Señor director de Ia Academia Mexicana,
señores académicos,
señoras y señores:
Muchas veces, queriendo imaginar las causas que puedan haberlos persuadido a darme un lugar entre ustedes, me parecía forzoso que hubiese en mis parcos escritos algún mérito -o sombra del mérito- que aun sin justificarlo, explicase el hecho de mi elección.
Releí, como quien revuelve confusos orígenes, algunas de mis páginas, y las hallé carentes de noticias y desnudas de artificio. Pensé entonces que si algo pudieran ustedes haber notado en ellas sería mi temprano interés por el estudio de la poesía novohispana, a cuyos precarios resultados concederían ustedes, en su benevolencia, alguna significación.
Repasé, al fin, los años de Ia vicia y encontré en su carrera, cuando no Ia razón, al menos el motivo de este honor que hoy se me concede sin que en ello tenga parte ninguna virtud mía.
Contemplo en ustedes, señores académicos, los favorables rostros de la amistad: maestros que me guiaron con afecto y tolerancia, como don Francisco Monterde y don José Luis Martínez; mayores que me aconsejaron con pericia y bondad, como don Andrés Henestrosa, don Alí Chumacero y don Manuel Alcalá; colegas admirados que me obsequian sin ambages su cordial sabiduría, como don Miguel León-Portilla, don Ernesto de la Torre y don Porfirio Martínez Peñaloza; compañeros dilectos que me participan a diario su impecable lección de trabajo y de vida, como don Rubén Bonifaz Nuño y don José G. Moreno de Alba.
Mis méritos son éstos: los dones de Ia amistad que ustedes me comunican. Y ésta es mi fortuna, que siendo costumbre de la Academia contar entre sus individuos de número con un mexicano nacido en España, sea en mí en quien recaiga tamaña distinción.
¿Quién pudo adivinar, en aquel remoto julio de 1939, al desembarcar en Veracruz los españoles de Ia República vencida, que tino de sus hijos habría de alcanzar sin que él pueda creerlo del todo todavía -esta máxima prueba del generoso amor mexicano?
No me envanece este lance de la fortuna; me turba y compromete. Quisiera no ser menos que los claros varones que me anteceden de cerca en esta cadena de la historia. Pero deseo y me esforzaré sobre todo por ser digno de esta casa, de sus funciones trascendentes y de los doctos miembros que Ia ilustran.
Entre éstos don José Martínez Sotomayor -quien ocupó hasta el 18 de marzo de 1980 Ia Silla que ustedes han tenido a bien señalarme-, fue uno de los más acendrados narradores de aquel grupo de literatos constituido en torno de Ia revista Contemporáneos; aunque contrariamente a Ia mayor parte de ellos, cuya notoriedad intelectual y cuyos influyentes cargos públicos los mantuvieron en los lugares más señeros de nuestra vida cultural, Ia modestia tenaz de don José Martínez Sotomayor apenas si consiente el mínimo rasgo biográfico que él trazó de sí mismo: nacido en Guadalajara el 25 de enero de 1895, cursó allí sus estudios de jurisprudencia y permaneció largos años “al servicio de Ia magistratura federal”.
Sin embargo, su obra literaria, iniciada en 1930 con la publicación de una breve novela, La rueca del aire, y seguida -en lapsos morosos- por la aparición de diversas colecciones de cuentos y relatos (Locura, 1930; Lentitud, 1933; EI reino azul, 1952; El puente, 1957; El semáforo, 1963; La mina, 1970 y Doña Perfecta Longines y otros cuentos, 1973) lo coloca en uno de los sitios más eminentes de la narrativa mexicana contemporánea.
En su discurso de ingreso a Ia Academia, leído el 23 de enero de 1976, se ocupó de ese “poeta maldito” de Hispanoamérica: Porfirio Barba Jacob. Decía allí don José Martínez Sotomayor que la “sorprendente teoría” del poeta colombiano, según la cual “el poema es esencialmente magia, hechizo”, encerraba “algo que muy pocos descubrieron en la aseveración de Ia fuerza mágica de la palabra”; esto es, su poder “sugestivo y convincente” que, tanto como en Ia poesía, puede hallarse en “algunas religiones que consagran fórmulas a Ias que se concede misteriosa trascendencia”.
Fue justamente ese poder “convincente” del lenguaje, su capacidad para convertir la móvil realidad en ficciones permanentes, el que supo mostrar Martínez Sotomayor desde Ia aparición de La rueca del aire, esa novela corta, intimista e intensa, del todo avenida con el propósito de los Contemporáneos por llevar a cabo una revolución artística de la literatura mexicana, que poco o nada tenía que ver con el menospreciado naturalismo de la novela mexicana de Ia Revolución. Comentando esa obra, decía José Gorostiza que: "el suyo no es un mexicanismo de exportación, literariamente sovietizado, capaz de satisfacer las ideas de Europa sobre nuestra energía vital, ni la jícara literaria que han fraguado por allí para impresionar a los turistas de pie ligero".
Y, en efecto, vista ya desde lejos, superadas en cierto modo Ias polémicas entre un naturalismo arcaizante y una modernidad desnaturalizadora, La rueca del aire se nos aparece hoy como un relato sobriamente vanguardista donde Ia realidad pende enteramente de Ias palabras, de aquellos filtros del lenguaje a través de los cuales cimentamos el inundo y construimos nuestra intimidad.
Hay en esa novela un pasaje que expone de manera compendiosamente metafórica toda la poética de su autor: despierta la adolescente, lucha por separar Ias imágenes del sueño -que aún permanecen adheridas a su memoria- de las que borrosamente le representan los objetos vislumbrados a través de Ia ventana y que, lo mismo que las imágenes del sueño, también parecen escapársele como “el agua entre los dedos”.
Éste -piensa o dice ella- “es el vidrio fantaseador”; apoya su frente “sobre el vidrio imperfecto”, fija el ojo en la burbuja cristalizada y todo se transforma: "¡Al fin (exclama) has denunciado el engaño, oh extravagante vidrio disociador! ¡La palmera no es tal palmera: es ese pájaro verde, que se cierne ahora en el aire, con el plumaje extenso, magnífico y erizado, y que pugna por descender y recuperar su asiento en el vértice de la fina columna egipcia, sutil y flexible como el tronco de una palmera!"
La imaginación da forma a la realidad; sin ella -pareciera decir Martínez Sotomayor- Ia realidad es tan inconcreta como inexpresable: Ias imágenes del sueño y Ias de la vigilia se implican unas con otras. La inteligencia fija la intención de la mirada; Ia mirada da pábulo a Ia inteligencia; entre ambas generan el lenguaje, esa ampolla cristalina y cambiante en Ia que residen las únicas certezas.
Nuestro siglo es -quién puede ya dudarlo- el compendio de todas las crisis históricas; mientras más avanza Ia ciencia positiva, más se aleja Ia meta de nuestro conocimiento y más nos inclinamos a hacer del conocimiento un asunto del lenguaje. También en la crisis novohispana de Ia modernidad incipiente, Sor Juana Inés de Ia Cruz se planteó el problema del conocimiento relativo y el designio absoluto de las palabras. Con la venia de ustedes, discurriré un rato sobre tal asunto.
Sor Juana Inés de la Cruz en el conocimiento de su sueño
1. Refiriéndose a ese “papelillo que llaman El sueño” -única obra que Sor Juana Inés de la Cruz confesó haber escrito por su voluntad y a su gusto- afirmaba el franciscano Juan Navarro Vélez en la “censura” o dictamen del Segundo volumen (Sevilla, 1692) de las obras de la monja mexicana, que quien lo leyera con atención lo juzgaría como Ia obra más “remontada” de su ingenio, por lo “elegante” de sus metáforas, lo “elevado” de sus conceptos, lo “recóndito” de sus alusiones, lo “misterioso” de sus alegorías y lo “erudito” de sus noticias; en fin -decía- "es tal este Sueño, que ha menester ingenio bien despierto quien hubiera de descifrarle, y me parece no desproporcionado argumento de Pluma Docta, el que con luz de unos comentarios se vea ilustrado, para que todos gocen los preciosísimos tesoros de que está rico".
Pocos años más tarde, el jesuita Diego Calleja -amigo remoto de Sor Juana- dio a su aprobación de laFama y obras póstumas (Madrid, 1700) el carácter y las dimensiones de un estudio crítico y biográfico. Ponderó allí Ia importancia de algunos escritos de la monja: Ia Crisis oCarta atenagórica, en que “con puntualidades de rigor escolástico” contradijo el sermón del padre Antonio de Vieyra; Ia Respuesta... a Ia Ilustrísima Philotea, donde combatió las usuales objeciones que impedían que una mujer se atreviese a “presumir de formal escolástica”, y El sueño, ese “elevadísimo poema” sólo comparable a las Soledadesde Góngora, y en el que "se suponen sabidas cuantas materias en los libros de anima se establecen, muchas de Ias que tratan los mitológicos, los físicos, aún en cuanto médicos; las historias profanas y naturales y otras no vulgares erudiciones".
Y aunque el padre Calleja no acometió Ia empresa exegética que Navarro Vélez consideraba urgente y utilísima, nos dejó, sin embargo, las indicaciones necesarias para que -siendo atendidas- pudiéramos “descifrar” ese poema preñado de sentidos y, a más de esto, acotó el “campo” o asunto por el que discurre el texto de Sor Juana: "Siendo de noche me dormí; soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el Universo se compone. No pude ni aun divisas por sus categorías, ni aun un sólo individuo; desengañada, amaneció y desperté".
