia; las manifestaciones cimeras de la arquitectura, la pintura, la escultura, las letras y la música; las creaciones de la culinaria y sus agregados bebestibles; la heroicidad y la nobleza de la conducta, y aun los prototipos femeninos y masculinos que han consagrado la tradición y la fama.

Cierro este sucinto repaso de algunas de las obras de José Rogelio Álvarez con breves comentarios acerca de su discurso de recepción en la Academia Mexicana que, resumido, acabamos de escuchar, acerca del Diccionario universal de historia y de geografía, que dirigió don Manuel Orozco y Berra, en México, de 1853 a 1856. Este estudio de José Rogelio Álvarez, me parece, en primer lugar, un homenaje a su laborioso predecesor en tareas semejantes. Como lo he contado a José Rogelio, soy un antiguo admirador de esta obra, que considero una de nuestras empresas heroicas en el campo intelectual. Y antes de que poseyera los 10 tomos del Diccionario, pude estudiarlo en un ejemplar que me facilitó un amigo generoso. Y justamente, había comenzado a hacer un elenco de los estudios de autores mexicanos (mis apuntes quedaron en alguno de los tomos ajenos), como el que ha realizado, con paciencia y competencia, nuestro nuevo académico. El examen de las circunstancias en que se realiza esta obra de su condición de empresa de los conservadores ilustrados, de mediados del siglo pasado, y sobre todo, el estudio detenido de los numerosos colaboradores mexicanos del Diccionario y de las entradas que cada autor escribió, me parecen una investigación excelente y muy útil para los estudiosos. Además, creo que el trabajo de José Rogelio Álvarez debería servir de introducción a una nueva edición facsimilar del Diccionario, de Orozco y Berra, que merece ser disfrutado por nuevos lectores.

No es empresa fácil, porque se trata de 10 copiosos volúmenes; pero debe encontrarse la manera de realizarla. De acuerdo con la costumbre que hemos establecido, los nuevos académicos electos participan desde luego en nuestras sesiones de trabajo, mientras que, con la ceremonia de ingreso, como la que celebramos hoy, formalizan su condición y sus prerrogativas de académicos. Esta costumbre nos ha permitido comprobar el acierto de esta elección, pues hemos podido apreciar los muchos conocimientos, la discreción y la buena disposición para contribuir a nuestros trabajos lingüísticos de José Rogelio Álvarez. Así pues, ya es con todo derecho uno de los nuestros. Que disfrutemos por muchos años su compañía, su amistad y sus luces.

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