"25 años en el patrimonio mundial", por Eligio Moisés Coronado

Martes, 07 de Agosto de 2018

Por gestión del doctor Miguel León-Portilla, quien de 1987 a 1992 fue embajador de México ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), en la administración del presidente Miguel de la Madrid, las pinturas rupestres de la sierra de San Francisco, en Baja California Sur, fueron inscritas como Patrimonio de la Humanidad en 1993.

El dictamen se argumenta en la página de ese organismo en la Internet, donde se lee: “Situada en la reserva de El desierto de Sebastián Vizcaíno (Baja California Sur), la sierra de San Francisco fue, entre el siglo I a. C. y el siglo XIV d. C., el lugar de asentamiento de un pueblo, hoy desaparecido, que nos ha legado uno de los conjuntos más notables de pinturas rupestres del mundo.”

“Mantenidos en un admirable estado de conservación gracias a la sequedad del clima y el difícil acceso del sitio, estos conjuntos representan seres humanos y numerosas especies animales, así como la relación del hombre con su entorno. Exponentes de una cultura sumamente refinada, las pinturas constituyen por su composición, dimensiones, precisión de trazos, variedad de colores y, sobre todo, por su abundancia, un testimonio excepcional de una tradición artística única en su género.” (https://whc.unesco.org/es/list/714)

Dicha inscripción fue acordada en la sesión número 17 de la UNESCO bajo los criterios de: I. Representar una obra maestra del genio creativo humano; y II. Exhibir un intercambio importante de valores humanos durante un período de tiempo dentro de esa área cultural del mundo…

El espacio que abarca esta declaración es de 182,600 hectáreas en el municipio de Mulegé.

Los murales sudcalifornianos han sido objeto de mención desde los primeros tiempos de la presencia europea en la península; se halla registro de ellos principalmente en los textos jesuíticos:

Francisco Xavier Clavijero habla de que “los jesuitas… descubrieron en los montes…, varias cuevas grandes cavadas en piedra viva, y en ellas pintadas figuras de hombres y mujeres… y de diferentes especies de animales. Estas pinturas, aunque groseras, representan distintamente los objetos, y los colores que para ellas sirvieron, se echa de ver claramente que fueron tomados de las tierras minerales que hay en los alrededores del volcán de las Vírgenes. Lo que más admiró a los misioneros fue que aquellos colores hubiesen permanecido en la piedra por tantos siglos sin recibir daño alguno ni del aire ni del agua.”

“No siendo aquellas pinturas y vestidos propios de las naciones salvajes y embrutecidas que habitaban la California cuando llegaron a ella los españoles, pertenecen sin duda a otra nación antigua, aunque no sabemos decir cuál fue. Los californios afirman unánimemente que fue una nación gigantesca venida del Norte…”

“El mismo misionero [José Rothea] reconoció algunas de las cuevas mencionadas, de las cuales describe una… En ella estaban representados hombres y mujeres con vestidos semejantes a los de los mexicanos, pero absolutamente descalzos. Los hombres tenían los brazos abiertos y algo levantados, y una de las mujeres estaba con el pelo suelto sobre la espalda y un penacho en la cabeza. Había también varias especies de animales, tanto de los nativos del país como de los extranjeros…”

En este mismo sentido, el padre Miguel del Barco, misionero californiano, copió una parte del testimonio del mismo Rothea, quien explica:

“Pasé después a registrar varias cuevas pintadas; pero sólo hablaré de una, por ser la más especial… De arriba hasta abajo toda estaba pintada con varias figuras de hombres, mujeres y animales. Los hombres tenían un cotón con magas: sobre éste un gabán, y sus calzones, pero descalzos. Tenían las manos abiertas y algo levantadas en cruz. Entre las mujeres estaba una con el cabello suelto, su plumaje en la cabeza, y el vestido de las mexicanas, llamado güipil. Las de los animales representaban ya a los conocidos en el país, como venados, liebres, etcétera, ya otros allí incógnitos, como un lobo y un puerco. Los colores eran los mismos que se hallan en los volcanes de las Vírgenes, verde, blanco, amarillo y encarnado. Se me hizo notable en ellos su consistencia, pues estando sobre la desnuda peña a las inclemencias del sol y agua, que sin duda los golpea al llover, con viento recio, o la que destilan por las mismas peñas de lo alto del cerro, con todo eso, después de tanto tiempo, se conservan bien perceptibles…”

Estudios importantes de estos tesoros pueden encontrarse de manera constante en la bibliografía posterior pasando por el re-descubrimiento de ellos por Barbro Dahlgren y, más recientemente, por el empeño y las cámaras fotográficas de Harry Crosby, Enrique Hambleton y María Teresa Uriarte; la producción de estos últimos ha sido publicada en volúmenes de gran calidad por editoriales de México y los Estados Unidos.

Bueno, pues la declaratoria de las pictografías murales en cuevas y abrigos de la sierra de San Francisco como Patrimonio de la Humanidad cumple un cuarto de siglo en este 2018, así que alguna institución pública y los organismos privados idóneos tienen que efectuar la conmemoración alusiva, más que para recordar el hecho, para volver los ojos y el interés hacia la mejor preservación y el mayor conocimiento de este acervo del que aún se esperan respuestas sobre el pueblo excepcional que habitó esta California varios milenios antes de serlo.


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