Nadie que sepamos, entre sus contemporáneos, llegó más lejos ni con mayor tino en Ia inteligencia de ese Sueño. Pronto cambiarían los tiempos y los gustos; la poética neoclásica fulminó las sutilezas gongorinas; luego, la filología positiva tomó partido en las viejas polémicas entabladas a Góngora por sus enemigos literarios y juzgó a todos los de su escuela poetas de gusto perverso y discurso tenebroso.
No hay para qué detenerse en los pormenores de esta historia conocida. La celebración del tercer centenario del nacimiento del “Apolo cordobés”, en 1927, dio lugar a que se llevase a cabo una revaloración de Ia poesía culterana, examinada ahora con objetividad ideológica por insignes literatos, entre los cuales Ie cupo a don Alfonso Reyes -director que fue de esta casa- su habitual mérito de precursor. Otros escritores mexicanos se ocuparon por esas fechas en la obra de Sor Juana; don Ezequiel A. Chávez, autor de un célebre “ensayo de psicología y de estimación del sentido” de la vida y de Ia obra de nuestra y don Ermilo Abreu Gómez, el primer editor moderno de EI sueño y también de los primeros en juzgarlo libre de prejuicios antigongorinos.
Creo de justicia reconocer que, en lo tocante a la ilustración y desciframiento del magno poema de Sor Juana, los deseos del padre Navarro Vélez sólo empezaron a verse cabalmente cumplidos por don Alfonso Méndez Plancarte, quien en su insustituible edición de El sueño (México, 1951), prosificando el texto y anotando los 975 versos de la silva, puso de manifiesto muchas de las recónditas alusiones mitológicas consubstanciales al poema y reveló algunas de las fuentes que constituyen sus paradigmas ideológicos y literarios; pero también es preciso aceptar que ni el estudio introductorio ni las eruditas anotaciones filológicas bastan -por sí solas- a explicar ese sentido conglobante o unitario que rija el poema a lo largo de sus incesantes meandros discursivos y, a la postre, otorgue coherencia literaria a esa fascinante taracea de erudiciones.
En efecto, partiendo de Ia síntesis evidente del padre Calleja y tomando en consideración los más detallados análisis de don Ezequiel A. Chávez, Méndez Plancarte ensayó una división más “orgánica” del texto sorjuaniano en doce partes o etapas que expanden y analizan con detalle el modelo tripartito propuesto por Calleja. Sin embargo, prefirió detenerse en el examen de ciertos aspectos estilísticos y no en el “despliegue” semántico de El sueño, que él se representaba bajo la especie de una cornucopia que atesora y compacta “la entera realidad de la Creación y aun de todo el Ser, lo mismo visible que invisible”.
Por lo que hace a Ias “Notas ilustrativas”, su diversidad y casi autonomía apenas permiten al lector no iniciado el establecimiento de los puntos nodales de aquella vasta red cultural que, si el padre Méndez Plancarte dominaba en toda su variada extensión, nosotros -a causa del descuido de nuestra herencia clásica- apenas si somos capaces de reconstruir de manera parcial y, las más de Ias veces, insuficiente o caprichosa. Y tanto en Ias notas como en la introducción, pareció rehuir un asunto de capital importancia en la “inventio” del poema, a saber: Ia tópica del sueño (o, por mejor decir, del ensueño) como posible vía del conocimiento.
Dando cuenta del ensayo de Carlos Vossler sobre La décima musa de México (Munich, 1934), Méndez Plancarte se refirió al “motivo fundamental” del poema, el cual no era otro para el notable hispanista alemán que ese “asombro ante el misterio cósmico, del hombre y del inundo”, Ia “lucha con el enigma de Ia naturaleza” que Sor Juana desarrolló de conformidad con el “gastado esquema medieval del sueño didáctico”, aunque actualizándolo y enriqueciéndolo por modo admirable. Pero al comentar los versos (293 y ss) en que Sor Juana empieza a relatarnos cómo el alma, habiendo suspendido durante el sueño el gobierno de los miembros corporales y, ya “toda convertida / a su inmaterial ser y esencia bella”, emprende su “vuelo intelectual”, Méndez Plancarte comentaba lo siguiente:
El alma, según Platón y cuantos Ia conciben como una substancia completa y preexistente, estaría “encadenada” en el cuerpo, y obstaculizada por él en sus operaciones intelectuales. Mas según Aristóteles- y la Filosofía Escolástica- el alma es forma substancial del compuesto humano; y lejos de verse “impedida” por la materia en su actividad natural presupone el concurso de los sentidos y la fantasía, facultades orgánicas...
De ahí concluía que “la liberación del alma durante el sueño”, más que “tesis filosóficas”, parecen “simples fantasías poéticas” de Sor Juana, aunque tal aserto no fuera óbice para que en la “Introducción” afirmase que en ese “vuelo intelectual” por todo lo creado, Sor Juana siempre estuvo sustentada por “las dos alas mentales de Ia Filosofía y Ia Teología católicas”. Decretándolo así, Méndez Plancarte parecía rechazar cualquier influjo platónico en El sueño y, más concretamente, de aquel antiguo modelo del mundo que el humanismo renacentista se encargó de difundir y matizar, y según el cual hay una “perfecta semejanza” entre el hombre y el cosmos, de Ia que nace esa capacidad de la “mente espiritual” para retirarse en sí misma y contemplar “un íntimo y deseado objeto”, como sostenía León Hebreo. Pero, además, limitaba ciertas hipótesis de la psicología aristotélica, en cuya Concepción del alma -o, por mejor decir, de esa parte del alma que llamamos mente y por la cual el alma se conoce y piensa- cabe suponer que ésta, no sólo no se halla mezclada con el cuerpo, sino que “siendo potencialmente idéntica a los objetos del pensamiento” es actualmente “todas las cosas” que piensa (Del alma, III, 4).
De manera, pues, que Ias “fantasías poéticas” de Sor Juana atinentes al “vuelo del entendimiento” que Méndez Plancarte desechó por lo que pudieran tener de incompatible con la teología católica, se vieron privadas de sus eruditas anotaciones, acaso porque Ias juzgara enteramente explicabIes por sólo aquel “movimiento de la fantasía” que -según dijo Ia misma Sor Juana en su Respuesta a sor Filotea solía obrar en ella “más libre y desembarazada” durante el sueño que en Ia vigilia, aunque por esa misma causa dejase también sin consideración la naturaleza de las “imágenes” que se muestran al alma y el sentido u organización que ésta le concede a esos particulares signos de las “criaturas sublunares” y de los conceptos abstractos.
Volveré, en su momento, a la discusión de tales cuestiones, pero conviene antes recordar que los llamados “sueños de conocimiento”, no sólo constituyen un artificio canónico de Ia literatura didáctica medieval, sino que se vinculan estrechamente a un conjunto de obras filosófico-literarias de Ia antigüedad helenística y de Ia baja latinidad.
En efecto, fue el hispanista francés Robert Ricard quien, en 1957, relacionó expresamente el poema de Sor Juana con la tradición del “sueño filosófico”, en Ia que el Corpus Hermeticum “ocupa un lugar importante en su historia y en su desenvolvimiento”.
No decía Ricard que Sor Juana hubiese tenido un conocimiento directo de los disímbolos tratados atribuidos a Hermes Trismegisto; suponía -por una parte- que nuestra autora pudo encontrar el modelo literario de su poema en el ciceroniano Sueño de Escipión o, quizás, en el Ícaromenipo de Luciano, y apuntaba -por otra- que bien pudo haberse iniciado Sor Juana en la vasta corriente del neoplatonismo e, indirectamente, de la gnosis hermética, a través de los Diálogos de amor de León Hebreo, traducidos al español por el Inca Garcilaso de la Vega en 1586.
Pero por más que Ricard subrayase la vinculación genérica de El sueño con los “sueños de conocimiento” herméticos, juzgaba “imprudente exagerar el alcance de Ia comparación y desconocer la originalidad del poema”. En beneficio de esa originalidad, tan indudable como insuficientemente precisada, Ricard tuvo para sí que el despliegue de erudición de que Sor Juana hizo gala (la cosmología de Tolomeo, la física y la fisiología de Aristóteles y Galeno, “toda la tradición alejandrina y neoplatónica, etcétera), apenas si constituye “el aspecto digamos caduco del poema y no tiene, por otro lado, más que una pequeña importancia”.
No pequeña, sino grandísima importancia ha dado Octavio Paz, en su reciente libro sobre Sor Juana, a la influencia del Corpus Hermeticum tanto en El sueño como en El divino Narciso. Examinando la biblioteca de Ia Poetisa -de la que dan tan ricos vislumbres los fondos de los retratos pintados por Cabrera y por Miranda- asegura Paz que, aun cuando no queda constancia de que Sor Juana haya tenido “entre sus libros la traducción de Ficino del Corpus Hermeticum” es, sin embargo, “seguro que debe haberlo conocido, ya sea directamente o a través de los incontables autores que, desde el Renacimiento, se refieren a esa obra”. Luego, ya tratando de El sueño, sostiene que "la tradición hermética de la que es parte la visión del alma liberada en el sueño de las cadenas corporales, llegó hasta Sor Juana a través de Kircher y, subsidiariamente, de los tratados de mitología de Cartario, Valeriano y otros" y más exactamente, que el modelo inmediato del poema de Sor Juana fue el Iter Extaticum (1671) de Athanasius Kircher, en el cual pueden reconocerse fácilmente algunas semejanzas con la visión de Hermes en el Poimandres.
