Ceremonia de ingreso de don Tarsicio Herrera

Miércoles, 08 de Febrero de 1984.

Lengua y poetas romanos en Alfonso Reyes



Señor José Luis Martínez,
Director de esta Academia, 
señores Académicos, 
señoras y señores: 

I

En el madrileño Museo del Prado, un visitante penetra en una sala pequeña, y se ve ante la penumbra de un cuadro dominado por un grupo de figuras luminosas. Gira luego a su espalda, y se descubre a sí mismo reflejado en un espejo tan grande como el cuadro.

Pero también descubre que él se encuentra dentro de ese cuadro que reproduce el taller en que Velázquez, al estar “retratando el acto de retratar”, es “el pintor de los reyes y el rey de los pintores”. Así, visualmente, el observador forma parte del cuadro y el cuadro se integra al espacio del observador.

Tal vivencia tuve en 1974 ante Las Meninas de Velázquez. Mi carrera de humanista me había llevado a “Hispania fecunda” a un congreso de estudios clásicos y allí me encontraba, en sorprendente manera, integrado al cuadro de las veinte atmósferas que decía Gautier. Así me siento hoy ante ustedes, señores Académicos.

La profesión literaria me ha llevado a escribir ensayos sobre las proyecciones del mundo grecorromano en la literatura española y mexicana, y tales trabajos me han traído, para mi sorpresa, a esta ilustre Academia Mexicana de la Lengua, que a algunos podría parecer penumbrosa pero que, al igual que el múltiple retrato de Velázquez, lanza certeras luces sobre quienes en ella trabajan, ha abrigado incluso a un primer magistrado y a varios purpurados, y acoge no a un solo Velázquez, sino a muchas plumas-pinceles que han sabido reflejar en capaces juegos de espejos toda la faz de nuestra patria.

En aquel cuadro velazqueño encuentro, además, otra imagen del escritor consiente: es el hombre relegado al fondo del cuadro, pero que está abriendo Ias cortinas para que penetre la luz.

La variedad de profesiones que son acogidas en esta ya secular Academia Mexicana, ha hecho posible que un oscuro filólogo como el que habla, sea invitado a ocupar precisamente una silla, la número IV, en que durante medio siglo se sucedieron dos internacionalistas relevantes: don Genaro Fernández MacGregor y don José Rojas Garcidueñas (1912-1981).

Ellos alternaban las labores literarias y las jurídicas. Yo, acaso más gratamente, combino el labor limaeliterario y filosófico con la cátedra, e incluso con esa “suerte de cielo estrellado que no vemos pero oímos”, que es la musical, así sea en mis ratos perdidos.

Escritores y juristas son también, y no de menores méritos que los citados, los que me han honrado con su propuesta para ingresar a este selecto círculo intelectual: los doctores Antonio Gómez Robledo, Alfonso Noriega; junto con el sagaz poeta Alí Chumacero y con el certero escritor Andrés Henestrosa. Mi agradecimiento a ellos y a los demás ilustres literatos que me han brindado su apoyo y amistad.

Mi capacidad para suceder a los juristas Fernández MacGregor –autor del admonitorio volumen En la era de la mala vecindad– y Rojas Garcidueñas -a quien estudiaré enseguida- se reduce a ser mi especialidad Ia lengua latina, vehículo natural del Derecho Romano, lengua singular del saber hasta el Renacimiento y, todavía hoy, en selectos círculos, lengua universal de Ia cultura.

Para exaltar ahora Ia labor perdurable de don José Rojas Garcidueñas, quien cursó a Ia par la carrera jurídica y la literaria, me remito a la fuerza de síntesis del (lector Gómez Robledo, quien califica a Garcidueñas como “ilustre jurista, historiador y hombre de letras, delicado pensador y artista”. Ya desde su tesis profesional logró enfocar con originalidad la flelectio de temperantia de Francisco de Vitoria, encontrando en ella sostenida la ilegitimidad e injusticia de toda conquista. En Ia práctica jurídica, siempre se consideró valiosa su actividad como abogado consultor de nuestra Cancillería.

Por lo que toca a la creación literaria, es notable que a los veintitrés años (1935) haya publicado Rojas Garcidueñas su primer libro: El teatro de la Nueva España en el siglo XVI . Es un sólido estudio acerca del teatro de los evangelizadores que sucede a las escenificaciones indígenas y se prolonga hasta la producción del Bachiller Arias de Villalobos. De ese Bachiller Arias tomaron los amigos de don José el apelativo que solían darle de Bachiller de Salamanca.

Era el siglo que preparaba la sal terenciana de Juan Ruiz de Alarcón, y el apogeo de los Autos sacramentales de sor Juana quien, aunque derivando del teatro de Calderón, alcanzó en El divino Narcisouna densidad simbólica y verbal acaso superior a su modelo.

Vino luego la sólida monografía de Garcidueñas sobre El antiguo Colegio de San Idelfonso, con ocasión del cuadricentenario de la Universidad de México, fundada en 1551. Larga es la historia allí transcurrida, desde el internado jesuita que vio elevarse aquellas barrocas arcadas, hasta la actual Escuela Nacional Preparatoria que las ha Visto incendiarse bajo el pincel de José Clemente Orozco.

Garcidueñas publicó años después su biografía Don Carlos de Sigüenza y Góngora, erudito barroco. Estudia en él al corifeo de Ia actitud sincretista que veía en Quetzalcóatl al propio apóstol Santo Tomás, y en Neptuno a un primitivo capitán de indígenas. Era la misma tendencia de Atanasio Kircher hacia la convivencia pacífica de Ias culturas, derivando las pirámides prehispánicas de Ias egipcias.

