PRELIMINAR
Venzo al fin, y sólo a medias, el temor que me infundía esta ceremonia de ingreso en tal alta corporación como la Academia Mexicana. Me intimidaba considerar la brevedad y la inconsistencia de la obra literaria con que me presento y la fragilidad de mi conocimiento de nuestra lengua, cuya sabiduría y cuyo dominio son prendas de los académicos. Sin embargo, como todavía me conforta el espejismo de las promesas que me hago, diciéndome que estoy aún por llevar a cabo las obras de algún aliento que tanto he proyectado, creo que en todo caso la decisión de llamarme al seno de la Academia —decisión que obliga mi reconocimiento para cada uno de ustedes, señores académicos, y en especial para quienes propusieron y defendieron con tanta generosidad mi candidatura— no significa tanto premiar una obra incipiente como extenderme un crédito por las empresas que acaso sea capaz de realizar. Sólo en este sentido me atrevo a recibir el honor que se me depara y a quedarme entre tantos varones sabios, de ayer y de hoy, a quienes siempre he tenido por mis maestros.
Estoy íntimamente persuadido, en efecto, de que una distinción de esta naturaleza opera sobre todo en el ánimo de un escritor como un grave compromiso de lealtad hacia los altos propósitos de la corporación que lo acoge, y que son el estudio y la ilustración de nuestra lengua y de sus manifestaciones perdurables. Ojalá que el voto que confirmo ante mi propia conciencia de mantener esta lealtad, que comenzó por ser gusto y afición espontánea, pueda cumplirlo no sólo con decisión sino también con algunas luces.
Si no estuviese, como lo estoy, convencido de la responsabilidad que trae consigo el ingreso en la Academia, me bastaría considerar la estirpe de preclaros mexicanos que han ocupado el lugar que hoy se me confía, la "silla número III" de nuestra corporación, honrada por el sabio Joaquín García Icazbalceta, por los filósofos Porfirio Parra y Antonio Caso y por el escritor Antonio Mediz Bolio, junto a cuyas sombras ilustres me siento confundido y multiplicada la responsabilidad frente al legado moral de que se me hace depositario. Y me bastaría, asimismo, recordar el ejemplo de amor por nuestra lengua y por el espíritu que anima sus expresiones que fue la obra y la personalidad de Antonio Mediz Bolio, mi inmediato antecesor, de cuya hermosa obra soy un antiguo devoto y a cuya memoria rindo un conmovido homenaje. Sabio enamorado de las tradiciones y leyendas de su tierra y eficaz y cuidadoso escritor, pensaba en maya y escribía en castellano, como él mismo quería, y rescató para la posteridad, en su poesía, su teatro y sus leyendas, la emoción del pueblo yucateco, La tierra del faisán y del venado (1922), su libro memorable, realiza este rescate como en un largo suspiro, como en una larga elegía por el pueblo que fue "antes de Maní"; evoca insistentemente el esplendor de las antiguas ciudades destruidas, la gloria de los príncipes que fueron y, como una sombra sangrienta, aquella ola terrible de hierro y fuego que echó abajo la gloria del Mayab, para dejarnos testimonio del viejo genio maya y de la tristeza de sus actuales hijos desheredados.
El tema y sus problemas
Porque el estudio de nuestra literatura ha sido, decía hace un momento, mi afición constante y porque esta afición se confunde en mi ánimo con el aprecio por la sucesión venerable de quienes han sido honor de nuestra Academia, quiero presentar a la consideración de ustedes algunas reflexiones sobre la naturaleza y el carácter de la literatura mexicana. Tengo la impresión de que, en términos generales, los estudios dedicados a las letras mexicanas han preferido la descripción y valoración históricas y sólo excepcionalmente se han detenido a considerar la significación y el carácter general de nuestra expresión literaria. Existen ciertamente algunos importantes ensayos que examinan, desde esta perspectiva, etapas históricas, peculiaridades genéricas y estilos de épocas, pero aún no se ha intentado, que yo sepa, un estudio de conjunto como el que me propongo. Porque sé las dificultades de semejante especulación, no aspiro más que a trazar un primer esbozo que pueda servir como punto de partida en la materia.
I
NATURALEZA DE LA LITERATURA MEXICANA
Las tres grandes épocas
La primera peculiaridad que percibimos en el conjunto que extensivamente llamamos literatura mexicana es el hecho de que no está formado por un proceso continuo, sino que se encuentra dividido en tres grandes épocas, diferenciadas constitutiva e históricamente, y que de hecho consideramos a menudo separadas: la literatura indígena o prehispánica, la literatura colonial y la literatura del México independiente, cada una con sus propias características y con cierta unidad, aunque también ligadas entre sí y siguiendo un proceso de complejidad y desarrollo crecientes.
La literatura indígena
El cuerpo de poemas líricos, épicos y religiosos, de piezas teatrales, de textos morales, didácticos y filosóficos y de relaciones históricas, mitológicas e imaginativas que hasta ahora conocemos y llamamos literatura indígena fue creación de los pueblos que formaban el complejo cultural de la altiplanicie mexicana —que se expresaban en lengua náhuatl y comprendían tres núcleos principales: Tenochtitlán, Texcoco y Tlaxcala y del pueblo maya del sureste mexicano y parte del territorio guatemalteco. Esta literatura fue consignada o fijada probablemente durante los tres o cuatro siglos anteriores a la conquista o en los años inmediatamente siguientes; es obra de autores cuya identidad ignoramos en muchos casos, pero, gracias a los trabajos del doctor Ángel María Garibay K. conocemos, por ejemplo, los nombres de treinta y tres poetas indígenas[1], uno de los cuales, Netzahualcóyotl—, disfruta de antigua fama. Estas obras pudieron llegar a nuestro conocimiento gracias a que fueron registradas e ilustradas por los cronistas misioneros —el padre Sahagún en primer lugar—, por sus informantes indios o por otros naturales celosos de sus tradiciones.
Las características temáticas y de estilo de la poesía indígena de la altiplanicie —la creación más importante de nuestra literatura prehispánica— han sido descritas por el benemérito investigador de la cultura náhuatl, el doctor Garibay, quien hace notar en ella —además de los temas heroicos y teogónicos básicos— la insistente alusión al tema de la muerte y de la vida efímera que movía a los poetas a proponer el disfrute de la alegría del momento; y en cuanto a los procedimientos de estilo, señala el empleo de paralelismos o balanceos de vocablos, el difrasismo y la recurrencia de estribillos y ritornelos; el breve repertorio metafórico —flores, aves de plumajes finos y piedras preciosas— y cierta esotérica oscuridad que parecía reservar a los iniciados la cabal comprensión de los poemas.[2]
Con todo y que sea posible reconocer características propias de cada una de las literaturas indígenas, hay en ellas un fondo de estilo común, explicable por su comunidad espacial y temporal y porque todas pertenecen, como observa Alfonso Reyes:
a la etapa mítica de la mente —idea implicada en la emoción— que Vico llamaba ‘la mente heroica’ corresponden a aquella ‘barbarie’ de que ya hablaba Baudelaire en las geniales anticipaciones de L’Arte Romantique, ejemplificándolas con el arte mexicano, el egipcio y el ninivita: no barbarie por deficiencia, sino barbarie que, en su orden, alcanza la perfección, entre infantil y sintética; que domina los conjuntos bajo una visión subjetiva y fantástica; que es casi palpitación en el asedio realista de los pormenores… y todavía anterior y ajena al sentido de la personalidad envolvente.[3]
Las características capitales de la cultura y el alma indígenas han sido descritas por Agustín Yáñez en un penetrante ensayo.[4] Señala, por una parte, tres testimonios principales de la cultura prehispánica: las artes plásticas, el genio de las lenguas y el acervo de las creencias religiosas, y determina, por otra, las siguientes facultades primordiales del alma indígena: la fuerza de abstracción, en la plástica, en la designación de objetos ideales y en las concepciones y representaciones religiosas; el realismo que actúa en constante juego con las abstracciones y se manifiesta lo mismo en las expresiones culturales y religiosas que en las formas de vida; la facultad de paradoja, conciliadora de términos contrarios, de que puede ser ejemplo la Coatlicue, diosa en quien se cruzan vida y muerte, o la exaltación de la vida por el derramamiento de sangre; la capacidad poética, en sentido estricto, que parecía asistir todos los actos de la vida indígena; el desasimiento o desprecio por la vida y familiaridad con la muerte, y la facultad de expresión plástica que implica sentido de la proporción, gusto estético y una acentuada aptitud para la decoración y la representación simbólica.
El conocimiento que hoy poseemos de la literatura de los pueblos indígenas de México y singularmente de la literatura en lengua náhuatl ha sido el fruto de un largo esfuerzo. Las fuentes originales: las crónicas y los manuscritos y códices, sólo recogieron el texto indígena, cuya traducción competente al español habría de ser obra que apenas se está coronando en los días que corren. Traducidas en parte inicialmente por distinguidos americanistas al inglés y al alemán, luego vagamente parafraseadas en nuestra lengua, tuvo razón el escritor italiano Marco Antonio Canini para preguntar a José María Vigil, en 1889, qué había sido del precioso manuscrito que existía en la Biblioteca Nacional con el nombre de Cantares Mexicanos y para comentar a continuación que “los literatos americanos... poco se han cuidado hasta ahora de la literatura de los pueblos indígenas”.[5] Vigil, por entonces director de la Biblioteca, no sólo rescataría “entre una multitud de volúmenes hacinados” el precioso manuscrito indígena sino que
escribiría estudios, cuidaría ediciones de obras históricas y aun intentaría algunas versiones poéticas, no sin hacer votos por que los estudiosos mexicanos no se dejaran arrebatar la primacía en lo que se refiere a su propia historia, ya que el conocimiento de estas obras literarias primitivas es indispensable no sólo por su trascendencia filológica, sino también para la precisión de nuestras informaciones históricas y geográficas y en atención a la belleza misma de los textos.[6]
Tras de esta incursión inicial de Vigil, que no tenía más que la importancia de señalar un camino, puesto que estaba limitado por su desconocimiento del náhuatl, vendrían, años más tarde, las versiones inciertas de Mariano Jacobo Rojas y, desde 1940, las traducciones directas y los estudios de Ángel María Garibay K. y Miguel León-Portilla que nos han dado un conocimiento sabio de nuestra principal literatura aborigen. Un proceso paralelo ha ocurrido con los importantes textos mayas y quichés, como el Popol Vuh, el Chilam Balam de Chumayel y los Anales de los Xahil, cuyo interés es sobre todo histórico y mitológico y en menor grado literario, textos que hoy podernos conocer en versiones eruditas y a través de buenos estudios críticos. De otros pueblos indígenas, como el tarasco y el zapoteca, sólo conocemos imprecisamente textos aislados.
En ocasiones de extrema complejidad y de una concepción lógica alejada de la nuestra, pero de extraña e impresionante poesía, la literatura prehispánica nos proporciona preciosos datos para reconstruir la imagen del mundo, la teogonía, la cosmogonía y la sensibilidad que poseían los pueblos primitivos de México. Los poetas cuentan en ella su pavor ante los dioses, su melancolía por la fugacidad de la vida, sus tradiciones históricas, sus ideas sobre los hombres y animales, las fuerzas divinas que gobernaban su existencia y el terror que desgarró sus almas cuando aparecieron los hombres blancos y barbados.
