Antes de entrar en la materia que he de tratar en breve, permítanme decir que me siento dos veces honrado, indebidamente honrado, por los miembros de la Academia Mexicana. Una es evidente de suyo, por el solo hecho de admitirme en este espacio, mental antes que físico, en el que se edifica lo único que nos hace creer en el terrible deleite de ser hombres: la palabra.
El otro motivo por el que he sido indebidamente honrado esta noche se deriva de un hecho que trataré ahora de hacer consciente no sólo para mí mismo, sino también para ustedes, y que me obliga a un deber extremo. Ocuparé la alta silla que antes de mí ocuparon dos ilustres sabios mexicanos: Alfonso Méndez Plancarte y Antonio Gómez Robledo. El reto que significa ocupar su misma silla es muy grande. Diré tan sólo que intentaré situarme a la altura del trabajo realizado por mis dos antecesores y que me esforzaré, más allá de mis limitaciones, por ser digno de esta distinción.
A Méndez Plancarte se debe, entre otros hechos decisivos, el sólido renacimiento de los estudios de la obra de sor Juana, gracias a las ediciones críticas que preparó con tanto esmero. Su edición del poema mayor de nuestra lengua, Primero sueño, no tiene rival, por su erudición y su respeto al texto; pero, más aún, por el amor que de él se exhala. Todos cuantos, más tarde, hemos intentado algún tímido acercamiento a la obra de sor Juana caminamos tras de sus huellas, iluminados por su ejemplo. No hizo Méndez Plancarte con Primero sueño una labor hermenéutica, tal como ahora se entiende, en la que se intentara desentrañar su posible sentido, sino la mejor edición crítica, llena de sabiduría y limpieza, que ha abierto la vía a posteriores interpretaciones de la obra de la monja jerónima. Nos mostró Méndez Plancarte las referencias implícitas, desentrañó los significados textuales, apuntó las citas de los clásicos, nos hizo ver cuánto de mitología romana, ciencia medieval, filosofía, teología, o anatomía subyacía en el poema de sor Juana.
Creo que así deshizo falsas interpretaciones, tanto anteriores como posteriores, del Primero sueño. Si la entendemos rectamente, la labor sabia y paciente de Méndez Plancarte no permite atribuirle a sor Juana ningún carácter moderno, menos aún cartesiano, como algunos han supuesto. Después de esta labor impecable, Alfonso Méndez Plancarte se lanzó a la tarea de editar la Obra completa de sor Juana y, por si lo anterior fuera poco, además, animó, junto con su hermano Gabriel, una revista señera de nuestra literatura, cuyo título, me parece, dice todo lo que se debe decir: Ábside, o sea, la parte posterior de la iglesia, en la que se hallan presbiterio y altar. Desde luego, se delata en el título de la revista una profesión de fe, la católica; pero también, con ello, una actitud: la de ocuparse del centro, de lo que se halla en el corazón de los asuntos. Ahí donde se encuentra, después de caminar en silencio por la nave, el objeto del culto y se guarda el objeto más preciado para un cristiano, así esté más allá de la luz que se filtra por los ventanales emplomados. El recogimiento, la protección, la firmeza; un recinto, esa bóveda que guarda el altar, el centro del culto para un cristiano, como en efecto lo era el sacerdote Alfonso Méndez Plancarte.
Pero ese sacerdote guardaba otro motivo de culto entre sus ropas talares: el amor por la poesía y la literatura mexicanas. En esa revista se publicaron los primeros trabajos de otro gran sacerdote, Ángel María Garibay, que sentó, sobre bases lingüísticas, el estudio de la cultura náhuatl. Yo, que profeso creencias distintas (me digo filósofo, racionalista, lo que antes se llamaba, tal vez con ironía, un “espíritu fuerte”), me inclino reverente ante el trabajo de Méndez Plancarte, atacado e incomprendido en su tiempo. Para desgracia de la nación, la cultura adopta en México un alto grado de politización y en ese trabajo fino y magistral de Méndez Plancarte se quiso ver, en no pocas ocasiones, otro designio, político.
Creo que Méndez Plancarte, en su calidad de crítico, sirvió a los demás, antes que a sí mismo. Sobre nuestra poetisa mayor, igual que sobre el poeta pulcro y al mismo tiempo violento que se llamó Salvador Díaz Mirón, pocos han dicho, con la misma sabiduría, tanto como supo decir Alfonso Méndez Plancarte.
Pero esta silla, la número XXVII, creada en 1950 para que fuera ocupada por Méndez Plancarte, muerto él, se le asignó a Antonio Gómez Robledo, otra cumbre de la inteligencia. A Gómez Robledo debemos obras de atrevimiento mayor: la traducción de la Política y la Ética nicomaquea, de Aristóteles, y de La República, de Platón. Junto a esos trabajos de servicio, Gómez Robledo legó a la lengua castellana libros indispensables, entre los que destacaré apenas dos: Política de Vitoria y Platón. ¿Qué fue Gómez Robledo, si es lícito preguntarlo? ¿Diplomático, jurista, filósofo, educador? Al unísono preocupado por la política y la ética, Antonio Gómez Robledo fue un hombre que halló en la cultura clásica (y más aún, en la filosofía clásica) el sendero que le permitió una luz para el presente.