Como legado póstumo del Bachiller Rojas a su patria chica, Ia Editorial Porrúa acaba de publicar Salamanca, recuerdos de mi tierra guanajuatense, ciudad a la cual aplicó el virrey Zúñiga y Acevedo en 1602 el nombre de su natal Salamanca española.

Infatigable fue Ia pluma de Garcidueñas. Publicó también Temas literarios del virreinatoBreve historia de la novela mexicanaCervantes y Don QuijotePresencia de Don Quijote en las artes de México, y varios otros títulos bibliográficos. Nuestra Academia acaba de editar además su libro El erudito y el jardín, vergel de amenas narraciones y anécdotas de escritores y de diplomáticos.

Otro homenaje póstumo recibió el Bachiller: la segunda edición, hecha por nuestra Universidad Nacional, de su Bernardo de Balbuena, la vida y la obra. Es una documentada monografía sobre este prelado que tras nacer en Ia Mancha en 1561, llegó a la Nueva España a sus veintiún años para acabar por convertirse en “el verdadero patriarca de la poesía americana”, a juicio de Menéndez Pelayo; y en el más digno par masculino de Sor Juana, en dictamen de Garcidueñas.

“Por sus obras y por su vida misma, Balbuena es –en palabras de Rojas– un egregio representante de su tiempo y de su patria: español y novohispano… renacentista y barroco.”

Para el bachiller, Balbuena es ya un mexicano consciente de su mestizaje, no de cuna, sino de cultural convivencia. Mexicano también en plenitud fue José Rojas Garcidueñas, quien podría asimismo haber cantado a Ia patria lo que Balbuena cantó al iniciar su Grandeza.

Allí, el poeta imita a Horacio en el punto de partida, y proclama su amor a la patria en la culminación:

  1. “Canten otros de Delfos el sagrario,
  2. de la gran Tebas muros y edificios,
  3. de la rica Corinto sus dos mares,
  4. del Tempe los abriles más propicios...
  5. que yo, de la Grandeza mexicana
  6. coronaré tus sienes
  7. de heroicos bienes y de gloria ufana”.

II

Como tema central de mi discurso he escogido a otro prestigiado diplomático mexicano, don Alfonso Reyes, quien fuera director de esta Academia Mexicana los dos últimos años de su vida, de 1957 a 59. Voy a analizar aquí los criterios que él sustentó sobre Ia lengua del Imperio Romano y sobre sus poetas mayores.

¡Polifacética personalidad la de Alfonso Reyes, el mexicano universal, como ya lo denominaba hace treinta años don Manuel Alcalá![1] Aunque fue jurista, siempre se inclinó más hacia la labor literaria para profundizar por igual en Ias letras de América que en Ias literaturas mayores de Europa. En este campo fue ensayista y conferenciante, pero sin desechar nunca la lírica, el drama y la narración.

En su afición a Grecia, creó vastos cielos sobre la filosofía, Ia retórica y la crítica literaria en la Hélade, su segunda patria. Vertió, además, casi diez cantos de la Iliada homérica en esplendentes alejandrinos rimados al gusto tardo romántico. Y, en varias ocasiones, escribió sobre los autores latinos. Siendo Reyes el creador de nuestro ensayo crítico moderno, es natural que su situación lo haya llevado a abrir caminos y plantear inquietudes, más bien que a elevar cumbres.

Pero este mexicano Fénix de los Ingenios que fue don Alfonso, quien admitía que estaba creando su propio mito, pero más que con su vasta curiosidad intelectual y su memoria prodigiosa, por medio del trabajo infatigable, nos reserva aquí una sorpresa: desde el mar de los veintiún volúmenes de sus Obras completasasoma un faro de amor a Ia eterna Roma. Es su Discurso por Virgilio.

Éste, que quizá sea, junto con el respectivo discurso de Francisco de Paula Herrasti, el más bello texto sobre clasicismo latino que se haya creado en América, no fue escrito por un latinista. Paradoja similar a aquella de que las más célebres partituras españolas no han sido compuestas por peninsulares: recuérdese sólo a Bizet, a Ravel, a Lalo, e incluso a gloriosos nacionalistas como Liszt y como el Manuel M. Ponce del Concierto del sur de España... Con él conquistó Ponce a Iberia, como lo hizo luego su amigo Miguel Bernal Jiménez con Ia ópera Tata Vasco.

Alfonso Reyes amaba de corazón a Virgilio. Coincidía con los ideales virgilianos de iluminar con Ia palabra los campos de la tierra natal.

El Discurso por Virgilio nos refiere que, cuando un Presidente habla a Reyes de fundar Escuelas Centrales de Agricultura, éste le comunica que tal ha sido el ideal de Hidalgo, héroe típicamente virgiliano, pues “al Padre de la patria -señala don Alfonso- lo mismo podemos imaginarlo con el arado que con la espada, igual que a los Héroes [de las Bucólicas] de Virgilio” (Obras, XI, p. 168).

A su vez, parecían salidos de Ias Geórgicas los proyectos de organización agrícola del México de 1930, bimilenario natalicio de Virgilio. Porque este libro del Mantuano alienta Ias actividades de pequeños labradores independientes, y no la de los “esclavos campesinos” de Varrón.

Y la epopeya de Eneas, volumen culminante de Virgilio, obtiene los elogios también culminantes de Reyes: “¡Virgilio parece, siempre y para los hombres de todas Ias tierras, una voz de Ia patria! Allí aprendemos que las naciones se fundan con duelos y naufragios, y a veces, desoyendo el llanto de Dido y pisando el propio corazón.” “En las aventuras del héroe (troyano) -continúa el maestro- muchos... han creído ver la imagen de la propia aventura, y dudo si nos atreveríamos a llamar buen mexicano al que fuera capaz de leer la Eneidasin conmoverse.”

 

La publicación de este sitio electrónico es posible gracias al apoyo de:

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua