Viernes, 27 de Noviembre de 1964

Ceremonia de ingreso de don Alí Chumacero

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Discurso de ingreso:
Acerca del poeta y su mundo

Un inicial deber me da la grata oportunidad de hacer patente mi agradecimiento a quienes propusieron mi candidatura para ingresar en la más alta corporación de nuestra lengua. Méritos y vocación habrán tomado en cuenta don Agustín Yáñez, don Octaviano Valdés y don Antonio Gómez Robledo para señalarme como un probable estudioso que viniera a aprender, de voz viva, las enseñanzas de tanto varón ilustre que forma parte de esta Academia Mexicana correspondiente de la Española. Pero acaso haya sido el fervor de la amistad lo que, de veras, los haya animado a reconocer en mí esos méritos y esa vocación. De los primeros —los méritos, sé decir que apenas los distingo; en cuanto a la vocación, estoy seguro de que mis amigos proponentes no se han equivocado. Sea, pues, mi ingreso como académico de número un premio a la dedicación que, con prisa y sin descanso, he consagrado a la literatura. Sin temor a contradecirme, afirmo que en las letras —la novela, el teatro, la poesía, el ensayo— descubrí desde un principio uno de los pocos solaces que vuelven hermosa la vida que nos ha tocado compartir. Ni por un momento, aun en horas de jubilosa convivencia, esa afición se ha desvirtuado ante el canto de otras sirenas que no sean las puramente literarias. Con un pie en el arte y otro en la vida, a veces con la pluma en la mano y siempre dando atención al libro ajeno, he llegado a la madurez disponiendo de una obra personal sobremanera escasa, pero sin distraer esa pasión por las formas artísticas: experiencia sólo comparable con las expresiones del sentimiento que, por igual, comprenden la amistad y el amor.

Al llegar a este punto, advierto que mi segundo deber —más que hablar de mí mismo— consiste en recordar la labor literaria de quien me antecedió en el uso de la silla académica que ahora paso a ocupar: don Francisco González Guerrero. Hombre de provincia, jalisciense por más señas, no perdió nunca el aire de sencillez en que pasó su infancia, en su San Sebastián, hoy Valentín Gómez Farías, a partir de su nacimiento allá por el año de 1887. Su cordial persona no varió jamás con la sapiencia adquirida, lo mismo en el extranjero al servicio del país, que a su regreso a la patria, en esta ciudad de México. Animado por la curiosidad de internarse en las letras del siglo XIX, González Guerrero fue progresivamente uno de los críticos a quienes debemos un mayor esclarecimiento de épocas y personajes de nuestra historia literaria. Particularmente sus trabajos sobre Manuel Gutiérrez Nájera y Amado Nervo son hoy camino indispensable para quienes tiendan su atención hacia esos grandes poetas. Asimismo, González Guerrero cumplió un trabajo lírico que lo sitúa entre los poetas valiosos de su generación y le da derecho a figurar, con dignidad y nobleza, en cualquiera de nuestras antologías. Su libro de poemas Ad altare Dei, editado en 1930, recogió lo más puro de su juventud. Bondad, gracia, ingenuidad, ternura, abundan en esas páginas colmadas del deseo de ofrecer la intimidad de su espíritu:

 

El alma espera, insomne Sulamita.
Ansiosa del amor o de la muerte,
el alma espera, puntual a la cita.

Lloro de viento, risa de agua, vuelo
de hojas ... Ninguna voz, pasos de nadie.
Sobre las ascuas vivas, el anhelo.

¡Y esta sorda avidez de los oídos!
¡Y el tiempo, el tiempo que se quiere ir!
¡Y el corazón, va loco de latidos!

“Sus ideas poéticas —escribió en su oportunidad Enrique Fernández Ledesma—, rotundas de volumen y de sugestión, se matizan con un vocablo exacto. Exacto para la transfiguración de la imagen y para el efecto de la armonía auditiva. El registro de expresión de este poeta, concordando con los más altos diapasones subjetivos, jamás acumula exceso de valores pintorescos. Es grave, contenido y sobrio, con esa prócer sobriedad de la conciencia, que marca la línea neta y el punto final”. Su poesía proviene de los últimos brotes de las tendencias modernistas y no hay en ella el escándalo de las palabras ni el alborozado juego de los colores, sino un tranquilo asistir al esplendor que el mundo aviva en nuestra alma. Leamos, con este pretexto, el mejor de sus poemas:

 

Delicia de las noches en flor: goce profundo
de estrellas que penetran en deshojados ramos.
Pensar que nuestra alcoba es el centro del mundo
¡y única en su belleza la rosa que cortamos!

