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salió de aquella ciudad todavía joven,
curó durante cincuenta años
las voces de los mexicanos
enmudecidas por la espada,
y les enseñó a decir
“Padre nuestro”
en aquella lengua de sacrificios, silbidos y susurros.
La noble ciudad de las tres torres
–San Bavino, San Nicolás y San Miguel–
vio nacer, en un palacio de ladrillo rojo,
y, según tradiciones oscuras como el agua de un cana
mientras sus padres estaban ausentes,
a Carlos I o V, como gustemos llamar
al único emperador del Viejo y del Nuevo Mundo,
al virtuoso autor del Sacco de Roma.
La breve calle de la ciudad mexicana
parece más ancha que larga,
tal vez porque, reservada a los peatones,
se permite el lujo de un bronce esbelto y risueño
con la figura del educador.
Tal vez porque la ensancha en la memoria
la imagen de mi padre.
Ahí alquilaba el cuarto piso del número 15,
y dictaba oficios litigantes y
vigilado por los perrunos magistrados de Daumier.
Gante, tres veces real,
no es una ciudad ni el nombre de una calle
bautizada así en honor del amigo de los indios.
Gante es un canal de cinco letras
que une las mitades del corazón.