Al leer su libro sobre Francisco de Vitoria, aprendí de súbito a comprender cómo la vista que se pone en lo alto permite superar la miseria diaria. Vitoria, que nunca escribió ni publicó un tratado coherente, sino lecciones de clases, apuntes pues, recogidos por sus alumnos, fundó sin embargo el derecho internacional o derecho de gentes. Contra el hombre más poderoso de su tiempo, el emperador Carlos V, hizo ver, con increíble firmeza, los crímenes cometidos en el proceso de conquista y colonización de América. Vitoria creó, no menos que Bartolomé de Las Casas, la política castellana por la que se reivindican los títulos de los antiguos pobladores de estas tierras. Vitoria supo advertir al emperador, con una valentía de la que hoy muchos carecen, que de nada serviría la tierra recién conquistada si en ella no se fundaba un reino de justicia. Tal vez los reproches de aquel oscuro fraile dominico, Francisco de Vitoria, llevaron a Carlos V hacia Yuste, aterrado por el fuego de su misma conciencia, que supo despertar en él Vitoria.
Vitoria puso en duda los títulos imperiales para el dominio de América y sentó las bases para el derecho de gentes. Mostró en qué consistían las justas causas de guerra y levantó la figura jurídica de la restitución de las posesiones a los señores naturales, usurpadas por los conquistadores (de los que somos hoy, así lo sepamos o no, así lo queramos o no, herederos sangrientos). Ante la fuerza enorme de todo poder temporal, Vitoria se irguió con la fuerza del derecho y la verdad. Dice, pues, con razón Gómez Robledo que las lecciones que el año de 1539 dio en Salamanca el fraile dominico, maestro de teología, dieron origen al derecho internacional moderno y fueron así “nuestra primera Carta continental de independencia”. Francisco de Vitoria sirvió a la justicia, antes que al imperio o a su patria.
Pero véase en qué consistió el trabajo de Gómez Robledo: ya que hubo hecho ese libro sobre Vitoria, en plena segunda Guerra Mundial, se dedicó a traducir a los clásicos griegos de la filosofía política, en especial Aristóteles y Platón. De ellos no le importó ni la metafísica ni la epistemología, sino la ética y la política.
Gómez Robledo estaba profundamente preocupado por el curso desastroso de la civilización contemporánea. Por encima de otras cosas, le preocupaba el destino de la educación. Advirtió que la división violenta entre la ética y la política, que se consuma en El Príncipe, de Maquiavelo, pero cuyas raíces se hallan en la filosofía griega clásica (concretamente en Aristóteles), era acaso el origen de los problemas más importantes de nuestro tiempo.
Gómez Robledo nos hizo ver que la política y la ética tenían el mismo objetivo central: la formación de los hombres y que, por lo tanto, la base de toda ciudad (hoy diríamos, por supuesto, de toda sociedad) bien gobernada era la educación. De ahí que, a su juicio, en La República de Platón aún no se produjera aquella escisión tan grave entre moral, política y educación. Gómez Robledo, del mismo modo que Vitoria, pero apoyado en Platón y Aristóteles, supo que la política carecía de sentido si sólo se traducía en obras materiales: ¿qué importa atiborrar al Estado de puertos, naves, monumentos y riquezas? Lo “único que importa” es “la sabiduría y la justicia”, dijo Gómez Robledo, pues el Estado debe tener por base la justicia.
Por eso, insistiré en decir que la verdadera expresión por la que se define la aspiración de una sociedad bien gobernada no es en modo alguno el “estado de derecho” (que traduce un concepto de la filosofía jurídica alemana), sino el estado de justicia. Una sociedad que se apoya en el derecho y respeta la ley puede ser considerada en verdad, desde luego, una sociedad justa; pero también es cierto que la actitud farisaica se limita a cumplir externamente con la letra, pero no con el espíritu de la ley. Las sociedades justas aspiran al perfeccionamiento de sus leyes. Lo sabemos, no puede haber nunca un Estado perfecto. Muchos anhelos de nuestros antepasados han sido cumplidos y todavía no vivimos en una sociedad justa. Lo diré de otra manera, acaso más fuerte aún: nunca, nadie, podrá vivir en una sociedad absolutamente justa. La justicia es un anhelo, siempre ante los ojos. El Estado benefactor reparte dones, pero la vida de la ciudad moderna está horadada y es hueca. Tierra baldía: he ahí el signo, diré mejor, el síntoma de nuestro tiempo. Por eso la utopía es un bien inalcanzable. Cuando creemos que la utopía puede hallar sitio en la Tierra, cometemos terribles atropellos. El imposible anhelo de la perfección suprema se ha traducido hoy en sociedades de acero y horror, en las que se intenta imponer, por la fuerza, el bien, el amor y la justicia. Eso significa, al menos para mí, que se debe luchar por la utopía, a sabiendas de que jamás podremos alcanzarla. ¿Cómo lo dijo el viejo Heráclito? ¿Nuevas aguas fluyen tras las aguas? Animal de silencios y deseos, el hombre sabe que su esperanza es sustituida por nuevas esperanzas, que nuevas utopías nacen en donde estaban las topías, caducas ya.