Y alegría recóndita del silencio; alegría
que está fluyendo a modo de cerrera fontana,
inagotablemente.

Dulzura de las noches. ¡Tenemos todavía
la dicha de morder en la carne lozana,
y de alcanzar los sueños, y de sentir un fuerte
lazo contra la vida!

—¿Y la muerte?... ¿la muerte?
—¡Pensaremos mañana!

Al referirse a la poesía de González Guerrero, Alfonso Méndez Plancarte afirmó: “Nosotros destacamos, por sobre todo, esa gracia inefable de un alma cristalina —así de nítida, melodiosa y vibrátil— y aquella discretísima elegancia espiritual y técnica, para cuyos regalos de poesía no hallamos más adjetivos que estos —malgastados y desgastados, pero que en él querríamos estrenar— de encantadores y deliciosos”.

Tal es el ilustre poeta y crítico a quien yo, deslustrado crítico y poeta, he de suceder en el seno de la Academia Mexicana. A tal efecto, leeré ante ustedes un texto cuyo valor se cifra en la brevedad. En buena parte es un esquema de lo que he leído acerca de la poesía y, en mínima parte, es la reflexión acerca de mis experiencias relacionadas con materia semejante.

Ha sido tradicional la idea de que los poetas —es decir, aquellos hombres que vierten la palabra de acuerdo con significaciones no siempre apegadas al uso corriente del lenguaje— no son ciudadanos recomendables para disponer de algo más que de su propia conciencia. A menudo, ni siquiera son capaces de resolver satisfactoriamente, según reglas de razón, las inquietudes internas que propician su rebeldía contra las normas del juego social. Esas significaciones que imprimen en sus escritos empleando a su placer ciertos aspectos del habla con que todos nos comunicamos, esa maliciosa propensión a impartir al reino del verbo su máximo esplendor, son testimonio de sus conflictos personales, intransferibles, que los sitúan frente a las verdades fortalecidas por el consenso de los demás. “El artista es un loco —dice, sin rodeos, Jacques Maritain— que se ve impulsado por interpretaciones irracionales, como un artesano que ejerce en su obra la mayor sagacidad de la razón práctica”. Desde ese precario asiento, el poeta concede al desafío una función constante, convencido de que en su voluntad radica el deber de salvar la pureza a fin de reducir un poco la monotonía de su tiempo. A solas, nutre ese anhelo de responsabilidad que lo arrastra a asemejarse, a los ojos de sus prójimos, a un ser que se divierte con su propia condenación. Su extrañamiento de la República, argumentado por quien desde un principio gozó de la aureola de la poesía, es el castigo inevitable a semejante actitud erigida primordialmente, casi exclusivamente, en la emoción, y encauzada a distinguir entre las imágenes que los sentidos captan y el misterioso resplandor que de ellas se desprende. “Si uno de estos hombres, hábiles en el arte de imitarlo todo y de adoptar mil formas diferentes —monologa Platón en La República—, viniera a nuestra ciudad para obligarnos a admirar su arte y sus obras, nosotros le rendiríamos homenaje como a un hombre divino, maravilloso y arrebatador: pero le diríamos que nuestro Estado no puede poseer un hombre de su condición y que nos era imposible admitir personas semejantes. Lo despediríamos después de haber derramado perfumes sobre su cabeza y de haberla adornado con las cintillas de los sacrificios; y nos daríamos por contentos con tener un poeta y recitador más austero y menos agradable, si bien más útil, que imitara el tono del discurso que conviene al hombre de bien”. Desde que la razón prevaleció en la cultura griega, o desde que el filósofo razonó acerca del Estado ideal, el poeta es el antípoda del “hombre de bien”, el enemigo de la cordura, el perverso que todo lo desvirtúa. Tal parece que de su cofradía formaran parte el neurótico, el bravucón, el necio, el criminal y el transgresor de cualquier mandamiento de la Ley de Dios. Sus repudiadas facultades de percepción, que hacen aflorar inusitadas relaciones entre los objetos y llevan a primer término raras analogías entre las palabras, son el punto de arranque de ese divorcio del inundo que los otros explican, disfrutan y soportan mediante una lógica compartida. “La función del artista —expresa Ezra Pound— es precisamente formular lo que no ha encontrado expresión en el lenguaje; esto es, en cualquier lenguaje, ya sea verbal, plástico o musical”. De ahí que las rivalidades entre la lógica aceptada y la lógica interna del poema, cuando llegan a ser asunto a discusión, definan al poeta como un personaje adicto a la incoherencia cuando no al desatino.

