En este acto en que se me honra dándome un lugar para mí holgado, viene a mi memoria don Octaviano Valdés, cuya estatura se me agiganta con la lejanía, y a quien dedico la parte medular de mi discurso.
Evoco también con gratitud a quienes me propusieron para esta silla XXXVI, que han ilustrado los esteticistas Manuel Toussaint y don Octaviano mismo, antes de mi predecesor. Gracias por su deferencia a los doctores Manuel Alcalá, Guido Gómez de Silva y Tarsicio Herrera. Este último por dos años fue mi discípulo, por cuarenta años ha sido mi colega en cátedras humanísticas, y por un año ha sido mi promotor en esta ilustre Academia.
Evoco también con emoción al doctor Luis Astey Vázquez, el ilustre académico cuyo sitio se me asigna. Espero no defraudar el honor que se me brinda, y me esforzaré por emular su quehacer literario de auténtico humanista.
El aprendizaje de Luis Astey estuvo sólidamente fundamentado; cursó jurisprudencia en su natal Guadalajara, donde vio la luz el 12 de abril de 1921. En la Sorbona de París, se especializó en literatura dramática latina medieval, y en Harvard sobre literatura griega clásica. Conocedor de las lenguas griega y latina, bien pudo entregarse al estudio y traducción de dramas medievales.
De su labor docente dan testimonio: el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Neoleonesa, donde impartió la cátedra de Literatura Griega Clásica. Así como en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Profesor e investigador en el Instituto Tecnológico Autónomo de México y en El Colegio de México.
Fue traductor del latín medieval (traducción, introducción y notas). Supo combinar la cátedra y las versiones, especialmente de dramas latinos del Medievo que acompañaban tiempos o fiestas religiosas.
Como traductor fue fiel; como introductor y anotador, muy erudito. A él se debe el acceso a esos tesoros literarios que repartió con abundancia. Merece el reconocimiento de la cultura humanista mexicana.
Esbozo de un recuerdo
Hace muchos años, don Octaviano, mexiquense de origen, fue maestro mío. Quiero esbozar su recuerdo, antes de hablar de su obra.
Don Octaviano era una de esas personas que sin sentir se hacen notar. Era maestro de delicadezas y lealtades; su pasión era la amabilidad. La sonrisa sutil era un enigma en su rostro moreno. Si la pobreza es una injusticia, el padre Valdés no era pobre; era millonario en amistades y bondades; por eso trajo larga jornada, noventa años de soñar, pensar, escribir y darse en bandeja. En eso nunca fue avaro.
Gran sabedor de filosofía y teologías; letrado en humanidades y luminosas maneras de escritura. Educador literario. El vicio que siempre lo acompañó y persiguió fue la belleza, el arte, la euritmia. Abrió siempre sus puertas a una encantadora y heterogénea comunidad ecuménica. Amigo irénico cuando repartía mate amargo con mano dulce. Su cabaña fue un fecundo huerto de amigos.
De la obra literaria de este hombre singular quiero hablar esta noche. Dispensadme, señores académicos, el exceso de mi agradecido recuerdo.
Fecundidad literaria de Octaviano Valdés
En la ya muy larga cordillera de la literatura mexicana, existe un macizo de cumbres relevantes, a las cuales pertenece la esclarecida inteligencia, la exquisita sensibilidad y la impecable expresión de Octaviano Valdés, hacedor incansable de belleza en lengua castellana.
Cultivó diversos géneros literarios que perpetúan su nombre con impecable justicia: la poesía: El pozo de Jacob y Bajo el ala del ángel; el ensayo: El prisma de Horacio y El barroco, espíritu y forma del arte de México; la biografía: El padre Tembleque; la novela: La cabellera de Berenice; la antología crítica: Poesía neoclásica y académica; fue además colaborador de la gloriosa revista Ábside y prologuista de algunos libros, entre ellos Por los campos de México, con un prólogo magistral a su traducción de la Rusticatio Mexicana, de Rafael Landívar; El humanismo mexicano de Gabriel Méndez Plancarte, y la antología poética Este barro glorioso, de Alfonso Castro Pallares, en la cual desfila esa “Letanía de las hormigas”:
¡Pequeños paquidermos relucientes!
¡Santas acémilas de carga!
¡Ferrocarril de bienaventuranzas!
¡Sumisas bestezuelas proletarias!
¡Caravana doliente!
Octaviano Valdés y el descubrimiento de un hombre
Nota introductoria
Tembleque, fray Francisco en religión, hombre del siglo XVI, viene de Castilla la ancha a predicar la doctrina evangélica a los naturales de esta Nueva España.
El escenario histórico
El ambiente de Otumba y sus alrededores, en que vivió Tembleque, era una tierra reseca, y el agua de que disponía la población para todas sus necesidades era la de lluvia, que, si se retrasaba, endurecía la situación.
Todo el suelo era un rostro en rogativa para alcanzar el llanto de las nubes esperado por todos: personas, ganados, tierras sembradías. Se almacenaba en los jagüeyes, abrevaderos compartidos por animales y gentes.
El terreno parecía una pizarra en la que el viento trazaba crucigramas insolubles de polvo. El cielo de Otumba está redondamente vacío de nubes, posibles barcas para las miradas angustiadas, que no aparecen en el horizonte. Sólo con la llegada de la lluvia se disipa el sueño con pesadillas y aparece el verde esperado que revive los sembradíos de maíz y de otros granos.
El maguey, propio de las tierras altas y secas, bien se da en la altiplanicie. Una hacienda pulquera, cuyos tinacales eran colmados por muchos millares de magueyes, surtía de pulque a los indios, los domingos especialmente, pero entorpeciendo y dañando sus cerebros.
Tal era el paisaje de Otumba y lo espoleaba para llevar agua limpia y saludable a sus habitantes. El fraile Tembleque estaba obsesionado por llevarla desde donde la hubiera. La había en Zempoala y desde allá la trajo en beneficio de los otumbeños.
Los personajes
Después de Guillermo Dilthey, el filósofo de la historia, la norma es la siguiente: el historiador debe narrar sus historias como si los personajes fueran de novela; y el novelista debe forjar sus personajes como si fueran reales e históricos. Octaviano Valdés es un historiador que hace novela, y un novelista que recrea a sus personajes como debieran haber sido.
No voy a narrar la vida de Tembleque. Sólo expongo la novelación y recreación que de él y de fray Juan de Romanones hace don Octaviano. Voy a tratar de exponer el perfil psicológico de estos personajes creados por el padre Valdés.
Según mi estudio, el biógrafo nos da la historia de Tembleque, pero novelada. Es, pues, el psicólogo existencial quien actúa; yo sólo haré de guía para exponer la secuencia de su actuación. Comienzo con el padre Tembleque y luego hablaré de otros dos personajes.
El padre Tembleque
1 . Era un hombre indeciso y confuso
El hombre ha de conocerse para saber cómo encauzar su vida, según las posibilidades con que cuenta.
