Busco forma apropiada de corresponder a vuestra larga y generosa paciencia, que aguardó veinte años para que yo cumpliera no sólo con una obligación reglamentaria, sino con el más elemental deber de cortesía. Y el único medio de que el contraste sea menor entre la benevolencia de que habéis usado conmigo y mi poca diligencia en dar los pasos encaminados a merecerla, será renunciar al tiempo, anularlo e invitaros humildemente a que me acompañéis de bracero a dar un breve paseo lírico, bajo frondas que eran frescas y magníficas allá cuando me llamasteis a compartir con vosotros el pan y la sal de vuestra mansión acogedora.
Si por la noble puerta de la poesía quisisteis que yo entrara en este ilustre recinto, justo es que sean los poetas a quienes vaya mi homenaje. Pero no antes de evocar la figura del varón ejemplar a cuya muerte quedó vacío el sillón que me honro en ocupar con tan escasos merecimientos. Varón ejemplar he dicho, polígrafo en quien el talento y la cultura anduvieron siempre de la mano, periodista incansable, asiduo y modesto trabajador que no dudó en posponer la propia creación a la obra patriótica de rendir culto a aquellos autores nacionales dignos de remembranza, cuya labor habría quedado sumida en olvido injusto si la mano de don Victoriano Agüeros no la hubiera puesto al alcance de todo el mundo en su sencilla Biblioteca de Autores Mexicanos. No hay en la colección propósito alguno de ofrecer joyas bibliográficas en ediciones suntuosas, antes bien su presentación es humilde y —ésta sí es una desdicha— no siempre la corrección la acompaña. Pero nadie pondrá en tela de juicio que por ella son accesibles libros que antes andaban en ediciones raras y costosas, ni que constituye un monumento precioso a la divulgación de nuestra cultura.
Al respeto que la obra de Agüeros me inspira, se une el afecto que le debo por motivos de índole personal. Fue en su diario El Tiempo, donde por vez primera apareció un largo artículo, firmado por un crítico de fuste, don Manuel G. Revilla, quien también se sentó entre los miembros de esta casa, en que con interés y entusiasmo que me llegaron al corazón, se hablaba de mi primer libro Preludios. Era el año de 1903, y ya supondréis lo que aquella consagración metropolitana significó para el escritor de provincia que comenzaba a internarse en las sendas de la poesía. Años más tarde Agüeros y Revilla me honraron con su amistad y me deleitaron con su trato. Para ambos va la ofrenda de mi gratitud en este breve preámbulo.
Hace medio siglo que se inició en la poesía lírica mexicana una corriente de renovación. La seriedad de aquel movimiento es algo indiscutible, por cuanto no se limitó a reaccionar contra lo tradicional y dogmático, sino que dejó de golpe la puerta franca a la evolución lírica, marcó orientaciones no sospechadas y fundó lo que aún dura en el sentido de un concepto artístico actual, más cercano que nunca a las inquietudes y solicitaciones del momento.
Hay motivos para preguntar si teníamos antes una lírica en México. Nos ufanábamos, sí, de nuestro claro abolengo literario; habíamos dado al teatro español de los siglos de oro un representante ilustre, don Juan Ruiz de Alarcón, digno de codearse con Lope, con Tirso, con cualquiera de los más grandes prestigios de la escena española; nuestra Universidad tenía un glorioso pasado de sabios profesores, de teólogos y humanistas; poseíamos una tradición de cultura que se mantenía a flote en el mar tempestuoso de los sacudimientos políticos; pero nuestra poesía lírica, con ser abundante por el número de sus cultivadores era mezquina por la calidad y por el aliento.
En el último tercio del siglo xvii pudimos apuntar un alto nombre, el de Sor Juana Inés de la Cruz, la insigne monja que pareció recoger el postrer soplo de los siglos de oro, y que fue acaso, en lengua castellana, el mejor poeta de su tiempo. Sabia y culta, apasionada y mística, conceptista a veces, reflejando en ocasiones la sutileza verbal y el arte complicado y sonoro de don Luis de Góngora, rebuscada y retórica por momentos, recargada aquí y allá con cierta erudición inoportuna, no tuvo en México antecesores de su alcurnia ni dejó sucesores, ni conoció émulos; y es ya lugar común asegurar que desde ella hasta Manuel Gutiérrez Nájera, México no puede enorgullecerse con el nombre de un gran poeta.
Menguado en sus cualidades y abultado en sus defectos, el siglo xviii español se refleja en nuestra poesía con todas sus características de arte en decadencia. Los poetas mexicanos, atiborrados de humanismo falso, sabios de latín y de lecturas clásicas, pero incomprensivos del espíritu de las propias lecturas, no atinan en sus poemas con una estrofa honda ni con un grito humano. Todo en ellos es reminiscencia y ajuste servil a los modelos consagrados y a las normas de la técnica al uso, y ni en Abad, ni en Alegre, ni en otros versificadores en lengua de Horacio, existe una contribución seria a la poesía de su tiempo. Dejando aparte nombres discutibles aun para aquellos años, nada queda de la ingenuidad incolora de Navarrete, poeta de tercer orden, Meléndez empequeñecido —¡oh paradoja! — falto de nervio, en quien el amor y la tristeza están a flor de piel, que se pierde en prolijas descripciones sin vida y juega a lo pastoril con el cordero de Anarda. Se ha insinuado que aquel hombre, que parece no haberse asomado al mundo sino por la estrecha ventana de su celda, y que nunca volvió sus ojos a las profundidades de su reino interior, supo algo y aun algo del amor humano. Lo ignoro; mas no lo delatan sus juguetes amorosos, anémicos, ayunos de pasión y cuya lectura es hoy apenas soportable. ¡Qué contraste con las estrofas de Sor Juana, quemantes de fiebre, apenas dominada por su estado monjil y por su pureza nativa, mal disimulada por su retórica y por su conceptismo, y que llevó una vida santa y noble, pero no ignorante de las crisis morales y los desasosiegos del mundo!
En el siglo xix se inicia una leve reacción favorable. Pero los llamados salmistas, como Pesado y Carpio, no lograron otra cosecha que transcripciones bíblicas más o menos bien versificadas. Nuestros románticos, Calderón, Rodríguez Galván, mejor dotados sin duda, se gastan, bajo la influencia tardía del romanticismo español (que había de culminar en Espronceda, el Duque de Rivas, García Gutiérrez y Zorrilla) en orientaciones falsas, en temas exóticos mal digeridos, y afean su obra con incorrecciones tan visibles, que es difícil separar de sus poemas lo que en justicia pertenece al arte, y dar de lado a lo que no fue sino derroche lamentable de naturales aptitudes.
Los hombres de la Reforma, Prieto, Ramírez, Altamirano, se prodigan en todos los campos, y en todos dejan huella de su ingenio de poetas y de su fuerza de hombres de acción; pero Ramírez, que guardando las distancias, se parecía a Voltaire (aun en su tendencia demoledora que encubría un espíritu tradicional y clásico en materia de arte), deja unos cuantos poemas de forma elegante, severos y conceptuosos, escépticos y fríos, y sólo de tarde en tarde, como en el soneto Al amor, deja asomar su alma conturbada por una pasión senil, velada todavía con la alegoría mitológica. A Prieto, alma del pueblo, folklorista sin saberlo, romancero fácil y abundoso, le falta el gusto y carece de la proporción y armonía del verdadero artista. Altamirano, el más poeta de los tres, atina con paisajes cálidamente sentidos, tiene toques de pasión criolla y deja algunos versos de belleza innegable; pero no llega a excelsitudes líricas, y se contenta con ser un estimulador de espíritu, un despertador de cultura, un abanderado de la juventud, que acata su magisterio seducida por la magia de aquel indio agitador de almas, a la vez político, periodista, bardo y tribuno.