Pero algo más todavía deseo rescatar del pensamiento crítico de Gómez Robledo. Dijo: en filosofía en general y en los estudios clásicos en particular, los mexicanos “apenas si estamos hoy, y con mucho optimismo, en nuestra etapa presocrática”. Y, en otro lugar, estableció que aún no disponíamos siquiera de un investigador de la talla de Werner Jaeger. Lamentaba el desprecio en el que tenemos a los estudios de las lenguas clásicas y, en especial, de la filosofía. ¿Qué hay de válido en ese reclamo? A mi juicio, todo un programa de acción educativa.
La filosofía actual, si quiere avanzar con pasos firmes en el milenio que se aproxima, ha de apoyarse en dos herramientas, creo, de primer orden: la lingüística y el psicoanálisis. En el curso del siglo anterior y en el que culminará muy pronto, la filología clásica sentó criterios hermenéuticos que consideró por completo seguros. Hizo una especie de tabla de equivalencias y se dio por satisfecha traduciendo unas palabras por otras. Hoy, en cambio, se ha puesto en duda todo. Acudo al ejemplo, sintomático, de la voz alétheia (se traduce, de acuerdo con la filología clásica, puesto que ese sentido tiene la voz en Platón, Aristóteles y la filosofía posterior, como verdad). Pero no era éste el sentido de la palabra al nacer, en la Grecia arcaica, según lo que la investigación actual pone en relieve. Esa palabra la usan Homero y Hesíodo para indicar aquello que se opone a Lethé, ‘olvido’. La voz se compone de alfa privativa y Lethé: su significado original era, tal vez, el ‘no-olvido’. En el caso de la lengua griega, el diccionario de Pierre Chantraine penetra en la historia de las palabras.
Por lo que toca a la lengua latina, el diccionario de Ernout y Meillet busca, en la raíz, el sentido original (por ello, nuevo) de las palabras que habían perdido su aroma. Si los estudios de la cultura helénica se limitaban, en lo esencial, a escudriñar en el pañuelo leve del tiempo y el espacio que fue la Atenas de Pericles (medio siglo escaso, en una porción mínima de territorio), hoy la investigación va hacia atrás y hacia adelante. Hacia atrás, hacia la Grecia arcaica, apoyada en la antropología y la arqueología, lo mismo que en una comparación lingüística fina. Hacia adelante, a la época helenística, antes objeto de desprecio.
Los estudios lingüísticos modernos han puesto en relieve un cúmulo de matices y han mostrado las sutiles diferencias que están implícitas en muchos términos que, en apariencia, son por completo idénticos entre sí. El estudio de las mentalidades nos ha abierto un hondo camino, además. La base para entender esas diferencias está en la investigación lingüística. Ahora podemos advertir la diferencia grande entre los estudios de los helenistas, según las tradiciones de sus respectivas naciones: los ingleses se preocupan por la precisión del término, por la forma y la gramática; los franceses se acercan a Grecia a través de Roma, examinan historia y arqueología; a su vez, los alemanes hacen un culto de la Hélade. Benveniste, Chantraine, Festugière, Vernant, Georg Thomson, Vidal-Naquet, Wilamowitz-Moellendorff, Jaeger, Guthrie, Bowra, Murray, Finley: decenas, si no centenares de estudiosos. Junto a los clásicos, los investigadores que van más allá de los maestros. Jean Bollack ha dicho, en fecha reciente, por eso, no sin razón: “La mayor parte de los lectores ignora que lee a Marulo en Lucrecio, a Usener en Epicuro, a Diels en Heráclito”; en todo autor clásico se halla otro, moderno. Insisto, la actual investigación se colma de matices y sutilezas. Estamos lejos ya de aquellas apreciaciones bárbaras, por ingenuas; en todas partes reina la duda; toda traducción es interpretación, válida como cualquier otra, pues denuncia a la voz del moderno tras las palabras del antiguo. En el texto canónico, se descubre la figura proteiforme de los intérpretes de otras épocas. Hemos aprendido a desconfiar de nosotros mismos. En el texto nahua, ¿se puede descubrir a Olmos y a Sahagún, a Garibay y a León-Portilla, bajo el manuscrito antiguo?
Cabe preguntar en dónde se hallan los estudios humanísticos en México. Al igual que en su tiempo lo planteó José Martí, ¿hemos de estudiar sólo a “nuestra Grecia”, en vez de “la Grecia que no es nuestra”? Creo, por el contrario, que hoy vivimos bajo el signo de la inclusión y no de la exclusión. Las historias de la literatura nacional (de modo deliberado utilizo ese término, caro a nuestros liberales y educadores) apenas si se ocuparon de las literaturas amerindias. El tronco fuerte de la lengua española fue el único objeto de su estudio y, por lo tanto, la historia se iniciaba con la implantación y posterior desarrollo del español en México. Los poetas mesoamericanos, cuya mentalidad en muchos sentidos les era ajena, no entraba en el orden de preocupaciones de un Carlos González Peña o un Julio Jiménez Rueda. Nuestro Alfonso Reyes lamenta, en su Visión de Anáhuac, la “pérdida irremediable de la poesía indígena mexicana”. Pero, ¿es así? No, no lo es. Escrita en su exilio de Madrid, en 1915, Visión de Anáhuac tiene el valor de un testimonio. Después, se ha integrado al imaginario de nuestro país la poesía mesoamericana clásica (no sólo la náhuatl), gracias a los trabajos ejemplares de sabios como Ángel María Garibay y Miguel León- Portilla, que sentaron, sobre la base lingüística más sólida, el renacimiento de los estudios de las lenguas y las culturas de Mesoamérica. Hoy, se puede decir así, las altas culturas mesoamericanas forman parte de nuestra cultura. Nos reconocemos como un pueblo que se integra por múltiples voces y variadas lenguas: somos la unidad de lo diverso. Si antes, el Otro era enemigo; hoy, por el contrario, ese Otro, que había sido motivo de anatema, es parte integral de nuestra visión del mundo.