Tembleque vino de la provincia de Castilla con la ilusión de ser gran lengua y gran predicador de los indios, para emular las hazañas de los insignes evangelizadores. En verdad no sabía lo que buscaba, pues no tenía dotes para ello. Al naufragar su empeño, ante la dificultad del aprendizaje del náhuatl, se dice angustiado: “Soy un siervo inútil”. Oigamos al novelador: “Nunca tuvo tanto desabrimiento de espíritu como ahora que se encontraba en los escenarios de sus sueños”.
Pero don Octaviano no lo abandona; sabe que todos nacemos con una serie de posibilidades para realizar nuestra vida y que debemos enfrentar el desafío de la realidad, para definir qué podremos ser.
Tembleque ignora sus capacidades, no se conoce, por ello el narrador le ayuda a encontrarse. Es urgente que encuentre el “yo mismo” y sus alcances. Por tal motivo le dice don Octaviano por boca de Romanones:
Satanás os ha persuadido de que teníais que llegar a ser gran lengua y gran predicador. Sin daros cuenta, pecáis de vanidad, echáis en olvido las palabras de San Pablo: Unos profetas, otros doctores, a otros el don de lenguas... Ofendéis a Dios pensando que os trajo sin objeto a nuestra Provincia del Santo Evangelio.
2 . El protagonista encuentra su propia identidad y autorrealización
La identidad se alcanza cuando se tiene la certeza de quién es uno y sus circunstancias para realizarse satisfactoriamente.
La cita paulina que aduce don Octaviano es incompleta de propósito, dando lugar a que Tembleque la complete. El procedimiento surtió efecto, pues su temperamento era cada vez más jovial y ya estaba dispuesto a optar por algo distinto a ser gran lengua y gran predicador. En efecto, una de tantas mañanas, como solía hacerlo, abrió la ventana de su celda para contemplar, una vez más, el espectáculo que le era familiar, y le había servido de entretenimiento y diversión: el diario abrevar conjuntamente de indios y ganado en los jagüeyes de aguas podridas, surtidoras de enfermedades y muerte. Pero esa mañana fue distinta: sintió que podía encauzar su vida remediando tanta miseria; había encontrado su vocación y el poder de realizarse. La bronca realidad lo despertó del sueño y lo empujó a darse con dolorosa paternidad a los desamparados indios. Bien podía ya continuar la cita paulina, fuera del texto, pero dentro del contexto: Unos profetas, otros doctores, a otros el don de lenguas... ¡otros constructores de acueductos...! Un gran bienestar se filtraba por los resquicios de su espíritu. Es otro; sin embargo piensa que el cambio experimentado es producto de su temperamento voluble. El novelista nos indica la verdadera causa del cambio que experimenta Tembleque. Y dice: “La causa era un riachuelo sutil que derivaba de las palabras de san Pablo, y que poco a poco habían venido remojando los más tercos terrones de su espíritu”.
3 . Alegría y dolor
El desarrollo de nuestra personalidad, siempre en proceso, implica sufrimientos y dicha.
Con la sana madurez psicológica de nuestra autorrealización de cada día, se desprende la paz interior y el vigor, encontrada la senda de la integración personal. Hasta la pobre predicación de Tembleque ha mejorado, y su sonrisa tiene amplitud de horizontes.
El progreso de Tembleque es evidente. Mucho lo impactó el que un jinete español echara sus ganados al jagüey al tiempo que una gran multitud de personas llenaba sus cántaros, añadiendo insultos y amenazando con echarles el caballo encima. Se plantó él, el enteco fraile, defendiéndolos decididamente del agresor. El cariño de los naturales se volcó sobre fray Francisco, y él, lejos de apocarse por el suceso, se creció, cobró estatura y resolución. Su alma, estremecida entre cimas y abismos, al fin ondea en alto. La identidad se afirma. Cito a don Octaviano: “Su voluntad se presiente a sí misma con fortaleza de arado que busca el término atropellando y mordiendo pedruscos”.
El proceso psicológico no es fácil, hay alternancia de contrarios. Lo importante es integrar los elementos prósperos y adversos de la personalidad, dar a todo un signo positivo. Esta labor dura toda la vida. Tembleque crece con un acueducto soñado y éste con aquél. Y se lanza a realizar su sueño. Mucho le mortifica la falta de apoyo de las autoridades civiles y religiosas. Le duele el amor de palabra; es necesario el de verdad y de obra. Le aflige el cuidado de las almas frente al descuido de los cuerpos. Sin embargo, después de semanas de sufrimiento, lo desborda la felicidad.
Escribe don Octaviano:
Todo él se ha transformado en voluntad que barre, de un golpe, timideces y vacilaciones. Su alma ya es un núcleo macizo de lúcido metal con que comprará el bienestar de los indios. Pero, desde ese momento está decidido a procurarles agua pura y saludable... Una borrachera de corazón lo empujará por la senda de los imprudentes, que ponen en ridículo a nuestras mesuradas sabidurías.
Valdés obsesiona a Tembleque para encontrar agua y llevarla a Otumba. Éste dispara preguntas por todas partes: “¿Por qué no caváis pozos?” “¿No hay algún manantial cercano?” Después de mucho preguntar, alguien le dice que en Zempoala. Va y viene de Otumba a Zempoala, hace los estudios necesarios, según las posibilidades de la época. Su indiscutible mérito fue haber hecho el trazo del acueducto “a vista de ojos” y no “a ojos vistas”. Asombra su maravillosa apreciación visual, dada la altura casi igual de los dos sitios de referencia: al principio 250 y al final del acueducto 200 metros, una diferencia de nivel de 50 metros, estando ambos extremos a 34 kilómetros de distancia.
Dice el recreador del personaje: “Se necesitó una fe ciega para emprender una obra gigantesca cuya bondad solamente a su terminación podía ser comprobada”.
4 . Voluntad de poder hacer
Querer es poder, se dice, pero un querer de verdad, no basta la veleidad, un querría , pero no quiero. Se necesita decisión, un sí operante y victorioso.
La voluntad de Tembleque muestra su verdadero rostro; inicia la obra. Abundan las objeciones, pues va a consumir a los indios inútilmente y, de modo especial, ¿cómo salvar la enorme barranca de Tepeapulco? Aconsejado por el padre Valdés, y para evitar complicaciones, pide permiso para llevar el agua hasta Zempoala solamente. Los superiores asienten no por convicción, sino en bien de la paz del fraile. Escuchemos: “El aguacero de prudencia que le cae encima no deja de sorprenderlo y aflojarle los pulsos del corazón. ¡Cuándo él esperaba que todos enfermaran del mismo entusiasmo!”
El desaliento parece derrocarlo y piensa en claudicar, pero brota el coraje, la casta. La anubarrada tribulación se disipa rápidamente y recobra los bríos. Hojeando su Libro de Horas, encuentra energías para proseguir, cuando lee: “Tu palabra es antorcha para mis pasos, y luz en mi camino”. La fe ciega que posee es prueba firme de su identidad encontrada, de que su yo se consolida. El toque maestro del artista no se hace esperar. Le dice que ha llegado el momento de ser alguien y de no transar con la cobardía para perderse en el anonimato.
