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rojo, de que sí era el presidente Betancourt y no mi amigo Darío Jaramill
como me lo había sospechado tan pronto lo oí hablar con esa cortesí
sobria, propia de los colombianos de bien. Y después, de que aceptara l
invitación que me hacía a asistir, en Bogotá, a un encuentro iberoamer
cano de escritores que habría de llamarse
El amor y la palabra
, y tenía
claro propósito de que los participantes provenientes de diversas partes d
mundo manifestaran sin cortapisas su previsible amor a un país en el qu
la violencia, como una tremebunda sinécdoque que toma la parte por
todo, había desplazado aquellos valores, no por tópicos injustificables, qu
siempre lo habían caracterizado: su nobleza, su alegría, su imaginación, s
belleza, su voz pulcra y respetuosa, su creatividad poética.
Por supuesto acepté la invitación y tuve la oportunidad, al lado de otr
99 escritores –colombianos unos, extranjeros otros–, de dar públicament
gracias a Colombia, cuya capital había sido designada Plaza Mayor de l
Cultura Iberoamericana durante ese postrer año del milenio. Di gracias
Colombia, pues, por sus voces arcaicas y sus voces nuevas, por su invet
rado amor a la lengua española, desde el rigor académico que le impus
Rufino José Cuervo hasta la liberación que Gabriel García Márquez l
concedió a todas sus potencias, pasando por la maleabilidad con que la su
vizó José Asunción Silva, quien reprodujo en su
Nocturno
, milagrosament
la estructura inefable del sollozo. Gracias por la carta de Nariño, que n
dio derechos a todos los que nacimos de este lado del Mar Océano. Graci
por el monte verde y la bruma de Bogotá, que auspician la escapatoria d
la urbe por el camino vertical de las ensoñaciones; gracias por los tejados e
La Candelaria, que coronan los edificios del barrio y hasta las cúpulas de l
Catedral; por los retablos barrocos de sus iglesias y los balcones esquinad
de sus casas. Gracias por el ron viejo de Caldas y por el nombre de la ciudad d
Cartagena de Indias, que amuralló, con sus piratas y sus bucaneros, mi c
razón de niño; por los ladrillos de juguete del arquitecto Rogelio Salmon
por las navegaciones de Álvaro Mutis, renovado marinero en tierra. Graci
por sus mujeres, que pueden preguntar, con un dativo ético que las inv
lucra responsablemente en el estado de ánimo del preguntado:
¿Cómo
le va?
Gracias, en fin, por su fe en la poesía, acaso el mejor antídoto contr
la violencia.