Fundado en tales consideraciones y estimulado por los trabajos de Frances A. Yates sobre el renacimiento y difusión de las doctrinas herméticas en la Europa de los siglos XVI al XVIII, Octavio Paz concibe el poema de Sor Juana como el relato de “la peregrinación de su alma por las esferas supralunares mientras su cuerpo dormía”; aunque luego, al comprobar las diferencias existentes entre El sueño y los textos herméticos que presuntamente le sirvieron de modelo, le resulte también evidente que “el sueño de Sor Juana no se ajusta al esquema tradicional”.
Dejando de lado la circunstancia de que el texto de Sor Juana está en verso mientras que los escritos herméticos relatan en prosa el “ascenso del alma a las esferas”, esas diferencias residen principalmente en el hecho -señalado por Paz- de que en El sueño “no sólo no hay demiurgo: tampoco hay revelación” y que este poeta -contrariamente a lo que ocurre en los tratados herméticos, cuyas visiones confusas e inquietantes dan pie a las exégesis de carácter cosmológico y teológico que corren a cargo del mismo numen que Ias produjo, contenga la paradójica revelación “de que estamos solos y de que el mundo sobrenatural ha desaparecido”. En esto residiría -para decirlo enteramente con las palabras de Paz- “Ia gran originalidad del poema de Sor Juana, no reconocida hasta ahora, y su sitio único en la historia de Ia poesía moderna”.
Como muestran los casos hasta aquí reseñados, la crítica de El sueño ha descrito, en lo que va de la segunda mitad de nuestro siglo, una desconcertante parábola. Por negarle toda huella de neoplatonismo, el poema de Sor Juana puede ser visto como Ia “henchida cornucopia” en cuya cavidad milagrosa se avienen sin contradicción “las innumerables invenciones” de Ia mitología y Ias artes y ciencias antiguas con “Ias categorías del Estagirita y la potente síntesis cristocéntrica de Duns Escoto”, como sentía Méndez Plancarte. Por extremar Ia influencia hermética en El sueño han podido también disimularse su ideología canónica y su conformidad con Ia estética literaria del tiempo; de suerte que -en el afán de concederle una radical modernidad- Octavio Paz ha interpretado la “visión racional y espiritual” de Sor Juana como el reverso de Ia revelación hermética, con lo cual hace de ese poema el remoto fundamento de “la tradición poética moderna en su forma más radical y extrema”, tal como Ia ejemplifican Un coup de dés, Le cimitiére marin, Altazor o Muerte sin fin.
Así las cosas, parecerá recomendable volver a Ias apuntaciones de los “censores” contemporáneos de Sor Juana para ver si, examinándolas, podemos ponernos en el camino de una exégesis de El sueñoacorde con sus intenciones semánticas (su texto) y con los paradigmas culturales (los contextos) que subyazcan en él.
No quiere negarse por ello la utilidad o legitimidad de una crítica literaria cuyo fin sea el de extraer de las obras del pasado lo que en ellas sea capaz de revitalizar nuestro presente; ya se sabe: Ias obras artísticas logran su pervivencia gracias a la perenne capacidad de sugestión que ejercen en unos destinatarios tan alejados en el tiempo como -quizá- en los espacios de Ia cultura. Tampoco se aminora la importancia de una crítica filológica atenta, más que nada, a utilizar Ias fuentes textuales y a examinar los recursos lingüísticos que hayan sido determinantes en la composición de una obra.
Pero el análisis de un texto poético (de cualquier texto cultural, para ser exactos) no debería privilegiar alguna de Ias tendencias señaladas, remitiendo al olvido lo que -en mi particular opinión- constituye la “diferencia específica” de esa clase de textos que calificamos de artísticos o literarios, a saber: su carácter sincrético, su condición de discursos configurados por la acción simultánea de diversas normas lingüísticas y de diferentes paradigmas ideológicos.
En los textos constituidos a partir de un canon verbal único y atentos al desempeño de una sola tarea significativa, reconocemos los usos científicos o formularios del lenguaje; en los discursos configurados por la interacción de diferentes normas lingüísticas y por la actualización simultánea de componentes semánticos pertenecientes a diversos sistemas ideológicos (por obra de lo cual esos textos adquieren su ambigüedad peculiar), podemos reconocer el uso artístico del lenguaje, cuyos productos concretos son susceptibles de numerosas y disímbolas interpretaciones.
Suelo dar en mis trabajos el nombre de semiología de la literatura a la actividad académica que tiene por objeto el deslindamiento y análisis de los diversos sistemas de signos que los textos literarios someten a drásticas transformaciones de índole funcional. Y de esta incipiente disciplina quisiera valerme -excusándome ahora por tan escuetas alusiones a su fundamentación teórica- para examinar algunos aspectos de El sueño que me parecen importantes, tanto en lo que se refiere al uso de ciertos recursos dialécticos y retóricos, como a determinados conjuntos de representaciones ideológicas que actúan en su composición.
2. Las causas a que el padre Navarro Vélez pudo atribuir el difícil desciframiento del poema de Sor Juana, no fueron -de seguro- ni las “elegantes metáforas” ni los “elevados conceptos”, si no la reconditez y misterio de sus alegorías, no menos que la erudición de sus noticias.
No me parece adecuado -por Ias razones que enseguida aduciré- constreñir el concepto de “alegoría” al mero recurso retórico consistente en Ia instauración de una detallada correspondencia entre elementos del sentido figurado y otros del sentido recto, al modo en que los ejemplifican Quintiliano: navem pro re publica, fluctus et tempestates pro bellis civilibus, portum pro pace atque concordia dicit. En los textos en que prevalece Ia función metafórica no sólo cabe distinguir el sentido recto del figurado, sino los diversos niveles en que se articula este último y que no sólo atañen a Ias correlaciones establecidas entre elementos “reales” y metafóricos sino a los diferentes sentidos sustentados por Ia misma figuración.
Como era de preverse, Sor Juana fue particularmente sensible a los problemas del lenguaje analógico; esto es, a los fenómenos relativos a Ia concurrencia y compatibilidad de diversos sentidos en un mismo enunciado, y en su Neptuno alegórico disertó sobre estos particulares asuntos.
Apoyándose en Natal, Cartario y Valeriano -aquellos difundidos autores de iconologías mitológicas-, recordaba Sor Juana que los antiguos egipcios adoraron a sus deidades “debajo de diferentes jeroglíficos y formas varias”, y no porque pensasen que “Ia Deidad, siendo infinita, pudiera estrecharse a la figura y término de cuantidad limitada”, sino porque las cosas carentes de “forma visible” no pueden ser comunicadas si no es por medio de “jeroglíficos, que por similitud, ya que no por perfecta imagen, las representasen”.
Lo mismo hicieron los antiguos con “todas aquellas cosas invisibles” que Ia mente concibe, y también con aquellas otras que, siendo percibidas por los sentidos, son de “copia difícil”, como los elementos; entendiéndose así “por Vulcano el Fuego, por Juno el Aire, por Neptuno el Agua...” Y como, además de esto, Sor Juana sabía que hay cosas que “no es capaz el entendimiento de comprenderlas y Ia pluma de expresarlas, será necesario entonces buscar para ellas “ideas y jeroglíficos que simbólicamente” las signifiquen.
Así, en aquel arco de triunfo erigido por la Iglesia Metropolitana con el fin de darle Ia bienvenida al nuevo virrey Marqués de la Laguna, y cuyo programa le fue encomendado a Sor Juana, ésta se valió de aquel método “tan aprobado por el uso” como autorizado por las “divinas letras” consistente en representar por medio de “metáforas” lo que no podía ser expresado en toda su extensa significación por el lenguaje recto.
No puedo detenerme ahora en el examen de este libro, pero será bueno recordar que el Neptuno alegórico contiene una de las reflexiones más lúcidas sobre esa particular clase de objetos culturales para cuyo logro se requiere de Ia participación conjunta de Ia retórica, Ia arquitectura y Ias artes plásticas. En efecto, la erección de aquellos arcos triunfales -tan espléndidos como fugaces- supone la ideación de un cuerpo de ingeniosos correlatos entre signos pertenecientes a diferentes sistemas semióticos y doctrinales; es decir, requiere del minucioso establecimiento de homologías entre entidades míticas e históricas que justifiquen Ias relaciones expresas entre Ias imágenes o “jeroglíficos” que habrán de “copiarse” en los lienzos repartidos en todo el edificio, y, a más de esto, Ia redacción de los textos que tomen a su cargo la explanación de los significados alegóricos de las diversas pinturas.
La base conceptual y estética de tan complicados objetos de la cultura cortesana -por no aludir a sus orígenes y a su evolución- fue sin duda Ia abundantísima literatura emblemática que corrió con tan buen éxito a lo largo de los siglos XVI, XVII y buena parte del XVIII. Hay que advertir, por lo demás, que no todos los libros de emblemas son, como el de Alciato, iniciador del género, colecciones de imágenes, motes y epigramas alusivos a vicios y virtudes; es muy frecuente que tales libros ordenen sus “empresas” en torno de un asunto particular y que, en ciertas ocasiones, lleguen a constituir verdaderos tratados políticos o religiosos, sin abandonar por ello su forma canónica.
Por modo semejante, los arcos de triunfo -y particularmente el Neptuno de Sor Juana- se componían de un conjunto concatenado de “emblemas” o “jeroglíficos”, todos ellos dirigidos a un mismo fin: el halago del príncipe representado bajo la idea o “simulacro” de una divinidad mítica. Pero este deleznable fin social no debe ocultarnos el “método” intelectual seguido en su composición; los impresos que daban “razón de la fábrica alegórica” nos revelan la especial importancia que en ellos se concedía a la erudición enciclopédica y a las agudezas conceptuales.