Nuestro segundo romanticismo, que pareció por un instante la aurora de un renacimiento poético, no dio tampoco frutos sazonados. Antonio Plaza vocifera contra la sociedad y seduce a la bohemia inconforme y a la mediocridad de los fracasados en todos los órdenes de la vida; mas nunca escribe un solo verso noble. Vomita su mentirosa rebeldía de incomprendido en forma canallesca y en sonora vulgaridad. Nada vive de él, casi ni su nombre. Acuña, más culto, mucho más inteligente y hasta más artista, sin serlo en grado heroico, poeta de natural vocación, no pudo sobreponerse a su medio ni a su época. Filosofó en poemas impregnados de un pesimismo amargo y de un materialismo un poco ingenuo y selló su mal de Werther, que tomaba a las veces el aspecto de una postura literaria, con la sinceridad de un suicidio que aumentó su reputación. Sus veinticuatro años no le dieron tiempo a crear lo que había derecho a esperar de su numen en la madurez de la vida. Flores, apasionado y erótico, se mantiene invariablemente en una actitud que a la larga es fatigosa. Aquel grito sexual, aquel beso eterno que vibra y que estalla en una prosodia balbuciente y en un léxico pobre, son de fuego; pero se parecen demasiado al gemido de la bestia en celo, sin que los ennoblezca la forma ni la novedad los consagre. Tiene bellos poemas henchidos de pasión; pero es difícil leerlos de seguida sin pedir a gritos un poco de espiritualidad.
Con los segundos románticos apareció un artista como manifestación rara y esporádica de un gusto irreprochable y una desusada pureza. Se llamaba Agustín F. Cuenca. Faltóle algo para llegar a las excelsitudes de la lírica: sus alas no eran lo bastante vigorosas para alcanzar cimas de vértigo; pero su arte era de buena ley, y esto lo distingue, con marca inconfundible, de todos los que hacían de la fecundidad desbordada y de la improvisación sin freno el objeto de su culto. Familiarizado con los primeros románticos franceses, admirador de Musset, a quien tradujo con encantadora discreción, espíritu fino y aristocrático, dueño de un verso puro y de una estrofa trabajada y limpia. Cuenca realizó una obra que parece de hoy por la elegancia y la distinción naturales y por la emoción contenida y sobria. Le faltó vigor, ya lo dije, y no ejerció influencia; y si no hay fundamento para suponer que hayan sonado sus estrofas en el alma de algunos poetas que habían de ser más tarde orgullo de la lírica mexicana, sí lo hay para creer que su obra breve quedará como muestra de pudor artístico y como ejemplo de aislamiento fecundo.
Cuando se acallaban las voces de los últimos románticos, cuando Justo Sierra, el maestro inolvidable de tres generaciones, poeta él mismo cuyo caudal de inspiración no pudo encerrar nunca en forma definitiva, poeta en su vida y en su prosa, que es una de las más viriles, nobles y estimulantes de la literatura de México y seguramente la que lleva dentro más fe en el porvenir y más aguda visión de nuestro pasado, apareció el grupo excepcional formado por Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón y Manuel Gutiérrez Nájera. Los tres han muerto; Díaz Mirón el último, ya anciano y sumido en un silencio orgulloso, agobiado por los años y por los infortunios de una vida rebosante de leyendas, y cultivando, a hurto de la popularidad bullanguera, un verde laurel póstumo.
Difícilmente pueden hallarse tres poetas coetáneos con tendencias más disímiles. Othón venía del clasicismo, sin inquietudes por las formas nuevas, sin demasiadas complicaciones espirituales, sin refinamientos morbosos. Buscaba la perfección; pero dentro de lo tradicional y consagrado. Le bastaban el soneto puro y ajustado a las reglas, el terceto dantesco, la silva itálica que habían cultivado sus maestros en España; y sus audacias consistieron en el empleo de algunos metros gallardos, sin ofensa de su lengua, que guardaba muy celoso, sin contravenir leyes del ritmo o de la rima, que consideraba inviolables. En su comprensión del paisaje, que abandona en él las características de la anotación detallista y de la exactitud fotográfica, entraban como primordiales elementos la interpretación subjetiva y el elemento emocional. El alma del poeta estaba presente en aquella poesía rústica, poesía bucólica de verdad, no la falsa y artificiosa de sus predecesores; y el alma del poeta era noble y majestuosa, impregnada de una religiosidad trémula, grave y solemne, sin oratoria, pura y limpia sin frialdad, armoniosa sin amaneramientos, refrenada, pero con el grito humano pronto a estallar desde el primer instante. En realidad, él encarnaba la tradición clásica de los humanistas que le habían precedido; pero aportaba, como elementos nuevos y constantes, la dignidad y la emoción, y un sentido del campo, del campo contemplado en las horas de la meditación profunda, del campo de verdad, de la selva familiar, de las montañas nativas que cantó en el Himno de los bosques y en el Salmo del fuego. Tal vez de los poetas que he mencionado, es Othón el que menos sorprenda y menos sacude, pero es también el que mejor se mantiene en alto sin descender en caídas lamentables. Su influencia, por más que alguien sospeche reminiscencias suyas en Pagaza y Montes de Oca (no son otra cosa en el fondo que similitudes de espíritu clásico), no fue muy visible. Sus pocos imitadores quedaron a gran distancia del modelo. El arte de Othón no es innovador, y sólo parece haber recogido las excelencias que sus predecesores acumularon fragmentariamente y escondieron en el acervo de sus imperfecciones. Arte fue el suyo de sinceridad perfecta, aristocracia nativa y constante depuración. En aquel tiempo de lirismo autobiográfico hasta el impudor, mala herencia de nuestro romanticismo, allá cuando Peza cantaba sus tragedias de hogar y sus intimidades domésticas en versos de sonoridad pegajosa que por muchos años fueron la representación única de la lírica mexicana al través de América y de España, el arte de Othón, reflejo de su alma levantada y solemne, esconde su vida en sus estrofas. Sólo por excepción, en su idilio salvaje En el desierto, el poema seguramente de mayor intensidad pasional que haya producido la poesía mexicana, rompe su hermetismo subjetivo y se desborda en gritos de amor, de dolor y de angustia desesperada; pero aun en aquel formidable desahogo que rompe el dique de toda mesura, usa Othón del artificio literario de achacar a un amigo el drama pasional por él vivido intensa y dolorosamente.
Díaz Mirón surgió con la actitud pomposa y grandilocuente que repudió después y no siempre con justificados motivos. Tenía la voz magnífica, el ademán orgulloso, el verso metálico, la metáfora presta y la estrofa atrevida y gallarda. Venía de Hugo y venía de Byron; pero con su estruendo americano, en pugna con el tono matizado y timbre crepuscular que parece advertirse en la poesía de México. Con su Canto a Byron, con su Oda a Victor Hugo y sus cuartetos A Gloria, conquistó una popularidad que traspasó los límites de su patria. Algo de su pompa verbal, mucho de su altisonancia épica sonaron y suenan todavía en poetas mayores del Continente. Un día, se arranca con brusquedad el penacho, acalla el tono de la epopeya y la elocuencia civil para crear un arte nuevo en él cercano al parnasianismo por su ansia de perfección, pero muy lejos de su frialdad sistemática y muy diverso en cuanto a procedimientos expresivos. Es el tiempo deLascas. Ninguna renovación más formidable y completa en la obra de un escritor. Los que sentían estereotipada la imagen del Díaz Mirón primitivo se vieron desconcertados. El libro era inaccesible al vulgo y no se imponía fácilmente a los que, sin ser vulgo, no estaban muy seguros en la apreciación de las normas de un arte excepcional y aristocrático. El verso era de una perfección rara; el odio al lugar común y a la palabrería insubstancial, adolecía de concentraciones oscuras; la innovación métrica, sin trasponer los linderos clásicos, se caracterizaba por una variedad sapiente en que parecían desempolvarse ritmos abandonados que una mano diestra se encargaba de ennoblecer y dignificar. Un léxico opulentísimo, una connotación precisa de los vocablos, un arte maravilloso para la acuñación de la estrofa, un acierto para las fórmulas de expresión que se antojaba hallazgo milagroso, una hábil construcción de orífice que conoce los secretos y las fórmulas; esto había en la obra de Díaz Mirón. En el fondo, retórica; pero retórica suprema, y al servicio de una poesía altísima a ratos, honda, y con frecuencia definitiva. Tal arte personal e inaccesible a los imitadores —éstos llegaron apenas a las primeras nociones del procedimiento y nada alcanzaron de la herencia espiritual— mantuvo en cierto modo aislada la figura del poeta, y así se explica que Díaz Mirón, más grande en Lascas que en sus primeros poemas, haya ganado en valor artístico y haya perdido en influencia. Del Canto a Byron, de las estrofas A Gloria, hubo y hay resonancias en la poesía americana; al poeta de Lascas se acerca la admiración de los escogidos. Se ha dicho que la arquitectura de la obra mironiana es fragmentaria, que a fuerza de pulimento en el detalle se advierten demasiado las junturas y se pierden la silueta y las proporciones de lo monumental. Se ha murmurado de la endeblez y poca variedad de su ideología poética; pero ante la perfección marmórea de semejante lírica ¿no se siente incontrovertible la verdad de que la poesía no se forja con ideas, sino con palabras? Además, sería injusto no reconocer que aquella forma impecable se adapta a todas las emociones del poeta, lo mismo a las maravillosas descripciones del Idilio, cálida transcripción del paisaje costeño, sin precedente en nuestra literatura y henchido de anotaciones directas, que a la intimidad visionaria de El fantasma, donde la pureza infinita de la emoción se interpreta con palabras que parecen hechas de un aire musical y transparente y en la que la evocación tiene contornos extrahumanos.