Bien sé que abundan las expresiones líricas que, por sus apariencias, no disienten de inmediato en el llamado sentido común. Poetas que evocan al pan y al vino por sus nombres, que no alteran la realidad cuando la incorporan al verso y que, también en apariencia, no dañan el natural significado de las palabras sino que sólo las disponen en un orden apto para satisfacer a los practicantes de la lógica. Pero es evidente que, aun en estos casos, bajo la sensible superficie de la nitidez se guarda análoga actitud dirigida a remozar el sentido —digámosle “estético”, para delimitado en alguna forma— que el poeta destina a las palabras tan amablemente elegidas. En la multiplicidad de tendencias que en el curso de la historia literaria nos es dable percibir, encontramos al poeta, dueño de una vocación —más o menos explícita— de “descubridor”, de “mago”, de “vidente”, de “desterrado”, que persiste alerta vigilando con su obra la integridad de sus sentimientos. A veces se muestra confundido con el místico, en ocasiones cercano del profeta, y frecuentemente coincidiendo con ambos. Entusiasta o bondadoso, iracundo o triste, se le juzga un sujeto disímil de quienes habitan a su alrededor. Pero al fin y al cabo, en las varias acepciones de la singularidad, su posición se conserva aparte respecto del comportamiento de sus contemporáneos.

Es célebre la opinión de Thomas Love Peacock, novelista inglés antirromántico, que impresionado por el incipiente desarrollo de la civilización juzgó la poesía desde puntos de vista sumamente radicales: “Un poeta en nuestro tiempo es un semibárbaro dentro de una comunidad civilizada. Vive en los tiempos pasados... En cualquier grado que se cultive la poesía, necesariamente será a costa de alguna rama útil del saber; y es lamentable observar a ciertas mentes, capaces de cumplir mejores tareas, apresurarse a sembrar en la engañosa indolencia de esas vanas e inútiles bufonerías del esfuerzo intelectual”. Esta frase, excepcionalmente ingenua y equivocada, hacía eco al debate empeñado entonces entre el pensamiento científico y el pensamiento lírico, entre la razón y la imaginación. Asimismo, fue el pretexto para que, años después, Shelley escribiera su Defensa de la poesía y deslindara los campos: “La razón atañe a las diferencias, y la imaginación a las similitudes de las cosas. La razón es a la imaginación lo que el instrumento al agente, el cuerpo al espíritu, y la sombra a la sustancia”. Si en una época se deseó desterrar a los poetas por razones políticas y morales, después habría de pretenderse hacerlo en nombre del progreso. Esas profecías, estimuladas por ominosas intenciones, resultarán siempre graciosas pero inútiles. Es verdad que “en la Edad de Piedra —confirma Herbert Read—la poesía fue un ejercicio espontáneo de las facultades innatas, como lo es todavía entre los niños y los salvajes. Mas para el hombre civilizado el arte ha llegado a ser algo mucho más serio: la liberación —generalmente indirecta— de las represiones, una compensación mediante las abstracciones del intelecto”. Sólo esto, aseverado al trasluz del psicoanálisis, sería adecuada justificación para perdonarle la existencia —y la extravagancia— a los poetas.

En tanto la ordenación del caos obedece a la propia e íntima ordenación interior del poeta, su respuesta al mundo en que reside no se ajusta al reconocimiento de las instituciones que precisan, con plena claridad, los alcances de la esperanza humana. Poesía y sociedad tienden, pues, a rehuirse por la incompatibilidad de los métodos a que recurren, por el desdén que una y otra se dedican. “El capitalismo no combate, en principio, la poesía: simplemente la trata con indiferencia, desconocimiento y crueldad… En Inglaterra —protesta Herbert Read— los poetas no son considerados como individuos peligrosos, sino simplemente como personas que pueden ser ignoradas. Dadles un empleo en la oficina, y si no quieren trabajar dejarlos que se mueran...” A este respecto, en su discurso al recibir el Premio Nobel, de manos del Rey Gustavo VI de Suecia, Saint-John Perse observó: “Parece que fuera en aumento la disociación entre la obra poética y la actividad de una sociedad sometida a las servidumbres materiales. Separación aceptada pero no buscada por el poeta, y que existiría también para el sabio de no mediar la aplicación práctica de la ciencia”. Acaso la sublevación silenciosa, acariciada con deleite nada salubre, sea uno de los frutos inmediatos de ese escaso entendimiento.

Manuel Gutiérrez Nájera recomendó, como desquite, en versos nada recomendables:

 

No busques la constancia en los amores,
ni pidas nada eterno a los mortales,
y haz, artista, con todos tus dolores,
excelsos monumentos sepulcrales.