Es cierto que la cultura mesoamericana, al contrario de lo que decía José Martí, se injerta en el gran tronco de la cultura occidental (que es la nuestra, tanto como los mexicanos somos occidentales del Extremo Occidente). No es menos cierto, sin embargo, que hemos ya aprendido a considerar por completo nuestra la cultura de los pueblos amerindios. Lo prueba la primera Historia de la literatura mexicana que se abre examinando ya las literaturas amerindias (de nahuas a mayas y otomíes), por el impulso de la lingüista mexicana Beatriz Garza Cuarón y el historiador francés Georges Baudot.
He aquí un signo de profunda desconfianza que, pese a todo, se ha podido traducir ya en un hecho positivo. Hemos aprendido a respetar y tolerar; aún más, lo diré de modo más fuerte, a asimilar y hacer nuestro lo que antes era visto como ajeno, extraño, extranjero, enemigo. Lejos de quemar los códices y derruir los teocallis, huellas del demonio, los reconstruimos y los hacemos objeto de culto (como piezas de arte o como rasgos de arqueología e historia).
En este siglo de honda desconfianza surge el psicoanálisis, el revés del espejo, la falla del lenguaje, la aspereza de la palabra, todo lo no dicho en lo que está escrito, lo dicho a pesar de que no quería ser dicho. La trama de la tela humana (es decir, la urdimbre infinita de las palabras) se complica. Nadie puede suponer que ha sido ya escrita la última palabra a propósito de un texto: cambiamos, tal vez nos enriquecemos y, al hacerlo, escribimos un nuevo texto sobre el texto, hallamos un nuevo sentido en el viejo texto canónico. Como nuestros antepasados mesoamericanos, construimos sobre la vieja pirámide otra nueva y cada generación se une a las anteriores por el hilo intangible del lenguaje.
En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana, el poeta enorme que fue José Gorostiza dijo que sentía “como una enorme pérdida para la poesía” el hecho de que viviéramos “bajo el imperio de la lírica”; que “el caso de la construcción en grande, como en los vastos poemas de otros tiempos”, no se planteaba ya, es decir, que la poesía había cedido terrenos a la prosa. Yo, en cambio, pese a mi reverencia por el maestro, debo decir que entiendo la pérdida como ganancia. La poesía moderna ha ganado, gracias a esta pérdida, en elevación y sentido y se ha concentrado en ella misma.
Hoy, la poesía, a pesar de que surge de un instante súbito de eso extraño que se llama inspiración (como lo reconocía Gorostiza), puede cebar su llama en aspectos estrictamente literarios. Si el siglo XIX fue considerado el siglo de la novela; si luego se pensó que la radio, el cine, la televisión, la computadora o el internet acabarían con la literatura y con la poesía, hoy vemos, por el contrario, que le han otorgado un amplio campo para que ejerza su libertad. La lírica es la esencia de la poesía moderna, es cierto; eso quiere decir que la poesía moderna ya nace libre de sus ataduras al relato. Más pura, acaso, por esta misma razón. ¿Podemos dejar de reconocer que los más bellos poemas de que hoy disfrutamos nacieron en estos siglos oscuros en los que mucha gente supuso que reinaban sólo el relato y la novela? Valéry, Neruda, Saint-John Perse, Eliot, Claudel, Vallejo, Paz son contemporáneos del imperio de la prosa y el cine, la radio y la televisión, el internet y la computadora.
Quiero decir que mi concepto de evolución es incluyente. Se cree que la evolución procede de destrucción y sustituciones; o sea, que la especie nueva hace que desaparezca la antigua; que el hacha de hierro arroja al museo el hacha de bronce. Creo que la evolución procede por medio de asimilaciones paulatinas; todas las especies vegetales y animales que hoy nos acompañan, fueron domesticadas por los de la Edad Mítica. El perro y el caballo, el trigo y el maíz, el bronce y el hierro: herencia de culturas que creyeron en la magia y en el mito. Así la escritura, la matemática, la filosofía o la poesía; nacidas en épocas arcaicas, cambian y no nos abandonan.