Dicho “método” encuentra su primer fundamento teórico en las metáforas que Aristóteles llamaba de analogía o proporción, en las que “un segundo término es al primero lo que el cuarto es al tercero”; de ahí que el poeta puede empicar el cuarto término en lugar del segundo y el segundo en lugar del cuarto, y diga, fundándose por ejemplo en que “existe la misma relación entre la vejez y la vida que entre el día y el atardecer”, que la vejez “es el poniente de la vida” (Poética, 21 ). De igual modo Sor Juana, después de haber establecido una serie de correlatos entre el dios de las aguas y el Marqués de la Laguna, dirá que así como tiene “Neptuno en lugar de cetro el tridente con que regía las aguas... Lo mismo representa el bastón de los señores virreyes, en que se cifra Ia civil, criminal y marcial majestad”.
Pero las metáforas por analogía proporcional apenas son el soporte de lo que la retórica del ingenio y Ia agudeza llevará a sus más exacerbadas consecuencias. Decía Baltasar Gracián que los conceptos por “agudeza” consisten de una “primorosa concordancia” o “armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos, expresada por un acto del entendimiento”, y que dicha correspondencia llega a subir de punto cuando es posible “darle aumento” a alguno de los extremos; es decir, cuando se realza o encarece uno de los términos de la correlación “para que llegue a igualar al otro”. Ese recurso auxiliar de la metáfora fue utilizado reiteradamente por Sor Juana en su Neptuno con el fin de ensalzar a las personas concretas por sobre las figuras mitológicas que les servían de “simulacro”; y así -extremando la hipérbole- decía que “le fue preciso al discurso dar ensanchas en lo fabuloso a lo que no se hallaba en lo ejecutado”; esto es, abultar Ias virtudes de las entidades míticas para que pudiesen representar cabalmente las del virrey y su consorte.
Como se sabe, Ia retórica conceptista supeditó la percepción espontánea de la analogía a Ias meticulosas indagaciones enciclopédicas; en efecto, el establecimiento de las relaciones estructurales por conformidad u oposición entre los extremos de pares ordenados fue cediendo cada vez más a lo que Gracián llamaba “conceptos por acomodación de verso, texto o autoridad”, de los que ponderaba tanto “Ia grande erudición como la sutileza”, ya que -según él- “cuando Ia autoridad se acomoda dice conveniencia con dos o tres circunstancias del sujeto”; de manera que siendo Ia analogía aplicable a diversos contextos o “circunstancias” se produce un tipo de elocución cuya “simetría intelectual” el mismo Gracián no dudaba en llamar “émula” de la angélica.
Sor Juana elaboró el programa literario e iconográfico de su arco extrayendo todas las posibilidades analógicas de los “extremos” atribuidos a Neptuno por diversas fuentes literarias, en tanto que fuesen susceptibles de ser aplicados a la persona del nuevo virrey mexicano; con este objeto repasó el vasto repertorio mitológico, histórico y literario de Ia Antigüedad y multiplicó las citas de Homero, Heródoto, Virgilio, Ovidio, Plinio, Luciano, Macrobio... no menos que Ias de Natal, Cartario y Textor, que excusan casi siempre la consulta directa de las fuentes.
También en esto siguió Sor Juana los dictados de Gracián, para quien los conceptos por “acomodación” de verso antiguo o texto autorizado se benefician grandemente si en ello se procede por medio dealusiones; esto es, no “exprimiendo” el texto o suceso de que se trate, sino apenas “apuntándolo”. Para la inteligencia de estas agudezas en cifra “es menester noticia trascendente y un ingenio que platique a veces en adivino”, pues según decía Gracián, por medio de ese recurso suele alcanzarse Ia cima de Ia sutileza conceptual.
Consiste ese artificio de la alusión cifrada en establecer algunas encubiertas relaciones entre un sujeto y sus particulares circunstancias con los “extremos” posibles de otro sujeto, razón por Ia cual exige del lector, no tan sólo el conocimiento de los recursos dialécticos para la formación de los juicios y de los retóricos para Ia comprensión de los tropos y figuras, sino la información erudita indispensable para el desvelamiento de las recónditas referencias y, en suma, para descifrar los múltiples sentidos “enreciados” en el texto.
En esos principios -acatados por los ingenios de la época y tenazmente sostenidos por la pedagogía jesuítica- hubo de basar Sor Juana Ia invención y composición del Neptuno alegórico. Claro está que los espectadores de ese “simulacro político” no tuvieron a la vista más de los lienzos en que se representaba al virrey bajo la especie del dios de las aguas, así como los motes latinos y las décimas o sonetos castellanos que -en el cuerpo de las pinturas o copiados en tarjones- hacían relativamente explícitas las correspondientes analogías entre ambos sujetos; pero esos espectadores sólo pudieron conocer por eruditas inferencias la apretada red de ingeniosas concordancias imaginadas por Sor Juana, puesto que Ia “razón de la fábrica alegórica y aplicación de la fábula” del Neptuno, aunque incluida en el libro, sólo sería conocida con antelación por los arquitectos y pintores encargados de Ia construcción del arco.
De manera, pues, que esa compleja máquina alegórica tuvo que ser percibida como un conjunto de “empresas” a cuya mejor inteligencia pudieron contribuir, además, el romance y Ia silva escritos por Sor Juana y recitados en el momento en que el virrey y su consorte hacían Ia “entrada” oficial en Ia ciudad de México.
Lo mismo que a esos remotos novohispanos testigos del suntuoso arco -pero en desventaja respecto de ellos, porque nosotros no estamos ya habituados o instruidos en el disfrute de esa clase de ceremonias-, a los lectores modernos EI sueño también se aparece como un enigmático discurso de cuyo fondo instable emergen imágenes cuyas alusiones compendiadas no somos capaces de precisar con certeza, por más que tengamos una clara idea de su estructuración semántica.
Alguna vez me he ocupado de Ia influencia ejercida por Ia literatura emblemática en el poema de Sor Juana y -en particular- de la semejanza existente entre Ias figuras o “cuerpos” de las “empresas” XII y XIII de la Idea de un príncipe político cristiano de Saavedra Fajardo con los pasajes de El sueño que describen “Ia pirámide de sombra que pretende ‘empañar’ la luz del sol y Ias estrellas, y bajo cuyo ‘imperio silencioso’ sólo alientan las aves funestas”.
Señalé entonces la vinculación de tales imágenes con aquel modelo neoplatónico del mundo de conformidad con el cual “debajo del cerco de Ia luna, no sólo se sitúan los cuatro elementos mutables, sino -en contrapartida moral con los elementos naturales- todas Ias fuerzas oscuras de lo caótico y lo irracional”.
También Octavio Paz, en su reciente estudio de Sor Juana, ha observado que los primeros veinticuatro versos del poema describen “una escena extraña: Ia tierra lanza una ‘sombra piramidal’ con el propósito de embestir los cielos superiores’; tal descripción -continúa diciendo Paz- “no es realista, sino simbólica: la sombra es una emanación de los ‘negros vapores’ que arroja Ia corrupción terrestre y con la que quiere cubrir Ia esfera supralunar, región de Ias inteligencias celestes y los ángeles”.
Tengo para mí que si tomáramos en cuenta el artificio retórico de las alusiones cifradas y la voluntad semántica de Ia autora por hacer compatibles diversos sentidos en una misma secuencia sintagmática, enriqueceríamos considerablemente, no tan sólo los contenidos “simbólicos” del episodio inicial de EI sueño, sino de todas y cada una de sus secciones. Si esta hipótesis se revelara consistente y adecuada, confirmaría el carácter cifrado de todo el poema y, consecuentemente, su condición de texto alegórico en el que aparecen conglobados en una misma cadena enunciativa dos o más sentidos correspondientes a los que León Hebreo llamaba “literal”, “moral”, “natural” y “astrologal o teologal”; es decir, sentidos relativos a los diferentes modelos o paradigmáticas que rigen la interpretación de Ias realidades físicas y espirituales.
De atenernos a ese autor, quizá sería preferible utilizar el calificativo de “moral” o “teologal” -según el nivel semántico en el cual fijásemos la atención- a ese sentido “simbólico” que se advierte en Ia “sombra” nacida de la tierra; pero aun sería necesario indagar la presencia de otros contenidos semánticos cifrados en el mismo arranque del poema de Sor Juana.
Para todos es evidente que los primeros versos de El sueño se refieren al fenómeno astral de Ia noche (a ese “siendo de noche me dormí”, como dice el padre Calleja en su resumen), pero no se le ve la necesidad de examinar más de cerca el nivel “natural” del sentido, seguramente porque los epítetos seleccionados por Sor Juana para especificar la condición de aquella sombra “piramidal” y “funesta” que Ia tierra proyecta sobre la luna y Ias estrellas, parecen revelar el carácter inmediatamente metafórico de tales imágenes. Y no es así. La descripción de Sor Juana -en Ia que se asentarán los demás sentidos “medulados” en el texto- se ajusta de manera sorprendentemente exacta a la descripción “realista” de Ia noche y el eclipse lunar que dio Plinio en su Historia natural. Dice Plinio, y vale Ia pena consignar esta cita reveladora en Ia traducción del doctor Francisco Hernández, que "no es otra cosa noche, sino sombra de Tierra. Es semejante su sombra a un trompico, pues que solamente toca la Luna con la punta y no excede altitud della y ansí, ninguna otra estrella eclipsa del mismo modo, y la tal figura siempre se acaba en punta".
Y añade luego, rozando también, como lo hizo Sor Juana, el aspecto “teologal” del fenómeno: “y el término de estas sombras es lo último del aire y el principio de Ia región ethérea. Encima de Ia Luna todo es puro y lleno de continua luz...”
Para mí al menos, no ofrece ninguna duda el hecho de que Sor Juana haya “acomodado” a su texto un pasaje de autor tan prestigioso como Plinio, y creo que a este género de “noticias” eruditas se referían Calleja y Navarro Vélez cuando señalaban, entre otras materias aludidas en El sueño, las relativas a las “historias naturales”. Así, pues, en la descripción de esa “sombra de la tierra” cuya forma asemeja la de las pirámides y obeliscos y cuya punta, aun tocando el cóncavo de Ia Luna, no puede eclipsar las demás estrellas, coinciden la poetisa y el filósofo natural. Pero -como decía León Hebreo— “debajo de Ias mismas palabras” que sustentan el sentido literal de Ias fábulas poéticas se trasparecen otros sentidos, que pudiéramos llamar “astrologales o teologales”, y que -a mi juicio- parecen extenderse a todo lo largo del poema.
Si los calificativos “piramidal” y “funesta” son en ese texto de Sor Juana susceptibles de interpretarse alternativamente en sus sentidos recto y figurado, los “vapores” con que la “pavorosa sombra” de la tierra pretende “escalar” las estrellas, por más que sólo logre adueñarse de la baja región del aire y del “imperio silencioso" de Ia noche donde sólo alientan Ias aves impías y agoreras, ponen de manifiesto Ia subyacencia de un modelo tripartito del hombre y del mundo, cuyo carácter metafórico o emblemático y cuya aplicación moral quise poner en claro en otro lugar.
En efecto, y de acuerdo con ese modelo neoplátonico del hombre y del cosmos, cuya vigencia -por lo menos en los terrenos del arte y de la imaginación profana- se extendió hasta el siglo XIX, por no decir que más acá, el mundo terrestre o inferior, situado debajo del cerco de Ia luna y sede de los elementos corruptibles, se corresponde en el hombre con sus órganos de la generación y el nutrimiento, en tanto que el cielo de los planetas y las estrellas fijas es análogo al corazón y los pulmones, y el Empíreo donde moran Ias inteligencias angélicas tiene su “simulacro” en Ia cabeza y en Ias potencias intelectuales del hombre.
Consecuente con tal modelo ideológico, la descripción de Sor Juana no se limita al fenómeno astral de la noche, sino que implica la analogía canónica entre el mundo sublunar y la parte ínfima del compuesto humano y, por lo tanto, facilita el establecimiento de “armónicas correlaciones” entre la nocturnidad terrestre y Ia falta de luz en el entendimiento humano; es decir, de Ia privación pasajera de razonamiento y lenguaje, que son condiciones necesarias para dar sustento al sentido “moral” de ese mismo pasaje sorjuaniano.
En diferentes lugares de su libro, León Hebreo hizo explícitas las correspondencias entre Ias partes del hombre y del universo: hablándole de las generaciones de Demogorgon, explica Filón a Sofía que decir que la noche fue parida por Ia tierra es “porque la sombra de la Tierra es causa de la Noche”; pero también ha de entenderse por Noche “la corrupción y privación de las formas luminosas, Ia cual se deriva de la materia tenebrosa” en que se hace “Ia sucesiva generación con la continua contrariedad”. Y más adelante, sosteniendo Filón que la luna es simulacro del alma, refiere que el eclipse de ésta, causado por Ia interposición de la tierra entre ella y el sol, hace que la luna quede “oscura de todas sus partes”; así también "le acaece el ánima cuando se interpone lo corpóreo y terrestre entre ella y el entendimiento, que pierde toda luz que recibe del entendimiento, no solamente Ia parte superior, pero también en la inferior activa y corpórea".
A semejanza de la luna eclipsada, el alma humana se hace “corrupta, es cura y bestial” por causa de “Ia interposición de Ia terrestre sensualidad” entre ella y el entendimiento, y queda así tan “privada de la luz intelectual” como aquellas aves funestas que, provenientes de Ias Metamorfosis de Ovidio, representan en EI sueño el castigo impuesto por los dioses a quienes se dejan llevar por sus instintos a la comisión de actos impíos. La sombra que emana de la tierra le evocó a Octavio Paz -como antes a Vossler- ciertos pasajes del Oedipus Aegyptiacus y de Ia Musurgia Universalis en los que el imaginoso y erudito padre Athanasius Kircher señalaba Ias diferencias instauradas por los egipcios “entre una pirámide de luz que desciende del cielo hasta la tierra y otra de sombra que aspira a elevarse al cielo”; y todo ello en abono de la hipótesis que hace de las obras de ese famoso jesuita el modelo inmediato de El sueño.
Hay en la Musurgia Universalis un interesantísimo grabado que muestra por diagramas circulares los mundos terrestre, sideral y angélico: dentro del círculo inferior se inscriben los elementos materiales, el hombre y las cuatro especies de ánimas; en el círculo central se ordenan los siete planetas y, finalmente, en el círculo superior se nombra por su orden a los coros angélicos. En opinión de Frances A. Yatcs, Kircher siguió en esto a Robert Fludd, quien añadió al “hermetismo ficiniano... toda una serie de elementos cabalísticos”; de modo que en su imagen del cosmos, además de los cuatro elementos y los siete planetas, “aparece... una ascensión a las más elevadas esferas angélicas pseudodionisianas”.
Importa observar que, en el grabado de Kircher, una oscura “pyramis terrarum”, cuya base se asienta en lo bajo de la naturaleza, se eleva hasta tocar con su punta lo más alto de Ia jerarquía angélica, en la cual se asienta -a su vez- la base de una “pyramis lucis” que desciende hasta la planta de la pirámide de Ia tierra. El sol -que ocupa en este diagrama el centro del mundo sideral, posición que delata Ia preferencia que sentía Kircher por el comprometido sistema planetario de Tycho Brahc- es también el punto de encuentro y equilibrio de esas dos pirámides contrapuestas que, en el hermetismo “egipciano”, representan el Alma del Mundo infundiendo su rayo de amor a todo el cosmos para que éste “viva y se mueva en torno de su eje”.
A Méndez Plancarte le pareció indudable que Sor Juana se hubiese inspirado en un texto análogo del Oedipus Aegyptiacus, pero advirtiendo que nuestra autora “estilizó” la alegoría por medio de la cual los egipcios representaban el alma por una pirámide luminosa y el cuerpo por otra pirámide sombría, y sin hacer mención del carácter hermético-cabalístico de esa fuente ni Ia posible influencia de su doctrina en El sueño.
En efecto, a partir del verso 340 Sor Juana describe las pirámides faraónicas con el doble propósito de comparar la “nivelada simetría” de su forma -que nos produce la ilusión de que tales cuerpos juntan su ápice invisible al “primer orbe” de la luna- con Ias “especies intencionales del alma”, a las que se atribuye el ímpetu ascensional que les infunde la mente humana en su afán de conocimiento y -por otro lado- de significar Ia “vana” o insubsistente sabiduría de aquel pueblo magnífico y bárbaro que dejó en sus jeroglíficos idolátricos Ias pruebas de su “ciego error”. (Cf. vv. 279-382). Como todos recordaran, en el poema de Sor Juana no sólo no aparecen las jerarquías angélicas, pero ni siquiera se menciona ningún detalle de la estructura del mundo sideral que el alma se propone contemplar intelectualmente; para ella, el universo se presenta a Ia mirada del entendimiento como un “inmenso agregado” y un “cúmulo incomprensible” cuya sobra de objetos entorpece su comprehensión (Cf. vv. 435 y ss.).
Así, pues, el indudable conocimiento que tenía Sor Juana de las obras del padre Kircher, si bien nos confirma su insaciable curiosidad científica, no es bastante para persuadirnos de que la doctrina de su poema sea esencialmente hermética y “egipciana” ni que Ia traza de El sueño haya de seguir fatalmente la del lter Extaticum o la Musurgia Universalis; de esta última -hace poco también- Elías Trabulse aseguraba ser la obra que inspiró a Sor Juana “las etapas que el espíritu ha de recorrer a efecto de conocer la armonía... de todas las cosas creadas», y causa de que -a su juicio- El sueño no sea otra cosa que una versión en verso de “lo que Kircher había tratado ‘científicamente’ al describir cómo lo que preside las relaciones entre todos los seres creados.., es Ia armonía musical”.
3. Llegamos con esto al fondo del asunto al que me propuse principalmente tratar en este ensayo, a saber: la necesidad de que las hipótesis a partir de las cuales se intente descifrar el sentido (y los sentidos) de un texto literario sean formuladas en consonancia con las intenciones semánticas del mismo, y que éstas -a su vez-, puedan discernirse por medio del análisis objetivo más que por la intuitiva convicción del crítico.
Proceder de tal modo supone aceptar la idea de que todo discurso literario se nutre de elementos ideológicos disímbolos que, al ser sometidos a nuevas relaciones de carácter funcional, no siempre conservan el mismo valor que les correspondía en el modelo ideológico del que fueron desprendidos. Supone también que cada nuevo texto poético hace compatibles en un nivel superior del sentido —instaurado por el propio texto— todos aquellos elementos semánticos que, individualmente analizados en el espacio de una elocución concreta, parecieran conservar los mismos significados que se les asignaba en sus textos de origen; y esto para no hablar de Ias diferentes funciones sociales propias de aquellos textos que constituyen esas canteras ideológicas explotables ad libitum y las que desempeñan los nuevos textos que se apropian de esos materiales al grado de transformarlos sustancialmente.
