Ceremonia de ingreso de don José Vasconcelos

Viernes, 12 de Junio de 1953.

Fidelidad al idioma

Obligado por el honor distinguidísimo que me dispensasteis al elegirme Socio Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, Correspondiente de la Española, vengo a presentar ante vuestra ilustrada consideración las reflexiones que me sugiere la tarea del académico, dentro del cuadro general de las actividades cultas contemporáneas. Mucho se ha escrito acerca de la utilidad y también de la ociosidad y los inconvenientes de las Academias del idioma. Nadie sin embargo osará negar la importancia de la función que “limpia, fija y da esplendor” a una lengua, según lo pregona el antiguo lema de nuestra institución castellana, lema noble y hermoso, por más que lo sepamos fatigado por uso y abuso. Sin la presunción de ahondar en el problema de la eficacia de las academias, nos limitaremos a observar que poseen su academia legisladora y normativa los idiomas que corresponden a culturas antiguas y completas, por ejemplo, la francesa y la española. No cuentan, en cambio, con Academia aquellos pueblos cuyo lenguaje, aunque difundido, hállase aún en estado de formación y crecimiento, por ejemplo el inglés. De circunstancia tal derivan consideraciones dignas de atención para el juicio que en definitiva nos merezca el Cuerpo Regulador del decir. Se estanca indudablemente un idioma, cuando se apega al rigorismo académico, pero al mismo tiempo gana en precisión y por lo tanto en aptitud para expresar el desarrollo de la mente y la pluralidad de la experiencia. En literatura, el rigorismo académico acaso priva al estilo de espontaneidad y lo hace tímido para asimilar voces y giros extranjeros, transformándolos y adaptándolos. La soltura y la abundancia del inglés actual probablemente rompería los moldes de la más liberal Academia. Sin embargo, no sería extraño que más tarde tenga que recurrir el habla inglesa, hecha a todos los vientos de mar y tierra, al refugio protegido de una Academia que la defienda de los peligros de la divulgación ilimitada y la consecuente corrupción, a través de los injertos étnicos y coloniales. A la fecha, todavía predomina, en la lengua de nuestros vecinos, la apetencia absorcionista igual que en su política. Y ¿quién puede negar que es envidiable la destreza con que el inglés engloba en su léxico voces de toda procedencia, o convierte a la acción del verbo toda clase de sustantivos y en su sintaxis opera con juvenil elasticidad? Comparadas con la riqueza y agilidad del inglés ciertas lenguas, aunque cultas, dan la impresión de parálisis irremediable.

Lenguas imperiales como el inglés y el español, que han repartido su verbo entre las gentes de todo el planeta, en recompensa han visto su caudal acrecentado con accesiones a veces preciosas; pero también con voces turbias, que es preciso depurar. El diccionario es ya un comienzo de la función que define y consagra vocablos; mas la tarea purificadora formal comenzó para nosotros al fundarse la Academia Española en el reinado de Felipe V. Resguardar la propiedad del idioma y su unidad, sin mengua de una proliferación complicada con el mestizaje y el trasplante: tal fue el propósito inicial de los fundadores de nuestra Institución venerable. Y nosotros, hispanoparlantes de América, compartimos el compromiso de patriotismo espiritual que obliga a colaborar en la defensa, enriquecimiento y lustre del común tesoro de un Verbo, que a ninguno cede, ni en eficacia mental, ni en hermosura y elegancia.

Para cumplir lealmente tan glorioso encargo, tres normas, me parece, han de fijar en lo esencial nuestro empeño, a saber: fidelidad a los orígenes; fidelidad a la idea; fidelidad a la Belleza.