La literatura colonial
Fue la literatura colonial expresión del nuevo pueblo indohispano que con el nombre de Virreinato de Nueva España se formó en el territorio mexicano sojuzgado por la metrópoli española, a partir de la llegada de Cortés y sus tropas en 1519 y hasta 1810 en que el padre Hidalgo inicia la revolución de independencia. Aprendida rápidamente por muchos de los naturales la lengua española, su escritura y rudimentos religiosos y culturales, pronto comienza a desarrollarse una literatura que escribirán españoles, criollos, mestizos e indígenas. Sus primeras manifestaciones estarán consagradas preferentemente a dar testimonio de las acciones militares de la conquista y de las características culturales y naturales de los primitivos mexicanos y su territorio; a redactar vocabularios y gramáticas, textos escolares y obras que auxiliaran el proceso de evangelización. Pronto aparecerá la poesía, dedicada a exaltar con aliento épico los hechos de la conquista o vuelta a la expresión lírica de la intimidad, donde habrá de permanecer con raras excepciones casi hasta nuestros días. En el centro del período colonial, la profusa poesía novohispana alcanza una culminación memorable, no sólo de la época sino de toda nuestra literatura y aun de la española, en la sensibilidad refinada y en la valentía intelectual de una mujer excepcional: Sor Juana Inés de la Cruz.
Ya desde el siglo XVI, la literatura colonial mexicana toma, aunque con ciertos retrasos explicables por la lentitud de las comunicaciones, el paso de la española, y la Nueva España tendrá también su renacentismo italianizante, su barroco y su neoclásico. Viajaban de la metrópoli a la Colonia y viceversa poetas y escritores que traían y llevaban novedades. Sin embargo, apenas iniciada la vida colonial, la Corona se preocupó por dejar bien claro qué libros podían leer y escribir y cuáles no los súbditos indianos. No sólo existía la prohibición general de libros censurados por considerarse contrarios a la fe o peligrosos para la acción evangelizadora sino que aun se prohibió expresamente que se trajesen, vendiesen o imprimiesen “libros profanos y fabulosos” o que traten de “historias fingidas” porque se los consideraba “mal ejercicio para los indios y cosa en que no es bien que se ocupen ni lean”.[7] Por supuesto que, a pesar de estas disposiciones terminantes, se introdujeron en las colonias españolas, por lo menos desde el siglo XVII, novelas de caballería, novelas picarescas y La Celestina[8] y aun se escribieron algunas obras de carácter vagamente novelesco en los dos últimos siglos coloniales.
El teatro, en cambio, que curiosamente no se reparó en que también estaba hecho de “historias fingidas”, acaso porque se le reconoció un recurso valioso, como en efecto lo fue, para las tareas de evangelización, alcanzó pronto un desarrollo apreciable. A principios del siglo XVII se representan en Madrid, con éxito, las comedias de un indiano, Juan Ruiz de Alarcón, que añade una nota propia y original al floreciente teatro de la metrópoli, y a principios del siglo XVIII se representan en el palacio virreinal y en el Coliseo de México las piezas de Eusebio Vela que tratan, algunas de ellas, temas de historia local.
Lo mismo en las crónicas que en las obras descriptivas, en la poesía que en el teatro, en los trabajos eruditos que en los humanistas, la literatura de los tres siglos coloniales no sólo es un rápido aprendizaje y una ambiciosa emulación de la cultura española sino también un proceso de lento desprendimiento y autonomía. Cada vez van siendo más frecuentes y dominantes las notas originales y distintivas, ora porque las circunstancias exigían determinadas obras cuya práctica a veces no coincidía con los usos y estilos que se encontraban por entonces en boga en la metrópoli, como el teatro de evangelización de corte medieval, las descripciones naturales y culturales o los vocabularios y las gramáticas de lenguas indígenas, ora por la aparición de temas y rasgos de estilo que eran sólo propios de un nuevo pueblo, como la “extrañeza” hecha de contención y finura de espíritu que en España se advertía en las piezas de Ruiz de Alarcón,[9] las descripciones de paisajes, hombres y costumbres que eran sólo de la tierra mexicana o las abundantes peculiaridades lingüísticas, por lo general bajo la forma de palabras indígenas españolizadas, que fueron dando un carácter propio a lo que se escribía en Nueva España. Así va surgiendo, en nuestro medioevo colonial, un hibridismo cultural hispanoindio y así va configurándose lo que, al advenir la independencia, será nuestra expresión literaria mestiza, propia y original de México.
La literatura del México independiente
En comparación con las etapas anteriores, la expresión literaria de México independiente es mucho más compleja y variada, por lo que habitualmente se fracciona su estudio en varias épocas: de la independencia, de elaboración de la República, el nacionalismo, el Modernismo, la Revolución y la época contemporánea, por ejemplo. Pero si estas divisiones son necesarias para el estudio histórico, considero que para la índole general de estas reflexiones puede bastarnos con dividir el desarrollo literario y cultural de los ciento cincuenta años que van corridos de 1810 a 1960 en sólo dos períodos claramente diferenciados: el primero, de 1810 a 1880, aproximadamente, será un lapso caracterizado por la turbulenta elaboración y búsqueda de formas políticas y sociales, las invasiones extranjeras y el afianzamiento final de los gobiernos liberales; la literatura, en este período, será principalmente expresión o instrumento político; y el segundo, de 1880 a nuestros días, es un lapso caracterizado por cierta estabilidad política, social y cultural, hendido de 1910 a 1920 por el profundo corte y transformación social que operó la Revolución; la literatura de este período moderno ha creado ya su propio cauce y se acerca o se aleja de lo político y social a voluntad, sin estar condicionada ni supeditada a ello.
En la literatura de México independiente, en ambos períodos, existe un desarrollo orgánico en el que no faltan ninguno de los elementos característicos de los esquemas europeos: ya pueden reconocerse y aislarse generaciones literarias, corrientes, tendencias y ciclos genéricos. Las tendencias seguirán un curso paralelo no sólo al español —como ocurrió hasta mediados del siglo XVIII—, sino en general al de los países europeos. El horizonte cultural lentamente va enriqueciéndose con nuevas influencias y fermentos: franceses, ingleses, norteamericanos, hispanoamericanos y alemanes, y con sus estímulos, aunados a la expresión propia, la literatura mexicana va evolucionando hacia su autonomía. A fines del siglo XIX, México participa en el movimiento de renovación modernista hispanoamericano con algunos de los precursores continuadores más destacados, y en nuestro siglo la novela de la Revolución, por ejemplo, es una contribución original y vigorosa a la literatura universal.
Peculiaridades del período 1810-1880
Podría parecer, a primera intención, que un período de nuestra historia como el que va de la iniciación de la independencia en 1810 al establecimiento del gobierno de Porfirio Díaz hacia 1880, en que se practicaron todas las formas de revoluciones para hacer triunfar la libertad y luego las ideas y los caudillos, en que el país debió sufrir dos invasiones extranjeras y la mutilación del territorio nacional y en que tanto se ahondaron las pugnas ideológicas, que a partir de mediados del siglo se fijan en las irreconciliables actitudes de liberales y conservadores, podría parecer, decía, que años como éstos hubieran interrumpido o menguado considerablemente la expresión literaria, que gustamos de imaginar más floreciente en la paz que en la violencia. Sin embargo, a pesar de que no pueda afirmarse que la literatura de esta época haya alcanzado expresiones de valor permanente y universal, es preciso reconocer que fue de intensa actividad y vitalidad, que estuvo constantemente animada por doctrinas estéticas y culturales y que, gracias a su esfuerzo, pudo alcanzarse la madurez, la profundidad y la originalidad a partir de los últimos arios del siglo XIX.
La literatura en este período se organiza en las formas y usos sociales característicos del siglo del romanticismo. Víctimas reales o imaginarias de una sociedad insensible, de las calamidades de la época o de las dolencias del corazón, los escritores, a pesar de todo, escriben y combaten en las páginas, que les pertenecen del todo, de los periódicos y revistas en los que literatura y política son lo primero. Otro recurso confortante es el de reunirse los colegas para compartir afanes, ideales y quebrantos en asociaciones literarias que se escalonan y pueblan el siglo sin interrupción, y en todos aquellos actos que implican la reunión humana: conmemoraciones y fastos cívicos, duelos y convites, recepciones y despedidas. Semejantes pretextos promueven el desarrollo de las formas sociales y cortesanas de la literatura, particularmente las crónicas, los discursos y los versos de ocasión. Algunas figuras señeras dominan a su tiempo la bullente grey: Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano, maestros que dan el tono y acaudillan las grandes empresas cívicas o culturales. Un principio rige predominante, el de la hermandad ideológica y literaria que mueve a darlo todo por el hermano y a negarlo todo al gratuito enemigo; la critica misma, aun en la pluma de los más distinguidos escritores, tiene está misma bárbara norma facciosa.
Sin perder un ápice de su pudor y su modestia, la mujer se ingenia para intervenir activamente en la literatura, y escribe versos y novelas, colabora en las revistas literarias y hace las suyas propias que no desmerecen junto a las masculinas. Para corresponder a su encanto y decoro, los varones desarrollan todo un género de galantería literaria que aun creará sus propias, encantadoras expresiones: los Calendarios, los Años Nuevos, los Presentes Amistosos y todo ese clima de literatura placentera, sin lágrimas, que florece a mediados del siglo y en la que participan sin rubor —vagos precursores de Mallarmé—escritores tan conspicuos como Francisco Zarco.
La literatura acaso sea en estos años un ejercicio ruinoso e incierto, pues todo queda confiado a las luces y al esfuerzo propios —no existen aún estudios académicos accesibles e institutos ni empresas editoriales—, pero los escritores se arreglan para suplir tantas deficiencias, se enseñan e ilustran unos a otros, viven de las profesiones liberales, de modestos empleos públicos, del magisterio y aun del comercio y, para publicar sus libros, si no han encontrado un protector generoso, el siglo ha descubierto la benemérita institución del folIetón, en la parte inferior de las páginas de los periódicos, que sin muchos escrúpulos dará vida a centenares de libros.
El tono y el espíritu de, la época es el romanticismo, que encuentra un campo propicio en el afán libertario de aquellos hombres y en su apasionada búsqueda de soluciones políticas y de mejoramiento social; pero el romanticismo tiene además otros rostros: el de la afirmación individualista y, consiguientemente, la exaltación del sentimiento personal, y el de los infinitos caminos para la evasión, por ello nuestro romanticismo, al igual que en casi todo el mundo occidental, se manifestará principalmente en tres formas: la literatura nativista o de exaltación de la propia tierra y de lo nacional, la política y la sentimental.
Desde los mismos años de la lucha por la independencia, nuestro valiente Pensador Mexicano inicia la corriente de literatura liberal, nacionalista y popular que va a cruzar todo el siglo XIX y continuará aún vigente en nuestros días. Aquel interés por la vida de nuestro pueblo, por su lengua, por sus costumbres y por sus drama humanos; aquella defensa constante de la justicia social y aquel profundo amor por lo nativo que percibe el lector de las novelas, los periódicos y los folletos de Fernández de Lizardi, van a irse puliendo y afinando con el paso del tiempo o a acentuar en ocasiones las notas pintorescas o folklóricas, van a complicarse con doctrinas sociales y políticas, van a convertirse a menudo en armas de partido o a servir de pretexto e ilustración para argumentaciones doctrinarias, pero no perderán nunca aquella dirección esencial que marcó la obra del autor de El Periquillo Sarniento. En el curso de esta tendencia, durante el siglo XIX, se encuentran la poesía popular y festiva y los “cuadros de costumbres” de Guillermo Prieto; el generoso y encantador fresco de nuestra vida rural que es la novela de Luis G. Inclán; los esbozos de la “comedia humana” mexicana que nos atrae en las novelas de Manuel Payno y de José Tomás de Cuéllar; el pensamiento, las ficciones y la poesía de Ignacio Manuel Altamirano y tantas obras en las que hay una expresión del color y de los dramas nativos.
Será la literatura política manifestación inmediata del compromiso que hicieron suyo los hombres del siglo XIX. Ya fuera expresión teórica, ya apasionada literatura de combate o de tendencia, casi no hay escritos del siglo XIX en los que no pueda identificarse la filiación política, el bando liberal o conservador a que pertenecen sus autores. Aun en los serenos estudios eruditos de un Joaquín García Icazbalceta o de un José Maria Vigil, por ejemplo, se transparenta indeleble su partido, y ello es, a fin de cuentas, otra de sus noblezas. En ocasiones, las doctrinas políticas liberales son a la vez doctrinas culturales, como ocurrió, a principios del siglo, con el movimiento de emancipación intelectual, o inmediatamente después del triunfo de la causa liberal en 1867, con el movimiento de afirmación nacionalista a que convocó Altamirano, como un recurso salvador después de la violencia y para afianzarnos en nuestras propias esencias y raíces, movimiento éste que dará coherencia doctrinaria y sentido de empresa nacional a la corriente iniciada por Fernández de Lizardi.
La literatura sentimental parece el reverso desilusionado de la exaltación nacionalista y de la pasión partidarista. La moda de la época le consiente al hombre ser o aparecer más vulnerable y más dañado por los infortunios y es de buen tono ser desgraciado y decirlo. Unos lamentan sencillamente sus desdichas, otros sueñan e inventan evasiones —hacia el futuro, hacia el pasado, hacia tierras exóticas o hacia la propia aniquilación— y otros se revuelven airados contra una sociedad incomprensiva y sin piedad y lanzan su reto a la tierra y al ciclo. La pasión amorosa, causa de muchas de estas desgracias, va sufriendo a lo largo de estos años una transformación. De los inocentes y vagos idilios neoclásicos de principios del siglo, pronto se llega a la pasión desnuda de franco erotismo que luego de una ola de ironía y sátira alcanzará las afinaciones sensuales del Modernismo.
Pero junto a estos temas y tendencias dominantes existen otros de cauce menos profundo pero sin los cuales estaría incompleta la imagen de este período. Los asuntos históricos tienen por campo propio la novela, aunque existan también obras poéticas y dramáticas de tal índole. El siglo XIX novela prácticamente toda la historia de México, desde la conquista hasta sus propios días, con una peculiar interpretación de cada una de las épocas. La historia prehispánica y de la conquista, y sobre todo la figura de Cuauhtémoc, será vista por la literatura histórica como un pasado clásico y heroico; mientras que la historia colonial se pintará acentuando los tintes sombríos e insistiendo en aquellos aspectos negativos, como los crímenes de la Inquisición, adecuados para fijarnos la imagen total e injusta de aquellos tres siglos como de una oscura edad media. De acuerdo con esta tendencia en la interpretación histórica, la literatura que se refiere a los acontecimientos inmediatos presupone siempre una visión política, aunque, dato curioso, apenas existan novelas históricas conservadoras.
Un género de amplio desarrollo en este período es el de la literatura descriptiva y de viajes, ya fueran por el interior de la República o por países extranjeros, textos que nos permiten conocer las costumbres de la época y la sensibilidad de los viajeros, y recrean para nosotros la imagen del México de antaño. Otro tipo de exploraciones, las autobiográficas, que en forma de novelas, relatos o memorias son también característicos de estos años, nos entregan, con ilustres excepciones, más las reservas que la conciencia y el temperamento de los hombres del siglo XIX. La ficción y la aventura, en su forma puramente imaginativa, casi no existen. El siglo XIX está lleno de relatos de aventuras pero a la manera folletinesca, de sabor y propósitos realistas. Excepcionalmente se intentaron las ficciones fantásticas aunque sólo para trazar, con un tiro más largo, alegorías de sátira política y social, como en el caso de El gallo pitagórico de Juan Bautista Morales o del curioso y anónimo Viaje de Palinuro. Finalmente, a lo largo del siglo XIX fluye; una corriente de antiguo abolengo; el humanismo, que se manifiesta en buenas versiones y estudios grecolatinos o en una poesía original adicta a las formas clásicas o académicas, cuyos mejores aciertos se encuentran en el campo de la poesía descriptiva. Dentro de esta línea humanista tienen lugar los excelentes estudios históricos y eruditos que son algunos de los frutos intelectuales más logrados de la época.
Peculiaridades del período 1880-1960
Como decía hace unos momentos, el segundo período en que dividimos la literatura del México independiente, que comprende los ochenta años que van del establecimiento del porfiriato a nuestros días, se caracteriza por su estabilidad política, social y cultural y por la autonomía que ha alcanzado la expresión literaria. En medio de estos años pacíficos, la Revolución marca un corte profundo que va a determinar un cambio radical en todos los órdenes de la vida mexicana y que creará, asimismo, la doctrina social y económica que nos ha regido desde entonces. Pero si históricamente son dos períodos bien diferenciados el anterior y el posterior a la Revolución, para el propósito que orienta nuestras reflexiones podemos atender a las continuidades y a las semejanzas culturales que relacionan ambos períodos, sin olvidar, al mismo tiempo, las transformaciones y los cambios de rumbo operados por la Revolución. Visto el caso desde otra perspectiva, me parece que un Justo Sierra, organizador de la educación nacional y fundador de la Universidad, y un Manuel José Othón, autor del Idilio Salvaje, tienen más afinidades con José Vasconcelos y Octavio Paz, por ejemplo, que con Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto; es decir, que los escritores de los años finales del siglo XIX y primeros del XX parecen mirar más hacia nuestro tiempo que hacia el romántico y apasionado siglo XIX.
En este período moderno de nuestra literatura, el escritor ha conformado y aislado su profesión intelectual, que ya no se confunde ni entremezcla con otros oficios, y que antes bien va evolucionando hacia las especializaciones. Los hombres que formaron aquella generación ilustre de 1910, el Ateneo de la juventud —que es precisamente el lazo de unión que establece la continuidad antes aludida—, todavía aspiraban a abarcar el campo completo de una o varias disciplinas, mientras que los escritores de las promociones siguientes van avanzando progresivamente hacia las especializaciones culturales, que serán una de las formas intelectuales características del mundo contemporáneo. Las crecientes subdivisiones de las carreras académicas y las profesiones, las publicaciones técnicas reducidas a un campo preciso del saber o del arte, la complejidad del aprendizaje teórico y práctico y la abundancia documental que existe sobre cada materia dominan también el mundo de la creación intelectual y literaria.
En las relaciones entre literatura y política se ha operado un cambio sutil pero significativo. Los hechos políticos no tienen ya sobre el escritor aquella rigurosa dominación que la misma fuerza de las convulsiones determinaba en los escritores del siglo XIX. Podrían desentenderse de lo político y social, y así lo han hecho algunas generaciones modernas, pero voluntariamente la mayoría se preocupa por ello, en mayor o menor grado, y conserva siempre en los presupuestos de su obra sus ideas al respecto. Es, digamos, una servidumbre voluntaria y no por la fuerza de las circunstancias. Si enumeramos algunas de las tendencias y polémicas importantes que han ocurrido en las letras de este período, advertiremos que la mayor parte son fundamentalmente de índole cultural o estética: como el Modernismo que se enfrentó a fines del siglo XIX con las últimas manifestaciones nacionalistas, el universalismo revisionista del Ateneo, el antimodernismo estético de González Martínez, el debate entre arte revolucionario y arte puro de los treintas, o el más reciente entre literatura autónoma y literatura comprometida; pero, al mismo tiempo, todas ellas implican una actitud ideológica. Aun en el pacífico colonialismo que entusiasmó a nuestros escritores alrededor de 1920 y en el descubrimiento sentimental de la provincia se escondía o se denunciaba, como todos lo saben, una actitud evasiva frente a la violencia revolucionaria.
Aquella función decisiva que tuvieron los escritores literarios en el periodismo del siglo XIX va a modificarse radicalmente en nuestro siglo, o, y concretamente a partir de la modernización que inició en sus periódicos Rafael Reyes Spíndola en 1896. Los periódicos actuales están redactados en su parte principal informativa, por periodistas especializados, mientras que los escritores como tales sólo participan en las páginas editoriales. Desaparece, por tanto, aquel tipo de periódicos del siglo XIX que son depósito inagotable de literatura y discusión política, ya que para la literatura se crearán publicaciones especializadas. El periódico se ha convertido, pues, en México y en el mundo entero, en un recurso informativo, ideológico y publicitario de gran influencia popular, pero junto a él han surgido en nuestro tiempo otros medios de expresión, como el cine, la radio, la televisión y aun las historietas ilustradas, cuya órbita de influencia sobre las grandes masas crece cada vez más y que han substituido en buena parte algunas de las funciones que antes cumplía la literatura.
De todas maneras, y a pesar de que la gran masa ha quedado en poder de los intereses comerciales que mueven estas creaciones modernas de la información y la diversión, la cultura literaria ha creado y desarrollado sus propios recursos. Proscrito el autodidactismo que las circunstancias imponían en el siglo XIX, hoy tienen una función cada vez más importante las instituciones culturales —universidades, institutos, academias, colegios, centros de investigación y seminarios—, para la formación intelectual del escritor que ha substituido con ventaja los servicios que prestaban antaño las asociaciones culturales por una disciplina orgánica que le ofrece mayores posibilidades para su adiestramiento y para ampliar su perspectiva intelectual.
La superación del aislacionismo en que vivíamos y del provincianismo que parecía confortarnos ha exigido una larga lucha, iniciada acaso en los días del Ateneo de 1910 y que sólo en los últimos años parece ganada. La afirmación de una estética nacionalista y revolucionaria, que se mantuvo vigente cuando menos desde 1930 hasta 1945, fue interpretada por muchos intolerantes como incompatible con una sana circulación universal y se llegó a ver con malos ojos a quien se interesara por libros extranjeros. Al mismo tiempo, otros grupos opositores querían ignorar las modestas o ricas tradiciones nacionales para sólo atender los pasos del arte nuevo, europeo y norteamericano. Afortunadamente, parece que esta inútil oposición, también complicada con posturas ideológicas, ha sido olvidada y por primera vez la literatura y la cultura mexicanas comienzan a probarse en el ancho mundo. No sólo se leen en sus textos originales o en traducciones libros extranjeros sino que existen en México institutos culturales de países amigos, hay un activo intercambio artístico y cultural, los escritores viajan a menudo, y lo que considero más importante, el mundo comienza a conocer por primera vez nuestra literatura, nuestro arte y nuestro pensamiento, ya por medio de traducciones cada vez más abundantes y regulares de obras mexicanas o por las antologías y panoramas mexicanos que han publicado en entregas especiales algunas importantes revistas extranjeras.