“El estilo es el hombre mismo”, dijo al ingresar a la Academia el más grande naturalista de su siglo, Georg-Louis Leclerc, conde de Buffon. El antiguo escriba se inclinaba sobre una piedra dura, en la que tallaba los signos cuneiformes; el tlamatine dibujaba sobre la piel del ciervo el jeroglífico; el hombre medieval trazaba letras de tinta azul con una pluma de ganso en el papel de trapo, y nosotros, ¿de qué manera escribimos? ¿Con una pluma sobre el papel? ¿Con la luz y la sombra, en la pantalla de la computadora? Si el estilo es el hombre, al invertir la sentencia reconocemos que el hombre es el estilo, es decir, el punzón con el que se hacen incisiones en la cera. Somos el estilo, el grafo, la pluma, la piedra que talla la otra piedra, luz que brota de la pantalla moderna. Recogemos toda la historia acumulada, de la misma manera que en nuestro cuerpo están a un tiempo el mineral y el vegetal, el protón y la célula, la química y la historia, la biología y la palabra.
¿Trazos de sangre, borrosos o nítidos? ¿Sólo una ola en el mar del tiempo? ¿Literatura oral? ¿Por qué el contrasentido? La literatura es signo, palabra escrita, sema, grafema, gramma, letra sobre la superficie de luz, de piedra o de papel. La palabra griega que significa letra nos indica el camino: está grabada en el cuerpo y el papel. El grapho, el instrumento, como lo dijo Buffon; el estilo, el punzón que entra en la tablilla rasa de cera. Grapho y gramma, la misma raíz, punzón que se incrusta en la cera, estilo, quiero decir, no sólo forma, sino instrumento que deja su huella, letra. Somos letra, escritura, herramienta que escribe.
Está aquí, desde luego, la poesía, aquella “samaritana luz en el sendero”, según dijo Enrique González Martínez. En todo caso, la palabra, quiero decir, voces, semejanzas, lo que es más hondamente hermoso para el humano oído. Esto significa que el verdadero poeta trabaja, al igual que el filósofo que soñaba ser Baruch de Spinoza, bajo cierta especie de eternidad. Escribimos para otro, es cierto, pero, ¿quién es el otro para el que escribimos? ¿Nosotros mismos? ¿“Yo es otro”, como dijo con violencia sintáctica Rimbaud? Salta el problema del Otro, asunto verbal y, al propio tiempo, político.
“Toda palabra, lo sepamos o no, está dirigida a alguien”, dijo Maurice Merleau-Ponty. Por su parte, añadió Jacques Lacan, “toda palabra llama a una respuesta” y “no hay palabra sin respuesta”. El hombre es animal que habla, el parlente: animal simbólico, extraño al mundo de las cosas y, por lo tanto, en una relación compleja con éstas y con los demás. Nuestra palabra no va sólo dirigida a la cosa, sino que se dirige también a los hombres. El extranjero está siempre en la encrucijada: Edipo, antes de ser tirano, obligado a elegir. Aquí nace la pasión más aguda del poeta, la pasión del significante.
Entre Ludwig Wittgenstein y Martin Heidegger, oscilantes de la misma manera que una llama en la noche; entre el análisis lógico del lenguaje y la hermenéutica; entre la precisión de los signos y la ampliación de su sentido; entre la reducción a lo claro y lo distinto y “los jeroglíficos de la histeria” (y de la historia). En el cuerpo están “los blasones de la fobia, los laberintos de la neurosis, los oráculos de la angustia, las armas del carácter, los sellos del autocastigo, los disfraces de la perversión”. ¿Eso es la palabra? ¿Ésta, la función de la palabra? Imagen, símbolo, ¿también cáscara y ruido? La palabra dice, señala, pero también oculta y hasta en aquello que oculta, la palabra revela; un sentido latente en el reclamo. Toda palabra llama a su respuesta; en el discurso más frío hay un grito de angustia.
Aquí está, como dije, el problema del Otro, acaso el problema más agudo para todo animal que habla. El Otro, ¿quién es? El Otro, ¿es mi enemigo? El Otro, ¿habita adentro de mí mismo? El Otro, ¿el diferente? Sí, desde luego, el diferente; si no lo fuera, ¿cómo podría dialogar e intercambiar razones con él? Cuando me interrogo y me hablo, en las vastas soledades nocturnas, ¿a quién le hablo? El Otro habita en mí, se llama el Inconsciente, dijo Freud. El Inconsciente, según Lacan, es el discurso del Otro. En sentido histórico universal, Tzvetan Todorov mostró que el Otro era el hombre que habitaba en las Indias Occidentales. He ahí la contribución de la conquista y el descubrimiento de América, el encuentro de dos mundos por el que Colón abrió el planeta entero a nuestra conciencia.