Él, que practicaba la afición periodística de asistir a reuniones y jolgorios donde, además de ser bien recibido, era adulado con curiosidad, solía internarse en la prohibida zona del pesimismo. Desilusión o protesta, en “los excelsos monumentos sepulcrales” confiaba para eludir la desdicha de haber nacido. Y ya lo sabemos: proclamar en la plaza pública nuestras tristezas, nuestros afanes o nuestras imprevisiones es síntoma de debilidad. Quizá eso obligó a Gutiérrez Nájera a recurrir a la confortante contrapartida: la fe en que las generaciones futuras habrían de recordarlo.

Resuena la convicción del poeta latino cuando dice a la compañera imaginaria:

 

¡No moriré del todo, amiga mía!

Más recatado, Manuel José Othón regresaba a su tranquila espera, al desolado refugio desde donde atisbaba el trasegar de sus prójimos. En la Elegía que dedicó a Rafael Ángel de la Peña, dejó la imagen de esa desesperanza:

 

Ignoro de mi rústica morada,
qué tiene, que viniendo de mí mismo,
vengo de la región más apartada.

Más temprano que tarde, el imperio del vacío, el “sol negro de la Melancolía”, el sentimiento de lo desconocido, asaltan al poeta en su retiro y lo tientan a allegarse tranquilidad enunciando vigorosamente el resto a tales amenazas:

 

Y aquí estoy, en pavor ante el abismo
de la grave conciencia acusadora,
¡Reo que tiembla enfrente de sí mismo!

Me erijo en propio juez, y me sentencio,
réprobo y solo, a la mayor tortura:
a no pedir perdón de mi locura
y a morir en mazmorras de silencio.[1]

La conciencia de la destrucción, la seguridad de que el tiempo triunfará definitivamente, el temor a morir, aparecen de pronto y lo invaden con fervor. La duda lo persigue, y sorprendido exclama:

 

Fraile, amante guerrero, yo quisiera
saber qué oscuro advenimiento espera
el anhelo infinito de mi alma,
si de mi vida en la tediosa calma
¡no hay un Dios, ni un amor, ni una bandera![2]

De la desdicha surge entonces la canción que aspira a conservar el relámpago brotado de las ruinas. Ilumina su rostro la vieja sentencia hebrea: “Todo va a un lugar: todo es hecho del polvo, y todo se tornará en el mismo polvo”; mas a despecho del derrumbe, sobre el último vestigio dejado de la mano de Dios, nuevamente las palabras reanimarán aquellas imágenes hijas de la zozobra:

 

¡Seré polvo en el polvo y olvido en el olvido!
Pero alguien, en la angustia de una noche vacía,
sin saberlo él, ni yo, alguien que no ha nacido
dirá con mis palabras su nocturna agonía. [3]

Pero el fin de la labor artística no reside en procurarse estatuas póstumas; tampoco, en pretender un prestigio sobrepuesto a la validez de la obra que se construye. La “voluptuosidad del porvenir” y la fama en vida no cuentan, o no deberían contar, en el efecto que supone toda poesía. El desinterés que el arte pide, al menos a la hora de la creación, se sitúa a distancia de mandatos imperativos ajenos al arte mismo: “Los artistas renuncian más fácilmente que otros al reconocimiento público de sus obras —se atreve a sostener un psicólogo—. Muchos de ellos no buscan la aprobación de la mayoría, sino la respuesta de unos cuantos, respuesta que es esencial para confirmar la creencia en su propia obra”.[4] La persona del poeta se reduce a reconocerse en las palabras que su emoción ha dictado, a hacer de su embriaguez lírica la libertad que anuncia el arribo de algo que habrá de “prolongar” lo existente. Porque “los momentos de la creación son silenciosos y mágicos, un trance o arrobamiento durante el cual el artista se halla en comunión con fuerzas que yacen bajo el plano habitual de la emoción y el pensamiento”.[5]

Redactado el poema, libre en los versos que lo circundan, igual que

 

el iris en el glóbulo del llanto
y la seda en la piel de la pantera,[6] 

ya a nadie pertenece. Desprendido de la emoción, plasmado para siempre, a salvo de la contingencia, es el espejo donde el “hombre colectivo” advierte cómo sobreviven los rasgos primigenios de su espíritu. “La esencia de la obra de arte no consiste en hallarse preñada de particularidades personales —cuanto más lo esté, menos obra de arte será— sino en elevarse muy por encima de lo personal y en hablar por y para el espíritu y el corazón de la humanidad”.[7] El poema resume las experiencias del hombre, saca a flote las fuerzas sumergidas en el alma colectiva, y el vigor de la pasión creadora, de donde toma vuelo, se propaga a partir de ese momento con vivacidad distinta de la emoción que lo engendró. Expresado con otras palabras: el poema pasa a ser el bien común que caracteriza a toda obra de arte. La exaltación se torna en un objeto capaz de producir exaltación, y su sentido se abre a quienes sepan descubrir en sus significados la intensidad de sus propias emociones.