Este lento ajuste a la respiración universal parece haber seguido una evolución paralela a la que ocurrió con la conquista del público. Mientras la habilidad propagandista de los pintores los había llevado desde hace varios lustros a crear un mercado exterior e interior para sus obras, los escritores parecían haber aceptado el breve y modesto destino de leerse unos a otros, con señaladas excepciones. Por fortuna, alrededor de 1955 se inicia precisamente aquel interés extranjero por nuestra literatura coincidente con la aparición de libros mexicanos —principalmente novelas— que alcanzan éxitos editoriales apreciables. Y sin duda esta nueva conciencia de que aquello que se escribe puede ser leído con profusión, no sólo en México sino también en pueblos remotos, ha dado seguridad, responsabilidad y cierta soltura a las nuevas letras. Otro tanto ha ocurrido con el teatro, que en términos generales ha renacido en los últimos años. La creación de muchas pequeñas salas y sus problemas económicos las han llevado a preferir piezas ligeras de éxito seguro; sin embargo, aun así, la producción de obras mexicanas celebradas por el público ha aumentado y, consiguientemente, se ha elevado al nivel de la producción teatral.
Sería injusto considerar esta ampliación creciente de la órbita de acción de la cultura literaria moderna como una conquista exclusiva de los escritores o resultado de circunstancias externas fortuitas. En realidad ello ha sido de manera fundamental una de las conquistas alcanzadas por el constante y siempre acrecentado esfuerzo de los gobiernos posteriores a la Revolución para cumplir con el principio de una educación y una cultura popular, cuyos bienes sean accesibles para todos. Las luchas contra el analfabetismo, la multiplicación de escuelas y la posibilidad de acceso casi gratuito a las instituciones de cultura superior han aumentado necesariamente muchas demandas y, entre ellas, la de cultura.
Gracias también a todo este franco proceso de madurez cultural, la posición social del escritor ha mejorado. Aún suele ser un fruto extraño a su sociedad y a su tiempo, aún parece un ser insensato que lee y escribe libros en lugar de emprender actividades más seguramente productivas; pero ha logrado crear refugios propios, puede subsistir y puede expresarse. El magisterio superior, los institutos culturales, las tareas académicas, los equipos gubernamentales y aun las negociaciones publicitarias requieren de él; existen editoriales que, sólo en casos extremos dejarán inédita su obra, y además, si así lo quiere, hay siempre una bolsa de becas y programas de intercambio cultural que pueden ayudarlo y, año con año, se publicarán convocatorias para certámenes y concursos y aun para esa curiosa supervivencia arcaica que son los juegos florales, que le ofrecen, a cambio de algunos versos deliberadamente románticos, la gloria provinciana y una pasajera fortuna.
Acaso haya perdido la mujer en nuestro tiempo aquella aura de delicada galantería literaria que le ofrendó el siglo XIX, pero en cambio ha fortalecido su posición igualitaria y muchos nombres femeninos deben considerarse en los panoramas más exigentes de la nueva literatura. La generación de la revista Rueca, a partir de 1941, inició la participación decidida de la mujer escritora en la actividad literaria, y posteriormente, incluso ha habido algún momento en que han sido mujeres los escritores de más nombre. A las promociones más abundantes de poetisas han venido a sumarse, recientemente, novelistas y autoras dramáticas cuyo prestigio, ajeno a todo rendimiento de cortesía, nace sólo de la calidad de sus obras. La apreciación panorámica de las expresiones literarias de nuestra época moderna nos llevan fácilmente a la convicción de que en su conjunto, han sido las más fértiles e importantes de nuestra literatura, acaso porque la naturaleza de nuestra historia deparó a las etapas anteriores la misión de formar e integrar la patria material y espiritual que hoy tenemos. Si se me pidiera destacar las que considero creaciones mayores de nuestra literatura moderna, me atrevería a señalar, tentativamente, las siguientes: la poesía y la prosa del Modernismo finisecular, los ensayos y el pensamiento de la generación ateneísta, la novela de la Revolución, la poesía moderna y la novela y el teatro actuales. Además, quisiera añadir que el ensayo ha mantenido, a lo largo de este período, una excelencia de pensamiento y una eficacia expresiva que le dan un puesto de honor. No sólo en las plumas ilustres de los maestros de la época, Justo Sierra, Antonio Caso, José Vasconcelos y Alfonso Reyes, sino en las de muchos otros escritores, el ensayo ha sido en cada momento la conciencia más lúcida y generosa de México. Su actitud revisionista, su preocupación constante por los negocios y los intereses de México, su atención a los problemas e ideas que mueven al mundo han hecho de nuestros ensayos modernos una expresión crítica de aquel orden de inteligencia que sirve a la patria.
II
EN BUSCA DEL CARÁCTER DE LA LITERATURA MEXICANA
¿Qué rasgos comunes ligan las diferentes épocas de la literatura mexicana?
Una vez descritas, me temo que prolijamente, las peculiaridades distintivas que alcancé a percibir en las diferentes épocas de nuestra literatura, es decir, una vez configurada su naturaleza, solicito aún la benevolencia de ustedes para acompañarme a otra indagación en busca del significado o del carácter de nuestra expresión literaria. Comencemos, pues, por preguntarnos qué rasgos comunes ligan entre sí a dichas épocas.
Las relaciones que nos unen con la literatura prehispánica, cuyo conocimiento es bastante reciente, son casi exclusivamente de índole cultural. No tenemos con ella continuidades lingüísticas ni temáticas ni de estilo nos acercarnos a ella como a un pasado arqueológico, y sin embargo, como puede confirmárnoslo la obra de inspiración indígena de mi distinguido antecesor, Antonio Mediz Bolio, sentirnos que estamos atados por alguna imperceptible afinidad espiritual. Nos son comunes el tono elegíaco, el melancólico sentimentalismo, la visión dolida y desprendida del mundo y aun ciertas articulaciones sintácticas y formas mentales. Y porque su sangre es parte de nuestra sangre y en la elección de nuestros abuelos remotos hemos preferido al invadido y al vencido antes que al conquistador, los hemos ligado voluntariamente a nuestro destino y a nuestra cultura.
Con los escritores de los siglos coloniales nos une, en cambio, la comunidad de una lengua, una cultura y aun una organización social que era ya semejante a la moderna. Aquellos escritores pensaban en función de sus propias instituciones, ideas y creencias y en función también de las complejidades raciales de la época. Las ideas, las instituciones y los distingos raciales van a cambiarse o a desaparecer a partir de la independencia que nos dará tantos fermentos nuevos, pero los hombres seguirán siendo fundamentalmente los mismos. Habrá, pues, cambios radicales, pero ya existe entre la colonia y el México independiente una continuidad cultural, una semejanza de actitudes y reacciones frente a estímulos paralelos. Clavijero del siglo XVIII, Orozco y Berra del XIX y el padre Garibay del XX son sabios de un mismo corte y estilo, y cuando advertirnos los paralelismos que existen en la concepción de dos poemas memorables, el primero Sueño de Sor Juana y Muerte sin fin de José Gorostiza nos complace reconocer una tradición poética viva desde el siglo XVII.
Pienso, en efecto, que la comunidad de tradiciones es acaso el elemento más importante para constituir una nacionalidad cultural y que, entre tanto no estén debidamente integradas y afianzadas esas tradiciones, no existe aún dicha nacionalidad. Preguntémonos, por ejemplo, qué pasado cultural reconocía un escritor del siglo XVI, digamos Francisco de Terrazas, y otro del siglo XVII, digamos Sor Juana. Al remontar su pasado, ¿podrían acaso parar en las fechas del descubrimiento y conquista, o bien podrían reconocerse absolutos herederos de la tradición española o de la indígena? Ruiz de Alarcón fue a España, allá lo sintieron extraño, y a Sor Juana le rindieron todos los miramientos pero sintiéndola aparte. Y además, ¿cómo podrían ligarse aquellos escritores a la tradición indígena, que podrían sentir, que acaso estaba fatalmente en ellos, pero que ignoraban? Esta bifurcación de tradiciones puede registrarse con cierta precisión en la poesía de Sor Juana en la cual, junto a las formas, ideas y escuelas peninsulares, aparecen de pronto las notas indígenas, por ejemplo en los graciosos villancicos tradicionales rematados con tocotines indios.
Existe, pues, una encrucijada histórica radical, la del encuentro de dos culturas a principios del siglo XVI, que determina una problemática o una bifurcación de tradiciones para nuestra cultura. Resumiendo el problema, podríamos decir que las tres grandes épocas de la literatura, mexicana son, en cierta forma, autónomas aunque se encuentren ligadas entre sí en diferente medida. La literatura independiente no puede explicarse sin el antecedente colonial, de la que es su continuidad evolucionada, y sin el trasfondo indígena que le da su propio carácter. Pero la literatura indígena, en cambio, no condiciona en absoluto a la colonial ya que ha intervenido un elemento extraño e inesperado: la dominación del imperio español que arrasó al indígena.
Podemos, entonces, llamar nuestras, y denominar extensivamente literatura mexicana a la de estas tres épocas, sólo aceptando previamente ciertas convenciones, a saber: la literatura prehispánica fue expresión de varios de los pueblos autóctonos que van a formar luego —en unión de los demás que poblaban el territorio mexicano— una de las ramas constitutivas de nuestra nacionalidad, pero no pudo tener ni por la lengua ni por la cultura una continuidad inmediata con las siguientes épocas; sólo permanecerá viva una relación de tipo espiritual y de afinidades emotivas, una especie de sincronismo del fatal ritmo de la sangre. La literatura colonial rompió aparentemente toda la liga con la expresión indígena para ser, como decía Carlos González Peña, una rama de la española, aunque una rama cuyos rasgos originales y distintivos, característicos del mestizaje biológico y mental, fueron afinándose y dibujándose progresivamente, hasta el grado de que, en la segunda mitad del siglo XVIII, comienza ya a apuntar su voluntad de emancipación. La literatura de México independiente tendrá sus raíces en la colonial, pero buscará el afianzamiento de su personalidad cultural ligándose voluntariamente con el ya remoto pasado histórico y cultural indígena, y durante el siglo XIX realizará un proceso interior de emancipación intelectual y de originalidad expresiva que alcanzará manifestaciones de madurez en las postrimerías de aquel siglo. Sólo, pues, a la literatura de esta última época, en que ya se encuentran juntos y debidamente evolucionados los elementos de nuestra nacionalidad cultural, podemos llamar con exactitud literatura mexicana, puesto que las dos anteriores sólo son en rigor antecedentes de la expresión nacional de un pueblo independiente.
¿Qué significación tiene para nuestra literatura la bifurcación de sus tradiciones culturales?
El análisis de las relaciones que ligan entre sí las tres grandes épocas de nuestra literatura nos ha enfrentado con otro problema y una nueva pregunta: ¿Qué significación tiene para la literatura mexicana la bifurcación de sus tradiciones culturales?
Somos herederos, en efecto, de tradiciones y estilos extraños entre sí y cuyo conflicto nunca hemos logrado apaciguar del todo dentro de nosotros mismos, pues indigenismo e hispanismo siguen combatiéndose públicamente y dentro de cada mexicano. A principios del siglo XVI los conquistadores europeos aniquilaron las civilizaciones indígenas de México que ya contaban con una avanzada organización social, una compleja religión y un arte admirable. Nuestros antepasados debieron aprender una lengua extraña, insertarse apresuradamente en la tradición cultural europea y española, que alcanzaba por entonces su máximo esplendor, y formar un pueblo nuevo: indígena, mestizo y criollo —sin contar con las sangres que intervienen en menor proporción—. Tres siglos más tarde nos emancipamos del coloniaje y proclamamos nuestra independencia Io mismo política que intelectual, y durante ciento cincuenta años de vida independiente hemos luchado por conservar nuestra soberanía y afirmar nuestros propios caminos, expresiones e ideales.
Históricamente, el nuestro puede parecer un proceso natural: con la conquista se forjó un nuevo pueblo que, tras de pasar una época formativa, alcanzó su autonomía y más tarde su madurez. Pero, desde la perspectiva de la expresión literaria, los hechos no parecen ya tan naturales y presentan, en cambio, una evidente complejidad.
La expresión literaria tiene como presupuestos indispensables una lengua y una cultura común que pertenezcan a un pueblo en lo posible homogéneo, que es decir una tradición. Al sobrevenir la conquista española, la cultura y la expresión literaria de los pueblos indígenas quedó segada y el nuevo pueblo mestizo que fue configurándose debió aprender —como decía hace un momento— una nueva lengua y debió forzar su propio paso para insertarse en la culminante tradición cultural europea. Los tres elementos básicos de la expresión literaria tuvieron, pues, que ser improvisados —con admirable capacidad de aprendizaje y adaptación— para que sólo un siglo después del terrible vuelco histórico tuviésemos ya manifestaciones literarias del nuevo pueblo en que nos convertimos, de la nueva lengua y de la nueva cultura. Nuestra infancia cultural no pudo consentirse titubeos ni obras de rudo primitivismo; nuestra infancia cultural fue el Renacimiento: Erasmo y Vives, Cervantes y Lope, Tomás Moro y Vitoria, que los pueblos europeos habían madurado después de siglos de aprendizaje. Acaso por ello, a pesar de que escribiéramos sonetos al estilo italiano, comedias dentro de la escuela de Lope y Tirso y diálogos a la manera humanista, secretamente estábamos cruzando aquella infancia, que a veces se transparenta como en el caso del teatro de evangelización del siglo XVI que recurre a técnicas y estilos primitivos, ya en desuso, o como en el caso del “corrido” del siglo XIX que parece un brote tardío del espíritu lejano del romancero.
Tardíamente, pues, proseguimos una cultura a cuya formación no asistimos y empleamos una lengua a cuyo desarrollo y a cuyo genio profundo éramos extraños. Para armarnos una tradición y afirmarnos en lo que nos era propio, adoptamos y adaptamos, como un trasfondo clásico y heroico, al pasado indígena; denunciamos como una oscura edad media a los siglos coloniales de formación, y vinimos a nacer plenamente, como nación y como pueblo mexicano, con la independencia de 1810. Pero si estas decisiones fueron plausibles para nuestra integración nacional, desde el punto de vista de la literatura semejante proceso histórico, partido en tres épocas y con una bifurcación en sus orígenes y tradiciones, no nos ha permitido un desarrollo orgánico. Nuestra nacionalidad acaso haya tenido su primer brote con los primeros mestizos del siglo XVI, pero nuestra expresión literaria nacional sólo comenzará a tener vislumbres con Ruiz de Alarcón y Sor Juana en el siglo XVII, empezará a tomar conciencia con los historiadores y pensadores humanistas de la segunda mitad del XVIII y sólo alcanzará manifestaciones originales y propias en la primera mitad del siglo XIX, digamos con Fernández de Lizardi, en cuya obra se manifiestan la sensibilidad y los problemas del pueblo mestizo, y con Inclán cuya novela da testimonio de un nuevo tipo humano, el ranchero mexicano, que ha creado ya su propio lenguaje y su propia mitología. Visto el problema desde otra perspectiva, al retrotraernos en busca de nuestro pasado, advertíamos más arriba, llegamos a un momento, el de la conquista, en que nuestra tradición y nuestros orígenes se bifurcan violentamente y un brazo se hunde en las culturas aborígenes de México mientras que el otro se va a España y a Europa. Muchos se han sentido obligados a optar entre uno y otro, con lo que mutilan y deforman la historia y a nosotros mismos; pero dejando a un lado las preferencias ideológicas o sentimentales, el hecho es que los dos brazos nos pertenecen y sólo en vista de ellos nos explicamos cabalmente.
Ahora bien: una expresión literaria cuyos orígenes fueron de tal naturaleza híbrida y que realizó un aprendizaje tardío y extemporáneo de las tradiciones culturales europeas ha tenido, de hecho, un tiempo aún muy corto para alcanzar su maduración interior. De ahí esa inconsistencia de que a veces se resienten nuestras obras, de ahí sin duda esa fragilidad de nuestro poder creativo que no acertamos a superar y de ahí también esa incapacidad nuestra para las creaciones literarias orgánicas, la novela y el teatro, que sólo en los últimos años parece que comenzamos a vencer.
Pero al mismo tiempo, de estos obstáculos hemos logrado hacer la fuerza y la originalidad de nuestras expresiones, y las mejores obras literarias han llegado a ser, precisamente, aquellas que dan voz a estos conflictos de nuestro ser histórico. La extrañeza del “indiano” Juan Ruiz de Alarcón lo llevó a dar una nota nueva y personal al teatro español del siglo XVII: las notas de discreción y sobriedad, de observación maliciosa y aguda, características, entre otras, del mexicano. La húmeda intimidad del sentimiento que nos conmueve en la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz diríase expresión de la melancolía que heredarnos de los abuelos indios. Y a lo largo del siglo XIX toda la corriente de literatura nacionalista y liberal que abre Fernández de Lizardi, esa corriente cuya vocación profunda es el amor por la tierra y por lo nativo y el reclamo de justicia para el desamparado, diríase un largo esfuerzo por rescatar y defender el legado de nuestros antepasados indios y por afirmar ante el mundo lo que es propio y original de México.
Acaso la enseñanza profunda que pueda darnos esta complejidad de nuestra historia cultural no es otra cosa que enseñarnos a. reconocer en ella, no una encrucijada que puso la confusión en nuestros espíritus sino una doble responsabilidad: la de ser leales a nuestras dos tradiciones y la de persuadirnos a conciliarlas en nuestro ánimo y en nuestras expresiones, al modo como están ya juntas y apaciguadas en nuestra sangre y en el color de nuestra piel.
El carácter de la literatura mexicana
En vista de todos estos hechos y circunstancias que determinan el ser de nuestra literatura, ¿cuáles, son, entonces, sus notas características? En primer lugar, las notas características de la literatura mexicana son sus peculiaridades históricas; su ser es radicalmente su haber sido. Ya decía Alfonso Reyes que “la literatura mexicana es la suma de las obras de los escritores mexicanos”.[10] La distinguen su articulación y su confluencia de tres épocas y culturas, su hibridismo americano-europeo, su permanente trasfondo indígena y los presupuestos y los conflictos ideológicos que han caracterizado su desarrollo. Pero la historia y las ideas también suelen tener su propio estilo, algo así como una entonación distintiva que las individualiza.
A fines del siglo XIX, Ferdinand Brunetière, a quien siempre gustaron las esquematizaciones de los complejos procesos literarios, propuso aquellos sugestivos rótulos que tanto entusiasmaban, para definir el carácter esencial de las literaturas europeas. La literatura italiana —sentenciaba— es la literatura artística; la española, la caballeresca; la francesa, la sociable o social; la inglesa, la individualista y la alemana, la filosófica, rubros que, según Brunetière, tenían la virtud de explicarnos no sólo las cualidades de una literatura sino también sus defectos y sus carencias.[11]
En México también nos preocupó la definición del carácter esencial de nuestra literatura y contamos, al respecto, con tres declaraciones principales, tan ligadas en sus proposiciones que no las considero simplemente coincidentes. Que yo sepa, el iniciador fue Vicente Riva Palacio quien, en el artículo dedicado a la personalidad de Alfredo Bablot que aparece en su libro Los ceros y fue escrito hacia 1882, apuntó lo siguiente:
El fondo de nuestro carácter, por más que se diga, es profundamente melancólico; el tono menor responde entre nosotros a esa vaguedad, a esa melancolía a que sin querer nos sentimos atraídos; desde los cantos de nuestros pastores en las montañas y en las llanuras, hasta las piezas de música que en los salones cautivan nuestra atención y nos conmueven, siempre el tono menor aparece como iluminando el alma con una luz crepuscular.[12]
Advirtamos, en este pasaje tan perspicaz, que Riva Palacio se refiere en general a “nuestro carácter” y luego alude en particular a los cantos rurales y a la música de los salones; no se refiere, pues, a la literatura, pero sí precisa, respecto al carácter peculiar del mexicano, tres notas que luego tendrán larga fortuna: la melancolía, el tono menor y el ambiente crepuscular.
En 1913 Pedro Henríquez Ureña pronuncia en la ciudad de México una famosa conferencia dentro de un ciclo sobre cultura mexicana organizado por Francisco Gamoneda en la Librería General; es la conferencia acerca de Don Juan Ruiz de Alarcón dedicada a probar magistralmente el mexicanismo del dramaturgo. Y uno de los mejores argumentos de Henríquez Ureña viene a ser precisamente el reconocer en la obra alarconiana las notas que considera distintivas de la poesía mexicana, y que apunta con sobria elegancia en un pasaje ya clásico de nuestra crítica literaria:
Como los paisajes en la altiplanicie de Nueva España, recortados y acentuados por la tenuidad del aire, aridecidos por la sequedad y el frío, se cubren, bajo los cielos de azul pálido, de tonos grises y amarillentos, así la poesía mexicana parece pedirles su tonalidad. La discreción, la sobria mesura, el sentimiento melancólico, crepuscular y otoñal, van concordes con este otoño perpetuo de las alturas, bien distinto de la eterna primavera fecunda de los trópicos: este otoño de temperaturas discretas que jamás ofenden, de crepúsculos suaves y de noches serenas.[13]
La novedad de este pasaje del ilustre crítico dominicano es que se refiere explícitamente al carácter de la poesía mexicana y que propone una natural relación, una liga profunda, entre la tonalidad distintiva de nuestra poesía y los tonos grises y amarillentos del paisaje de la altiplanicie. Por otra parte, las notas apuntadas son sensiblemente las mismas que treinta años antes señalara Riva Palacio, aunque se hayan afinado algunos de sus conceptos.
