Bazar de asombros: "Un libro de Juan Manz (I de II)", por Hugo Gutiérrez Vega

Sábado, 17 de Enero de 2015

Y es que Juan parte de la admiración y el asombro ante las obras del hombre, en este caso el David, de Miguel Ángel, para entrar en los territorios del misterio y preguntar a los demás cuál es el sentido y cuáles son los sinsentidos de este transcurrir por la vida y por el mundo que nos hechiza como lo hizo con Quevedo ya retirado a la paz de sus desiertos.

Juan Manz ha dedicado una buena parte de su vida a hacer crecer las plantas y los frutos. Paralelamente ha venido escribiendo, con cuidado y paciencia, una obra poética que muestra la virtud de la originalidad, aunada a una profunda y genuina preocupación metafísica. Al lado de estas tareas cumple con entusiasmo las obligaciones de difundir la poesía en el noroeste, y organiza con generosidad el encuentro de escritores que lleva un nombre que recuerda a John Donne, el metafísico inglés: “bajo el asedio de los signos”, título inspirado en un poema de Octavio Paz.

El verso siempre ha dado una mayor fuerza expresiva a la oración. En todos los tiempos y en todas las oraciones, las rogativas buscan una cadencia que las haga asequibles a los fieles, y que de acuerdo con los rituales lleguen a su destino resplandecientes de belleza y de sinceridad, esa sinceridad que Rubén Darío consideraba consubstancial a la vida y la obra del poeta. En la tradición católica, las letanías a la Virgen reúnen los elogios más finos y delicados: “arca de la alianza”, “casa de oro”, “estrella de la mañana”, “puerta del cielo”. Las alabanzas se van desgranando y “la poesía nace de la voz”. El rezo pertenece a nuestra intimidad y, eventualmente, se une a otras intimidades para alabar o para suplicar. Este milagro tiene su culminación en las palabras del “Cántico espiritual”, de San Juan de la Cruz:

la música callada, 

la soledad sonora,

la cena que recrea y enamora.

Desde la peana que lo inmoviliza presiden este fluir de palabras y admiraciones, David y la lasitud de su honda apoyada en el hombro. Esa honda de la que salió el “bíblico guijarro del mancebo” del que hablaba López Velarde. David está solo, encerrado en su majestuosa e impecable belleza, en este recinto de mármoles esculpidos del que habla Juan Manz. Su actitud es de espera y cae sobre él el fulgor de las múltiples miradas. Lo rodea la admiración sin límites, pero también el silencio. No hay quien cruce con él una palabra, con él que fue hecho para hablar y para orar a través de los Salmos: “El señor es mi Pastor, nada me habrá de faltar.”


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