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ción exigía el esfuerzo coordinado de tres misioneros: el maestro, el artist
y el libro: más aún, cada uno de estos debía ser también los otros dos: u
triple misionero”.
1
Carlos Pellicer, Vicente Lombardo Toledano, Julio Torri, Daniel Cosí
Villegas, Manuel Gómez Morín, Miguel Palacios Macedo, Narciso Ba
sols, muchos más fueron maestros, conferencistas, traductores, alfabet
zadores… También hubo intelectuales llegados de otros países, como
peruano Raúl Haya de la Torre, el dominicano Pedro Henríquez Ureñ
la chilena Gabriela Mistral… Vasconcelos mismo salió a la calle, sábados
domingos, para repartir libros. Cuenta Cosío Villegas:
Vasconcelos, muy típicamente, jamás se cuidó de prevenir a las autoridad
del lugar de sus visitas, en buena medida porque le resultaba insufrible la id
de la banda municipal, la fila de estudiantes primarios y el contingente indi
acarreado a la fuerza. Más que nada, sin embargo, por disfrutar la sorpresa
llegar de incógnito al pueblo, sacar los libros de la cajuela, encaminarse a
escuela o al ayuntamiento y decir: “Aquí les traigo esto que les hace falta”.
2
Nada hizo Vasconcelos más perdurable que llevar a más gente los libr
que nunca habían tenido. ¿Qué libros? La colección emblemática son l
celebérrimos clásicos, que en teoría serían más de 50 y en la práctica fuero
sólo 17 volúmenes de 12 autores: Homero, Esquilo, Eurípides, Platón, l
Evangelios, Plutarco, Dante, Goethe, Tagore, Romain Rolland, Plotino
Tolstoi.
A pesar de las exageraciones de Vasconcelos y de sus enemigos, que habla
de 50 000, 80 000, 100 000 ejemplares, los tiros fueron de unos 10 00
a los apenas 800 de Plotino, según me dijo Alí Chumacero, a quien se l
contó Julio Prieto, hijo de Valerio Prieto, quien ilustró y compuso much
libros publicados por la sep en ese tiempo.
Como quiera que fuese, la influencia de los clásicos se extendió por
continente y ha llegado a nuestros días. Un posible eco literario: el viej
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José Joaquín Blanco,
Se llamaba Vasconcelos
, fce, México, 1977, p. 102.
2
Daniel Cosío Villegas,
Memorias
, Joaquín Mortiz, México, 1976, p. 89.