Cuando apareció el volumen de Lascas, ya Gutiérrez Nájera había muerto. Con haber sido mucha su fama en los últimos años de su vida, su reputación póstuma fue mayor. Mientras los diarios y las revistas de México se disputaban sus poemas y sus prosas, el poeta oyó, entre los aplausos, las voces de protesta de los que nada conciben como legítimo fuera de lo añejo y tradicional. Se le tachaba de afrancesado, y como su espíritu era blando en extremo para recibir la impresión de las últimas lecturas, se le llamaba imitador sin originalidad; y como rompía los moldes de la métrica al uso, sin extravagancia, pero con firmeza consciente y sistemática, se le trataba de peligroso innovador. En verdad, su arte delataba influencias francesas, y al través de Hugo, Vigny, Lamartine y Musset, recordaba a Banville, Gautier y Baudelaire. No llegó a Verlaine porque en aquel entonces el poeta de Sagesse no privaba aún entre los lectores americanos; pero no sé qué había de Verlaine en aquellos tintes melancólicos y en aquella poesía íntima de nuestro poeta, sin la angustia carnal desenfrenada y sin el ansia del dolor contrito, sin aquella fusión de sátiro y creyente que peca y ora, pero con el mismo sentido profundo de la vida y la misma sinceridad de la emoción.
Dicho queda que a la muerte de Gutiérrez Nájera las alabanzas fueron unánimes, la consagración de su poesía completa y la renovación de las tendencias líricas indiscutible. Solamente Darío, más tarde, cuando ya los espíritus se hallaban dispuestos al abandono del cliché inexpresivo, ejerció una influencia más amplia y profunda. Pero dentro del grupo precursor de lo que había de llamarse modernismo, formado por Martí y Julián del Casal en Cuba, por Silva en Colombia y por el Duque Job en México, no hay duda de que este último hizo sentir con más hondura y mayor perseverancia el soplo alentador de la poesía nueva.
Cabe ahora preguntar qué trajo a la poesía americana el alma exquisita de Gutiérrez Nájera, ¿cuál fue el ímpetu desconocido que él despertó, qué melodías no escuchadas vibraron en sus versos, qué secreto de emoción descubrió, qué regiones ignoradas recorrió en sus viajes espirituales, y por qué lo llamaron maestro los que contaban después de él?
En la poesía subjetiva, ya cultivada de preferencia por nuestros románticos, Gutiérrez Nájera introdujo el elemento prócer de la distinción. Lo que en sus predecesores fue desnudez autobiográfica y confesión impudente, en él fue confidencia velada y sugerencia íntima, por primera vez sonaba a nuestro el ajeno dolor; por vez primera se desvanecían las líneas concretas del suceso anecdótico para temblar con la angustia universal y humana; por primera vez se establecía entre el lector y el poeta esa colaboración que no logra sino la poesía digna de tal nombre. La estridencia del viejo lloro romántico cedía el paso a la queja en sordina, al sollozo refrenado, al suspiro recóndito que apenas se oye en el sagrado recinto del silencio.
Aquella poesía trajo también el verso suave, de ondulaciones sabias, sin la almidonada tiesura de un clasicismo apócrifo; trajo la palabra melodiosa, hábilmente armonizada, no siempre castiza, pero siempre oportuna y rebosante de gallardía; trazo el matiz y lo introdujo donde sólo había colores primarios, difumó el contorno donde solamente había líneas precisas. Dio redondez a la estrofa rectilínea y angulosa, y proveyó de resonancia parabólica al poema. Acabó con el énfasis e inauguró el reinado de la sencillez que encubre la gestación del procedimiento, y disimuló la elegancia rebuscada con la discreción y con la fineza. Hoy que, después de Darío, y al través de la audacia de los nuevos, el versilibrismo es una conquista y la expresión se liberta de trabas y limitaciones vetustas; las estrofas de Gutiérrez Nájera, con sonar bellamente en los oídos, ni nos sorprenden ni nos desconciertan; pero pensemos en lo que había antes que él, en el gran crimen que se cometía al romper con los moldes estrechos de la intransigencia retórica, y convengamos en que aquel reformador sin saberlo, aquel revolucionario que nunca adoptó actitudes de apóstol ni legislador, ha de haber provocado más de una inquietud entre los poetas de su tiempo.
Además, Gutiérrez Nájera poseía el don supremo de la gracia. Gracia un poco a los Banville, forjada con destreza suma y con pericia sorprendente, a veces frívola, trascendental en ocasiones, siempre alada y misteriosa, siempre dominadora y fascinante. Aun en los poemas de mayor hondura, aun en los versos más dolorosos, este don de la gracia aparece como distinción personal en la riqueza sobria del conjunto. En ella está igualmente el secreto de su prosa, hecha al parecer con desenfado, sin petulancias, sin miedo a neologismos, sin temores de pasar por afrancesada. Inauguró entre nosotros el género amable en que Gómez Carrillo fue rey, en que sobresale Ventura García Calderón, en que dejó su huella inconfundible el poeta de Cantos de vida y esperanza. Todavía se siente la influencia de este elegante croniqueur de facilidad maravillosa en la prensa mexicana. Tal vez la marca fue demasiado honda y acaso la ligera facilidad del maestro se traduce en frivolidad efímera; pero él inició en México la palabra colorida y dio realce al suceso cotidiano con el arte insigne de un estilo sin antecedentes.
Pocos temperamentos literarios tan definidos como el suyo; pocas consagraciones tan generosas y desinteresadas como la del Duque Job a esa labor de todos los días, que nunca revistió en él de ropajes de tedio ni desfallecimientos de oficio. Se concibe el peligro de una labor así, apresurada y copiosa, exigida por las necesidades del momento, apremiada por la vulgaridad intransigente de editores sin meollo y por la avidez insaciable del público devorador de folletines. Sólo un espíritu excepcional pudo esquivar la mediocridad y salvar la obra del fracaso; y es curioso y revelador que aquellas páginas escritas al correr de la pluma, entre charlas de redacción o sobre las mesas del café bohemio, vivan aún y se lean con deleite cuando se ha perdido hasta el recuerdo de los hombres y de las cosas que las motivaron.
Al margen de aquel trabajo fatigante, su poesía iba cobrando tonos de perfección. La gracia ligera fue trocándose en gravedad profunda, el preciosismo y la virtuosidad cedían paso a la expresión pura, y un día, Gutiérrez Nájera, como Chenier, nos dio poemas de un clasicismo límpido y humano, vasos del más fino cristal henchidos del más precioso aroma. Las Odas breves son la muestra de todo lo que pudo haber realizado aquella vida si no se hubiera truncado a los treinta y seis años.