Escuchemos al novelador: “Si os duele en verdad la miseria de esta gente, poned haldas en cinta y acometed la empresa”.
Tembleque acepta aquellos consejos certeros y los apremios amorosos y llenos de luz. Ha triunfado el autor: “...hasta obligarlo, esta vez para siempre, a vomitar los últimos fermentos de la cobardía”.
5 . Superación de las limitaciones externas
Sin ayuda del virrey ni de su orden religiosa, con la fe en la Providencia y en sus indios, él solo vence todas las dificultades. No todos laten al unísono de su caridad heroica.
Ya no hay razón que valga para apartarlo de su propósito. El virrey envidiaría el poder que mana del dedo del fraile, a cuyo poder caciques y gobernadores indígenas han movido a sus pueblos, a fin de que, por tandas, vengan a la construcción del acueducto.
¿Qué tendrá Tembleque?, una plena seguridad en sí mismo que contagia a los indígenas. La misma lucha por construirse a sí mismo es la palestra para proyectarse en la vida. Obteniendo el permiso, comienza la obra contra todos los pronósticos. El primer tramo requiere nueve años para los ocho kilómetros que recorre, años que se suceden al igual que los arcos, hasta que el agua está en Zempoala. Ahora sus críticos le dan parabienes. Ha demostrado su capacidad; no es un siervo inútil.
Otros signos de autorrealización se manifiestan en que sabe resolver los problemas surgidos entre zempoalenses y otumbeños con motivo de la distribución del agua y su costo. Reúne a ambos bandos, los hace dialogar y exige un acuerdo. Cuando ve las naderías que retrasan el avenimiento, ya no suplica; manda. Ambos pueblos dejan la solución en sus manos. De igual manera: “Cuando surge alguna desconfianza de los indios ante la magnitud de la obra, se desvanece al contacto de la seguridad con que da órdenes”.
Ha logrado la madurez, sabe ir a lo esencial, es práctico y realista.
6 . El empecinamiento
Y es empecinado y testarudo. En ocasiones hemos de ser tercamente obstinados para superar los estorbos.
El acueducto prosigue. La experiencia de la arquería construida para vencer la depresión de Santa Inés Amiltepec facilita el salto de una torrentera posterior con un puente de trece arcos menores. El trabajo continúa con regularidad. El conducto sigue el declive natural. Parece que Tembleque ha sido olvidado, pero no es así.
Vendrán los momentos de la suprema osadía cuando llegue el tiempo de unir en un amplio abrazo los arcos que se han apoyado en ambas laderas de la barranca de Tepeapulco. Suman ya más de nueve los años gastados. La obra, al parecer increíble, no se detiene; ya no hay aguacero de prudencia como al principio, ahora es el diluvio. Pese a todo, él continúa con seguridad.
Las miedosas llamadas de atención no lo frenan. La certeza y la fe se han agigantado y le sirven de escudo.
Dado que el arco central y los colaterales exigirán mucho tiempo, construye un caserío para los indios, una ermita para el cuidado de sus almas y una pobrísima habitación para él. Los cimientos de los arcos deben ser muy profundos, las piedras parecen no tocar el fondo de la insaciable barranca, hasta que un día asoman a la superficie con precisión arquitectónica, como si fuera una flor silvestre a flor de tierra. No hay apresuramiento.
Dice don Octaviano: “El padre Tembleque no cuenta el tiempo por pasos premiosos, sino por la solidez y perfección de las obras”.
Su identidad personal se proyecta a su acueducto. Dura para construir, porque se construye para durar.
7 . Creer contra toda esperanza
El hombre que así procede ha conquistado una fe excepcional, sorprendiendo con logros humanamente imposibles.
El virrey y su corte, los religiosos de su orden y un nutrido escuadrón de críticos que se habían pronunciado por la suspensión de la obra, ahora se limitan a inspeccionarla; el resultado fue favorable y prosiguió.
Cuando fray Jerónimo de Mendieta fue a visitarlo, quedó admirado del tremendo contraste entre la reciedumbre de los arcos y la frágil figura del fraile.
Es grande —comenta Valdés— la sorpresa de Fray Jerónimo, pues en su imaginación traía pintada una estatura recia y poderosa, que armonizara con la fuerza de los arcos que tiene a su lado, y en cambio, se le acerca un hombrecillo que, al descender el declive de la barranca, afirma precavido el pie... Más se le acerca y más se le disminuye aquella figura perdida en el hábito de color indefinible... Fray Jerónimo no aparta la vista de aquella figura color de tierra.
En tres años más quedarán terminadas las cuatro leguas distantes; la magnificencia de la obra es alabada por todos. Finalmente, cumplida la tarea, hay fiesta religiosa y civil.
8 . Creador de sí mismo y de obras épicas
Cuando el hombre alcanza su identidad, ésta resplandece no sólo en la persona, sino también en las obras grandiosas que lleva a cabo; y, además, queda izada en el mástil de su yo.
Tembleque, ya viejo y cansado, tiene derecho a un merecido descanso, ganado en buena lid. Los superiores de su orden, que tanto lo habían criticado, al ver su fuerza y experiencia, su sabiduría de la vida con sus éxitos y fracasos y cómo ha integrado su ser cabalmente, para ofrecerlo con el humanismo más limpio y generoso, le dan encomiendas de mayor responsabilidad: primero, guardián del convento de Puebla; después vendrán las guardianías de Cholula, Tlaxcala y Texcoco. Su firmeza y tacto lo encumbran más cada día, hasta ser definidor provincial en la Provincia del Santo Evangelio. Es ya un experimentado consejero que lleva seguridad a otros. Bellamente se expresa de él don Octaviano: “Maneja hombres con la misma y superior destreza con que manejó las piedras del acueducto”.
Tembleque sobrevive a la construcción del acueducto unos treinta años. Viejo y enfermo, es encomendado a un hermano lego, Bruno de nombre, que lo maltrata y agrede mortalmente, pero él lo exculpa y perdona. Sobrevive dos años a la mortal agresión. Una característica de su abnegada vida fue la humildad. Labró las canteras de su espíritu y de los arcos sin pretensiones fatuas, sólo por hacer el bien a los necesitados.
Tembleque no sucumbe ante el éxito. Ha levantado una arquería que habla por él.
Fray Juan de Romanones
Pasemos ahora, señores académicos, al segundo personaje de la novela.
1 . Origen y rasgos generales
Romanones vino también de la provincia de Castilla a estas tierras con Tembleque, con quien sostuvo entrañable amistad, y era, además, su director espiritual y confesor.
Don Octaviano Valdés novela a este otro personaje de su historia con otras categorías psicológicas y existenciales, recurriendo a características también antropológicas, diametralmente opuestas a las de Tembleque.
El biógrafo describe a Romanones: “De clara ingeligencia, agradables maneras, seguro de sí mismo, sin presunción y, sobre todo, de una gran anchura de corazón”.
Romanones es positivo desde un principio, aunque alguna vez tropieza.