Hace un momento puse en relieve el hecho de que Vitoria se irguió frente al poder temporal y levantó la primacía de la razón. No se doblegó ante el emperador, sino que exigió un reino de justicia. La mejor gente se ha afirmado en sí misma y preferido la muerte: ejemplo extremo, Sócrates. Aquí se produce el hecho decisivo: ante la masa, la Gran Bestia, la democracia ateniense, Sócrates pone en alto su conciencia crítica, su independencia intelectual; la persona bella y moral. Pudo equivocarse, no importa; exigió el cumplimiento de la ley. La independencia de criterio no se levanta sólo ante el poder del Estado, sino ante todo poder, el de la masa incluido. Hoy ese poder asume otra forma; la sociedad civil, el cuerpo ciudadano, los medios masivos de comunicación. Pero nada ni nadie pueden superar el hecho de que cada quien debe aprender a juzgar por sí mismo, desde la atalaya de su conciencia. Sé que es difícil; que lo más difícil es, acaso, superar las vanidades de la gloria efímera, que ahora se expresan como alabanzas de los medios de comunicación. Me puedo equivocar, pero habré de rectificar mi error. ¿Qué quiero decir? Que es imprescindible aprender a escucharnos y a soportar, por encima de todo, al diferente. Tener el valor de decir que no y no sólo ante el poderoso, también ante el otro poder, acaso más fuerte aún: el que genera la imagen de sí mismo ante los medios masivos de comunicación, esa gloria de un día.
Ser independiente significa el poder de ser libre; la capacidad suprema de saber decir que no. Negatividad pura, la pura nada que es el hombre, el ser inerme que introduce la nada en el mundo. La intolerancia se puede disfrazar de bien. Quiero recordar que nadie podrá recordar, con el tiempo, las miserias actuales; que la política es sierva del día, a menos que sirva para edificar la justicia.
Nunca el filósofo podrá ser hombre de gobierno. El político es, como el estratega militar, alguien que toma decisiones súbitas, que llevan a los hombres y a las naciones a la muerte (o a la vida). El filósofo, en cambio, duda; al igual que el hombre de ciencia, levanta hipótesis, contrasta teorías. Si cree que ha resuelto un problema, la realidad cambia y lo rebasa. No hago violencia radical entre hombre de ciencia y hombre de acción; el político es, a su vez, hombre que piensa. Pero está sometido al imperio de lo inmediato.
Quisiera que en México se impusiera, por encima de todo, la razón, digo, el diálogo incluyente, diálogo tolerante entre diferentes. He ahí la función última del Estado y la ley: conducir a los hombres hacia la muerte y evitar la locura. Por esta causa, urge llamar a la razón, como si todos fuéramos filósofos o poetas que trabajan con la vista puesta en la eternidad. Aclaro, la eternidad humana, única de que tenemos noticia, es pasajera y, ya lo sabía aquel gran poeta, William Blake, “está enamorada de las obras del tiempo”. Hagamos por eso que las obras de nuestro tiempo sean bellas y fugaces, para que en ellas se deleite la eternidad, enferma humana que contagia.
Aunque no faltan pensadores que niegan que exista una estrecha relación entre la filosofía y la poesía, son muchos los que opinan precisamente lo contrario. Un académico de esta casa, Ramón Xirau, ha estudiado este asunto con gran profundidad. En uno de sus libros, Poesía y conocimiento, se hace las siguientes preguntas:
¿Qué puede haber de más distante que el decir del poeta —emotivo, exaltado, inspirado— del decir del filósofo —racional, exacto, preciso—? ¿Cómo poder siquiera pensar que el filósofo, hombre de ideas que se pretenden claras y distintas o, por lo menos, hombre que utiliza conceptos, se asemeja en algo al poeta, hombre de imágenes, ritmos, cantos?
Él mismo se responde, empleando para ello algunas ideas de Baumgarten, en cierta medida maestro de Kant, que nos hacen ver que la poesía es hermana de la filosofía, que filosofía y poesía no son, por lo menos, antitéticas. En efecto, añade Xirau: “El filósofo cuyo pensamiento es conceptual procede también mediante imágenes; el poeta, imaginativo, no deja de emplear conceptos. En este preciso sentido tan filosófica es la Divina comedia como lo es esta cascada de argumentos ‘eróticos’ que es el Fedro de Platón”.
Hoy ingresan en esta Academia Mexicana, en una sola persona, un alto poeta y un respetado filósofo: Jaime Labastida. Estudió filosofía en la UNAM, donde obtuvo el título de licenciado en esa disciplina con una importante tesis (1968) que llevó el título siguiente: La manufactura y su reflejo en la filosofía de Descartes. Tan brillante fue ese ensayo y tan bien defendido por Jaime Labastida, que el tribunal —formado por Elí de Gortari, Luis Villoro y Adolfo Sánchez Vázquez— recomendó vivamente que se publicara la obra, lo que sucedió, debidamente revisada, poco tiempo después (1969), en la editorial Siglo XXI, benemérita empresa que, varios años después, tendría el encargo de dirigir el propio Labastida, como lo ha venido haciendo con gran éxito hasta hoy. Ese texto —publicado con otro título: Producción, ciencia y sociedad: de Descartes a Marx— viene a ser, en opinión de los expertos, uno de los pocos intentos de aplicación del llamado método materialista dialéctico a un filósofo determinado, para esclarecer el difícil problema de las fuentes sociales que alimentan la concepción mecanicista del mundo.