Soy de los que piensan que la influencia de los grandes escritores sólo es nociva para los infecundos. Posiblemente induce a la imitación en las almas juveniles; pero el espíritu que lleva dentro de sí un ansia creadora, salta de la posición marginal y desprende de las ajenas inquietudes su propio ideal y su propio temblor. Distingamos. Hay dos clases de influencia: la verbal, que es el procedimiento literario, y la espiritual, que es la orientación estética, a la vez vaga, confortadora y estimulante. De Darío, el poeta más influyente en los últimos años de las letras españolas, parten visiblemente las dos direcciones. La primera produjo el grupo de los modernistas a la moda de un instante, de los rubendarianos simiescos, de los “snobs” portadores de un léxico flamante que pronto se trocaba en galimatías, de los preciosistas incapaces de comprender el mensaje de que era portador el poeta de Prosas profanas, de los que fatigaron a sus lectores con el ave de Leda, sin darse cuenta de que el maestro era el solo digno de apacentar vuelos de cisnes. La segunda fue la que despertó el gusto por la palabra virgen, el culto a la metáfora rica, el epíteto inesperado y sugerente, el amor por los ritmos nuevos o rejuvenecidos, por el verso decorativo y suntuoso, por el fonetismo sensual, por la melodía sabia y por el metro inusitado; la que repudió el sonsonete martilleante fuera del cual la vieja retórica no hallaba salvación; la que libertó la forma y preparó el camino a todas las audacias legítimas; la que introdujo la aristocracia donde sólo reinaba el lugar común; la que se prolongó como un eco que venía a la par de la música maravillosa de Prosas profanas y de la sabiduría llena de sentido recóndito de Cantos de vida y esperanza. Los primeros, los secuaces verbalistas, han muerto para bien de la poesía contemporánea, porque no entendieron el espíritu reformador, porque dieron motivo para escarnecer una revolución salvadora que iba por primera vez de América hacia España y que dura todavía aun en aquellos que parecen combatirla. Los segundos viven sobre el terreno conquistado, y se mueven gloriosamente dentro de la adquisición más durable e íntegra desde los tiempos de Boscán y después de la de Góngora, y que acertó a arrancar el arte de manos de la torpeza incipiente para colocarlo en las de la comprensión creadora y predestinada.
La influencia de Gutiérrez Nájera fue de esta última clase; por ello no dejó imitadores serviles ni copistas caricaturescos. Si hubo reminiscencias suyas en la prosa de nuestros cronistas, ningún poeta mexicano lo siguió de modo perceptible. Pero en cada personalidad de nuestra lírica moderna alienta el soplo del precursor; mejor dicho, no se concibe obra escrita después de la suya, sin tomar en cuenta aquella noble liberación. La pompa oratoria, tan amada de nuestros poetas civiles, murió por él; por él cayó en desuso la retórica hueca; por él se inyectó en la savia potente de la lírica de España el matiz delicado de la poesía francesa. No formó escuela; si la hubiera formado, habría sido menos grande. Dejó, sin proponérselo, líneas de orientación general, rumbos imprecisos, motivos vagos; y enseñó distinción y nobleza a los que tenían hambre y sed de ambas cosas.
Se le tachaba de afrancesado. Verdad que amó a Francia como la amó Darío, con el ansia humana que rechaza el regionalismo estrecho, cada vez más inexplicable dentro del cosmopolitismo actual que hace imposible el antiguo aislamiento de las culturas; pero no pensó ni sintió en francés. Conservó su estirpe española y su alma americana, sin perder nada de su personalidad inconfundible. Él mismo lo decía: paseaba con sus amados poetas de Lutecia y se embriagaba con vino francés; pero cuidaba de confesarse al día siguiente con el maestro Fray Luis de León.
Cuando el modernismo, en su acepción más digna, apareció en las letras de América, la poesía mexicana estaba ya dispuesta al sacudimiento. Sin la Revista Azul, donde Gutiérrez Nájera y su grupo volcaron sus tesoros y desde donde se asomaron sin miedo a otros mundos de creación estética, no se concibe la aparición de aquella otra revista que mantuvo por muchos años en México y en América el estandarte de las nuevas ideas. Me refiero a la Revista Modernamantenida por el alma fervorosa de Jesús E. Valenzuela, que puso su oro y su ingenio al servicio de una buena causa, y que, sin ser poeta de primer orden, hizo más por el arte mexicano que muchos autores de mayor fuste. En aquel cenáculo comenzó Tablada a destacar su personalidad multiforme de poeta y de artista, siempre captador del último grito, siempre contagiado del más reciente calosfrío, siempre nuevo y siempre alerta; allí veló Nervo sus armas y tuvo sus iniciaciones reveladoras; allí Urbina y Othón dieron gran parte de su obra. Porque las prevenciones pasionales de aquel grupo reformador cedieron siempre ante el mérito, sin distinción de escuelas ni procedimientos. La acción de prédica coherente y de entusiástica propaganda ejercida por la Revista Moderna, no se limitó a México. España e Hispanoamérica la saludaron fraternalmente, y el acercamiento intelectual y artístico que provocó entre los países de habla española fue el mayor de su tiempo. Poetas y prosistas, hoy consagrados, colaboraron en sus páginas. Valle-Inclán y los Machados, Marquina y Juan Ramón Jiménez enviaron desde España sus primicias; y los poetas de Sudamérica, Chocano y Valencia, Lugones y Jaimes Freyre, fueron comensales ilustres de aquel banquete que presidía el espíritu aristocrático del poeta de Almas y cármenes.
Todo lo que entonces significaba un ímpetu de perfección renovadora, fue acogido generosamente por la revista. La obra de Darío no tuvo en América heraldo más animoso, y losnuevos de España y de nuestro Continente se sintieron unidos en un evangelio común. De todo aquello ha muerto lo que debía morir: las iracundias de los sectarios, explicables como arma contra la incomprensión de la hora; el procedimiento colectivo, que amenazaba con hacerse escuela y que por el momento cumplía con su misión de fuerza predicadora; la estrechez, el sistema, la intransigencia retórica, más exclusiva y fanática que la que pretendía derribar; los chismes de la camarilla; las pasiones del partidarismo… Pero aún dura lo que había de durar: la corriente impetuosa que alguna vez parece revolverse contra lo mismo que la desencadenó, y sin la cual los más atrevidos intentos no habrían pasado de sueños irrealizables.
La mejor prueba de que el influjo de Gutiérrez Nájera fue benéfico, está en la variedad de direcciones adoptada por la poesía mexicana en su desarrollo ulterior. Los poetas continuaron con su propia visión, sin renunciar a su personalidad, sin el afán gregario de un rumbo solo y de una senda común. La influencia del Duque Job no mató ningún carácter, no apagó ningún hálito, no torció ninguna tendencia. Dentro de las solicitaciones vernáculas y bajo la acción bienhechora de una posición espiritual más en consonancia con el arte y con la vida, los poetas siguieron cantando su propia canción. Contemporáneos de la mejor obra de Gutiérrez Nájera, fueron el autor de Lascas, el de Poemas rústicos y el del Florilegio. Todavía duraba el eco de las Odas breves y ya comenzaba a esculpir Rafael López el friso ilustre de su verso lapidario; ya Argüelles Bringas tendía la mano a la estrella mironiana, mano púgil que la muerte había de paralizar antes de tiempo; ya Manuel de la Parra musitaba su poema suave hecho de lloro silencioso y de íntimo dolor; ya Rebolledo gemía con un erotismo sin rival en nuestro parnaso y acuñaba sus medallas prohibidas; ya Núñez y Domínguez dignificaba en un tono neorromántico y musical, rincones humildes y almas populares… El grupo de ayer, dentro del cual se destaca de modo inconfundible la gran figura de López Velarde, una de las mayores pérdidas de la poesía nacional, el que supo elevar la visión provinciana y luego la patria suave “a la altura del arte” e hirió de muerte con su palabra idónea a la expresión vetusta y a la imagen estereotipada y oliente a ranciedad conservaba en su poesía un leve perfume de la poesía del autor de Pax Animae, pero sin huellas verbales, sin rasgos visibles, y sin la más leve sombra de imitación. Nada hay de común en todos ellos, salvo las grandes líneas de un arte sincero, de un sentido humano, de una emoción que perdura a través de la variedad infinita de los temperamentos.
