Miguel Capistrán: “El historiador de la literatura mexicana”, por Michael K. Schuessler

Viernes, 01 de Noviembre de 2013
Miguel Capistrán: “El historiador de la literatura mexicana”, por Michael K. Schuessler
Foto: Laberinto Milenio

Miguel Capistrán, “nuestro historiador de la literatura mexicana”, como alguna vez lo bautizara el escritor Héctor de Mauleón, murió el 25 de septiembre del 2012, y con su partida se desvanece un universo de conocimientos, anécdotas, efemérides, datos, en suma, una visión privilegiada del mundo cultural mexicano. Elena Poniatowska se refiere a Miguel como “un enciclopedia andante” porque “lo sabía todo, todito”. No dejó “escuela” propiamente dicha, pero jóvenes investigadores reconocen su influencia, la asesoría brindada por este generoso ser que era Miguel Capistrán Lagunes. Para retar al olvido y la indiferencia, Miguel dejó una obra compacta y diversa que incluye su controvertido libro sobre Borges, a quien trajo a México en dos ocasiones (1973 y 1978) y que detalla los pormenores de su estancia en este país.

Miguel era un apasionado del acontecer diario y antes que la diabetes dañara su vista, leía por lo menos cuatro periódicos al día, actividad digna de quien también dedicó parte de su vida a la Hemeroteca Nacional.

Su gran pasión fueron los Contemporáneos, el “grupo sin grupo” que incluía entre sus adheridos más destacados a Xavier Villaurrutia, José Gorostiza y su predilecto, Jorge Cuesta. También era gran defensor de Antonieta Rivas Mercado, de quien el “Capis” reconocía mucho más que las dimensiones de su bolsillo: ella impulsaba el teatro experimental en México y lo hizo desde un palco de su teatro Ulises, donde se presentaban obras de Cocteau y otros dramaturgos europeos por primera vez en la capital mexicana: así fue como escritores (y actores) como Villaurrutia y Salvador Novo establecieron contacto con este movimiento dramático que tanto influyó en sus obras. Durante ocho años en que fue su asistente, Capistrán gozó de una productiva amistad con uno de los más prominentes miembros de esta agrupación: Salvador Novo, quien proclamó al joven Miguel su apto heredero como cronista de la ciudad de México (Monsiváis se indignó) y a quien le confió detalles íntimos de su vida personal, y de la de sus amigos escritores, artistas, actores e intelectuales. Esta formidable iniciación en las letras mexicanas le encaminó hacia muchos proyectos, en particular al rescate de obras de los autores de esta generación, como las de Jorge Cuesta (UNAM, 1964), Xavier Villaurrutia (FCE, 1966), José Gorostiza (Universidad de Guanajuato, 1969), Gilberto Owen (FCE, 1979) y, en últimas fechas, la poesía y prosa de José Gorostiza (Siglo XXI, 2007).

Como ya se dijo, Miguel Capistrán fungió como Investigador en la Hemeroteca Nacional, adscrita al Departamento de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, y más adelante fue nombrado Encargado de Asuntos Culturales del Gobierno del Estado de Veracruz, donde también fue Director del Museo de la Ciudad. En Córdoba, su querido “terruño”, Miguel resultó clave en la preservación de lo poco que quedaba en pie de sus monumentos históricos, incluyendo la que alguna vez fue casa de la familia de Jorge Cuesta.

Capistrán es autor de varios libros monográficos, entre ellos, La crítica cinematográfica de Xavier Villaurrutia (UNAM, 1971), Los Contemporáneos por sí mismos (Conaculta, 1995), y Borges en México (Random House Mondadori, 2012); fue pionero en el género de las entrevistas por televisión y trajo a México a escritores e intelectuales como Norman Mailer, Gore Vidal, Ernesto Sabato, Susan Sontag y Mario Vargas Llosa, enriqueciendo así el mundo cultural del México de medio siglo.

En 2011 entrevisté a Miguel en varias ocasiones con la idea de convertir nuestras pláticas en un pequeño volumen, o al menos, en una entrevista por entregas. Él estuvo de acuerdo y con gusto contestaba mis preguntas desde una mesa del Konditori, del Café la Parroquia o de uno de los ubicuos Sanborns. Como era capaz de hablar solamente de Novo por más de dos horas, he decidido recopilar algunos de los fragmentos más sugestivos de estas charlas.

¿Me podrías contar un poco sobre tu juventud en Córdoba y tu llegada a la ciudad de México?