En 1988 ve la luz otro importante libro de Jaime Labastida: Marx hoy (México, Grijalbo). Es una excelente antología de artículos suyos en torno de ese trascendente pensador. Podría resultar muy interesante que reseñara aquí el contenido de al menos algunos textos. No hay empero tiempo para ello. Sin embargo no quiero dejar de transcribir la breve Advertencia del autor, porque me parece que, en alguna medida, resume su actitud moral e intelectual ante el marxismo:
En este libro se recogen ensayos de diversa densidad teórica, unidos todos, sin embargo, por el común denominador que el título indica. El primero de ellos fue escrito hace más de veinte años; el último, apenas ayer. Pese a que en algunos aspectos mis ideas han cambiado (se han afinado, precisado, matizado, nunca contradicho), no he alterado, sino por razones de estilo, los textos, y eso en proporciones escasas.
En un discurso ordenado, me tocaría ahora hablar del Labastida poeta; sin embargo es preciso que haga un breve paréntesis, para no dejar de decir algo sobre su actividad en el terreno del periodismo. El flamante académico es parte de ese grupo de intelectuales mexicanos que, desde el nacimiento de México como país independiente, han venido viendo en la prensa un excelente medio para cumplir los que, en conciencia, consideran sus deberes de reflexión y opinión sobre todo de carácter cultural y político. Hace muchos años que su columna Magacén, en la página editorial del Excélsior nos es ya familiar. Sin contar con otras colaboraciones, también sistemáticas, en otras publicaciones periódicas, no son menos de 800 los artículos que, predominantemente con temas culturales, han venido apareciendo, siempre en el mismo lugar: arriba, a la izquierda de la página 7 de ese importante diario mexicano. Me interesa destacar que, en el caso particular de Jaime Labastida, se produce una rara coherencia entre su teoría filosófica, su actividad periodística y sus compromisos sociales. Podemos no estar siempre de acuerdo con sus puntos de vista; lo contrario no sería en verdad normal. ¿Quién podrá empero negarle el enorme mérito de emplear su pluma atendiendo siempre, sobre cualquier otra razón u objeto, a sus propias acendradas convicciones? La brillante y, sobre todo, comprometida labor de Jaime Labastida —ante todo consigo mismo, como ya dije— como editorialista cultural y político ha sido reconocida al grado de que el Gobierno de la República le otorgó, en 1992, el Premio Nacional de Periodismo.
Labastida es también un ensayista sobresaliente. Me refiero ahora no ya a sus notas periodísticas —excelentes, por otra parte— sino a sus ensayos de corte académico, publicados en revistas más o menos especializadas. En 1996 vio la luz un libro suyo en verdad importante: La palabra enemiga. En más de 400 luminosas páginas se reproducen algunos de sus más importantes ensayos de historia y crítica literaria, publicados en un periodo de más de 30 años: 14 tratan sobre la poesía, y 18 sobre la prosa. Se transcribe también el texto de tres entrevistas en las que aclara interesantes aspectos de su biografía. Cierra el volumen un apéndice en que se reproduce la breve pero intensa —y ciertamente polémica— correspondencia que el poeta sostuvo en 1993 con Octavio Paz, en la que queda de manifiesto la enorme estatura moral de estos dos hombres de letras. Debo entresacar al menos la siguiente elegante opinión de Paz sobre Labastida: “En el pasado nos separaron opuestas actitudes, ideas y creencias políticas. Esos desacuerdos, a veces violentos, nunca nublaron enteramente mi juicio: le debo el raro placer de estimar intelectualmente a un adversario”.
Y también unas frases de la respuesta de Jaime: “La carta me ha conmovido no sólo por la belleza de su escritura, carácter que comparte con todos sus escritos, sino por la altura moral desde la que está redactada. Me demuestra que usted sigue vivo, consciente, actuante”. Todos sabemos que los poemas iniciales de Jaime Labastida aparecieron en un libro colectivo, La espiga amotinada (1960), en el se dieron a conocer, además de él, otros cuatro poetas —Jaime Augusto Shelley, Juan Bañuelos, Óscar Oliva y Eraclio Zepeda— que constituyen hoy un grupo que quizá puede verse ya como legendario. A esa colaboración, por varios conceptos memorable, titulada El descenso, siguieron siete libros cuyos títulos es conveniente recordar: La feroz alegría (1965), A la intemperie (1970), Obsesiones con un tema obligado (1975), De las cuatro estaciones (1981), Plenitud del tiempo (1986), Dominio de la tarde (1991). El séptimo, que debe comentarse aparte, es nada menos que su obra total, los seis libros mencionados reunidos en una reciente, bella edición del Fondo de Cultura Económica, que lleva el nombre de Animal de silencios (1996). Esta obra, juntamente con el libro de ensayos La palabra enemiga, que acabo de citar, le valieron el premio Xavier Villaurrutia 1996. En la primera página de aquella suma poética explica el autor la razón del título:
El hombre es animal de silencios y la poesía nace del silencio. Silencio significa, en su origen, abstención de hablar. Con la palabra, el hombre rompió el silencio de la tierra. Sólo el hombre es, pues, animal de silencios porque habla y se expresa, antes que nada, en palabras. Desde la época imperial latina se llama silentes a los muertos y en la lengua rústica se dice de la luna, cuando declina y se vuelve invisible, que es silente o silenciosa. El silencio significa, para mí, entrar en lo más profundo de la existencia, ahí donde se funden la vida y la muerte. Es lo que he querido dar a entender con el título de este libro.