Sin embargo, “la poesía no es un dar rienda suelta a la emoción, sino un escape de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino un escape de la personalidad. Pero sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que es liberarse de esas cosas”.[8] Al escribir, fluyen reacciones psicológicas peculiares que, si bien son descriptibles por la ciencia, no son en manera alguna fáciles de definir. El misterio las preside, mientras la estética la psicología las diseca, la metafísica las aprovecha y la sociología las contamina. En cada poema, el poeta deja libre algo de su función afectiva reflejando fases de su sensibilidad de acuerdo con las exigencias de los temas, las situaciones y la predisposición de su ánimo. Su misión no es “encontrar nuevas emociones, sino usar las ordinarias y, al elaborarlas en poesía, expresar sentimientos que no se encuentran para nada en las verdaderas emociones...”.[9] Mas la poesía no es ni la emoción ni el sentimiento en sí mismos, sino un producto diferente que, si bien conserva los símbolos de aquellos “escapes” de la emoción y de la personalidad, vive sostenido por su propio impulso y es susceptible de motivar a su vez otros sentimientos y otras emociones de distinta intensidad. El poema es “por sí mismo un universo que se basta a sí mismo, sin necesidad alguna de significar cosa distinta de él”, dice Maritain. Con ello señala la escisión entre la vida emotiva de quien lo escribe y su significado para aquel que lo lee. “La emoción poética —indicó Alfonso Reyes— no es ya la poesía: la emoción precede a la poesía como estímulo, la sigue como resultado. La poesía, en el medio, se mantiene suspendida entre el Padre y el Hijo, como la paloma del Espíritu Santo”.

El poeta edifica con sus propios materiales un universo privado, y en ese ámbito procede a bautizar con un “sentido nuevo” las palabras. Ramón López Velarde era diestro en esos menesteres:

 

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Es la mitra y la válvula… Yo me lo arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
la estola de violetas en los hombros del alba,
el cíngulo morado de los atardeceres,
los astros, y el perímetro jovial de las mujeres.

Aun en la estación propicia para transformar el poema en documento con pretensiones didácticas, patrióticas o reformistas, el poeta impone en su trabajo el modelo de su propia naturaleza expresada en la alegría de ver cómo sus palabras han sido poseídas por ese “sentido nuevo” que él les ha otorgado. El recuerdo de Carlos Gutiérrez Cruz sea ejemplo de esta observación:

 

Si eres hombre de campo, compañero,
lucha contra la sombra como el sol mañanero.
Mas si es pobre tu fuerza para vencer tu encono,
prende fuego a la casa del patrono
y ya verás que entonces se ilumina el potrero,
y verás que las llamas son el mejor abono, compañero.

Por lo tanto, habremos de admitir que no carecen de razón aquellos que contemplan con cierta desconfianza la carencia de razón del poeta, o del artista en general. Porque, más que el entendimiento, impera en él la voluntad, y con mengua de la reflexión la imaginación establece su predominio. Sin otra arma aparente que el uso de la palabra, el poeta practica “la más inocente de todas las ocupaciones”[10] y descubre ciertas propiedades del lenguaje que le otorgan la oportunidad de conducirse según los dictados inaplazables de su vida interior. En sus manos de prestidigitador, la palabra deja de ser “el movimiento del espíritu” para convertirse en “el espíritu en movimiento”[11] y reanimar así el sentido profundo de la existencia. “El poeta, el pintor o el músico —afirma Herbert Read—, si es algo más que creador de diversiones, es un hombre que nos lleva hacia una alegre o trágica interpretación del sentido de la vida; que predice nuestro destino humano o que celebra la belleza o la significación de la naturaleza que nos rodea; que crea en nosotros el asombro y el terror de lo desconocido”. Novalis llegó a una conclusión definitiva: “La poesía es lo verdadero, lo real absoluto”, idea que hasta ahora ha guiado la labor de los poetas. No es un concepto diverso del que Shelley aportó poco después, al salir en defensa de la poesía frente a las confusiones de su época: “Un poeta participa de lo eterno, de lo infinito y de lo uno; por lo que respecta a sus concepciones, el tiempo, el lugar y el número no existen”.