Tuve una niñez y adolescencia como la de todo mexicano en provincia, con muchas limitaciones y problemas, y sobre todo padecí de un ambiente muy conservador. En una palabra, era muy represivo en varios aspectos, y como se dice muy bien con aquella expresión de “pueblo chico, infierno grande”, pues no dejó de marcarme, aunque de todas maneras lo recuerdo todo como una experiencia de las más memorables, porque fue un periodo no sólo de formación sino de descubrimiento. Desde el primer día de ingreso al Colegio Cervantes —una escuela de maestros republicanos—, tuve mi primer contacto con la literatura en serio, con una de las figuras que luego ha sido uno de mis grandes ídolos: Federico García Lorca, porque en las canciones que teníamos en el kínder cantábamos algunas de Lorca, y la que más recuerdo es “La Tarara”.

Dentro de este ambiente provinciano, ¿tuviste algún maestro, algún estímulo en particular, una biblioteca?

Digamos que mi primera maestra —o quien me incitó a la lectura— fue mi abuela paterna porque ella leyó muchas cosas, ya que mi abuelo era muy buen lector, sobre todo de diarios como El Imparcial, que era el periódico de la época. Mi tío, el hermano de mi padre, iba todas las tardes a la estación del ferrocarril en Peñuela, Veracruz, donde está mi casa, a recoger el periódico. Y además él siempre nos leía, a mi abuela y a mí, cuentos de Las mil y una noches. Ahí me di cuenta de que todo ese universo, esa atmósfera que yo tenía desde muy pequeño, de imaginar cosas y de inventar, de hablar con un amigo imaginario, tenía una razón de ser en la cuentística, en la literatura, y cuando descubrí los primeros cuentos de hadas en todo este mundo imaginario, ya lo había imaginado desde mi perspectiva a una corta edad. Yo tendría cuatro, cinco años, y cuando llegué al kínder a los seis, vi que sí había un correlato con lo que era mi propia intuición: que de verdad existía ese mundo, sobre todo el de las hadas. A partir de ahí, yo empecé también a inventar historias —incluso mi papá decía: “a ver, cuéntame un cuento; a ver, invéntate uno”—, porque me encantaba. Cuando llegó el momento de ver en realidad qué tenía que estudiar, pues sí, toda mi inclinación humanística, digamos, me orientaba a buscar algo que tuviera que ver con las artes, con la literatura. Y buscando qué carrera me podía dar todos esos elementos, consideré la arquitectura, porque reunía cuestiones prácticas y era una de las “Bellas Artes”.

¿Sentiste alguna presión familiar por hacer algo “práctico” en la vida?

Sí, sobre todo con mi papá. Además, mi familia estuvo integrada por cuatro hermanas y yo era el único hijo hombre, y el mayor. Por tradición, yo tenía que estar, digamos, al frente del negocio familiar y hacer algo pragmático. Fue un drama para mí, sobre todo al darme cuenta después de tres años de estudiar arquitectura, que no era mi camino, y tuve una situación conflictiva con mi padre; pero al fin me salí de esa carrera. Yo nunca he tenido realmente capacidad para las matemáticas ni para el dibujo. En cambio, con las cuestiones intelectuales, digamos mentales, siempre se me han facilitado.

¿Cuál fue la reacción de tus padres cuando les dijiste que ibas a dejar arquitectura?

No sabía cómo plantearle el asunto a mi padre. Entonces, de alguna manera bastante habilidosa, empecé a ir con un psicólogo. Por esas épocas conocí también a Emilio Carballido, dramaturgo y cordobés. Fue por 1960, cuando un amigo me llevó a conocerlo; desde entonces seguí frecuentando a Emilio. Pensé en estudiar psicología y también economía pero obviamente iba a fracasar igual. Afortunadamente, Carballido vio que yo tenía un gusto serio por la literatura y me hizo ver que la iba a regar totalmente y me aconsejó que entrara a letras, no para aprender a escribir ni para hacer todo eso, sino simplemente para desarrollar una profesión. Así empecé, por ejemplo, a asistir a conferencias y lecturas, como la que hizo el maestro Novo de su libro de poesía en Bellas Artes. Fui y ahí lo vi por primera vez, pero no me le acerqué.

¿Cuándo tuviste el primer contacto con Salvador Novo?