Así, Ias semejanzas léxicas y aun las tópicas pueden ser engañosas y conducirnos a Ia celosa parcialidad o a la imperiosa doctrina. Frente a Ias opiniones que hacen de El sueño un poema enteramente condicionado por Ia gnósis hermética —bien que tal influencia le llegase a través de las obras mágico-científicas de un jesuita contemporáneo suyo—, cabría proponer el argumento de que Sor Juana, cuya notoria independencia intelectual no Ia separa de su contexto cultural obligante, bien pudo tomar impulso del lter Extaticum (o del Somnium Scipionis, del Ícaromenipo y del Poimandres ficiano) y que, por lo tanto, deba a todas esas obras “filosófico-literarias” su modelo discursivo, así como numerosos tópicos de larga tradición emblemática, pero sin adherirse por ello a la totalidad o siquiera a la esencia de Ias doctrinas herméticas, sino más bien reconvirtiendo el antiquísimo tema de los “sueños de anabasis” a Ias doctrinas científicas (o teológicas) más avenidas con su espíritu racionalista y desarrollándolo de conformidad con los principios de Ia poética culterana: Ia alusión cifrada y erudita y Ia muitivalencia semántica de la alegoría.
Y no habiendo tiempo para más, me limitaré ahora a dar un solo ejemplo de las equívocas semejanzas de las drásticas diferencias existentes entre determinados textos herméticos y ciertos pasajes de El sueñode Sor Juana.
Como se recordará, el relato de una visión sobrenatural constituye la más importante característica de los tratados herméticos. Dicha visión sobreviene al individuo iniciado en las “conversaciones divinas” en un estado de sueño profundo. Así por ejemplo, el Poimandres principia con estas palabras de Hermes:
En cierta ocasión, habiendo ya comenzado a reflexionar sobre los seres y habiéndose subido mi pensamiento a Ias alturas mientras que mis sentidos corporales habían quedado atados, como les ocurre a los que se hallan abrumados bajo un pesado sueño o a causa de algún exceso en Ias comidas o una gran fatiga corporal, me pareció que se me presentaba un ser de estatura inmensa [...] que me llamó por mi nombre y me dijo: - ¿Qué quieres tú entender y ver, y qué quieres aprender y conocer por medio de tu pensamiento?
Y el padre Kircher -que sin duda tuvo por modelo de su Iter Extaticum el pasaje inicial del Poimandres- relata cómo Teodidacto, en cuyo ánimo se agitaban “varias imágenes de fantasmas” provocadas por la audición de un concierto extraordinario, y mientras meditaba con fervor en la sabiduría divina manifiesta en la “admirable e incomprendida construcción de la fábrica mundana”, se sintió “abatido por un grave sopor” y derribado en una vasta planicie. Estando así, se le apareció un varón insólito cuya vista lo llenó de espanto, pero éste le dijo con voz blanda y suave: “Levántate, Teodidacto, no temas; he aquí que sus deseos fueron escuchados y he venido a mostrarte cuanto es permitido al ojo humano hecho de carne mortal”. Tanto el apócrifo Hermes como el histórico Kircher pasan de inmediato a describir Ias “visiones” que les presentan sus respectivos demiurgos. En el caso del Poimandres, este “Nous de la Soberanía” cambia inopinadamente de aspecto y se transforma en “una visión sin límites, todo convertido en luz”; pero enseguida se produce una oscuridad “temible y odiosa” que baja de lo alto; luego esa oscuridad “se fue cambiando en una especie de naturaleza húmeda, agitada por una forma inexplicable” que emitía un sonido “indescriptible”, mientras que -saliendo de Ia luz- “un verbo santo vino a cubrir la naturaleza y un fuego sin mezcla se lanzó fuera de la naturaleza húmeda hacia lo alto, a la región sublime”.
Al término de sus enigmáticas metamorfosis, Poimandres se impone Ia tarea de revelar a Hermes el contenido de su “visión”, explicándole en términos de Ia gnósis hermética las etapas de Ia formación del mundo, la aparición del logos divino, la organización del mundo sensible, Ia creación del hombre arquetípico, la humanidad actual, Ia subida del alma a los círculos planetarios y su final entrada en Dios.
Cosmiel —el demiurgo del Iter Extaticum- no ostenta esa turbadora condición metamórfica de que hace gala Poimandres, aunque en los atributos simbólicos de su persona (ojos relumbrantes, alas de inimaginables colores, esfera y báculo sostenidos por sus manos que vencen en brillo y hermosura a Ias piedras preciosas) muestra ser el indudable mensajero del dios Optimo Máximo. Y, en efecto, Cosmiel conduce al atónito Teodidacto por Ias “vastísimas moradas de los cielos” para que éste pueda mirar de cerca las obras de Dios que, sin embargo, nunca acabarán de ser conocidas por los “afligidos hijos del género humano”.
El Iter Extaticum reelabora en gran medida los relatos clásicos del viaje del alma a través de las esferas superiores, pero -según advierte Joscelyn Godwin- en esa peregrinación kircheriana las nociones astronómicas se mezclan con la astrología y el misticismo, de suerte que Teodidacto -cuyo viaje extático sigue el esquema trazado por el autor en la Musurgia Universalis encuentra en el espacio lleno de éter a los planetas deshabitados, aunque regidos por Inteligencias; conoce las funciones y cualidades de cada uno de ellos; escucha Ia música de las esferas y alcanza el cielo de las estrellas fijas antes de emprender su regreso a la tierra.
Pero si en el Poimandres visión y revelación se dan como etapas sucesivas y complementarias en Ia experiencia religiosa de Hermes, y en el viaje de Teodidacto, contemplación y comprensión forman parte de un mismo proceso cognoscitivo, en El sueño de Sor Juana la visión intelectual del alma no ocurre por intervención sobrenatural, ni se presenta por medio de símbolos herméticos ni se constituye como una expedición astronómica -al estilo de Ícaromenipo o del mismo Teodidacto- por medio de Ia cual la mente humana pueda contemplar Ias imaginadas estructuras del mundo sideral.
Contrariamente a todo esto, Sor Juana hizo una admirable síntesis lírica de Ias teorías aristotélicas y post-aristotélicas del sueño y los ensueños, de manera que en poco menos de 150 versos (vv. 145 a 291) quedaron cifradas en su poema todas aquellas nociones fisiológicas y psicológicas susceptibles de dar una explicación científica de Ias causas del dormir y del soñar, de la naturaleza de las imágenes sensoriales y de sus condiciones de aparición en el sueño, así como de un vínculo con la actividad de la inteligencia en el cuerpo dormido.
En sus “Notas ilustrativas”, Méndez Plancarte dio satisfacción a muchas de las dudas que, en el terreno de la fisiología clásica, pudiéramos tener respecto del contenido de los versos 151 a 251, y aunque sería posible apelar a otras fuentes, y no sólo a la Introducción del símbolo de la fe de fray Luis de Granada, para hacer explícitas las funciones atribuidas al corazón, pulmón, hígado y estómago, no menos que la naturaleza y virtudes de los “espíritus vitales” o pneumas que, en correspondencia con las especies de ánimas, rigen las actividades vegetativas, cardíaco respiratorias y motrices, bástenos lo dicho por Méndez Plancarte y entremos a considerar el funcionamiento de la imaginativa y la fantasía, cuya importancia es capital en El sueño de Sor Juana, puesto que a tales facultades del alma les compete mostrar a la mente Ias “figuras”, “simulacros” o representaciones de Ias cosas, así materiales como intelectuales.
Y dice Sor Juana que, estando el alma “suspensa del exterior gobierno” y “remota”, si es que ya no del todo separada del cuerpo dormido, cuyas menguadas funciones orgánicas lo asemejan a un “cadáver con alma”, entonces esa “fragua de Vulcano” que es el estómago,
El sueño -según Aristóteles- es el “encadenamiento o inmovilidad del principio sensible”. Tal afección procede de la evaporación del alimento, pues
el calor que hay en cada animal se dirige naturalmente a la parte superior, y una vez que ha llegado a las partes más altas, cae entonces todo junto y se dirige hacia abajo. Por esto el sueño viene principalmente después de Ia comida, porque en tal momento la humedad que es muy abundante y muy espesa, se dirige a lo alto, y deteniéndose allí, pone a uno pesado y lo hace dormitar. Después, cuando desciende [...] expulsa el calor, entonces viene el sueño y el animal se duerme (Del sueño y la vigilia, III, 4).
Otras veces el sueño —dice también Aristóteles— es el resultado de Ia fatiga, que produce una relajación del cuerpo semejante a Ia “indigestión”; pero en uno u otro caso, desde el momento en que el calor desciende, “se pierde el conocimiento y la imaginación es Ia única que obra”.
A esto aludía precisamente Sor Juana al decir que esa “templada hoguera del calor humano” enviaba al cerebro los vapores de la digestión, pero siendo éstos húmedos y claros, no impedían las funciones de la imaginación ni de la fantasía.
Pero ¿cuál es la naturaleza de esas “imágenes” o “simulacros”? Cada órgano del sentido es capaz -según Aristóteles- de “recibir el objeto percibido, pero sin su materia”, queriendo significar con esto que Ias imágenes que se imprimen en el alma son el resultado de una “especie de movimiento” que llamamos sensación y, también, que tales “impresiones” constituyen lo que se llama memoria, la cual “graba en el espíritu una especie de tipo de la sensación análogo al sello que se imprime en la cera con un anillo” (De la memoria y la reminiscencia, I, 6).
De ahí que Sor Juana pudiese decir -usando de los mismos conceptos y aun de Ias mismas palabras de Aristóteles- que Ia memoria graba y resguarda tenazmente los “simulacros” de las cosas que percibe la estimativa -o sentido común- para que luego la fantasía se aproveche de ese arsenal de “figuras”, sin ayuda de las cuales no sólo no podrían verificarse la clase de indagaciones que llamamos reminiscencias, pero ni siquiera pensar especulativamente ya que -como sostenía Aristóteles- siempre “hemos de tener alguna imagen mental en Ia cual pensar, ya que las imágenes mentales son semejantes a los objetos percibidos, excepto en que éstas carecen de materia” (Del alma, III, 8).