Al invadir el perímetro de los objetos y recoger de ellos el fundamento mismo que los sostiene, la poesía crea su verdad, o para ser congruente con la revelación de los románticos, crea la verdad. Creada la obra artística, permanece en pie aquello que el espíritu del artista ha rescatado para siempre: “La instalación de la verdad en la obra de arte —expresa Heidegger— es la producción de un ser que antes no era todavía y que posteriormente nunca se repetirá”. En fin, la poesía levanta los seres que sus palabras evocan y los conduce al recinto de lo perdurable:

 

Nada mejor que la mano de Orfeo:
mano que la presumo y no la creo,
para traer la Eurídice dormida
hasta la superficie de la vida.[12]

 

[1] Enrique González Martínez, El condenado.

[2] José Juan Tablada, Ónix.

[3] Xavier Villaurrutia, Estancias nocturnas.

[4] Ernst Kris: “Psicoanálisis y arte”, Sociedad, cultura y psicoanálisis hoy. Editorial Paidós, Buenos Aires, 1958.

[5] Herbert Read: Arte, poesía, anarquismo. Editorial Reconstruir, Buenos Aires, 1955.

[6] Salvador Díaz Mirón: Al chorro del estanque…

[7] C.G. Jung: “Psicología y poesía”, Filosofía de la ciencia literaria. Fondo de Cultura Económica, México, 1946.

[8] T. S. Elliot: “La tradición y el talento individual”, Los poetas metafísicos, Emecé Editores, S.A., Buenos Aires, 1944.

[9] Ibid.

[10] Martin Heidegger: “Hölderlin y la esencia de la poesía”, Arte y poesía, Fondo de Cultura Económica, 1958.

[11] Rolland de Renéville: L’ expérience poétique, Gallimard, Paris, 1938.

[12] Alfonso reyes: Arte poética.


Respuesta al discurso de ingreso de don Alí Chumacero por Andrés Henestrosa

Apenas llegado hace unas semanas a ocupar una silla en el seno de la Academia Mexicana, cuando ya me veo —requerido por la amabilidad de un nuevo académico— en la halagüeña ocasión de dirigirme a un auditorio tan distinguido, para contestar su discurso de ingreso.

 

La juventud su breve catecismo,
letra por letra, me enseñó una vez:
—Corta las rosas, córtalas hoy mismo:
de su recuerdo vivirás después.

Nunca imaginó el poeta Francisco González Guerrero que nos daba en ese poema, breve como un hai kai, como una estancia de la vieja poesía precortesiana, la divisa, la empresa, de quien iba a ocupar, a la vuelta de los años, la silla que dejó vacía. Porque en Alí Chumacero se reúnen, en armonioso conjunto, la dichosa entrega a la vida y una avidez de permanencia, que en vano se empella en recatar. Bien sabe el poeta que es breve la rosa, pero eternos su recuerdo y su perfume.

¿Cómo puede Leopoldo Zea —dinámico, perseverante, profundo—, se preguntaba Agustín Yáñez, formar grupo con Alí Chumacero, complacido en sembrar fama de hombre terrible al margen de respetos y convenciones: con José Luis Martínez, voluntad de pulcritud, y con Jorge González Durán, de templada cordialidad? ¿Cómo puede, se preguntaba, formar grupo con Alí Chumacero? Pero ya se sabe que las apariencias engañan: Alí Chumacero es una dramática dualidad, un adolorido conflicto entre el corazón y la inteligencia, que él suele muy bien acompasar. Ni sólo los recursos del sentimiento, ni los solos de la razón; mejor, la suma de los dos, la afinidad de los extremos. Buenas son las lágrimas, con tal que no sean muchas. Su poesía viene a ser, de ese modo, una resultante de su más recóndita manera de ser: seca, escueta, difícil, “áspero y dulce”, “de piedra y cielo”, como diría Juan Ramón Jiménez. Pero no lo olvidéis: ello es pura apariencia. Frecuentad su poesía, volved a ella de cuando en cuando, y ella se os entregará luminosa. Razón y disciplina —dice Ramón Xirau— caracterizan la poesía de Alí Chumacero. Es, a primera vista, un poeta seco, escueto, difícil. Su poesía no se entrega a la primera lectura: para gozarla, para entenderla, hay que frecuentarla.

Nativo de Nayarit —su tierra natal es Acaponeta—, llegó niño a Guadalajara, Jalisco, en 1929. Allí, años más tarde, acaso por virtud del ambiente literario de la capital tapatía, decidió dedicar su vida al cultivo de las letras. En la misma Guadalajara, donde hizo amistad con José Luis Martínez y Jorge González Durán, escribió sus primeros poemas, que han quedado inéditos, por un temprano rigor crítico y el temor de entregar a los lectores frutos que estaban aún en tránsito de madurez: en el riesgoso límite entre el sentimiento descarnado y la expresión acabada.