Lo vi por primera vez en 1958. Yo leía en Córdoba las columnas que publicaba en las revistas Mañana y Hoy. Me fascinaba el ambiente que describía, por ejemplo, cuando hablaba de los ensayos de una obra que iba a montar en su teatro, La Capilla, o de la sesión de la Academia o de sus encuentros con Dolores del Río, que era su vecina... Todo ese mundo a mí me seducía, y conocerlo era una de mis grandes ilusiones, al igual que a Alfonso Reyes, pero a Reyes ya no lo pude conocer. Mi primer encuentro con el Maese Novo fue cuando salió la edición de las obras de Jorge Cuesta y se las llevé, porque Novo era uno de sus amigos; estaba ahí, en la entrada de La Capilla, sentado en un jardincito, tomando el sol. Llegué, le entregué los libros y sostuvimos un diálogo corto; me impresionó hablar con él. Ya después, pasando el tiempo, cuando me metí en el mundo de la investigación y cuando se celebraron sus sesenta años de vida en 1964, recuerdo que como parte de esas celebraciones se editaron los libros que recogieron sus columnas periodísticas con el título de La vida en México en la época de Ávila Camacho. Yo escribí una reseña en forma de carta, donde le puse muchas de esas cosas que ya sabía yo de él por mis investigaciones sobre Cuesta en la Hemeroteca. Después vimos a Novo en La Capilla, en su despacho, y ahí fue cuando el editor Rafael Jiménez Siles le propuso que viera lo que yo había escrito. Novo se quedó impresionado y dijo: “esto vale la pena publicarse”. Tomó el teléfono y llamó a Raúl Noriega, sucesor de Fernando Benítez en la dirección del suplemento México en la cultura, y luego me dijo: “Has hecho una radiografía mía; me has leído todo, bárbaro”. Entre otras cosas, en el texto yo mencionaba que Novo descubrió el mar en San Francisco, y entonces él hizo una cita de una línea suya donde habla del mar.

¿Quiénes fueron tus primeros maestros de literatura en la UNAM?

El primero fue Julio Torri, el “Ateneísta”, compañero de Alfonso Reyes. Daba unas clases nada agradables, ya estaba muy grande. Torri llegaba y nos decía que había que leer tal texto y sacar las palabras más interesantes. Otro maestro fue Luis Rius, de los exiliados españoles. Todavía estaba más o menos joven, era el guapito. Entrar a sus clases era toda una odisea porque desde antes de la hora, las chavas estaban en la puerta para ganar los primeros lugares. En el cuarto semestre, mi maestro fue Antonio Alatorre; ése de veras era un maestrazo. Fue una clase muy satisfactoria para mí, porque finalmente le encontraba el sentido de lo literario a los estudios que estaba emprendiendo. Equivocada o absurdamente, pensé en tomar los estudios de Letras Españolas, como se denominaba lo que hoy es Letras Hispánicas, para, digamos, “aprender a escribir”. Lo malo con Alatorre fue que era su época previa al psicoanálisis y no podía superar su introversión. Imposible establecer un diálogo con él. Muchas veces intenté acercármele a la salida de la clase, pero él se iba rápido. Evadía completamente todo asedio. Me interesé más en la investigación ya estando dentro de la carrera, e influyó la práctica que tuve al preparar la edición de las obras de Jorge Cuesta.

¿Y cómo hiciste esa edición? Una publicación clave, la verdad sea dicha.

Cuesta era cordobés y yo soy de Córdoba, y en la escuela primaria tenía un compañero, Juan León Cuesta Izquierdo, sobrino de Jorge. Esa circunstancia hizo que, al igual que otros amigos, yo fuera a su casa o él fuera a la mía para jugar o hacer la tarea. Así conocí la casa de los Cuesta, que ahora es el Museo de la Ciudad de Córdoba. No sólo me fascinaba la casa en sí por sus dimensiones, sino por la biblioteca, que no era la de Jorge Cuesta, sino la de un cuñado de él, casado con su hermana Natalia. Era una muy buena biblioteca y estaba instalada en una parte que me llamaba mucho la atención, un tapanco o un mezzanine; tenía una escalera de caracol muy bonita para subir, y ahí conocí muchas de las ediciones o colecciones de libros que en esa época eran de lo que más me atraía, como El tesoro de la juventud, que yo ya tenía, por cierto. Yo me llenaba la vista con esos libros. Por ahí empecé a tener un contacto con los Cuesta, un apellido muy conocido y tradicional en Córdoba. Y mi papá y su hermano, mi tío Carlos, eran agricultores igual que el padre de Cuesta, y siempre estaban muy activos. No eran el tipo de agricultores tradicionales de la región, sobre todo el padre de Cuesta. Era un hombre al que le gustaba mucho experimentar. Por ejemplo, él introdujo la naranja Washington Navel en la región, o sea, la naranja de ombligo o sin semilla. Y en un rancho que él tenía cerca, pero donde no era tan abundante la humedad como en la zona de Córdoba, introdujo el riego y consiguió dos o tres cosechas de algunos productos al año. Por eso le decían “el apóstol de la agricultura”.

¿Qué pudiste aprender de Jorge a través de sus parientes, conociste a su papá?

Sí, bastante, pero resulta que yo no sabía nada de Jorge. Mi tío vivía en Peñuela y esa casa está a la orilla de la carretera Córdoba–Veracruz. Entonces, cuando el padre de Cuesta regresaba de uno de sus ranchos donde consiguió esas cosechas e introdujo el riego, pasaba y hacía tertulia en el corredor de la casa con mi papá, mi tío y algún otro amigo de ellos.