A esta misma línea pertenecen las últimas observaciones sobre el carácter de nuestras letras a que quiero referirme, las de Luis G. Urbina, que van a llevarnos un poco más adelante. Ya desde la conferencia sobre La literatura mexicana, que pronunció Urbina en 1913 y en el mismo ciclo que la de Henríquez Ureña, había esbozado una psicología nacional, que ampliará y redondeará en las páginas iniciales de ese libro cordial que se llama La vida literaria de México. He aquí lo que dice Urbina del carácter de nuestra literatura: “Es de notar —observa— que si algo nos distingue principalmente de la literatura matriz, es lo que sin saberlo y sin quererlo, hemos puesto de indígena en nuestra verso, en nuestra prosa, en nuestra voz, en nuestra casa, en nuestra música: la melancolía”. Y luego describe, al igual que Henríquez Ureña, el paisaje de la Mesa Central cuya tristeza nos humedece y nos infunde “la hierática melancolía de nuestros padres colhuas”, para afirmar, finalmente, que “perfumamos regocijos y penas con un grano de copal del sahumerio tolteca”.[14]
Acaso debieran apegarse todavía otras observaciones a este mismo respecto, como las del compositor musical Manuel M. Ponce quien relacionaba la concepción de los cantos populares con la melancolía, el desamparo y las vagas nostalgias que suscitan los atardeceres en la gente del campo,[15] pero creo que con la contribución de Urbina el concepto que nos interesa está ya completo. Riva Palacio propuso ciertas notas peculiares del carácter mexicano; Henríquez Ureña las refirió concretamente a nuestra poesía y las relacionó con el paisaje de la meseta; Urbina las hace válidas para todas nuestras expresiones culturales y no sólo las ve como proyección de nuestro paisaje sino que, y ésta es su aportación original, percibe en ellas un reflejo del temperamento indígena.
Este hermoso ejemplo de elaboración progresiva de un concepto nos ha llevado a concretar la definición aceptada y más válida respecto al carácter esencial de la literatura mexicana. Menos rotundos que Brunetière, nuestros críticos han preferido una descripción que pudiera resumirse así: Las notas distintivas de la literatura mexicana son la sobriedad, la discreción, el tono menor y el sentimiento melancólico y crepuscular, notas que son una proyección emocional del paisaje de la meseta y a la vez rasgos típicamente indígenas.
Convengamos en que, en términos generales, esta definición conviene sobre todo a nuestra poesía lírica, reconociendo al mismo tiempo que es tarea fácil encontrarle numerosas excepciones: Balbuena y Landívar, Díaz Mirón y Othón, Pellicer y Paz, por ejemplo; pero advirtamos, al mismo tiempo, otros extremos del problema. En efecto, creo que esta definición del carácter de nuestra literatura no puede incluir sin violencia a la prosa, y por otra parte, creo que describe acertadamente una modulación peculiar de nuestras expresiones pero deja fuera, en cambio, aspectos formales y temáticos importantes. Siempre que considero nuestra literatura en su conjunto, no puedo menos de representármela como una oscilación casi permanente entre dos polos, el formalismo y lo que pudiera llamarse para no darle otras connotaciones—preocupación humanitaria y social. El formalismo acaso sea una consecuencia natural de nuestro acceso tardío a una lengua y a una cultura que no acertamos a manejar con esa soltura que nos seduce en los pueblos viejos, sino con una suerte de respeto y temor invencibles y como medrosos siempre de equivocarnos. Formalistas serán casi todos nuestros poetas: Francisco de Terrazas y Bernardo de Balbuena, Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz, Diego José Abad y Rafael Landívar, Manuel de Navarrete y Francisco Manuel Sánchez de Tagle, Ignacio Ramírez y Justo Sierra, Manuel Gutiérrez Nájera y Salvador Díaz Mirón, Enrique González Martínez y Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia y Alí Chumacero. Me parece que, a este respecto, es plausible que precise que por formalismo no entiendo una ausencia de significados, sino estrictamente un vigilante rigor en los aspectos formales de la creación literaria, y además, que pienso que el dominio en esta materia es una de las condiciones esenciales de la obra artística.
Por otra parte, la preocupación humanitaria y social, o sea el otro polo permanente que señalo en nuestra literatura, nace de aquel sentimiento de justicia para los desposeídos y humillados, y aparece muy pronto en nuestras letras para continuar hasta nuestros días. Alienta ya en los escritos en defensa de los indios de Fray Bartolomé de las Casas, de don Vasco de Quiroga, del Obispo Juan de Palafox y Mendoza y de casi todos los cronistas; da sentido a los tratados y alegatos de los jesuitas de la segunda mitad del siglo XVIII y, a partir de las obras de José Joaquín Fernández de Lizardi, se convertirá, como ya se ha apuntado, en la corriente literaria de surco más profundo y de más ancho cauce en la literatura del México independiente: orienta la rebeldía y la denuncia social de las novelas de Juan Díaz Covarrubias, de Nicolás Pizarro Suárez, de José Tomás de Cuéllar y de Ángel de Campo y de los versos de Manuel Acuña y Antonio Plaza; alienta en la emoción popular de las novelas de Luis G. Inclán y Manuel Payno y de los romances y los “cuadros de costumbres” de Guillermo Prieto: vibra en la afirmación nacionalista y liberal de los escritos de Ignacio Manuel Altamirano, Francisco Zarco y Vicente Riva Palacio; da fuerza a las reflexiones doctrinarias de José María Luis Mora y de Ignacio Ramírez, y en nuestro siglo, esta preocupación humanitaria y social va a encontrar una de sus más altas y vigorosas expresiones en la novela de la Revolución y persistirá, ya con un sentido doctrinario, en la literatura proletarista y aun puede encontrarse su impulso en la novela, el cuento y el teatro de los últimos años.
Así pues, esta doble vertiente de formalismo y de preocupación humanitaria y social entre la que oscilan nuestras expresiones literarias, pudiera ser también, y así lo creo, característica no solamente de la poesía lírica sino de toda nuestra literatura. Mas la breve indagación que hemos hecho para probar nuestro aserto nos ha puesto de manifiesto otra peculiaridad que considero también distintiva de nuestra literatura.
En efecto, verso y prosa no han sido para nosotros simples instrumentos o recursos diversos para nuestra expresión, sino algo mucho más radicalmente diferenciado. Los versos parecen representar, en nuestra inconsciente elección, lo que es propiamente literatura, en el sentido de elaboración y de aliño lingüístico, y a ellos solemos reservar el lírico desahogo de nuestra intimidad —y aquí surgen la discreción, el tono menor y el sentimiento crepuscular y otoñal— o bien las creaciones ele gran pulimento formal y académico, las creaciones rigurosamente estéticas. La prosa, en cambio, dijérase que estuviese reservada para todo aquello que es comunicación, para decir lo que es necesario decir, para proponer, contar, divertir, protestar, denunciar, reflexionar, en suma, para manifestar y comprometer el propio pensamiento, y de ello son testigos casi todos nuestros grandes prosistas, desde Bernal Díaz del Castillo hasta José Vasconcelos y Juan Rulfo. Esto explica las características más constantes de la prosa mexicana, y de casi toda la hispanoamericana, hecha de vivacidad y de sentido directo, movida como por una urgencia interior y elaborada con incipiente retórica, y cuyo mérito, por todo ello, no reside tanto en su calidad intrínseca sino en el peso y en la emoción de su mensaje; y al contrario, esto mismo da razón de la tardía aparición y del escaso desarrollo que ha tenido en México la prosa artística, que apenas se inicia, aún insegura, con las novelas de Altamirano, en el último tercio del siglo XIX, y que, con excepción de las obras de Manuel Gutiérrez Nájera y de Justo Sierra, parece creación propia de la literatura contemporánea en que ha florecido con Alfonso Reyes y julio Torri, con Ramón López Velarde y con Agustín Yáñez, con Jaime Torres Bodet y Juan José Arreola.
¿En qué sentido nuestra literatura ha sido expresión de México?
Acaso la prueba más importante a que pueda someterse una literatura, y la última con que agobiaré a ustedes, es la de preguntarnos en qué sentido y con qué profundidad esa literatura ha sido expresión de su pueblo, y en qué medida ha logrado crear obras magistrales de belleza y de significación permanentes. Deliberadamente he dividido en dos partes lo que de hecho es una sola interrogación con el objeto de poder distinguir, en la literatura mexicana, dos formas de su expresión de nuestro pueblo, las que llamaremos en un caso documentales y en el otro estéticas.
Si desde esta perspectiva consideramos las obras sobresalientes de nuestra literatura, podría parecernos, al primer intento, que esas obras sí han sido expresión cabal de los problemas, de los hombres y de sus luchas e ideales en cada momento de nuestra historia; los problemas y las aspiraciones del mestizo, para quien la independencia aún no es sino una palabra, ya lo hemos dicho, alientan en las obras de “El Pensador Mexicano”; la vida cotidiana del ranchero a mediados del siglo XIX y su curioso concepto de la honestidad y del honor están pintados con arte primitivo y eficaz en la novela de Luis G. Inclán; la abigarrada sociedad urbana y rural de aquellos años, su inocencia y su corrupción están reflejadas con visión colorista y folletinesca en ese mural que es la gran novela de Manuel Payno; el pequeño mundo de la clase media de la ciudad de México vive en las páginas irónicas de José Tomás de Cuéllar y en las conmovidas de Ángel de Campo la sensibilidad y el tono de la sociedad finisecular nunca tendrán mejor imagen que la que guardan la poesía y las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera; la fuerza y la violencia dramáticas de la Revolución de 1910 dan una vibración permanente a los relatos de Mariano Azuela y de Martín Luis Guzmán, y los vicios y la ficción de nuestra política posrevolucionaria quedaron fijados en el teatro de Rodolfo Usigli. Ciertamente, nuestra novela, nuestro teatro y nuestra poesía son, a su manera, otra historia más profunda y más rica de México y sin su conocimiento ignoraríamos el latido humano, y en ocasiones, el revés de la historia. Mas, apurando un poco el análisis, advertiremos en la mayoría de estas expresiones de la realidad dos tipos de limitaciones. En primer lugar, nuestras obras literarias, al proponerse la expresión de la realidad, suelen quedarse en el primer grado de elaboración literaria que es el registro documental, al que sólo exigimos la verdad, la intensidad y la eficacia de sus imágenes, y sólo excepcionalmente, como por ilustres ejemplos en los casos de las obras de creación de Alfonso Reyes, de las novelas revolucionarias de Martín Luis Guzmán y de la poesía de Ramón López Velarde y Octavio Paz, se atreven a trasmutar aquella visión en mitos o en creaciones, según la facultad maestra de la literatura, y cuya vida y cuya verdad sean las del arte y la imaginación creadora.