En efecto, en cierta ocasión los superiores le encomendaron ir a Teotihuacán a convencer a los indios para que aceptaran a los agustinos en lugar de los franciscanos. “En turno de tribulación” fue a pedir consejo a Tembleque a fin de poder cumplir la encomienda que le dieron. Ahora sí los patos les tiran a las escopetas. Tembleque lo aconseja, le dice que no se preocupe en demasía, pues el problema no le atañe a él directamente, que confíe en Dios y actúe. Y no sólo, sino dándole una sopa de su propio chocolate, le recuerda las palabras que otrora le había citado a él para buscar otras opciones: “Bien está que recordéis las palabras con que vos mismo calmasteis mis inquietudes en otro tiempo: a unos doctores..., a otros profetas... y a vos el don de lengua”.
Romanones marcha a cumplir el encargo, pero fracasa y no consigue su propósito.
2 . Romanones es un intelectual
Siempre remando en el golfo de los libros.
Un consejero clarividente.
Un gran lengua y predicador insigne.
Oigamos al recreador del personaje: “De apariencia sin relieve, casi apocado, tornábase majestuoso en el púlpito y a la hora del consejo”.
3 . Un buen psicólogo
Cuando aconseja, conociendo a fondo a quien le pide orientación, se desentiende de la respuesta, para evitar dramatismos perturbadores de un juicio tranquilo, habla de algún tema interesante, y sólo cuando logra que sus clientes logren airearse y estar en paz, da lugar al asunto que le proponen. Comienza diciendo: “Bien, decíais de un asunto...”, deja exponer, atiende y tranquiliza, comunica seguridad.
4 . Hombre consciente de su identidad
De gran personalidad, sabe impulsar a otros moral y espiritualmente para que se autorrealicen y lleguen a ser personalidades genuinas. Destruye lo negativo y da amplia cabida a la positividad. Es solidario y comunica las riquezas sobrenaturales y humanas que posee.
5 . Alfarero de Tembleque
Romanones hace que Tembleque sea alguien logrado en la búsqueda y encuentro de su identidad. Lo ha posibilitado para autoconstruirse y llevar a feliz término la obra extraordinaria del acueducto. Lo obliga a aceptar las guardianías y dignidades en bien de su orden religiosa.
Vale la pena, para que mi interpretación de estos personajes no parezca sacada de la manga, citar un texto en que Octaviano Valdés los contrasta.
Dice así:
Almas encontradas de los dos frailes. El Padre Tembleque, con la apariencia quebradiza y su flaqueza femenina de otro tiempo, fue capaz de enfrentarse a la cabalgadura del jinete brutal y repitiera la hazaña, aun si proviniese la injusticia de virrey o de emperador. Fray Juan, al contrario, tiene la presencia solemne y el gesto de señor; pero le duelen las raíces del ser cuando, por obligación, tiene que hacer cara a situaciones violentas, así sean leves... Más inteligencia que realismo práctico, se mueve a sus anchas en la meditación estudiosa y el apostolado de la palabra. Al primero... los contrastes le encienden un perfil de gallardía; el segundo... preferiría esquivarlos.
El Acueducto
Es el tercer “personaje” en la novela de don Octaviano; me recuerda el cuento de Juan Rulfo en el que el pueblo de Luvina es el único personaje.
El Acueducto de Tembleque, conocido como Acueducto de Zempoala, se debe al empeño de un fraile paternal y caritativo para dotar de agua a la población de Otumba, al oriente del Valle de México. El agua fue llevada desde las faldas del cerro de Tecajete, que con su lava basáltica había cubierto los terrenos cercanos, aunque no del todo, pues el agua se filtraba aquí y allá. La humedad era manifiesta.
En los viajes que Tembleque realizó de Otumba a ese lugar, viendo el fenómeno, concluyó que bajo aquella plancha de basalto debía correr un caudaloso río, y no se equivocó. Hizo una perforación de cinco metros de diámetro y el agua fluía con generosidad y la encañó.
Principiaba una obra de mérito indiscutible en medio de contrariedades. Dice Octaviano Valdés:
La oposición que ha surgido de las autoridades religiosas y seglares es descorazonadora. El Provincial, los guardianes de Otumba, Tepeapulco y Zempoala con sus consejeros... juzgan que es propósito fuera de razón pretender conducir el agua desde Zempoala a Otumba, por encontrarse ésta a una altura superior a los manantiales.
Tembleque pide que no se haga caso a quienes lo objetan sin conocimiento de causa, por no haber estudiado el asunto. Él sí que ha estudiado el proyecto y juzga que es realizable. Para él los manantiales de Zempoala están a un nivel superior a Otumba.
Una nueva objeción: le advierten que serán necesarios los milagros para superar los difíciles tramos de una depresión de la hacienda de Santa Inés Amiltepec, una torrentera que le sigue y, sobre todo, la barranca de Tepeapulco. A lo que responde que el auxilio de Dios y la destreza de los indios harán los milagros necesarios.
El agua encañada ha encontrado el camino para deslizarse. Los principios son humildes, ya crecerán a su tiempo. Oigamos al novelador:
El caño se encarama por arcos que, al principio, apenas levantan su curva del suelo, pero poco a poco se van aventurando por el aire, hasta alcanzar en lo más bajo de la depresión la altura de unas doce varas... De nuevo los arcos se deprimen sumándose rápidamente uno tras otro; hasta que el cuarenta y seis alcanza la contraria ladera.
El padre Tembleque mira los arcos como un padre que acaricia a sus hijos, y lleva el conteo, sin que le estorben esos ratos de solaz para proseguir su obra. Los arcos en reciprocidad, como hijos orgullosos de su padre, lo enaltecen.
Dice el narrador: “cada arco que se lanza al espacio acrecienta el nombre del Frailecillo hacia todos los rincones de la Provincia del Santo Evangelio”.
Transcurre el tiempo y el acueducto llega a los umbrales de Zempoala.
Allí le esperan depósitos amplios que colmar, para regular el caudal y para que no falte el abasto a la población. Tembleque tiene la seguridad de que la obra tendrá un feliz término.
¡Adelante! Es el momento de dar paso al segundo tramo del acueducto, retomado desde antes de Amiltepec. El agua sigue corriendo con la querencia de la natural inclinación, bajo las riendas de la amorosa solicitud del fraile, que como dice Octaviano: “Es arquitecto, médico, juez de litigios, curador de almas, encarnación de la Providencia”.
Parecería que la torrentera iba a ser un obstáculo para proseguir, pero no, pues aquí el acueducto monta sobre las jorobas de trece arcos menores. El agua sigue corriendo y con ella los años, hasta que se asoma al abismo insalvable para todos, menos para Tembleque. Están por comenzar los arcos que llevan su nombre; se sitúan entre Zempoala y Tepeapulco. Cinco años requerirá esta monumental hazaña. Las piedras bajan hasta hacer pie al fondo del barranco y después ascienden una sobre otra alcanzando la superficie. Continúa la ascención cerrando en la cima el arco extraordinario.
Oigamos una vez más a Valdés:
Causa pasmo esta empresa de milagro... El arco de en medio es sobremanera grandioso y elegante, con su curva tan ágil como si de un solo impulso hubiera sido lanzada hacia arriba. Su altura es de cuarenta y siete varas y dos tercias... tal que podría pasar un gran navío a vela tendida por debajo.