¿Nunca salió el nombre de Jorge Cuesta en la conversación?

No, hasta que Juan León, sobrino de Jorge e hijo del hermano menor de los Cuesta, fue a mi casa a hacer la tarea y mi mamá lo invitó a cenar. Lo presenté y mi papá dijo: “ah, tú eres nieto de don Ernesto, y eres hijo de Juan, el más chico de los Cuesta”. Luego dijo otra cosa que fue definitiva para mí, que me marcó para siempre: “Y eres sobrino también de Jorge, el poeta que murió en búsqueda del elixir de la eterna juventud”. Eso me impactó: ¿cómo que un personaje así, como de leyenda para mí, era un alquimista? Por todas mis lecturas infantiles de magos y alquimistas, quise saber quién era, quién había sido y qué había hecho. En ese momento yo no supe que había sido químico, pero empecé a investigar. Eso ocurrió cuando yo tenía diez años. Entonces me decían, “No. Estás muy chico para saber muchas cosas, no estás preparado para ello”, y el caso es que se me avivó la curiosidad por saber quién era Jorge. Había una leyenda, una leyenda negra, que fui poco a poco descubriendo en Córdoba con respecto a los Cuesta, sobre todo acerca de Jorge, porque ya con el tiempo y avanzando en las investigaciones, supe algunas de las razones por las que una amiga decía que “hablar de Jorge Cuesta en Córdoba, durante mucho tiempo, era tabú”. Yo pregunté dónde había cosas de Jorge Cuesta para leerlas, y todo mundo me decía “no dejó nada”. Y es cierto, no dejó una obra publicada. Sí escribió mucho en periódicos y revistas literarias, pero a su muerte todo quedó disperso y nadie había tenido el cuidado de rescatar su obra. Hubo un intento en la revista Letras de México, que dirigía Octavio G. Barreda, desde luego a raíz de la muerte de Jorge. Se le hizo un homenaje al mes siguiente de su fallecimiento y ahí aparecieron cosas de él, como su poema “Canto a un dios mineral”, en la versión que se conoce hasta la fecha, y que está inconclusa. Fue, desde luego, una conmoción porque era un escritor muy conocido, un escritor que en su momento tuvo mucho impacto e influencia, incluso desde el punto de vista político por sus editoriales en >El Universal, y en la crítica, porque fue uno de los críticos de la realidad mexicana más agudos de su época. En ese entonces, Emilio Carballido estaba muy involucrado como maestro de teatro en Jalapa y sobre todo con la editorial de la Universidad Veracruzana, que dirigía Sergio Galindo. Le pregunté a Emilio: “¿Y Jorge Cuesta, por qué no se publican sus cosas?”. Él me decía: “es que no existe nada, no hay, no dejó nada publicado”. No recuerdo con precisión quién me dio el dato de que Jorge Cuesta se había suicidado. Eso por sí solo era un estigma en un país como México, tan católico. ¿Por qué un suicida muere fuera de la Iglesia, por qué no se permite hacer misas por él?

Supuestamente, se suicidó en la ciudad de México.

Aquí fue, en la ciudad. Lo que yo sabía era, simplemente, que se había suicidado. Quise investigar qué había ocurrido, por qué todo era un mito. Supe también que su suicidio había sido muy terrible según contaba la leyenda que circulaba, de que se había castrado; lo presentaba de una manera casi monstruosa. Por otro lado, también circulaba el cuento de que había tenido una relación incestuosa con su hermana Natalia; todo eso le añadía más elementos siniestros. Y además, se había casado con Lupe Marín, ex mujer de Diego Rivera. Por ello, me cuestioné: ¿cómo era posible que siendo una persona tan importante, no hubiera ningún testimonio? Comencé a buscar la manera de llegar a este personaje para encontrar sus huellas. Carballido me contactó con Natalia Cuesta, eran muy amigos, y en una época tuvieron un grupo literario importante: Xenia, en el que estaban Rosario Castellanos, el mismo Carballido, Dolores Castro, Rubén Bonifaz Nuño, todo un grupo que también estuvo concentrado en la revista América, dirigida por Efrén Hernández, el poeta y cuentista que, a su vez, en esas páginas, publicó las primeras cosas de Juan Rulfo en México.

Por todo esto que me cuentas te dicen “el historiador de la literatura mexicana”, ¿verdad? Una especie de título nobiliario.

Yo siempre he dicho “soy investigador, nada más”.

Para leer la nota original, visite:

http://sclaberinto.blogspot.mx/p/lector-devoto-de-xavier-villaurrutia.html

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