Por otra parte, en el amplio repertorio del acontecer humano, nuestra novela y nuestro teatro han sido testigos fieles aunque limitados. Movidos por corrientes culturales y por cierta idiosincrasia mexicana, nuestros escritores han preferido los dominios de lo sentimental, las luchas y los conflictos ideológicos y los problemas sociales inmediatos y han dejarlo a un lado los análisis morales de la conducta y la convivencia humanas, la reflexión cultural y la imaginación. Además, pese a lo mucho que nos separa ya de la técnica primitiva de las novelas de Payno, sigue persistiendo en nuestra novela —y se ha recrudecido recientemente— cierta afición hipnótica por la violencia, por la denuncia social y por una truculencia con resabios de crónica policíaca, como si para atraer e interesar a los lectores sólo se confiara en la eficacia de este “tremendismo” morboso. Es decir, que una parte de nuestra expresión literaria se ha detenido en esta función primaria de compensación emotiva, de testimonio de las luchas primordiales de la existencia humana y de excitación patética; que aún no ha podido desatarse del campo de las urgencias individuales y cotidianas y del recurso de los contrastes violentos, para volver libremente los ojos al exterior humano, a su secreto e intimidad y el vuelo de la imaginación y la especulación libres.
Acaso las circunstancias y peculiaridades, a que me he referido, expliquen el desarrollo incipiente, en nuestra historia literaria, de la novela y el teatro que sólo en los últimos años han dado muestras de madurez y de verdadera libertad creativa. Y sin que me parezca lícito considerar lo anteriormente expuesto como otra cosa que modalidades históricas, creo, de todas maneras, que nuestra índole muestra una aptitud mayor, en el campo estricto de la creación literaria, para la lírica que para la novelística y la dramática. Estas últimas exigen, ciertamente, la objetivación estética de una concepción de la realidad, la creación separada de nuestro propio mundo, y requieren, por tanto, no sólo un peculiar genio sino cierta madurez espiritual y estética y un dominio técnico, mientras que la lírica puede ser, inicialmente, una liberación de la carga interior y nace de una natural urgencia de expresión. Sólo en ocasiones memorables, nuestra novela y nuestro teatro han vencido aquellos obstáculos para alcanzar su plenitud humana y artística, mientras que nuestra lírica, alentada por nuestra idiosincrasia y adiestrada en siglos, ha conquistado para nuestras letras una constelación de grandes poetas, aunque la limpidez de estas voces no le impida naufragar en ocasiones en aquel impulso primario y quedarse sólo en liberación sentimental. Pero la creación literaria, en prosa o en verso, sólo sigue en términos muy generales estos esquemas, siempre superados por los casos de excepción. Las obras maestras de nuestra literatura han surgido en la lírica lo mismo que en la ficción narrativa o dramática y en el ensayo. ¿Para qué confesar nuestra propia elección? Todos hemos formado, para nuestro propio disfrute, esa antología esencial de las obras eminentes de la literatura mexicana que considerarnos, por ello mismo, las expresiones más profundas y reveladoras de nuestro ser nacional.
Estas han sido, señores académicos, las reflexiones sobre la naturaleza y el carácter de la literatura mexicana que ene ha dictado mi afición por su lectura y por su estudio. He querido presentarlas a su ilustrada consideración porque me gustaría que en algún sentido fuesen un testimonio de mi reconocimiento para todos aquellos miembros de esta corporación, ausentes y presentes, en cuyas lecciones y en cuyos libros aprendí los rudimentos, los secretos y el sentido de nuestra literatura. Y sólo me atrevo a unirme a la ilustre Academia Mexicana, así comprenda que ningún mérito y ninguna obra me hacen digno de ella, porque me siento ligado con cada uno de ustedes en el amor por nuestra lengua y por sus expresiones literarias y en la pasión por cuanto es voz y testimonio del espíritu de México.
[1] ÁNGEL MARÍA GARIBAY K., Historia de la literatura náhuatl. Editorial Porrúa, México, 1953-1954, tomo II, pp. 373 ss.
[2] ÁNGEL MARÍA GARIBAY K., "Introducción" a Poesía indígena de la altiplanicie, Biblioteca del Estudiante Universitario, 11, Ediciones de la Universidad Nacional Autónoma, México, 1940, pp. XIV-XVI. Véase también AMG, Historia, 1, pp. 59 ss.
[3] ALFONSO REYES, Letras de la Nueva España, Fondo de Cultura Económica, México, 1948, p. 11.
[4] AGUSTÍN YÁÑEZ, "Estudio preliminar" a Mitos indígenas, Biblioteca del Estudiante Universitario, 31, Ediciones de la Universidad Nacional Autónoma, México, 1942, pp. VII-XXV.
[5] MARCO ANTONIO CANINI, "La poesía erótica en los pueblos hispanoamericanos", en Revista Nacional de Letras y Ciencias, México, 1889, tomo 1, pp, 100-101.
[6] JOSÉ MARÍA VIGIL, "Cantares mexicanos", en Revista Nacional de Letras y Ciencias, México, 1889, tomo 1, pp. 302 y 370.
[7] Cf. JULIO JIMÉNEZ RUEDA, Historia de la cultura en México. El virreinato, Editorial Cultura, México, 1950, p. 225, e Irving A. Leonard, Books of the Brave, Harvard, Cambridge, 1949. Trad. esp.: Los libros del conquistador, Fondo de Cultura Económica, México, 1953, p. 81.
[8] IRVING A. LEONARD, Romances of Chivalry in the Spanish Indies, University of California Press, Berkeley, 1933.
[9] JUAN PÉREZ DE MONTALBÁN, Memoria de los que escriben comedias en Castilla, al final de su miscelánea Para todos, Madrid, 1632.
[10] ALFONSO REYES, La X en la frente, Colección México y Io Mexicano 1, Porrúa y Obregón, México, 1952, p. 57.
[11] FERDINAND BRUNETIÈRE, Sur le caractère essentielle de la littèrature française, 15 octubre 1892, en Ètudes critiques sur l’histoire de la littèrature française, Hachette, Paris, 1896, Cinquième serie, pp. 251 y ss.
[12]VICENTE RIVA PALACIO, Los ceros. Galería de contemporáneos, por Cero, Imprenta de F. Díaz de León, Editor, México, 1882, pp. 366-367.
[13] PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA, Don Juan Ruiz de Alarcón, Conferencia pronunciada el 6 de diciembre de 1913. Reproducida en: PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA, Páginas escogidas, Prólogo de ALFONSO REYES y selección de JOSÉ LUIS MARTÍNEZ, Biblioteca Enciclopédica Popular 109, Secretaría de Educación Pública, México, 1946, p. 30.
[14] LUIS G. URBINA, La vida literaria de México, Madrid, 1917, pp. 25-26.
[15] MANUEL M. PONCE, Escritos y composiciones musicales, Colección Cultura, tomo IV, núm. 4, México, 1917, p. 24. Véanse también pp. 10-11.
Temprano prestigio acogió el nombre de José Luis Martínez, recién llegado a la conquista de México. Supo escoger la maestría y trato de las figuras mayores en la república de las letras, cuyo aliento y atención obtuvo; con cuya obra y amistad quedó asiduamente vinculada en la tarea personal. Pronto escaló la cátedra universitaria y las redacciones más calificadas. Con los amigos que lo acompañaron en la emigración de la provincia, luego sumadas otras vocaciones afines, recibió auspicio de la Universidad Nacional para realizar actividades literarias, entre las que sobresalió la publicación de Tierra Nueva, revista que concurrió a trasponer una de las más prolongadas crisis de México en el campo del periodismo literario, y que —por los nombres que conjugó, por el espíritu que la sostuvo, por el aliño en ella puesto— es dechado en su género.
Ni obra de suerte o don gracioso esta carrera. Vocación. Fidelidad a la vocación. Lo acabamos de oír: lealtad, que comenzó por ser gusto y afición espontánea. Y antes —en el artículo de Tierra Nueva— fue declarado como “la libertad del rigor y la disciplina”.
Sombras tutelares —Alfonso Reyes, Enrique González Martínez, Enrique Díez Canedo, Xavier Villaurrutia, Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte— amparan este acto con rigor fiel a las letras. Y en la sombra de la provincia, la presencia del discreto maestro —Ernesto Aceves—, animador del impulso vocacional en su iniciación.
El rango de José Luis Martínez como ensayista y crítico literario ha puesto en olvido su alboral poesía, que conviene recordar por ella misma y como indicio de la personalidad allí expresada. Unos cuantos poemas —no recogidos en volumen— la componen, semejantes entre sí por la contenida factura, por la levedad de sus materiales y resonancias, que confieren afinidad con la música de cámara, en concepción y ejecución, en el encanto del efecto, más por los órdenes de las formas y la economía de recursos expresivos que por la fluencia de símbolos musicales directos: así la fuga final de la Elegía por Melibea desarrolla en contrapunto secuencias independientes, dispuestas en versos alternados y simultáneos, coincidentes en la unidad poética, unidas al fin en una cuarteta cuyo pie quebrado es acorde fúnebre. Sonetos como Aparece al filo de la noche, o La memoria de escombros que te vive, lo mismo que composiciones en tempo presto como las Cuatro pequeñas ausencias responden a igual régimen de mesura, de música temperada, de aristocrática concisión, de discreta gracia, en el que participan y al que se someten la línea melódica de metáforas e imágenes, la distribución de acentos rítmicos y los demás elementos armónicos de la poesía. Estos atributos revelan la radiografía primitiva del autor, de su temperamento e inclinaciones en el momento de acometer la larga paciencia de las letras; rasgos y sombras determinantes: finura, esmero, extremado sentido de la medida; seriedad y disciplina en afán de solidez, objetividad y claridad; cautela propensa a la antiemotividad; espíritu de sistema.
Tres entre los más remotos textos de crítica producidos por José Luis Martínez confirman los datos anteriores. Desde luego resulta significativo el parejo rumbo de la preferencia denotada en los temas de los tres artículos. El primero es una de las recensiones más inmediatas a la aparición de Muerte sin fin.[1]
El segundo de los referidos textos es una entrevista con Xavier Villaurrutia. De suyo la entrevista es una prueba que pone de manifiesto el sistema de preferencias, la estructura mental y sentimental del entrevistador, muchas veces en proporción mayor a la que al entrevistado corresponde; y esto, desde luego, por el sesgo impuesto a la conversación, aunque ya de antemano es demostrativa la elección del personaje a entrevistar. Sin duda por empatía, José Luis Martínez destaca en Villaurrutia “una antiemotividad, un rehuir conscientemente todos los temas sentimentales, una propensión a. forjar sus Nocturnos a base de exclusiones”; la agudeza estilística oculta en los llamados “juegos de palabras sin sentido”; la extraña intensidad poética, profunda, personal; su solidez artística; su madurez, exactitud y seguridad; lo concreto y penetrante; la sensibilidad tan primaria y tan elaboradamente consciente, inagotable. Y cuando el entrevistador alude a un “común denominador característico de la poesía actual”, refleja su espíritu de sistema.[2]
El último de los tres textos es la nota intitulada Paul Valery, a propósito de versiones al español, entonces recientes, de algunos ensayos del escritor francés, en quien el comentarista encuentra “una maravillosa, una lúcida construcción mental completamente inteligente”; una técnica cuya “razón central” es la inteligencia sin pasión, el puro contemplar y explicar el mecanismo de las sociedades humanas o del espíritu mismo. Simpatías y diferencias de la recensión quedan compendiadas en estos términos reveladores de la personalidad que los escribe: “Valery, en su sobrehumana experiencia, queda para nosotros como un ejemplo y como una víctima de la rebelión de la inteligencia, la más hermosa rebeldía. Su poesía, prodigiosamente construida, lleva en su perfección, en su pecado, su propia condenación”.[3]
Gorostiza, Villaurrutia, Valery, en la línea de la literatura como disciplina, sirven a la proyección de afinidades electivas que orientan la carrera de José Luis Martínez, desde los años de aprendizaje, realizado en buena parte autodidácticamente, como es común en México, y en las vocaciones obsesivas.