Por esto pudo persistir en nuestra poesía renovada el soplo romántico. Luis Urbina es un ejemplo de cómo puede cantar el romanticismo sin perder su abolengo en el arte contemporáneo. Urbina es entre los poetas mexicanos el que menos ha cambiado con respecto a su tono inicial. Nació y comenzó a cantar tal como es; sin tanteos ni vacilaciones nos dijo su verso musical, su canción doliente. Se situó en el terreno de un sentimentalismo franco, en un recinto de tristeza resignada, sin más tema lírico que su melancolía bañada en lágrimas.
El espíritu de Urbina ha podido acometer, burla burlando y con cierto dilettantismoaristocrático, una labor que por su calidad es más valiosa que la de muchos que, pensando hacer obras de mayor enjundia no saben o no pueden disimular el esfuerzo de su producción literaria. Porque este poeta que no ha dejado de cantar bellas canciones desde su adolescencia, hilvana sin cesar crónicas aladas, impresiones teatrales, artículos de fino humorismo que amortiguaron en el público lector de la prensa diaria el dolor producido por la pérdida del Duque Job. Ha consagrado serios trabajos al periodismo político y ha escrito en horas de meditación y severo estudio, aquella notable introducción a nuestra Antología del Centenario, que ha merecido el aplauso de la crítica extranjera. Por todas estas fases de su talento, Urbina ha merecido bien de nuestra literatura nacional. Ha sido un precoz, y si esto no envuelve para él alabanza ni censura, ya que junto a inteligencias superiores demostradas temprano hay innumerables que se han quedado en los comienzos y junto a cerebros tardíos cuya labor va marcada con signos de senectud, no escasean los retardados de genio, esta precocidad de Urbina da realce a una cualidad suya que no puede pasar inadvertida al hablar del hombre y de la obra. Me refiero a su unidad espiritual, sin ejemplo casi en la poesía mexicana.
El libro en que Urbina recogió sus canciones de adolescencia y de juventud nos presenta en toda su integridad el alma del poeta. Halló su rumbo desde el primer intento, y sus ojos de predestinado abarcaron, desde sus comienzos, el campo de su emotividad de artista, lo cual produjo el resultado de limitar su esfuerzo posterior a intensificar su sensibilidad poética y a depurar su forma. He aquí por qué, sin ansia de novedad, sin esoterismos recónditos, sin utilizaciones alambicadas, y con la sola vieja y fecunda tradición emocional del amor, del dolor, de la vida y de la muerte, construye este poeta una obra que puede servir de edificación y ser presentada como ejemplo. El poeta de Ingenuas es el mismo de Puestas de sol, aunque éste es más pulido y más hondo; y es el mismo de Lámparas en agonía, sólo que éste es más otoñal y más sabio, ya que ha logrado departir con la vida de esas cosas que no se comprenden sino después de los cuarenta años. Habrá que llamarlo poeta romántico, ya que es preciso obedecer a un prurito de clasificación incontenible; pero quédele el orgullo de saber que nada hay de común entre su poesía y la de los que en la primera mitad del siglo pasado dejaron como herencia literaria un arte informe, que sólo por instantes nos convence y que da por lo común la impresión de lo malogrado.
Poeta nostálgico y armonioso ha llamado algún crítico a Urbina, y es verdad que en sus versos flota siempre, sobre el encanto del ritmo, sobre la musicalidad delicada y sobre la suavidad sonora, un soplo de tristeza. ¿Nostalgia de qué? De lo imposible y de lo irreparable; sólo que esta tristeza de Urbina no se manifiesta en explosiones ruidosas, ni en gritos desgarradores, sino que sabe recibir de su alma noble, pudorosa y aristocrática, un toque de serenidad y un tinte de resignación que la transforma en melancolía. El campo del recuerdo triste y del anhelo imposible lo recorre Urbina como un viajero sabio para quien son familiares los más ocultos senderos. Rara vez lleva sus pasos fuera de ese campo que es tan suyo; pero qué bien lo conoce, cómo nos trae de su maravilloso viaje tesoros de intimidad emocionante, y cómo nos obliga, cogidos por la magia de su palabra, a recorrer en nuestra propia vida las mismas rutas y a contemplar los mismos paisajes. Si ese horizonte de la ilusión ya ida, del amor ya muerto y del anhelo inasequible parece estrecho a quienes gustan de que el poeta se espacie en todos los aspectos de la vida, nadie negará, en cambio, que Urbina conoce profundamente los misterios de la emoción que es suya, y que retorna de su propio corazón cargado de nuevas sensaciones y de nuevas sabidurías.
Nacido a la vida del arte con una de aquellas facilidades que valen por una larga preparación, corrió por ello el grave riesgo de la insipidez literaria. Su buen gusto le libró de caer en semejante abismo, y si es verdad que ni en su primera obra carece de acicalamiento y donosura, su alto espíritu de artista buscó sin cesar formas de perfección, y sus versos fueron cada día urnas mejor cinceladas donde pudo guardar el rico perfume de antaño para delectación de los exquisitos. La facilidad del poeta, que en nada afea el conjunto de su producción, es causa, sin embargo, de dos reparos que en su obra pueden ponerse. Y aquí los expreso sin escrúpulos, porque el autor de una obra consagrada tiene derecho a la verdad. El primer reparo es que el poeta diluye a veces su emoción en largas tiradas líricas, y esta abundancia, esta riqueza y esta prodigalidad roban valor a la idea poética e intensidad a la expresión. El segundo reparo, obra de la misma facilidad, se refiere a la afición de Urbina a cultivar géneros que no son los suyos, y en los que acierta sólo a fuerza de dominar la técnica y de poseer la pericia del maestro. Pero dejando a un lado estos reproches minúsculos, ¿quién puede negar a Luis G. Urbina el alto sitio que le corresponde entre los poetas mexicanos?
Nervo es otro aspecto de nuestra lírica. Al decir sobre él unas palabras, tendré que repetir conceptos expresados ya y comentarios míos respecto de su obra hechos con varios motivos y en ocasiones diversas.
Bien sabéis que en pleno triunfo, antes de que “el tiempo aleve hubiera marchitado la gentil corona”, Nervo, que llenó con su nombre la patria, que forjó por casi tres lustros en tierra española el ritmo de su verso melodioso, y que marchó, por último, a modular su canto a tierras sudamericanas, dejó este valle de tránsito para entrar en el silencio perdurable y en la paz eterna. Destino prócer, porque nos dijo sin reticencias su evangelio de arte y de amor. No dejó la obra trunca de las precocidades malogradas, ni paseó por la existencia la ruina espiritual de una vejez ilustre. Tenía algo que decirnos, y expresó todo su mensaje y sólo su mensaje. Fue su terrenal jornada una lección de vida íntegra en ideal consorcio de pureza y de plenitud.
Genio musical y melifluo que todo lo resuelve en melodías, arpa de cristal y de oro cuyas cuerdas impalpables se estremecen al soplo de la brisa más leve, la peregrinación de Nervo por la vida fue un prodigioso cántico. Sin vacilaciones ni impaciencias balbuceó los primeros versos de su poema inmortal, y la voz adolescente fue cobrando timbres no escuchados, y los temas fueron adquiriendo cada día más hondura y cada vez mayor gravedad. Cuando el motivo inicial iba a agotarse en un desarrollo alucinante y sabio, calló la voz y la música se prolongó en las almas de los que oían, como una fuga extraña que parece sonar aún de los reinos de la muerte.
Vio siempre el mundo con los mismos ojos contemplativos; y al través del reflejo inevitable de las cosas que pasan, de los terrenales afectos, de las sensaciones efímeras, su mirada seguía el hilo conductor de su visión espiritual, hilo que, como el de Ariadna, supo guiarlo entre las inquietudes y las sombras.
Espíritu selecto, fino hasta lo inverosímil, delicado hasta lo enfermizo, rico de matices como un crepúsculo del valle paterno, despierto y pronto a la emoción más fugitiva, no quiso ser un poeta de excepción. Su exquisitez hablaba, insinuaba o sugería al oído de los hombres el misterio que, con ser él solo en escucharlo, adquiría virtud propia al transmitirse a cada alma nueva. Por su arte insigne, por su misteriosa alucinación, por su fuerza introspectiva, llegó al hondo recinto de los herméticos. Por sus tintes de sentimentalismo aristocrático, por su don musical, por su verso en voz baja, por su aguda percepción de las cosas pequeñas de la intimidad amorosa, llegó al corazón de las mujeres. Por su palabra trascendental, por su sinceridad humana, por su doctrina fervorosa y por su unción de iluminado, se hizo amar de todos los hombres.
