Fue en una escuela que tenía un patio enorme y muros en ruinas que dejaban ver, siempre más allá, pirules y cadenas de cerros que se iban haciendo azules. No sé cómo se llamaba la escuela, ni recuerdo dónde estaba, ni, muchísimo menos, cómo se llamaba ella, aunque nos lo dijeron por el sonido. Espigada, morena, ojos rasgados, alto cuello de garza. El patio lleno de chiquillos en uniforme –suéteres azul marino, faldas o pantalones blancos–, y el grupo que danzaba, seis o siete de las muchachas mayores: enaguas largas, colores brillantes, todas girando. De pronto ella se impuso, la única que se veía, superior a todas. Un soplo de gracia la envolvía y el movimiento de sus pies alados, los quiebres de la cintura la fueron borrando, la fueron devolviendo al viento, la hicieron desaparecer. Entonces recordé: ¿Qué es lo que ven los ojos, si lo invisible es lo real? ¿Qué enamora? ¿El aire y el milagro? ¿La bailadora?
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