Vino a México en 1937. Fiel a sus iniciales aficiones, en relación constante con sus antiguos compañeros —José Luis Martínez y Jorge González Durán—, que a su vez se habían trasladado a esta capital, muy pronto entre todos idearon la publicación de una revista literaria. La mano generosa de Mario de la Cueva, entonces secretario general de la Universidad Nacional Autónoma de México, hizo posible que, en 1940, apareciera el primer número de Tierra Nueva, una de las revistas más importantes de los últimos lustros. En sus páginas, como ha ocurrido con otras, se desarrolló una generación que ha dado nombres ya ilustres a las letras mexicanas. En esa aventura intelectual tomó participación sobresaliente Leopoldo Zea, que entonces inició su primer vuelo por los ámbitos de la filosofía. Tierra Nueva, ha dicho el crítico de este grupo, José Luis Martínez, tuvo, entre sus designas más conscientes, el de buscar un equilibrio entre la tradición y la modernidad, entre el entusiasmo iconoclasta de la juventud y la aceptación de un rigor en la formación literaria. Su reconocimiento de algunos maestros en las generaciones mayores, su aspiración a realizar una obra con la austeridad que requiere un oficio que se aprende fatigosamente y su preocupación por ir conquistando, sin prisa pero sin descanso, el mundo de la cultura, les confirieron, cuando menos, sólidas bases de las que podían partir bien dirigidos. Pudiera decirse, de su actitud, que trata de aprovechar las inquietudes más válidas de las generaciones inmediatas, evitando sus riesgos y abdicaciones.

En el número inicial de Tierra Nueva, apareció el primer poema que Alí Chumacero ha publicado: “Poema de amorosa raíz”, que no era un presagio sino la presencia de un poeta verdadero. No creo abusar de vuestra atención y paciencia, si ahora le doy lectura:

 

Antes que el viento fuera mar volcado,
que la noche se unciera su vestido de luto
y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo
la albura de sus cuerpos.
Antes que luz, que sombra y que montaña
miraran levantarse las almas de sus cúspides;
primero que algo fuera flotando bajo el aire:
tiempo antes que el principio.
Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios:
antes, antes, muy antes.
Cuando aún no había flores en las sendas
porque las sendas no eran ni las flores estaban:
cuando azul no era el ciclo ni rojas las hormigas,
ya éramos tú y yo.

La opinión acerca de la belleza que su poesía descubre ha sido unánimemente reconocida. Todos convienen en señalar la unidad entre sus formas expresivas —tenazmente rigurosas— y el mundo que reflejan —con frecuencia desolado, esperanzado a veces. Inicia esta valoración su amigo de infancia y su compañero de oficio, José Luis Martínez. “Sus poemas —dice— patentizan un labrado minucioso, un disciplinado sentimiento y un sentido penetrante de lo que un poema significa. Creaciones de una pureza lívida para no incurrir en la brillantez, articuladas en goznes de seda con soluciones ásperas para librarse de una monotonía rítmica. Su comprensión y simpatía por las formas clásicas revelan la malicia con que recibe las facilidades caóticas, aunque no deje de servirse de las conquistas verdaderas. No hace, con todo, un juego vado de virtuoso: rescata su vida en el vaso de una poesía que cincela y pule con un desatado amor por las formas bellas”. Lo que antes insinuamos, se encuentra aquí confirmado por el juicio de José Luis Martínez: en verdad, Alí Chumacero sortea el embate de la vida con el engaño de la poesía; el huracán se resuelve en un suspiro.

Manuel Calvillo, del elenco de Tierra Nueva, ha precisado otra constante de esta poesía, cuando dice que “nos ilumina o hiere: esto es lo que nos da, desde su aguda viveza, el poema de Alí Chumacero: poesía con una conciencia tal de su naturaleza, que parece renunciar a todo lo que no sea ahondar en su herida… Dije que su poesía es un ahondar en su propia herida, y aún más, agregaría, un abandonarse en ella, de la que se nutre porque no podría consumirse tal vez la vida que posee. En pocos —en los elegidos— puede ser esto una virtud, y en él lo es en sumo grado”. Implacable consigo mismo, extrema su concepto desesperado de un universo que estalla entre sus manos. Así, no es extraño que diga:

 

Igual que roca o rosa, renacemos
y somos como aroma o sueño tumultuoso
en incesante amor por nuestro duelo;
fugitivos sin fin que el rostro guardan.
Mudos cadáveres precipitados
a una impasible tempestad;
y morirnos en nuestras propias manos,
sin saber de agonías,
caídos descuidados al abismo,
a través de catástrofes en nuestro corazón dormidas,
así tan simplemente, que al mirar un espejo
hallarnos dentro sombras silenciosas
o una paloma destrozada