En efecto, en casi todos sus poemas se percibe —muy fácilmente, además, si los leemos con callado recogimiento, con ánimo receptivo— que no son otra cosa sino precisamente finos productos de esa silenciosa, profunda reflexión sobre la existencia humana, sobre la vida, ciertamente, pero ante todo sobre la vida amorosa, y, naturalmente, sobre la muerte, esa otra inevitable cara de la vida. ¡Qué fácil sería para mí traer aquí a colación algún puñado de citas eruditas de los numerosos críticos que han elogiado la poesía de Jaime Labastida! Prefiero sin embargo, de forma por demás sucinta, transmitir con honrada sencillez, mis impresiones de ingenuo, sí, pero al menos constante lector de poesía. Me limito, entonces, a señalar unos cuantos rasgos evidentes.
El primero consiste en que, quizá por su frecuente reflexión filosófica, en no pocos de sus poemas está presente un discurso de base elaboradamente conceptual. De su primer libro (El descenso) es este fragmento, sobre un pueblo, que bien podemos ser todos nosotros:
Así como el dolor llegó, también se va.
Amanece la risa sobre este pueblo de alfareros,
como dioses sentados en la tierra.
La hormiga roba el grano a los avaros designios.
Arrullo de placeres; canto gutural y ritmo agónico
en el filial misterio de la noche;
la flauta, como vasto silencio conjurado;
las plumas ancestrales, los dioses de ondulantes espigas;
la pirámide, puerta del asombro, reverencia al enigma,
al nudo pétreo del misterio; y el juego pirotécnico,
carrizo en luz que desprecia cabezas y abate vírgenes tinieblas.
Las puertas giran sobre goznes ancianos en el muro pálido del aire,
y este pueblo se planta semillas en la boca
porque lleno está su pulmón de blancos vientos.
También aparecen, dispersas en sus libros de poesía, sus permanentes preocupaciones de naturaleza social. Lo notable es que su texto, aun en esos casos, jamás deja de ser, sobre todo, poesía, buena poesía. Podría leerles muchos ejemplos. Básteme el siguiente fragmento de su poema “Víctimas recientes”, perteneciente al libro De las cuatro estaciones:
El lento campesino que pide
de comer, de casa en casa.
El obrero que clama por trabajo.
El padre inútil, que vende a sus tres
hijos por platos de maíz. El cantante
en la estación agónica del Metro.
Triturados. Masticados por la ciudad.
Escupidos como limones secos.
Desechados en un tiesto de estiércol.
La industria pide brazos
y el campo le concede
si no sus frutos ácidos,
sí trabajos recientes,
la paloma propiciatoria en cuyos dentros
el profeta de hoy desentraña el viejo oráculo:
las víctimas serán mañana los verdugos.
Cuando se refiere, como todo poeta, al amor —aunque tengo la impresión de que no son los poemas amatorios los más abundantes en su obra— Jaime Labastida adopta casi siempre un tono peculiar en que el vigor estilístico es particularmente perceptible como una equilibrada composición de violencia y ternura. El último verso del poema 9 de su libro A la intemperie podría ser un buen ejemplo de ello:
Y esto es lo que pasa.
Busco la libertad, la vida,
ésta, donde devoro,
con sombra hasta los codos,
magra ración de pan y paraíso,
donde te amo, mujer,
cielo desplomado que refleja
una sonata negra en sus cabellos;
donde mis manos son
las de esa multitud que disloca
las vértebras del cráneo
al cenzontle enemigo
para que al fin te bese
sin que un dedo de espanto
se interponga y seamos
ebrios cuerpos de anís,
uno en el otro descubiertos
y en el mundo que zozobra
y se edifica, anclados.
No tengo ya tiempo para hablar con cierta prolijidad, como me gustaría, del espléndido discurso que acabamos de oír. No quiero empero dejar de mencionar algunas de sus importantes aportaciones. Del texto de un poeta filósofo y de un filósofo poeta no puede esperarse menos que una profunda reflexión sobre las íntimas relaciones que hay, no siempre evidentes, entre la filosofía y la poesía, particularmente la poesía lírica: “El verdadero poeta trabaja —nos acaba de recordar Jai- me Labastida— al igual que el filósofo [...] bajo una cierta especie de eternidad”. En su discurso, además, el nuevo académico nos recordó que hay otras disciplinas, además de la filosofía, que nos permiten apreciar mejor la poesía: el psicoanálisis y —sobre todo— la lingüística. Me alegra sobremanera que sea precisamente un filósofo poeta quien reconozca que la poesía, antes que otra cosa es lengua, es manifestación —altísima, ciertamente— de la lengua y que, por ende, su estudio y análisis compete, no podía ser de otra manera, a la lingüística, a la poética lingüística, si se quiere.
La mejor manera de responder al discurso de ingreso de Jaime Labastida —puesto que estas mal hilvanadas palabras pretenden ser, según reza el protocolo, una respuesta al discurso del nuevo académico— es simplemente darle al poeta filósofo, al filósofo poeta, en nombre de todos mis compañeros, la bienvenida a esta Academia Mexicana diciéndole, como bien decimos los mexicanos: adelante, Jaime, ésta es tu casa.