Después de cinco años, el agua salta desde el último arco recién terminado, hacia Obumba.
Los arcos triunfales de Tembleque son de extrema belleza, eslabones cuya secuencia demuestra que la obra del fraile no fue una utopía, sino una realidad asombrosa. Hay una interacción de Tembleque y su arquería. El tesón y la firmeza de aquél se objetiva en la reciedumbre de ésta en reciprocidad admirable. El constructor genial y los indios nos hablan con la voz de la piedra que corre obediente al golpe del cincel en el trazo curvilíneo del arco o en la verticalidad de las columnas.
Los arcos son por sí mismos el mayor elogio de Tembleque. Las cuatro leguas restantes serán asunto fácil y llevarán dos o tres años; el acueducto avanza veloz en la recta final con el agua refrescante. La tierra se ablanda. La entrada del acueducto a Otumba coincide con la caída de las lluvias. La vida retoña.
El acueducto, a flor de tierra en algunos tramos y a lomo de arcos en otros, es recibido por las alegres campanas de Otumba. La gloria cimera del fraile son los arcos llamados de Tembleque que están, como en un relicario, entre Tepeapulco y Zempoala.
Conclusión
Y allí queda esa biografía novelada del padre Tembleque, con primores estilísticos tan radiantes como las frases ambientales: “La cuchillada de luz infinita”, “fulguración de claridad desmesurada”.
No menos emotivos son los mejores enunciados psicológicos de don Octaviano: “Genealogía de su desventura”, “perpetua alborada de inteligencia” y, sobre todo, la estampa de Tembleque ya anciano pero que “no contrajo la enfermedad del mando”.
Señores académicos: He terminado este sabroso recorrido por la obra maestra de Octaviano Valdés. Sólo me resta, en mis cortos alcances, hacer lo posible por cumplir el lema de esta insigne Academia Mexicana: Limpiar, fijar y dar esplendor a nuestra hermosa lengua castellana, a la cual dio brillo el doctor Valdés con su “perpetua alborada de inteligencia”.
Anexo
Presento ahora las obras que sirven de fuente histórica a la narración de Octaviano Valdés.
Sobre la vida de fray Juan de Romanones, cf. Juan de Torquemada, Monarquía indiana, Madrid, 1723, cap. 63, p. 532, y Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, ed. Joaquín García Icazbalceta, México, 1870, cap. 51, pp. 697-699.
Acerca de la porfía que sostuvieron los naturales de Teotihuacán para no aceptar a otros frailes que no fueran de San Francisco, cf. Mendieta, Historia eclesiástica indiana , cap. 6º, pp. 347-452; Torquemada, Monarquía indiana, vol. III, cap. VII; y Betancourt, Chronica de la Provincia del Santo Evangelio, tratado II, cap. XXVI.
J. Ramírez Cabañas, en su prólogo al volumen Señores de la Nueva España (UNAM, p. XIV, Biblioteca del Estudiante Universitario), hablando de la intervención del oidor Alonso de Zorita en los desdichados sucesos de Teotihuacán, asienta que no fueron religiosos de la Orden de Santo Domingo los que quisieron instalarse en esta población sustituyendo a los de San Francisco, sino de la Orden de San Agustín.
Tal vez lo indujo a error García Icazbalceta quien, en su biografía de Alonso de Zorita, habla de frailes de Santo Domingo; pero este mismo ilustre historiador, en su biografía de Zumárraga (p. 34, núm. 3, 1a ed.), corrige diciendo que Jerónimo de Mendieta “se calla [quizá por no herir susceptibilidades] el nombre de la orden que quiso edificar convento en Teotihuacán: fue la de San Agustín, y los dos religiosos que encontraron allí tan mala acogida, se llamaban fray Luis de Carranza y fray Martín”.
Consta además que fueron agustinos en Betancourt (Chronica de la Provincia del Santo Evangelio, tratado II, cap. XXVI) y en el documento Huei Tlamahuicoltica Lasso de la Vega (trad. Feliciano Velázquez, México, 1926, p. 77) asienta el dato interesante de que el atribulado cacique de Teotihuacán, don Francisco, encomendó el arreglo de tan revuelto negocio a la Virgen de Guadalupe. Esto era el año 1557 o 1558.
Otros autores y obras que hacen referencia a la construcción del acueducto son:
Joseph Antonio de Villaseñor y Sánchez, Theatro Americano, 1746, libro I, cap. 29, p. 144.
Marquesa de Calderón de la Barca, La vida en México, trad. al esp. E. Martínez Sobral, México, 1920, vol. I, pp. 243-244.
Antonio García Cubas, Diccionario geográfico, histórico y biográfico, México, 1896. Este autor, basándose en los Anales Estadísticos del Ministerio de Fomento, asigna mayor altura del arco central del puente mayor: cuarenta y siete varas y media. Torquemada, siguiendo a Mendieta, ponía sólo cuarenta y dos varas dos tercios.
Manuel Romero de Terreros, “Los acueductos de México”, Anales del Museo Nacional, vol. III, 4a época, pp. 131-142. Reproduce el texto de Torquemada.
[Lucas] Alamán, Disertaciones, II, México, 1899-1900, pp. 244-245. Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, México, 1921, vol. II, pp. 436-437.
Entra hoy por la puerta grande de la Academia Mexicana uno de los más amados poetas levíticos de México. Es el canónigo don Gustavo Couttolenc Cortés, cuya rubicunda sonrisa es más grata cada día, y en quien es sólo broma la estrofa de su soneto Trazo sin color:
El tiempo me volvió caricatura
con trazo sin color y tan lejano
de todo lo que fui cuando temprano:
hoy más pena que gloria es mi figura.
Por el contrario, la figura de don Gustavo es apacible y su palabra es bondadosa. Él siempre resulta grato a sus interlocutores por la facilidad con que trae la anécdota traviesa, el comentario sabroso.
Dolor y gozo se entreveran en la vida y en la poesía de nuestro vate, pero siempre don Gustavo, como María, la hermana de Lázaro, “ha escogido la mejor parte”:
Al pie de las maltrechas ilusiones
giramos con la rueda de pesares.
No obstante el corazón hecho fracciones,
desbordo la abundancia de mi pozo,
trascendiendo los cuencos de los mares
con el flujo y reflujo de mi gozo
(“Alegría”, de Viñedo sangriento).
Para su satisfacción, el doctor Couttolenc ocupa desde hoy en la Academia Mexicana la silla XXXVI, que fue de su maestro Octaviano Valdés, antes de que la ilustrara Luis Astey.
La poesía de don Gustavo es sabrosa y decantada porque aprendió bien las lecciones de don Octaviano, quien convivió quince años en esta Academia con otro cosechador de estrellas líricas, Manuel Ponce Zavala.
Por cierto que el padre Ponce ha sido considerado por Gabriel Zaid (en Tres poetas católicos, El Colegio Nacional, 1995) y por Jorge Eugenio Ortiz Gallegos (en Poesía religiosa mexicana. Siglo XX, breve selección de..., Iztapalapa, Semana Santa de 1998), como el más importante poeta religioso de México durante el siglo XX.