Y siendo que Ia vista es el más importante de los sentidos corporales, Aristóteles hizo derivar el nombre de fantasía de la palabra griega faos (“luz”), porque sin luz no es posible ver y porque, a causa de ella, esas cobreadas imágenes de las cosas que el alma contempla en sí misma son equiparables a pinturas que se dan en lugar de los objetos ausentes; esto es —añadiríamos— son una especie de signos.
Para que la visión se actualice es menester que el ojo sea en su interior acuoso y diáfano y dispuesto por ello a recibir la luz; pero también es necesario que Ia pupila posea una luz o fuego propios que —semejante a una “lámpara”, como dijo Aristóteles, o a un “espejo animado”, como sentía Alberto Magno— hagan perceptibles Ias imágenes de Ia memoria con los mismos colores que tenían sus objetos al ser vistos en el medio trasparente de la luz. Y esto es lo que hace justamente el alma “separada” en EI sueño de Sor Juana: contemplar Ias “imágenes de todas Ias cosas”, que no Ie son presentadas por vía sobrenatural o intervención directa de ningún demiurgo, sino por medio del “pincel invisible” de la fantasía que, sin necesidad de luz exterior, iba formando en sueños
Por dos medios o caminos se presentan al alma Ias imágenes impresas de las cosas y Ias “figuras” o nociones que forma el pensamiento: en la reminiscencia y en los ensueños. Y así como por esa especie de indagación que hace el intelecto en la memoria llegamos a recordar Ias cosas; es decir, “experimentamos de nuevo algunas emociones”, cuando dormimos percibimos una suerte de imágenes producidas “por el movimiento de las impresiones sensibles” (ruidos, olores, etcétera), pero también contemplamos Ias imágenes que la fantasía mueve y ordena, aunque quizá de un modo más confuso que en Ia vigilia, puesto que los ensueños son, al decir de Aristóteles, como “representaciones de los objetos en el agua”.
No sólo en esto han de asemejarse la reminiscencia y los ensueños; también coinciden en una particular Intervención del entendimiento en ambas actividades. El acordarse por medio de Ia reminiscencia; esto es, el hecho de “recobrar el conocimiento o la sensación que se tuvo antes”, requiere del espíritu Ia facultad motriz suficiente como “para hacer de sí mismo y de los movimientos que uno tiene en sí, el movimiento que busca”. Lo que hace que lleguemos a recordar el objeto buscado es que, en la reminiscencia, el espíritu salta “extrañamente” de una imagen a otra, y por la vía zigzagueante de las asociaciones llega, v. gr., a la noción de otoño después de haber pasado por Ias de leche, blanco, aire yhumedad (cf. De la memoria y la reminiscencia, II, 8).
Al igual que en la vigilia, cuando soñamos “pensamos también a veces en otra cosa además de Ias imágenes que se nos aparecen”, porque —continúa Aristóteles— a pesar del engaño en que puede hacernos caer “Ia más pequeña semejanza” entre dos objetos, es frecuente también que "cuando se duerme haya algo en el alma que nos dice que lo que vemos no es más que un ensueño. Por el contrario, si no se sabe que se duerme, nada hay entonces que contradiga a la imaginación" (Del sueño y la vigilia, III, 11).
Quiere decirse, pues, que en la teoría aristotélica, las “apariencias” o imágenes que se presentan al alma durante el sueño pueden obrar efectos diferentes: o Ia convencen de que no existe ninguna diferencia entre la realidad y la imaginación o, por el contrario, descubren su carácter “fantástico” y entonces el alma Ias juzga de conformidad con su naturaleza imaginaria.
En el tratado De Ia adivinación durante el sueño reconocía Aristóteles la común opinión según la cual los ensueños tienen algún sentido; y ese sentido, del que negó por supuesto su origen divino, le hizo preguntarse si “es posible que algunos ensueños sean causa, y otros origen, por ejemplo, de lo que pasa con el cuerpo”. Según nuestro autor, durante el sueño “los más pequeños movimientos nos parecen enormes”, de suerte que imaginamos oír el estampido de un trueno sin más razón que la de haber sentido un leve ruido, pero “todas estas ilusiones desaparecen en el acto que uno despierta”.
Con todo, en el caso particular de los melancólicos "parece que a causa de la violencia de sus sensaciones [...] llegan con más seguridad al fin, y que merced a Ia extrema movilidad que hay en ellos, su imaginación crea inmediatamente todo lo que debe seguir... [y así] relacionan las cosas que siguen con las que preceden" (De la adivinación, II, 11).
No lo dice Aristóteles con todas sus palabras, pero ¿acaso no puede verse aquí una semejanza más que fortuita entre el proceder del entendimiento en la reminiscencia y el de los melancólicos, capaces de establecer relaciones de implicación o analogía entre las imágenes concatenadas de sus sueños? El siguiente párrafo del propio Aristóteles parece confirmarlo: “El intérprete más hábil de los ensueños es aquel que mejor sabe reconocer las semejanzas, porque si los ensueños reprodujesen exactamente Ias cosas, cualquiera podría explicarlas» (De la adivinación, II, 12).
En efecto, Ias imágenes de Ias cosas son, propiamente hablando, signos o representaciones, puesto que —como dice nuestro autor— “la noción que el alma contempla es cierta cosa por sí misma, si bien es igualmente la imagen de otra cosa”; en tanto que se la considere en sí misma, es “una representación del espíritu”, y en tanto que hace relación a otros objetos es como una “copia y un recuerdo” (Cf. De Ia memoria y la reminiscencia, 1, 7). Pero Ias imágenes de los ensueños -añade Aristóteles- sólo podrán ser juzgadas por quien “con más rapidez distinga y reconozca en estas representaciones tan oscilantes” las impresiones inconfundibles de los objetos. De Ia comparación de las imágenes oníricas con los reflejos de los objetos en el agua me parece haberse valido Aristóteles para significar el carácter “enmascarado” o “condensado” que -tantos siglos después- notaría Freud, y hace que tal género de signos o representaciones, no sólo se comporten con arreglo a los principios de Ia analogía proporcional, de Ia semejanza y la trasposición, sino que alcancen de lleno el estatuto del lenguaje figurado; esto es, de los signos que sustituyen a otros signos antes de manifestar la sustitución que ellos hacen de las cosas significadas.
Siempre estará nuestro espíritu sujeto al engaño de Ias imágenes, porque hay veces que “al contemplar Ia cosa misma, se equivoca y no la considera sino como imagen de la cosa”; pero acontece también lo contrario, y es lo que les sucede a quienes han tenido un éxtasis, “los cuales hablan de imágenes que veía su espíritu como si fueran realidades y como si de su parte no fueran más que recuerdos”. (De la memoria y la reminiscencia, I, 9). Este último caso es aplicable a Ia generalidad de los textos herméticos, en los cuales las experiencias simbólicas de los ensueños son asumidas como las experiencias mismas de Ias cosas —como si Ias imágenes del espectáculo onírico fuesen las “impresiones” dejadas en los sentidos por la percepción directa de objetos reales— y no, como bien sabía Sor Juana, Ias imágenes o figuras de que se vale la fantasía para representar los conceptos “invisibles” del entendimiento.
Y en esto reside la principal diferencia -entre tantas coincidencias genéricas o episódicas- de los textos herméticos y El sueño de Sor Juana; éste es la narración del “vuelo intelectual” del alma por un universo conceptualmente constituido y simbólicamente representado, en tanto que el Poimandres o el Iter Extaticum son los relatos de las visiones de un mundo de símbolos a los que el alma concede —o pretende conceder— la condición de cosas reales. Así las “imágenes” de Sor Juana representan nociones del intelecto por medio de los “simulacros” de Ia fantasía, en tanto que Ias “visiones” herméticas hacen de Ias imágenes de la fantasía el sustento de nuevas representaciones metafóricas.
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Señor Director de la Academia Mexicana,
señores académicos,
señoras y señores:
La Academia Mexicana ha acostumbrado siempre contar entre sus miembros con un hombre de letras que, nacido en España, sea empero mexicano por naturalización y por convencimiento. Tal fue el caso de académicos tan ilustres como don José María González de Mendoza, don Amancio Bolaño e Isla y don Felipe Teixidor.
El doctor José Pascual Buxó, catalán de nacimiento y mexicano por elección personal, ingresa hoy en esta Casa, gracias a sus muchos merecimientos como poeta y como incansable estudioso de Ia literatura. Maestro en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México y Doctor en la misma disciplina por Ia Universitá degli Studi di Urbino, ha dedicado su vida, en armoniosa distribución, a la enseñanza universitaria, a la investigación literaria y a la poesía. En lo que a Ia primera se refiere, ha ocupado cátedras en la Universidad Nacional Autónoma de México, en cuya Facultad de Filosofía y Letras actualmente enseña, y en Ia Universidad de Guanajuato. Fue Director, primero, de Ia Escuela de Letras de Ia Universidad Veracruzana y, después, de Ia misma Escuela en la Universidad de Zulia en Venezuela. Se ha desempeñado como investigador en el Instituto de Investigaciones Filológicas, al que actualmente pertenece y cuyo Seminario de Poética está a su cargo, y en el Instituto Ispanico de la Universitá degli Studi di Firenze en Italia.
Deseo referirme con mayor pormenor a su obra escrita, aunque antes conviene destacar el hecho de que las cátedras que ha ocupado, todas ellas, tienen relación con Ia literatura y son, en cierta medida, producto también de sus investigaciones personales. Entre ellas se cuentan: literatura mexicana, hispanoamericana y española, literatura comparada teoría literaria y semiología de la literatura.