Esta frecuencia que caracteriza a la poesía de Alí Chumacera ha sido observada por uno de los poetas y críticos más brillantes de la última generación: José Emilio Pacheco, que ha advertido cómo en este poeta retorna siempre la obsesión de la caída, del descenso, del desastre, del siniestro que ilumina su espíritu: “A veces tanto desamparo —afirma Pacheco— se llena de una presencia: el amor, que precede a la historia y la justifica. Pero ese amor, respuesta al mundo, también resulta olvido, engendra la soledad y la destrucción… La vehemencia de las lamentaciones se contiene siempre en un molde estricto cuya serenidad no abre el camino a la queja exaltada, superficial, de otros poetas, aunque la desesperación de esta poesía cuente entre las más hondas. De aquí está ausente toda misericordia, o toda esperanza de que mañana la fraternidad de los hombres cambie el mundo. Ni siquiera la amable idea de que La urna del verso guardará por los siglos el nombre de su creador”.

De Tierra Nueva, Alí Chumacero pasó a formar parte de la redacción de Letras de México, primero, y después, de El Hijo Pródigo, las dos fundadas por Octavio G. Barreda, uno de los mexicanos que con más denuedo y vigilia han luchado por los fueros de las letras nacionales, por las letras patrias, como diría Sánchez Mármol. En las dos publicaciones aludidas, a la par que la poesía, la crítica fue cotidiano menester de Alí Chumacero; su juvenil inclinación a la crítica literaria, cuyos primeros brotes se encuentran en Tierra Nueva, hallan entonces cauce propicio. Si riguroso fue con su poesía adolescente, riguroso se manifiesta con la creación ajena. El asiduo lector, el curioso de todas las literaturas, el diestro catador de toda vid literaria, halla así oportunidad de poner en circulación el caudal de su cultura. Poesía, teatro, ensayo, novela, encuentran en él un juez que sabe ahondar en la obra ajena y volver a la superficie con la perla que buscaba. No ha sido menos ni más arduo su trabajo en los suplementos literarios de la prensa mexicana; como en otros tiempos muchos grandes escritores nuestros, también él ha templado su pluma en las columnas de los periódicos, revisando semanalmente la producción literaria nacional.

Tres libros de poesía ha publicado hasta ahora Alí Chumacero: Páramo de sueñosImágenes desterradas y Palabras en reposo. Parca la cosecha, dorada la espiga. No ha sido necesario que fuera prolífico para escalar la cúspide, para que su voz se escuche inconfundible y nítida en el coro de la lírica mexicana.

El discurso que esta noche hemos escuchado de Alí Chumacera es testimonio evidente de que poeta y crítico caminan a la par: en nada se oponen, sino por el contrario, se complementan. No medra el uno a costa del otro; mejor, constituyen dos caras que se observan y vigilan mutuamente. Al propio tiempo que trabaja su palabra, que depura su expresión, que poda ramas superfluas al sentimiento, estudia el fenómeno de la creación, las leyes que la rigen y su significado en el mundo en que vivimos. Ha considerado el tema desde sus diversos ángulos, desde el destierro que Platón dictó al poeta, hasta la verdad misma que encierra la poesía. No ha olvidado las ociosas controversias que en torno del poeta se suscitan, ni el valor que en sí mismo contiene el poema, ni el orden que éste pone en el caos de la conciencia. Recuerda que el canto no es sólo una expresión personal, sino una recreación del alma colectiva. “Desprendido de la emoción, plasmado para siempre, a salvo de la contingencia, es el espejo donde el hombre colectivo advierte cómo sobreviven los rasgos primigenios de su espíritu”. Porque, como dice Ángel María Garibay K., cuando el hombre ha forjado su poema, lo da a los demás y ellos lo rehacen, lo modifican y al correr por bocas y memorias, son como los ríos: al correr crecen. Finalmente, quiero señalar la circunstancia de que Alí Chumacero ha tenido la buena ocurrencia de ejemplificar sus tesis con versos de poetas mexicanos: Manuel Gutiérrez Nájera. Manuel José Othón, Salvador Díaz Mirón, Enrique González Martínez, José Juan Tablada, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Carlos Gutiérrez Cruz Xavier Villaurrutia.

Ali Chumacero, en cuya vida alternan el trabajo y el juego, el silencio de la biblioteca y el ruido de la calle, la palabra escrita y la palabra hablada, llega hoy a ocupar, honrosamente, el sitial que con igual honra ocupó Francisco González Guerrero, de inolvidable memoria. Los que fueron y son en esta Academia: los que están presentes y los que están lejanos, se encuentran de plácemes. Alí Chumacero, al trasponer las puertas de esta casa, desde ahora suya, renueva la decisión de servir a las letras nacionales. Sea bienvenido.

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