La cultura católica siempre ha ocupado un sector significativo dentro del vasto campo nacional. Si varios críticos la desdeñan, es en unos por escasez de información, y en otros por miedo a su esplendor. Pero está en plena vitalidad la cultura que ha producido historiadores como Mariano Cuevas, Bravo Ugarte, Palomera y Carlos Alvear, como José Luis Guerrero y Eduardo Chávez. La que cuenta con investigadores literarios como Ángel María Garibay y los hermanos Méndez Plancarte, con humanistas como Mauricio Beuchot, Julio Pimentel y Arturo Ramírez. La que ha engendrado a poetas como Pagaza, Ponce, Placencia, Concha Urquiza, Alday, Peñalosa, Couttolenc y Castro Pallares.
Esa misma musa católica es la que ha inspirado a compositores como Julián Zúñiga, Jesús Estrada y Ramón Noble, para no hablar del mayor de todos, Miguel Bernal Jiménez, maestro de maestros. La que ha guiado a pintores como el intimista Jorge Sánchez, y a muralistas arquitectos como el miguelangelesco Pedro Medina y el cosmopolita José Luis Benlliure.
Pues bien, don Octaviano y don Manuel convivieron más de una década en nuestra institución con poetas de la talla de Carlos Pellicer y con investigadores del fuste de Antonio Gómez Robledo y de Manuel Alcalá, entre otros.
Y de 1950 a 1955 brillaron en esta Academia al mismo tiempo el arzobispo orador Luis María Martínez, el canónigo lectoral de la Basílica Ángel María Garibay, y el editor crítico de las Obras completas de sor Juana, Alfonso Méndez Plancarte. Se codeaban afablemente con el inspirado doctor Enrique González Martínez y con Alfonso Reyes, el “gran señor de las letras mexicanas”, como lo denomina José Luis Martínez, nuestro director.
Monseñor Garibay cimbraba las tribunas catedralicias cuando peroraba entreverando su saber profano con el sacro, en ocasiones como aquella en que aplicaba al santo cura de Ars los versos que Díaz Mirón heredó de Victor Hugo:
el ave canta aunque la rama cruja,
como que sabe lo que son sus alas.
Y el inolvidable arzobispo Luis María Martínez supo dirigir un guiño amistoso a todos los miembros de nuestra institución, varios muy católicos, y algunos otros muy anticatólicos.
Así, cuando el aguerrido Martín Luis Guzmán protestó porque el arzobispo acudía a una sesión académica con sotana, éste le prometió con suavidad que no volvería a pasar por alto ni el artículo más transitorio de la Constitución. Y todo arreglado.
Y fue memorable la ocasión en que el presidente Miguel Alemán, también académico, acudió en 1950 a inaugurar solemnemente la flamante plaza de la Basílica de Guadalupe, donde lo esperaba el arzobispo primado.
Dijo entonces Miguel Alemán: “Esto es obra de romanos”. Monseñor Martínez le contestó complacido: “Más bien es obra de ‘aztecas’”.
Pues bien, fue en la escuela de Luis María Martínez y de Octaviano Valdés donde se formó el canónigo Gustavo Couttolenc, quien hoy se añade a nuestras filas. Don Luis María le confirió la unción sacerdotal en 1947 —hace medio siglo, según se ve en las fotos de Viento de aurora, página 13—, y hoy parece hacerle una de sus muecas traviesas, como la que esbozó cuando, al pie del retrato que le pintó el fogoso José Clemente Orozco, escribió nuestro prelado esta frase del Salvador recién resucitado a sus discípulos:
Soy yo, hijos míos. No se asusten.
Cuando, hace el mismo medio siglo, fui alumno de don Gustavo en el Seminario de México, pronto aprendí a disfrutar sus anécdotas y sus juegos de palabras. En clase de español, para explicarnos los homónimos, nos enseñaba la estrofita:
Vaya que la yegua baya
se brincó sobre la valla
por allá por Tacubaya.
No la dejes que se vaya.
Luego, en clase de francés, nos advertía acerca de los faux amis, esas palabras de lexema semejante, pero de significado diverso en francés y en español:
Muy pronto nos advirtió:
rasurar no es rassurer,
marearse no es se marier.
Chato no es chat ni chateau.
Por lo demás, me acuerdo cuando, hace pocos años, el doctor Couttolenc nos refería a sus amigos que tenía fuertes náuseas. Pues, de eso mismo hacía una broma:
Una náusea ha tenido
(don Gustavo dio en contar)
que es —téngalo por sabido—
peor que La náusea de Sartre.
En 1967, el padre Couttolenc fue nombrado director del Colegio de Bachilleres de Xochimilco. Lo capacitaba el hecho de que acababa de recibirse como licenciado en Letras Hispánicas por la UNAM. Su tesis fue un incisivo estudio sobre los libros Salmos y Epigramas, ambos de 1961, de la pluma de Ernesto Cardenal. Es en el segundo de estos libros donde el nicaragüense le entonó a su amigo asesinado Adolfo Báez Bone este epigrama perdurable:
Te mataron y no nos dijeron dónde
enterraron tu cuerpo,
pero desde entonces todo el territorio
nacional es tu sepulcro...
Creyeron que te enterraban,
pero lo que hacían era enterrar una semilla.
El siguiente volumen crítico de Gustavo —su maestría, de 1971— se orientó hacia su amado mundo clásico. Es un exhaustivo estudio sobre Federico Escobedo, traductor de Landívar. Lo editó en Jus, en 1973. El padre Gustavo dedicó ese libro a desglosar la fluida y armoniosa versión métrica, firmada en 1924, de Escobedo al libro que yo llamo “las bucólicas latino-mexicanas”: la Rusticatio mexicana. Es el magnum opus de Landívar, que Octaviano Valdés vertería en musical prosa dieciocho años después, en 1942.
La que otros críticos calificarían llanamente como “versión parafrástica” del poema neolatino de Landívar, el doctor Couttolenc la va desglosando hasta crear diversos y acertados nombres de amplificaciones: la pictórico-epitética, la sinonímica, la ilustrativa, la dinámica y la estrófico-completiva.
Ahora bien, Escobedo ha anexado a la Rusticatio del Landívar treinta hexámetros de su propia cosecha en elogio del quetzal, que Landívar no tuvo ocasión de conocer. El doctor Couttolenc aporta, a su vez, su propia versión en hexámetros castellanos tan hermosos, que su amigo Joaquín Antonio Peñalosa llega a citarla como si fueran los hexámetros originales de Escobedo (véase Rafael Guízar, A sus órdenes, Ediciones Paulinas, 1990). Más que abuso de confianza, yo veo esto como un voto de confianza en la calidad traductora de Couttolenc.
Luego, para su doctorado, don Gustavo presenta en 1977 su libro La poesía existencial de Miguel Hernández. El dolor, la guerra, el amor y la muerte van taladrando la vida y la obra de este vate de Orihuela, poeta casi gemelo de García Lorca.