La bibliografía de José Pascual Buxó, a mi entender, debe clasificarse, primeramente, en obra de creación por una parte, y en trabajos de análisis y estudio, por otra. En la primera quedan comprendidos sus seis libros de poesía, tres publicados en México y tres en Venezuela, uno de ellos —Materia de la muerte— traducido al francés.
Pascual Buxó es un poeta reflexivo, meditabundo y solitario: su primer libro se llamó, precisamente, Tiempo de soledad y el cuarto,Boca del solitario. Es también el poeta del equilibrio estilístico, de la precisión en las dosis de la metáfora y del epíteto. En el prólogo de Boca del solitario nos proporciona algunas notas de su poética personal, por lo menos la de los años sesentas. De él entresaco los siguientes principios: “Me parece evidente —escribe Pascual Buxó— que ni escribimos en verso cosas que podemos expresar hablando, ni que cuanto dice un poema tenga que ser necesariamente comprendido”. Más adelante, en ese mismo escrito, reflexiona sobre algo que muchos poetas de hoy, jóvenes y viejos, deberían tener en cuenta: “Nuestra libertad —anota— no nos faculta para que concertemos ayuntamientos monstruosos ni el afán de novedades de ciertos lectores demasiado entusiastas debe hacernos perder de vista que la poesía es más —mucho más— que misteriosas palabras en contacto.”
José Pascual Buxó es, repito, un poeta de precisión y de equilibro, que sí gusta de juntar “misteriosas palabras”, pero siempre dentro de los límites de una medida impuesta por el propio poeta. Evidentemente no requiere de “ayuntamientos monstruosos” sino de simple libertad para decir, en el primero de los poemas de ese mismo libro:
Y le fue concedida el agua necesaria para amasar su “tumulto de palabras”, que en el magnífico poema elegíaco a su padre (“Materia de Ia muerte”), Ias califica con exactitud como lentas, claramente desordenadas, constantes, breves y secas:
Enrique de Rivas, con referencia a Pascual Buxó, hace notar que, a diferencia de los poetas que “irrumpen en la realidad como si la estuvieran mordiendo”, o apuñalando o acariciando o ayuntándose con ella, él pertenece al grupo de los que “la toman entre sus manos y al sentir sus contornos, la levantan y hacen que Ia luz Ia bañe de matices...”, como en los versos finales del poema dedicado a la ciudad de Florencia, que tiene cierto sabor de égloga virgiliana:
José Pascual Buxó es un poeta que necesitamos leer. Su poesía nos hará bien.
Como investigador y ensayista, deseo distinguir dos vertientes en Ia bibliografía de Pascual Buxó. Es Ia primera el análisis profundo y erudito de Ia cultura novohispana y la otra consiste en su teoría poética, que parte de Ias modernas concepciones lingüísticas de la retórica. Son dos áreas de trabajo que sobresalen entre otras varias que con semejante acierto ha atendido, tales como Ia obra de Ungaretti, Ia de César Vallejo, Jorge Luis Borges, Bernardo de Balbuena, Santa Teresa, Alfonso Reyes, Miguel Hernández, Vicente Gerbasi, Lope de Vega...
Como estudioso de la literatura mexicana colonial, Pascual Buxó sigue las huellas de críticos tan justamente renombrados como González Peña, Jiménez Rueda, Abreu Gómez, Ludwig Pfandl, Francisco de la Maza, Rojas Garcidueñas, Francisco Monterde y, sobre todo, Alfonso Méndez Plancarte. Su estudio sobreGóngora en Ia poesía novohispana analiza por una parte la importancia definitiva del poeta cordobés en la historia de Ia literatura y, por otra, su influencia en los textos poéticos de Ia Nueva España escritos a lo largo del siglo XVII, repasando y corrigiendo la tan apasionada cuanto equivocada crítica de Francisco Pimentel, Menéndez Pelayo y José María Vigil, entre otros, para quienes la producción literaria mexicana de esa centuria debería limitarse a Sor Juana, aunque según algunos, aún ella era “no ajena siempre a Ia afectación”. Pascual Buxó, en sus obras sobre la poesía mexicana del XVII, sigue con admirable erudición los trabajos meritísimos de Adolfo de Castro, Ezequiel A. Chávez y, en particular, como dije antes, de Alfonso Méndez Plancarte, para valorar con justicia y sin excesos Ia literatura mexicana de la época colonial y la influencia en ella de Luis de Góngora, que analiza meticulosamente cuando estudia el léxico, los cultismos sintácticos, el hipérbaton, Ias fórmulas estilísticas, la simetría bilateral, las perífrasis y alusiones, Ias metáforas, las imágenes y otras peculiaridades.
En esta misma línea de investigación debe colocarse su libro Muerte y desengaño en la poesía novohispana (siglos XVI y XVII) en que, con interesante y sabio estudio preliminar, da a conocer obras poéticas inéditas de Isidro Sariñana y Luis de Sandoval Zapata.
En 1972, Pascual Buxó publica en el Anuario de Letras su artículo “Lingüística y poética” que, según creo, marca el inicio de sus estudios sobre la moderna retórica lingüística, de conformidad con Ia sólida teoría de Roman Jakobson. No faltan críticos que ven, en esta manera de concebir el análisis del texto literario, el riesgo de convertirlo en una desnuda formulación algebraica, aludiendo de manera tácita al carácter en definitiva inaccesible de toda obra artística. Debe recordarse empero que para el respetado lingüista ruso la teoría lingüística general debe dar cuenta no sólo del sistema de Ia lengua en sus diferentes niveles, sino también de Ia variedad de funciones lingüísticas y de sus modos de realización. Entre las seis funciones principales está la poética, en la que el mensaje se considera precisamente en tanto que mensaje o, como escribe Pascual Buxó, “es la propia de aquellos mensajes centrados sobre sí mismos o, dicho diversamente, la que permite poner de relieve la evidencia de los signos y profundizar la dicotomía fundamental de los signos y de los objetos”.
No menos de veinte estudios ha publicado el doctor Pascual Buxó sobre estos asuntos, sobre esta peculiar y científica manera de aproximarse a Ia literatura, y está por salir a luz un importante volumen que resume y actualiza sus concepciones semiológicas y lingüísticas de la lengua poética.
A pesar de que el estudio estructural y funcional de la literatura se inicia por los años veintes, probablemente con el libro de Jakobson Sobre el verso checo comparado con el verso ruso, de 1923, donde hace el primer intento de aplicar los principios fonológicos a lengua poética, debe aceptarse que en México es Pascual Buxó uno de los primeros en trabajar en esta línea de investigación, en sus cursos, en sus publicaciones, en el Seminario que dirige, en los coloquios internacionales que ha organizado y, de manera predominante, en Ia revista Acta Poética, que él fundó y dirige, donde se dan a conocer los trabajos de investigadores mexicanos sobre el tema. No creo caer en hipérbole si digo que estos tres intereses intelectuales de Pascual Buxó, es decir, la poesía, Ia cultura novohispana y Ia poética lingüística, están atinadamente entrelazados en el discurso que acabamos de oír.
Ha tomado el nuevo académico, como materia de disertación, uno de los más altos poemas de la literatura española, el Primero sueño de Sor Juana, que, además, resulta ser la más acabada muestra de la cultura colonial mexicana. Se acerca a él, para su análisis, con los instrumentos intelectuales que le proporcionan sus muchos conocimientos de la nueva retórica y de Ia poética lingüística, pues no otra cosa intenta y logra sino ponerse “en el camino de una exégesis de El sueño acorde con sus intenciones semánticas (su texto) y con los paradigmas culturales (los contextos) que subyacen en él”, y de esta forma poder descifrar “los múltiples sentidos enredados en el texto”.
El discurso, necesariamente erudito pero sobre ello profundamente analítico, hace evidente el hecho de que no podremos comprender y apreciar el poema de Sor Juana si no nos decidimos a reconocer “Ia voluntad semántica de la autora para hacer compatibles diversos sentidos en una misma secuencia sintagmática”, lo que implica “el carácter cifrado de todo el poema” y “su condición de texto alegórico”. Es precisamente el carácter alegórico del poema y la interrelación de sentidos y lecturas lo que permite a Pascual Buxó buscar explicaciones que van más allá de la simple influencia que pudo haber tenido en Sor Juana la obra del padre Kircher para convertir El sueño en un texto hermético. En él se da, más bien, a juicio de Pascual Buxó, una “síntesis lírica de Ias teorías aristotélicas y post-aristotélicas del sueño y del ensueño”. Su visión intelectual no ocurre por intervención sobrenatural, como en los textos herméticos. En definitiva, El sueño es el relato de un vuelo intelectual del alma, y no sólo la narración de Ias visiones de un mundo de símbolos. Sus imágenes son nociones y no sólo metáforas.
Quiero destacar el hecho de que Pascual Buxó, en su discurso, nos ha dado muestras evidentes de que, para el análisis de las obras literarias, conviene, por una parte, no olvidar que se trata de un tipo particular de texto, según las doctrinas jakobsonianas, pero que también debe intervenir, para su mejor comprensión, el conocimiento del contexto cultural en el que se genera. No cabe duda de que, por ejemplo, si se desconocen las teorías aristotélicas acerca del sueño, no hubiera sido posible una hipótesis como la de Pascual Buxó, así se sustentara en los principios teóricos más sólidos.
Por encargo de la Academia Mexicana, me es muy grato, en su nombre, dar la bienvenida oficial a nuestro nuevo académico, don José Pascual Buxó, hombre de letras.
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