En su obra hay un ejemplo de purificación. No entenderán esto los que se mueven dentro del artificio eterno de los verbales logogrifos y de las vacuidades sonoras; nada podrán saber de estas cosas los que desconocen el saludable ejercicio de auscultar las palpitaciones de la vida; ignorarán esta actitud solemne los que huyen del símbolo, que es de hoy porque es inmortal, para caer en el amaneramiento de un preciosismo muerto hace años por fortuna para el arte. Nervo limpió su pensamiento y lo hizo diáfano; lustró su emoción y la hizo trémula; purificó su verbo y le dio alas. Hubo en todo esto una sinceridad rara, un concepto profundo de la vida y de la belleza, un heroísmo fundamental. No es fácil renunciar a los triunfos de la embriaguez verbalista, elevar la vida a la altura del sueño, apagar las voces demasiado precisas de la música externa y cultivar, ya para siempre, la voz eólica de una polifonía interior.
Pienso que dentro de una connotación amplia y un poco acomodaticia de la palabra misticismo, Nervo puede llamarse un místico. Si alguna actitud hay sincera y precisa dentro de la vaguedad ondulante de sus poemas, es esto que en un tiempo fue lugar común y que hoy parece negarse en la forma definitiva de una rectificación categórica. Si sus primeras interrogaciones frente al misterio, que se esquiva a nuestras almas, se tildaron de sistemático artificio, fue porque la expresión no había cristalizado aún, ni el espíritu, aferrado a la ortodoxia concreta, había logrado desvanecer las líneas demasiado fuertes de un prematuro ascetismo que no pasaba de la letra, que no tenía la necesaria raigambre del impulso interior. La doctrina y el vuelo no corrían parejas en su viaje por el firmamento de la belleza, y en cada ímpetu de las alas, la cuerda resistente del dogma tiraba inexorablemente hasta causar descensos suaves y caídas lamentables. Entre el ascetismo de aquellos años juveniles y el hedonismo visual —la seducción optimista de la vida—, el poeta mantenía una antinomia absurda.
Rotos los lazos de una férrea disciplina, lograda la fusión de la vida sugerente con el ansia insomne, fusión que prepararon los años rectificadores y consejeros, la poesía de Nervo creció a un tiempo mismo en vaguedad y en perfección, y sin abandonar la tierra de amor, de dolor y de lágrimas, paseó las pupilas por el callado cielo de la noche. Son los tiempos de Serenidad.
Más tarde, a fuerza de querer penetrar en el misterio de las cosas, al cabo de tanto soñar y de tanto mirarse el alma, vino el afán de edificar una doctrina poética —absurda contradicción— de lanzar al mundo versos con credo propio impregnados de un dogmatismo respetable en sí, pero condenable como actitud estética. El espíritu de Nervo iba volando como sedienta golondrina, de la cruz al nirvana, de la renunciación absoluta al amor activo. Un día de tantos, creyó poder afirmar, y afirmó. Elevación comenzó el ciclo que había de cerrar la muerte con El estanque de los lotos. Yo saludé la aparición del primero de estos libros con palabras que hoy repito, ya que la postrer actitud del poeta ha sido la más discutida:
No sería Nervo alma selecta y alto espíritu si no experimentara en sus años de madurez esa codicia de limpidez espiritual, de serenidad prudente, de quietud noble y reposada. El que ha recorrido las sendas de la vida y del arte en pos de lo humano, que suele ser pecaminoso, es difícil que no sienta a su tiempo un ímpetu fecundo de purificación, un ansia de fundir y resolver en una sola actitud decisiva su ideal estético y su problema moral. Limpiar el espíritu y limpiar la palabra. Romper con el ritmo que a nada conduce; destronar la rima que nada enseña; abominar de la retórica que es engaño, y de la técnica que es vanidad. Dar a quien tiene sed de ideal, no el licor ponzoñoso elaborado en la alquimia del pecado, sino el agua que satisfaga de una vez y para siempre. Hacer de la poesía no deleite, sino enseñanza; no devaneo frívolo, sino contemplación provechosa.
Como iniciación de disciplina espiritual, no encuentro objeción justificada contra ese movimiento del alma; pero como realización estética, se corre, con seguirlo, un grave riesgo: el afán de pulimento, que quita asperezas, que borra manchas y elimina imperfecciones, suele dejar la obra limpia de todo, hasta de poesía. Dicha labor de saneamiento, como sucede con ciertos infectantes poderosos, mata los gérmenes dañinos, y, a veces, también al enfermo.
A mí no me ha desconcertado, como a muchos, el último libro de Nervo. Libros anteriores prepararon este volumen, cuyos orígenes se encuentran en varios poemas de Serenidad. Tal vez en Místicasestén las fuentes lejanas; sólo que en este libro juvenil la realización se halla ausente y todo se resuelve en un artificio que encanta, pero no convence. Estas filosofías categóricamente afirmativas son, por regla general, muy poco poéticas. Nuestra intuición nos da con frecuencia formas concretas; pero el arte exige, para hacerlas materia poetizable, que se vistan con el ropaje vaporoso de una imprecisión infinita.
Murieron los quién sabe,
callaron los quizá
dice el poeta de Elevación, y eso equivale a decretar la muerte del misterio. Ahora bien, la esfinge sin enigma es un monstruo absurdo.
Las páginas de Elevación están impregnadas de un deísmo preciso, cristiano, católico más bien. Quizá la ortodoxia tenga reparos que poner, y es difícil que un escrupuloso del dogma pueda suscribir algunas estrofas; pero haciendo esto a un lado, queda la dificultad insuperable de realizar belleza con elementos de fe, esperanza y caridad en forma de insinuación amable, de amonestación piadosa, de cariñosa doctrina. Son flamas de amor vivo y no consejos las estrofas de San Juan de la Cruz; son lágrimas de sangre y no preceptos las contriciones de Verlaine.
Y he aquí que salvando escollos, esquivando riesgos y apartando obstáculos, Nervo nos da, en Elevación, un libro bello. Y es que el poeta de verdad tiene un talismán para todo. Este gran conocedor del métier quiere echarlo a un rincón, cual trasto viejo; este poseedor de un gran sentido musical quiere forjar teorías balbucientes; este adorador del ritmo sutil y milagroso intenta perder el compás y olvidarse del tiempo… Pero es natural que ni el métier desaparezca, ni el verso vacile, ni la melodía calle, ni desfallezca el ritmo. Un alto sentido estético se da maña para simplificar y sintetizar, y de los cuadros sin contorno de Carrière o de los bocetos de Rodin, surge triunfadora la belleza.
No comparemos este libro de Nervo con ninguno de los otros suyos. La personalidad es la misma, pero el instante es diverso. Es imposible repetir estados emocionales. A menos que la vida se mantenga en una postura eterna, la obra surge de la hora que pasa. Por esto nada es definitivo. Por esto no podemos decir con el poeta:
Murieron los quién sabe,
callaron los quizá.
Nuestra certidumbre no acaba, ni es bien que acabe nunca.
En un remanso de la existencia, el poeta de El éxodo y las flores del camino ha experimentado una calma que juzga duradera y que nos brinda en poemas de fe, de amor y de esperanza. La felicidad es contagiosa, y nos la comunica. He aquí las frases que terminan el volumen: ‘Lector: este libro sin procedimientos, sin técnica y sin literatura, sólo quiso una cosa: elevar tu espíritu. Dichoso yo si lo he conseguido’.
Y nosotros, cogidos un instante por la magia del artista, volvemos, al cerrar el libro, a nuestras viejas inquietudes.
La delicada sensibilidad de mi amigo adivinó un reproche en mi homenaje, y entonces comenzó una labor epistolar de autodefensa en el dulce tono insinuante y persuasivo que él empleaba en sus relaciones íntimas. “Mi Libro —me decía en una de sus cartas— no tiene otra misión que consolar. Sé de muchas almas que han recobrado paz con su lectura…”.