Si Miguel es menos popular que Federico, ello se debe a que la luz lírica del primero es dolorosamente fría, mas no menos intensa que la del segundo.
El doctor Gustavo Couttolenc va siguiendo a Miguel Hernández desde que éste descubrió el amor en las manos costureras de Josefina Manresa:
Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo,
nacida ya para el marero oficio:
ser graciosa y morena tu ejercicio
y tu virtud más ejemplar, ser cielo.
Creativamente, don Gustavo hace una aguda cosecha de “los grandes mitos de Miguel Hernández”. De “la vida”, “la muerte”, “la nada” son ejemplos estos dos dísticos:
Para afirmarse en la vida
hay que conocer la muerte
(De “Pastor de muerte”).
Varios tragos es la vida
y un solo trago la muerte
(De “Sentado sobre los muertos”).
De otros mitos (“amor”, “dolor”, “tiempo”) nos repite el doctor Couttolenc una estrofa minúscula:
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
Y aparece luego una estrofa de la Elegía (a la panadera que vio morir al novio).
Novia sin novio, novia sin consuelo,
te advierto entre barrancos y huracanes,
tan extensa y tan sola como el cielo.
Más abajo subraya Gustavo Couttolenc la versátil polivalencia que tiene en Hernández la metáfora del cuchillo: unas veces es esclavitud, otras es pena; o bien, quebranto y fatiga; o frustración; o bien, soledad y tristeza, o hasta tormento y muerte...
Tres símbolos mayores encuentra el doctor Couttolenc en Miguel Hernández:
la sangre, el toro, las armas.
Sobre el segundo de esos símbolos escribe Hernández una estrofa que nos evoca el libro tercero de las Geórgicas virgilianas:
No retrocede el toro: no da un paso hacia atrás
si no es para escarbar sangre y furia en la arena,
unir todas sus fuerzas, y desde las pezuñas
abalanzarse luego con decisión de rayo.
Por último, su poesía motivada por la guerra la recopila Miguel Hernández en su libro Viento del pueblo, donde canta:
Vientos del pueblo me llevan,
Vientos del pueblo me arrastran.
Allí nacen “Las más trágicas canciones de cuna de toda la poesía española”, las Nanas de la cebolla, a las que la guitarra de Alberto Cortez ha añadido una nueva dimensión patética. Según le escribe la esposa al poeta Miguel Hernández, quien en Madrid guerreaba por la república, en su natal Orihuela prevalecía tal hambruna, que ella sólo encontraba para comer, pan y cebolla. ¿Cómo amamantaría a su pequeño?
Desde el Caminante, no hay camino, de Antonio Machado, Juan Manuel Serrat ha actualizado la musicalización de poesías inmortales. Así entona las Nanas de la cebolla:
La cebolla es escarcha / cerrada y pobre.
escarcha de tus días / y de mis noches.
hambre y cebolla.
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre / mi niño estaba.
Con sangre de cebolla / se amamantaba.
Pero tu sangre
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena / resuelta en luna
se derrama hilo a hilo / sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te traigo la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa: / ríete mucho.
Que es la risa en tus ojos / la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.
Tu risa me hace libre, / me pone alas.
Soledades me quita, / cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus ojos
relampaguea.
Es tu risa la espada / más victoriosa,
vencedor de las flores / y las alondras.
Rival del sol,
porvenir de mis huesos
y de mi amor.
Desperté de ser niño. / ¡Nunca despiertes!
Triste llevo la boca. / ¡Ríete siempre!
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa,
pluma por pluma.
Ser de vuelo tan alto, / tan extendido,
que tu carne es el cielo / recién nacido.
Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera.
Al octavo mes ríes / con cinco azahares,
con cinco diminutas / ferocidades.
Con cinco dientes,
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos / serán mañana,
cuando en la dentadura / sientas un arma.
Sientas un fuego
Correr dientes adentro
buscando el centro.
Vela, niño, en la doble / luna del pecho.
Él, triste de cebolla; / tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
Por esta tesis doctoral conoció nuestro director a Gustavo Couttolenc, y dicho libro fue su carta de presentación ante la mayoría de los académicos.
Nuestro canónigo poeta, así como tiene ensayos acerca de otros poetas (Cardenal, Landívar, Hernández), tiene también un sólido texto titulado El estudio del español, cuyo colaborador es su gran amigo, el maestro José A. Poncelis Vega.
Pero, sobre todo, don Gustavo trae a nuestra Academia una nutrida gavilla de álbumes líricos de su propia cosecha, todos conmovedores por la auténtica religiosidad que emanan.
Era la que ansiaba encontrar Alfonso Reyes en los sonetos religiosos del gran Pagaza.
Primero, los 26 Sonetos, editados en 1982. De ahí es la pieza “El rebaño”, cuyo inolvidable dístico inicial atrapó tan hábilmente en sus redes a su colega, el muy ilustrísimo señor Jesús Guízar al estudiar las Raíces de la fuerza metafórica de nuestro recipiendario. ¡Qué coloridamente gongorino es este dístico del poeta Couttolenc!:
Van entrando al redil de la bahía
los rebaños de espumas triscadoras.
Y de allí mismo son esos alucinantes “Tulipanes”:
Apretado escuadrón de tulipanes
disparando metralla de canarios.
En 1986, el doctor Couttolenc edita su álbum Acuario y acuarelas, donde los haikús se entremezclan con los sonetos y las quintillas. Un haikú se llama “Pez sierra”:
A flor de labio
sus fieros dientes
dictan los epitafios.
Otro haikú se llama “Pez gato”:
Mano gatuna,
siempre tras los estambres
de las espumas.
Del siguiente álbum lírico, Trébol de angustias (1987), sus 33 sonetos abundan en momentos quevedianos. Así inicia “El puente”:
La muerte no es el fin, sólo es un puente
tendido entre los brazos de dos vidas.
Véase luego este soneto titulado “Raíces que gimen”, que lleva el aroma de Gutiérrez Nájera:
No quisiera morir como la espuma
cuando ciñe las sienes de la ola:
un poquito de gloria en la corola,
un abismo de nada que me abruma.
Y el mismo año de 1987 nos trae la cosecha de otros tantos sonetos en el álbum Viñedo sangriento, del que levanta una chispa luminosa, el soneto “Tepeyac”, el cual merece un lugar de honor en la antología Flor y canto de poesía guadalupana, tomo IV: Siglo XX, Jus, de Joaquín Antonio Peñalosa:
Las rosas que tu amor envuelve y mima
quitaron al invierno su tormento:
llegó la primavera de tu viento
y un tibio sol amaneció en la cima...
Dichoso el indio, su sayal arrima
al fresco rosedal con suave tiento,
en él guarda las flores y el contento
de la dulce misión que lo sublima.
A casa del obispo casi vuela
llevándose en la tilma los vergeles,
y tu imagen morena se desvela.
Sucedieron entonces grandes cosas
y fueron de tu tilma los pinceles
las rosas y las rosas y las rosas.
Llegan luego las bodas de oro del canónigo Gustavo Couttolenc en 1997. El Seminario Conciliar le edita 63 sonetos en el álbum Viento de la aurora . Es este librito un verdadero banquete de lucientes metáforas en argentados endecasílabos.