Habiendo renunciado a los estudios de medicina, en los que hizo dos cursos, prosiguió los de letras, que alternaba con aquéllos desde su instalación en México, en 1938. Por importante que haya sido —y en efecto lo fue— la influencia de las aulas y de maestros distinguidos, mayor lo es la del riguroso programa de lecturas emprendido a la par con la tarea de reunir una biblioteca, que ha llegado a ser la más valiosa de que pueda ufanarse un hombre de su edad y generación; más que hábito: pasión —pasión exhaustiva—, la lectura centuplica sus rendimientos en el intercambio, fuera de cátedra, con maestros y amigos, que José Luis Martínez practica como parte de su vida carácter.
Afinidades y preferencias aparecen al fin de cuerpo entero en el escrutinio de una biblioteca. La del nuevo académico se halla compuesta con aliento de universalidad: nada humano le es ajeno, ninguna voz egregia en concurso de siglos falta, y abundan las desconocidas o anónimas cuya nimiedad suele ser eslabón perdido, y revelar escondrijos del espíritu y la historia. Variedad en la universalidad, sobresalen las secciones de Letras y Artes: aún más radicalmente: los impresos mexicanos o sobre México, que dan a esa biblioteca su máxima importancia, en especial por las piezas raras y curiosas, por la folletería y publicaciones periódicas que contiene.
Parejo proceso siguió la formación del escritor: a la contemplación experiencia y generales, a la reflexión de tipo filosófico —recuérdense los trabajos de Seminario realizados bajo la dirección de José Gaos—, sucedió el enfoque de lo inmediato; a la creación poética, la crítica literaria especializada en lo mexicano. La distinción obtenida en este campo arraiga en aquella disciplina de universalidad, que lo familiarizó con las agencias del espíritu y le proporcionó sólidos principios, normas eficaces para ejercer el juicio crítico.
Ejemplo digno de consideración. Restaura la función crítica a su dignidad original, indispensable al florecimiento de las artes y las letras; nobleza misional desfigurada por aluvión de frívolos o resentidos, que sientan reales con meroliquerias o desahogos. Como la obra de creación, y acaso más, debido a su naturaleza y métodos, la crítica es trabajo de larga paciencia; supone acuciosa, lenta, compleja, muy remota preparación; prolijas lecturas, prolijamente meditadas, entre si comparadas, armoniosamente asimiladas; antes que malicia, requiere capacidad de admiración, de amor atributo primario de todo quehacer cultural; requiere paciencia para observar. para reunir elementos de juicio, para no descuidar ningún aspecto del asunto que acomete; requiere, unidas, imaginación y emoción, en lo cual participa del acto creador, sin cuya prenda nunca la crítica será fecunda; requiere, a la par, una clara idea y un vivo sentimiento de justicia, idea y sentimiento que se apoyan en las condiciones enunciadas anteriormente; también requiere finura en la operación de juzgar y en la forma expresiva del juicio, bien que sea —y sobre todo cuando es— adverso. Pasma el atrevimiento de la impreparación, de la precipitación, de la ligereza y la jactancia, de la necedad para pontificar, sin instancia, sobre libros que no se leen, sino se hojean con displicencia; la superficialidad en boga para despachar sumariamente, al por mayor, la condenación de obras largamente trabajadas, cuyo juego arquitectónico y de implicaciones significativas escapan al “ojeo” rápido de los falsos pontífices, propensos a fáciles ironías, alérgicos a cualquier complicación que imponga esfuerzo. Ciertamente no es ésta la crítica que, según la experiencia de las grandes épocas, acompaña y acompasa los períodos de intensa producción; tampoco son así los grandes críticos que suman sus nombres a los de grandes creadores dentro de generaciones ilustres, hasta dar al hecho carácter de ley en la historia de la literatura. Esto dicho, se comprende la redundancia en hablar de crítica constructiva; la genuina crítica lo es por esencia.
A tan insigne actividad ha consagrado sus dones quien por hacerlo meritoriamente ingresa hoy a esta corporación.
La crítica supone una teoría, lo mismo que una experiencia personal de los problemas que afronta el creador literario; esto es: un cuerpo de doctrina y un conocimiento del oficio. En las precedentes referencias a la formación de José Luis Martínez aparece la vigilia por ambos dominios. El volumen Problemas literarios (1955), que se inicia con la reproducción del primer estudio publicado en forma de libro: La técnica en literatura (1943), proporciona el conjunto de principios generales, de concepciones y cuestiones previas que fundan el saber teorético, asiento —a su vez— del ministerio critico; por este carácter debe asignársele primacía en la suma bibliográfica del autor. La obra desenvuelve los dos planos previstos: el de las categorías de lo literario, o sea la teoría literaria en sentido estricto, y el de las normas —también conceptuales— referidas más inmediatamente a la experiencia y técnica de la literatura, o sea la derivación pragmática de la teoría pura. En línea paralela concurre a igual objetivo buena parte del desempeño docente, sobre todo las cátedras de crítica literaria y el seminario de estilística, que José Luis Martínez ha sustentado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional.
Esta es la base sobre la que se levanta la obra de crítica aplicada, que ha hecho de lo mexicano su tema preferente, y cuyos estudios más importantes quedan reunidos en tres libros principales: Literatura Mexicana. Siglo XX (2 vs. 1949- 1950); La emancipación literaria de México (1955); La expresión nacional. Libros mexicanos del siglo XIX (1955).
El Discurso sobre la naturaleza y el carácter de la literatura mexicana, que acabamos de oír, compendia las facultades personales, la doctrina y las formas del autor, en grado propicio al examen conjunto de su obra. En primer término su espíritu de sistema, evidenciado en la sola enunciación del asunto confirmado en el método de su desarrollo.
Tras la revisión característica de las etapas que dividen la historia de nuestras letras, plantea un problema conceptual, esencial, tendiente al hallazgo de comunes denominadores que totalicen la expresión literaria de México más allá de fronteras temporales; o sea: la reducción del fenómeno a ciertos principios invariables, típicos, donde como en el recorrido histórico precedente aparecen la riqueza de información, el análisis meticuloso y el don de síntesis, a la vez que armonizan y se funden teoría y experiencia, esta última como conocimiento empírico de la historia literaria, origen de principios generales y —en otras ocasiones— resultado de categorías inespaciales e intemporales; vale decir: la historia en su doble función deductiva e inductiva. Lo cual descubre una estructura mental superior, de tipo filosófico, antes alegada como indispensable a la solidez del juicio crítico, sin que quiera esto identificar ni confundir límites entre filosofía y crítica literaria, menos pretender que ante todo el crítico sea filósofo en sentido estricto; pero sí en la medida que lo demanda la posesión firme de una teoría, riguroso supuesto de la crítica auténtica, según quedó dicho.
El Discurso pone de relieve otras cualidades: seriedad en el razonamiento y en la expresión, alerta frente a riesgos de frivolidad ponderación y equilibrio, que lo hacen acertar con lo menos discutible; cualesquiera sean las discrepancias del lector, éstas suscitan ideas, posiciones, construcciones nuevas. No de otro modo entiendo el poder creador de la crítica.
Sazón es de sumar al comentario varias observaciones que las tesis propuestas por el recipiendario sugieren.
Sea primero acerca de aquella tajante negación del desarrollo orgánico de nuestra expresión literaria, debido a su parcelación en tres épocas y a una bifurcación en sus orígenes y tradiciones; a mi entender es más exacto decir: “ha dificultado”, en vez de “no nos ha permitido”; dificultad, por otra parte, que constituye precisamente una de las características constantes de nuestras letras, en lo cual no hacen sino expresar la lucha por la integración nacional, como conformación plena del mestizaje, según las reflexiones alguna vez conferidas en un ensayo sobre Joaquín Fernández de Lizardi, luego confirmadas en otros diversos estudios de literatura mexicana: mitos indígenas, crónicas de la conquista, intentos de novela colonial, querella de clásicos y románticos, relatos de la revolución.
En cuanto a “peculiaridades históricas”, ¿no son características universales de la literatura? Lo que comprueba la existencia y consistencia de la literatura mexicana.
Merece adhesión la advertencia de “numerosas excepciones”, aun en el caso de la poesía lírica, respecto a las notas distintivas de la literatura mexicana enunciadas, entre otros, por Pedro Henríquez Ureña, que tampoco incluyen a la prosa y si dejan fuera importantes aspectos formales y temáticos de la expresión nacional.
En cambio parecen exiguas las excepciones aducidas al señalar dos tipos de limitaciones en la expresión de la realidad mexicana: primero, porque lo documental ha impedido transmutar la visión de lo real en mitos o en creaciones, “según la facultad maestra —y esto es exacto— de la literatura, cuya vida y cuya verdad sean las del arte y la imaginación creadora”; segundo, porque se “han dejado a un lado los análisis morales de la conducta y la convivencia humana, la reflexión filosófica y la imaginación”. En uno y otro caso acuden abundantes ejemplos en contra, sin esfuerzo de la memoria, y a partir de El Periquillo Sarniento, para no remontar más allá los testimonios, de manera que las pretendidas excepciones dejan de serlo.
Pareja observación —y por idénticas razones— ocurre ante la forma de presentar el desigual desarrollo de novela y teatro frente a poesía lírica, incurriendo en el aserto de que “nuestra índole muestra una aptitud mayor (para este último género) en el campo estricto de la creación literaria”. Como en el caso anterior, también aquí es exacto el punto de partida teórico, que define la naturaleza diversa de los géneros literarios y las determinaciones históricas en que se producen; sin embargo, su aplicación merece matizarse. Así cuando se alude, por vía de demostración, a “esa antología esencial” que “todos hemos formado”, ¿no es preferible pensar, por mayoría de razones, en un tipo de receptividad más común por más fácil, sentimentalmente auditivo, para el que la lírica no representa esfuerzos como el de saber y querer leer con atención, con curiosidad analítica, con despierta paciencia, sin el atropellamiento —agudizado por el vicio de revistas e historietas gráficas—de quienes en la novela sólo buscan sucesos, morbos y desenlaces? Quedan apuntadas estas diferencias con el único propósito de reafirmar el carácter fecundo, sugerente, de la crítica profesada por José Luis Martínez. Sea bienvenido a esta Casa de la Palabra el que habiendo escuchado su vocación ha sabido seguida con fidelidad y proyectarla en servicio de México, para la grandeza de México.
[1] Tierra nueva, no.1, p.54, 1940.
[2] Tierra nueva, no.2, p.74, 1940.
[3] Tierra nueva, nos.4 y 5, p.262, 1940.
Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.
(+52)55 5208 2526
® 2024 Academia Mexicana de la Lengua