Más tarde, en su última visita a nuestro país, durante alguno de aquellos agasajos que se le prodigaron, recordó el incidente, y vuelto a mí, en voz confidencial, me murmuró al oído: “¿No es verdad que la vida es una serie de afirmaciones, más bien dicho, una afirmación suprema?”.
No sé. Lo sabrá él si como Rafael Núñez en el hondo poema de Darío,
halló al pie de la Sacra Vencedora
el helado cadáver de la Esfinge.
Habréis observado que a principios de este siglo la poesía mexicana era ya rica en matices. Junto a la gracia moderna y elegante de Gutiérrez Nájera, se alzaba la perfección marmórea de Díaz Mirón, y la clásica nobleza del autor de Poemas rústicos coincidía con la nota sentimental y la canción romántica de Urbina, al mismo tiempo que con la inquietud ondulante y la confidencia en voz baja de Amado Nervo. Más tarde, soplaron todavía vientos de renovación. El modernismo instaló su tablado retórico lleno de opulencias verbales y de suntuosidades decorativas, su interminable desfile de alegorías mitológicas y su complicada musicalidad polifónica. Todos los países de habla castellana —y México no podía ser una excepción— oficiaron según el nuevo rito. Un día, fatigados ojos y oídos de tanta pompa exterior, de tanta prodigalidad sonora, se vuelven ansiosos a la vida honda, a la meditación y al silencio, a los temas eternos y trascendentales, a la contemplación fecunda, a la sabiduría del otoño. Mas la rebeldía no cesa. Hay quien exige mayor dinamismo, quien pretende eliminar temas gastados y sustituirlos por motivos de rigurosa actualidad del momento. Van otros en busca de lo vernáculo y luchan por dignificar con léxico oportuno lo que parece excluido de la poesía tradicional y por las llamadas leyes del buen gusto. De otro lado, los partidarios de la poesía pura declaran la guerra a lo anecdótico y se dedican a limpiar el verso no sólo de los elementos prosaicos, sino de todo aquello que por ser color y melodía y plástica, rompe sus naturales barreras, invade el campo lírico y mancha la blancura del poema. En todo esto hay rebelión, espontánea en parte, en parte reflejo de orientaciones forasteras; rebeldía iconoclástica de toda juventud que se cansa de llamar a la vida con el mismo nombre, y que se yergue duramente agresiva, sobre todo contra sus antecesores inmediatos. Como en todo movimiento destructor, no se sabe a punto fijo lo que se quiere. Surgen complicaciones o se simplifican hasta lo inverosímil. Hay aportación de inusitados elementos y supresión de recursos anticuados. Se odia la rima y se da muerte al ritmo, y la música externa se transforma en música interior. ¿Quién sabe qué es lo que ha de quedar de todo ello en un futuro próximo o lejano?...
El ideal de Goethe de ascender como la estrella lentamente y sin apresurarse, es ideal de madurez. La juventud, bien lo sabemos, porque muchos, aunque no todos, hemos sido jóvenes, carece de mesura y procede a saltos.
No hay motivo de alarma. En la selva lírica han caído muchas hojas, se han desgajado muchas ramas, y más de un tronco milenario ha venido a tierra, acaso porque no era digno de mantenerse en pie. Cuando el aire se serene, habrá brotes nuevos que reemplazarán la hojarasca fugitiva. Ningún árbol frondoso, hospedador de pájaros y apoyo de hiedras, ha de ser víctima de huracanes. Estas insurrecciones de los años mozos son purificadoras y ayudan a discernir en lo que guardamos como tesoro de arte, lo que es de buena ley. La juventud, ya lo dijo el poeta, siempre tiene razón.
Acabáis de escuchar, señoras y señores, señores académicos, la evocación de algunos de los poetas más representativos en el Parnaso mexicano contemporáneo, con que nos ha regalado los oídos y el espíritu este otro egregio poeta recién vuelto del destierro dorado de la Diplomacia, única culpable de que tanto se retardara su recepción solemne como individuo de número de esta Casa, a la que pertenece desde hace cinco lustros, y aun desde antes, si ha de atenderse a sus indiscutibles merecimientos.
Y que su evocación es acertada, justiciera y bella, lo han proclamado los cálidos aplausos con que la recompensasteis generosamente; aplausos al amparo de cuyo eco, que vibra todavía, mis palabras se estimulan y, dentro de su brevedad ritual, encarecidamente os piden que también las escuchéis, no sin perdonarles el pobre metal con que resultaron acuñadas.
Esos aplausos, que no son solamente el premio otorgado a quien con tamaña maestría maneja la prosa castellana, avara por rica y esquiva por linajuda, gran dama que castiga airadamente a los muchos que por ignorancia y sin trazas de malicia la maltratamos muy a pesar nuestro, dicen, además, que un poeta de la talla de Enrique González Martínez no ha menester de que nadie, ni por fórmula, lo presente y recomiende, pues de larga data se le conoce; circunstancias que en el caso valen tanto como admiración hacia su obra copiosa y agradecimiento hacia su verso sin pecado.
El lírico paseo a que de la mano nos llevara por entre las alamedas de nuestra poesía de ayer y de hoy, las unas ya marchitas y alfombradas de hojas secas, en flor las otras, y las que apenas si nos señaló al soslayo, prometedoras de que, a su vez, forzosamente florecerían mañana, siempre que sepan resistir los hielos letales de las modas extravagantes y la pedrisca que la crítica y el buen gusto enderezan contra sus “pinos nuevos”; ese lírico paseo, repito, no obstante las virtudes predominantes en nuestro exquisito guía: nobleza y modestia, en mi humilde modo de ver, adolece de involuntarias pretericiones y de severidad extrema en varios de sus juicios.
Verbigracia: ¿Por qué no mencionó a Francisco M. de Olaguíbel y Francisco A. de Icaza, que fueron coetáneos suyos, y de los que merecidamente elogia, y, por añadidura, colaboradores asiduos y distinguidos de la Revista Azul y de la Revista Moderna?... ¿Por qué se muestra tan severo para con los poetas de la Colonia, y muy particularmente para con Fr. Manuel de Navarrete, de quien un autorizado crítico moderno opina que en sus Anacreónticas, sobre todo —las de Navarrete—, “había tal gracia y elegancia, que el poeta estaba muy por encima y muy aparte de los de su siglo: era como milagrosa flor en un erial”?... ¿Por qué trata con tan escasa estima a Guillermo Prieto, que para perdurar en el recuerdo de México tiene de sobra con haber escrito el Romancero de la Independencia y su intencionada y deliciosa Musa callejera? ¿Por qué le enrostra a Juan de Dios Peza, cuyos Cantos del hogar corren traducidos en quién sabe cuántos idiomas, y cuya composición En mi barrio es una filigrana, que cantara su tragedia doméstica “en versos de sonoridad pegajosa”, si a poco reconoce, cual no podía menos, que tales versos “fueron por muchos años la representación única de la lírica mexicana, al través de México y de España…”?
Puedo asegurar, porque de años atrás me ufano con la amistad que me dispensa González Martínez, que ni sus severidades ni sus pretericiones las dictaron pasiones bajas o torcidos sentimientos, tan comunes en “la piel irritable de los vates”, pues nunca transpusieron ellos los umbrales del limpio corazón de este hombre ni los del poderoso cerebro de este artista. Hemos de atribuir las pretericiones a que, cuando salimos de viaje o de paseo, siempre nos ocurre que algo se nos quede olvidado en casa o en “los tenebrosos rincones del cerebro”, que dijera Bécquer; y las severidades, a que debe tenerse en cuenta que las normas poéticas caras a González Martínez son muy otras de las que privaban cuando los censurados tañeron sus liras. ¿Acaso por tiquis miquis de técnica no Leconte de Lisle regateaba el don de la poesía a Béranger, a Barbier y al mismísimo Lamartine?... No hay que darle vueltas; querámoslo o no, todos somos hijos de nuestra época y ésta nos imprime, por despótica manera, su sello peculiar y distinto del que gastaron sus predecesoras
Salvo estas minucias que, en rigor, no van a ninguna parte ya que sólo probarían que nos hallamos ante un fenómeno meramente subjetivo, el de que cada cual nutra y sostenga sus propias predilecciones y esquiveces, pláceme declarar sin reservas que yo comulgo con los juicios que él nos ha puntualizado tan lindamente.
Imposible analizar su obra, los libros que la informan son muchos, y muy pocos mis alcances en esa y otras disciplinas intelectuales. Si mi memoria no me traiciona, lleva publicados, hasta hoy: Preludios, en Mazatlán, el 1903; Lirismos, Silenter y Los senderos ocultos, en Mocorito, 1907, 1909 y 1911; en la ciudad de México, en 1915, La muerte del cisne y Jardines de Francia, conjuntos estos últimos de comprensivas y fieles traducciones de unos dieciocho poetas de fama que todos ellos deben a la lengua francesa en que escribieron, por más que no todos fueran franceses: junto a Verlaine, Baudelaire y la condesa de Noailles figuran tres belgas, Verhaeren, Maeterlinck, Rodenbach; un griego, Moreas, y un cubano, José María de Heredia. En 1917-18-21, en la ciudad de México siempre, El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño,Parábolas y otros poemas, La palabra del viento. En Buenos Aires, 1922, El romero alucinado, y en Madrid, 1924, Las señales furtivas. Por último, ¡ojalá que no sea de veras por último!, la casa madrileña de Espasa-Calpe, a punto que González Martínez se apercibía a partirse de España, le editó, y muy lujosamente por cierto, un grueso volumen de casi 300 páginas, con el sobrio título de Poesía. 1909-1929. Un relicario en que el poeta quiso reunir, como en una auto-antología, cuanto, conforme a sus preferencias, es lo mejor de su producción durante esos veinte años. ¡Y vaya si anduvo atinado!
Los que anheláis elevar vuestro corazón y vuestro pensamiento, id y leed despacio esas hojas, que yo os aseguro no sabréis con cual quedaros, tal dominio de la técnica y tanta belleza rezuman todas ellas. Sin advertirlo, a pesar del ático escepticismo que aquí y allí nos pone en los labios dejo de acíbar, vuestras penas íntimas irán suavizándose y suavizándose hasta convertirse en mansa resignación frente a las espinas con que es fuerza que se coronen nuestras pobres vidas de enfermos y desventurados sin remedio. En compensación, otros muchos de esos mismos versos os harán abrir de par en par las ventanas de la esperanza, que a todos nos alienta, y echar a vuelo las campanas de la alegría interior, que todos poseemos; milagro que nada más los grandes poetas aciertan a consumar de tarde en tarde, porque nada más ellos suelen adivinarnos y aun aliviarnos, siquiera sea momentáneamente, de los desencantos y melancolías que a modo de neblina espesa y terca nos ensombrecen el alma.
Ese dominio de la técnica, a las veces rayano en perfección, que caracteriza a González Martínez, haciendo que “su lírica —al decir de un crítico—, se mueva progresivamente en un sentido cada vez más profundo, con una visión más clara”, salta a la vista y se descubre sin esfuerzo. De ahí que se le perdonen las gotas de pesimismo y amargura que destilan varias de sus composiciones, quizá las más inspiradas. De pronto, acongojados, cerramos el libro, porque nuestros viejos dolores vuelven a dolernos; pero a poco, sin embargo, seguimos lectura adentro, subyugados por la pureza de la dicción y el hechizo de la forma. Tan bellamente lo expresa todo, que nos alzamos de hombros ante el súbito despertar de nuestros dolores, nuestras ansias, nuestras ansias, nuestras incertidumbres. Presas de un sortilegio, ya no nos angustia que en laParábola de la vuelta al redil, el poeta nos diga que:
Los cándidos ensueños, en su rural premura,
sembraron en el soto sus blancos vellocinos,
bebieron en la charca, bajaron a la hondura,
triscaron en la vega, cruzaron los caminos.
Mas como ya cayeron las sombras del ocaso,
como en la torre antigua ya resonó la hora,
a mi redil del alma se vuelven paso a paso
con la esperanza inútil de una imposible aurora…
ni que en El retorno imposible nos asegure que vuelve atrás los ojos,
y sin saber por qué,
entre lo que recuerdo y entre lo que adivino,
bajo el alucinado misterio vespertino
sueño con ese viaje que nunca emprenderé…
Y así en el volumen íntegro.
Mucho se ha escrito, dentro y fuera de casa, en encomio de González Martínez y su obra. Luis G. Urbina y Enrique Díez-Canedo, jueces irrecusables en estos achaques, aunque ni el uno ni el otro ahondaron lo que hubiésemos apetecido que ahondaran en sus sendos juicios críticos, ambos nos dan una idea de conjunto bastante aceptable acerca de este “romero alucinado”, descendiente en línea recta de aquel grupo de “Parnasianos” que tanto bien han hecho a la literatura de su país, y, por ende, a todas las demás literaturas, a las de nuestra América muy especialmente, que de tiempo inmemorial se miran en ese espejo maravilloso. Un “Parnaso” ilustrísimo, por mucho que naciera en la trastienda de una librería del Pasaje Choiseul, la de Lemerre, que tuvo por abuelo a Théophile Gautier, inmaculado orfebre del verso, por jefe a Leconte de Lisle, y por abanderados a Catulle Mendés, Sully Prudhomme, Heredia, Banville, Baudelaire, Verlaine, Coppée, etc.
Al igual que ellos en Francia, González Martínez, parnasiano sui géneris porque el trópico le dio lo que a otros les falta, la emoción —pongo aparte a Baudelaire, y a Verlaine más que a Baudelaire— ¡una emoción comunicativa y honda que se mete dentro del lector, y lo suspende y lo sacude, para dicha de nuestras Letras, escribe en español! ¡y qué español! y no solamente representa un tipo admirable del pensamiento humano, sino que se expresa en forma extraordinariamente pura que se singulariza por su propiedad y precisión. A la letra cumple, y es éste el mayor elogio que puede hacerse a González Martínez, el mandamiento inatacable de Leconte de Lisle:
El poeta, el creador de ideas, de formas visibles o invisibles, de imágenes vivientes o imaginativas, ha de realizar lo bello en la medida de sus fuerzas y de su visión interna, mediante la combinación compleja, sabia y armónica de los sonidos, los colores y la línea, no menos que mediante el empleo de todos los recursos de la pasión, la reflexión, la ciencia y la fantasía; que toda obra del espíritu, si no llena estas condiciones necesarias de belleza sensible, no puede ser obra de arte. ¡Será, a lo sumo, una mala acción!
¡Lástima que en sus versos musicales y cautivantes, aquellos en que González Martínez se asoma a los arcanos eternos o interroga osadamente a las mudas esfinges que bordean nuestras vidas de barro, no llegue a darnos la clave de los enigmas trascendentales!... Válgale la disculpa de que la escalofriante explicación de esos misterios nadie en el mundo ha de dárnosla nunca, ¡ni los grandes poetas aunque sean los grandes videntes! Ellos, y nosotros los que hablamos en prosa, que somos los más, hemos de averiguarlo infaliblemente algún día cuando para siempre nos encontremos “del otro lado del sepulcro”.
¡Lástima, igualmente, que en sus versos de amor se nos escape de entre los dedos, en el preciso instante que suponíamos, arregostados por la valentía de los comienzos, de los medios y hasta de los finales, véase La centauresa, que iba a franquearse con nosotros y a enterarnos de sus reconditeces pasionales!... Respetemos su reserva y su pudor, raro en un poeta. Sin duda, González Martínez, en lo íntimo un irreprochable hombre de hogar —en el suyo sólo arden las antorchas de los amores puros: el que profesa a su esposa, el que profesa a sus hijos—, repugnó el que éstos se impusieran de lo que le haya ocurrido en su existencia sentimental, si es que le ocurrió algo, cosa que yo ignoro y que no revelaría aquí aun cuando hubiese sido el confidente o el testigo.
Poeta de nuestras predilecciones: en nombre de esta Casa, desde su fundación ilustre, que procura no saber de intrigas, envidias ni malas voluntades, os doy públicamente la más cordial bienvenida; y en nombre de todos y cada uno de nuestros colegas, formulo un voto:
—¡Que ni la Diplomacia, tentadora sirena, vuelva a privarnos, en lo futuro, de vuestra prestigiosa y amable compañía!
Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.
(+52)55 5208 2526
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