En el prólogo de este sonetario, brilla la pluma de otro uncioso vate, Alfonso Castro Pallares, quien dice de don Gustavo:
Él es sangre de muchas partes, carne de muchos campos. Planicies sembradas con la flor de lavanda en los linderos de su Francia paterna; místicos inciensos de cepa santa y misericordiosa; el color verde como pulpa de aguacate de su nativa Uruapan, con sangre mexicana en ebullición; lo arrullaron las rondas musicales y cristalinas del río, donde el diablo hincó la rodilla y fue vencido por el paisaje y el esplendor de Dios... En Tingambato... los duendes de la vida lo bañaron con el lechoso zumo de la chirimoya madura.
Hasta aquí Alfonso Castro, otro vate sacro que honraría a nuestra Academia. A mí me bastará con entresacar del citado Viento de la aurora las evocaciones de dos inspirados árcades, realizadas en sendos sonetos.
Ante todo, nuestro recipiendario recuerda uno de los más célebres sonetos levíticos: el de monseñor Ignacio Montes de Oca, quien lloraba su destierro en la hispana Sanlúcar de Barrameda, por 1920. Recordemos el estremecedor soneto del obispo potosino:
Ipandro Acaico
Triste, mendigo, ciego cual Homero,
Ipandro a su montaña se retira,
sin más tesoro que su vieja lira
ni báculo mejor que el de romero.
Los altos juicios del Señor venero
y a quien me despojó vuelvo sin ira,
de mi mantel pidiéndole una tira
y un grano del que fuera mi granero.
¿A qué mirar con fútiles enojos
a quien no puede hacer ni bien ni daño,
sentado entre sus áridos rastrojos,
y sólo quiere, en su octogésimo año,
antes que acaben de cegar sus ojos,
morir apacentando su rebaño?
El canónigo Couttolenc no tiene como rebaño a una diócesis, pero sí ha sido buen pastor de 2,000 seminaristas en un desfile de medio siglo. Y su misión reverbera en versos similares de los de Ignacio Montes de Oca, mas no como trágicos cornos, sino como caramillos nostálgicos. Así canta don Gustavo:
Dar la vida
Soy pastor al cuidado del rebaño;
mi cayado se yergue tembloroso
cuando miro los lobos al acoso
y pretenden causarle cualquier daño.
¡Ay, me faltan fuerzas y el tamaño
para ir tras el hato sin reposo!
Pero Tú estás conmigo, y valeroso
iré por la verdad contra el engaño.
De la grey soy pastor no mercenario,
las ovejas reclámanme la vida
en el ir y venir del curso diario.
Lanzo los silbos en el aire leve
por si alguna se aleja y se descuida.
¡Ya mañana vendrá quien me releve!
Y don Gustavo tiene también lírico comercio con Joaquín Arcadio Pagaza. Éste observaba al Mártir que proclamó: “Cuando yo fuere levantado, todo lo atraeré hacia Mí” (Juan, 12, 32). Y cantó en el soneto “En la Parasceve”:
Él sí, por más que el báratro conspira,
se atrajo al universo consternado.
Al resonar su postrimer acento,
despierta el mar y airado se incorpora,
enviando a las estrellas su lamento.
Couttolenc ve al mismo Mártir, sueña en la misma frase del vidente de Patmos, y canta:
Estás en alto
¡Estás en alto! ¡Cumple la promesa
de ejercer un redondo señorío
manifiesto en tu dulce poderío,
al hacer de mi ser segura presa!
Tú reúnes en uno lo disperso,
del espacio y del tiempo en las calzadas
y a tu cruz se cobija el universo.
Quien afina tan sagazmente su lira en la tonalidad de nuestros más unciosos vates, tiene el ojo certero para valorar la plata pura de la biografía magistral en que Octaviano Valdés, su maestro, inmortalizó al padre Tembleque, en el libro que yo subtitularía: La luciente austeridad.
Así es como sabe revelarnos el doctor Couttolenc que esa narración tan sólida como un apólogo oriental, es también la travesía psicológica de fray Francisco de Tembleque desde su debilidad como predicador, hasta su poderío como promotor y constructor.
Sólo él pudo soñar y construir ese acueducto monumental que debe colocarse entre las maravillas del mundo colonial, al lado de los mayores retablos barrocos de nuestro territorio. Porque los retablos hacen centellear las vetas del oro en cientos de columnas estípites, mientras que Tembleque hizo chisporrotear las perlas vitales del agua en más de setenta aéreos arcos tendidos sobre enormes barrancas.
Tan briosa hazaña del espíritu destella en el atildado soneto del licenciado Francisco Liguori, titulado
Octaviano Augusto
Padre y maestro mágico, Octaviano,
augusto por su sacro ministerio,
en sacra soledad toca el salterio
del rey David y el cálamo horaciano.
De Landívar el carmen rusticano
vertió Valdés en el lenguaje hesperio
y ejerció el humanista magisterio
en prócer seminario mexicano.
Del Pozo de Jacob no abrevó poco
y Tembleque brindole el acicate
para encauzar las aguas del barroco.
En ochenta y ocho años aún combate
bajo el ala del ángel y lo invoco
escanciando amistad, saber y “mate”
Y esa misma gesta es reproducida con parejos desbordamientos en los grandes sextetos de rimas obsesivas que el atormentado poeta Horacio Espinosa Altamirano dedica a Tembleque y a su novelador.
Por algo es este poeta el autor de la antología general de Octaviano Valdés, titulada bellamente La ardiente mesura (Instituto Mexiquense, 1994).
Del poema “Frailecillo de Dios, cosa de nada”, de Horacio Espinosa (de mi libro Dos patriarcas sonrientes, Buena Prensa, 1994) oigamos lo siguiente:
Francisco de Tembleque: un manantial te llama;
tiene samaritanos trinos de amor y flama.
En las noches de luna este Padre se afina,
hay voces que presiente, un ala que se inclina...
Como emerge el misterio de un socavón de mina
ahora lo arrebata un soplo que calcina.
Octaviano Valdés lo narra y sabe a gloria.
Ascetismo en la prosa, patria de la memoria,
memoria de la patria sin el fragor de espadas,
los arcos que se fugan con las piedras izadas,
con el Hermano Sol y el agua por jornadas:
tierra y cielo se enlazan sobre formas aladas...
Pues bien, junto con la cantera que canta en las páginas luminosas de Octaviano Valdés y con los sonetos memorables de los árcades Montes de Oca y Pagaza, ya resonará en esta Academia Mexicana la voz reflexiva y calurosa del doctor Gustavo Couttolenc Cortés. Él es flor de facundia lírica y oratoria, flor de gentileza y urbanidad. Por ello lo he felicitado ya desde sus bodas de oro levíticas, diciendo de él:
Si el nombre lleva encerrado
al sujeto alguna vez,
es en el padre Gustavo,
pues es dos veces Cortés.
Doctor Gustavo Couttolenc Cortés: la Academia Mexicana lo recibe con los brazos abiertos.
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