I

Por fidelidad a los orígenes entiendo la preferencia decidida que debe darse a la voz castiza sobre la voz vernácula. Riesgo implícito en la ventaja de la propagación de una lengua es el turbión que en su cauce arroja el habla de los pueblos asimilados. Para retener y clarificar el aporte, el recurso sensato parece ser la adopción franca de aquellos nombres que representan objetos desconocidos en la lengua de origen. De lo contrario, la legitimación de una palabra que tiene equivalente en la lengua matriz, no enriquece a ésta, la recarga y entorpece. Lejos de ser el fin del idioma inventar dos o más vocablos para designar una misma cosa, sucede más bien al revés, que el número infinito de las cosas reclama de la lengua una multitud de bautizos singulares y definitivos. Ni siquiera en belleza gana el léxico porque adopte un nombre extraño para algo que ya tiene nombre en el idioma invasor, pues vemos que si por ejemplo, en música la repetición es un ejercicio estético en el caso de las variaciones, ellas suponen una excepción y que sea demás el genio quien las use. En todo caso, la fidelidad a la expresión castiza garantiza la inteligencia de la lengua en todas las regiones que la practican. Y por otra parte no es el bárbaro, recién incorporado a una cultura, quien se halla en condiciones de innovar; apenas le alcanza el tesón para el aprendizaje. Aun el portador de la lengua, al emigrar, al colonizar, mírase obligado a dedicar lo mejor de su esfuerzo a la exigencia de adaptarse al medio nuevo, y en materia de lenguaje, su necesidad primera es mantener intacto el tesoro verbal importado; tesoro espiritual que se gasta con el olvido, el desuso y la ausencia. Conviene por lo tanto que las accesiones del idioma no pasen el límite de lo indispensable y que se consumen dentro de las exigencias estéticas de cierta afinidad que asegura la elegancia de la asimilación. En resumen, al trasplantado apenas le alcanza la ciencia para fijar y denominar las cosas y las impresiones realmente originales de su nueva experiencia. Siglos han de pasar, siglos de difusión y consolidación de una cultura conquistadora, antes de que sea factible reconocer las variantes legítimas ocasionadas por el crecimiento, tal y como el árbol, al trasplantarse, primero fortalece sus raíces en la tierra nueva y sólo años después rinde frutos levemente modificados. Y tiene mucho de arborescencia degenerativa y propagación sin poda, todo ese vocabulario de aztequismos o argentinismos, novedades quechuas o guaraníes, que han llegado a ser para nuestra lengua un lastre más bien que una reserva utilizable o un incremento válido de caudal. La legitimidad de cada uno de estos americanismos, y por qué no, también africanismos y voces asiáticas, dependerá de que por excepción sirvan para designar objetos positivamente autóctonos, es decir, desconocidos para el mundo europeo. Bien que el ombú o el ahuehuete, árboles singulares de América, sean designados con sus nombres indígenas acabados de señalar; pero son inexcusables los casos del uso que deja perder el nombre castizo en favor de la variante regional, como cuando decimos sarape, a la mexicana, en vez de frazada o manta, la voz castellana generalizada, o cuando el argentino dice pollera por falda. La multiplicación de semejantes regionalismos tiende a aislarnos e incomunicarnos del resto de la familia de habla española y nos lleva por la pendiente del dialecto. Preferible a tales adopciones innecesarias es el neologismo culto, anglicismo o galicismo que, derivados de lenguas también cultas, nos dan a menudo voces de que carecemos y son indispensables para el vivir espiritual contemporáneo. Condenamos, por lo tanto, la excesiva condescendencia con que se catalogan voces nacionales, argentinismos, mexicanismos, chilenismos, etc., etc., según lo prueba el Diccionario, en donde dichos vocablos representan no un caudal sino un azolve que estorba el fluir mental y que tarde o temprano será menester dragar y sanear. Desconocidas del Diccionario, abandonadas al uso local, estas voces llegarían a perderse en unas cuantas generaciones. Por desgracia se suele ver con tolerancia su perpetuación. Ufanábase cierto académico diplomático hispanoamericano de que la Academia Española le hubiese aceptado para su inserción en el Diccionario, varios miles de argentinismos.

Imagínese lo que harían de la lengua veintitantos patriotismos, así de eficaces, empeñados en listar la variante filipina o mexicana de la palabra “gorra”, y así sucesivamente, obstinados en la consagración de todo género de barbarismos, vulgarismos y solecismos. Por su parte, la Academia de Madrid, en los largos siglos de la decadencia general hispánica, estuvo entregada a la tarea minuciosa de darnos un Diccionario en el cual halla el curioso tres o más nombres para cada uno de los objetos de uso vulgar, por ejemplo, los utensilios domésticos; y en cambio, padecemos todavía escasez de voces modernas científicas que en otros idiomas, y aun en el nuestro, forman parte del léxico civilizado común. Vivimos, según es sabido, una era de desarrollo de la técnica y de difusión general de conocimientos de todo género. Las exigencias del léxico corren paralelas al pensar de una época, y esto, tan elemental, apenas fue tomado en cuenta durante largos años. Ahora, por fortuna, se advierte adelanto en este sentido, en las ediciones del Diccionario. Cierto acervo de voces científicas, geográficas, industriales, históricas, filosóficas, etc., etc., constituye hoy en día un valor verbal de uso internacionalmente generalizado, del que no puede prescindir un idioma civilizado.

ii

Por fidelidad a la idea entiendo el deber que tienen lenguaje y gramática de mantenerse al tanto del desarrollo conceptual filosófico así como del saber experimental que suele influir en las modalidades del concepto, pues sólo de esta suerte podrá lograrse un equilibrio flexible entre la concepción filosófica vigente y la gramática en uso; entre la idea, unidad elemental primaria de los lógicos, y el nombre, elemento primordial del gramático.

Privada de tal correspondencia, la gramática queda abandonada a las veleidades del uso indocto, o peor aún, encerrada en las rutinas de un arcaísmo que en todos los demás órdenes se verá superado. El uso simplemente popular pudo dar normas en épocas iletradas, no así en nuestro tiempo de difusión de la ciencia y la escritura. Actualmente, sobre la autoridad del vulgo como creador de modos verbales, se impone el estilo impreso, forma expresiva más difundida a la fecha que el simple decir corriente, y más precisa. También en la definición de los nombres conviene observar que ya no es tanto el uso quien rige, cuanto el conocimiento científico de cosas y conceptos que el nombre señala. Así, por ejemplo, para la definición de los cuerpos físicos ya no basta la percepción vulgar, y se impone el reconocimiento de la fórmula química que los singulariza. En general, para las definiciones, precisa tener en cuenta, si se trata de conceptos, el contenido ideológico del nombre, según la filosofía a que corresponda el concepto. En rigor, nunca ha podido prescindir el gramático, para la clasificación de los nombres, de las categorías lógicas que sitúan todo lo pensado en los cuadros indispensables a la claridad del juicio. Máxima extensión y mínimo contenido, sustancia, cantidad y calidad, esencia y accidente, género y especie, voz abstracta y término concreto y relaciones con los objetos; en suma, cosas esenciales y propiedades de las cosas y sus relaciones, todo por debajo de la categoría suprema del ser en sí, del ser Absoluto; he ahí el cuadro inseparable de una clasificación gramatical que quiera conservar el sentido a las palabras y no se conforme con ser una colección de definiciones.

Pero en nuestra edad de la cultura, resulta más necesario aún el contacto del gramático con el metafísico; y no debemos temerlo aun cuando de él se derivase determinada austeridad, sequedad de la expresión. Con particularidad requiere disciplina semejante una lengua como la nuestra, que tanto se ha prodigado en el verbalismo retórico y en la anarquía de lo popular, multiplicado en más de veinte naciones. Y no es de considerarse el riesgo de que un alejamiento de lo popular prive a la lengua de la inventiva y espontaneidad que se supone son un don del vulgo, pues hoy se sabe que si bien ciertos hallazgos verbales suelen ser anónimos, rara vez son indoctos. Casi siempre el autor de determinadas expresiones felices resulta ser una mentalidad singular, que las circunstancias ahogan entre la masa, privándolo del reconocimiento de la fama, pero no de su ingenio inventor. Además en la época presente, las facultades de la inventiva verbal se ejercitan en el lenguaje escrito, con igual desahogo y más fecundidad que en la charla, o bien pasan en seguida de la charla, al lenguaje escrito. De todas maneras, un léxico fortalecido con los datos del proceso general de la cultura otorgará preferencia a los vocablos de índole más comprensiva y generalizada; desistiendo de los que son de índole local y limitada; adoptando principalmente aquellos que, por hallarse en uso en otros idiomas cultos, cooperan en la creación de un léxico internacional de voces y expresiones esenciales. El crecimiento de la lengua se operará entonces hacia la universalidad de un proceso lingüístico mundial, en vez de perderse en los arroyos y arroyuelos del nacionalismo y el localismo.

Igual que la lógica, la ciencia es una para toda la humanidad, en tanto que la gramática es múltiple, casi en el mismo grado que lo son los idiomas. En consecuencia, conviene que cada gramática se acerque en lo posible a la disciplina generalizada que se aprende en la lógica y a las normas generales que nos da el uso de la humanidad en la gramática comparada.

La cuestión es más honda que la simple catalogación de voces y afecta al problema de la construcción apropiada del concepto. Veamos un ejemplo: se estudia en la gramática la índole del verbo. Según la mayoría de los gramáticos, es el verbo la parte esencial de la frase. Sin embargo, autoridad tan señalada como Bello trátalo como un simple atributo del sustantivo. Desde luego cabe observar que el adjetivo, atributo también, distínguese fundamentalmente del verbo porque señala las modalidades estáticas del sustantivo. Deja inerte el adjetivo al sustantivo, salvo que venga incluido en la frase de uno de esos estilos que saben poner vida en el interior de las cosas mismas. En todo caso, es evidente que son de mayor importancia que las adjetivaciones fijas, aquellas variantes que revelan la situación del sujeto y aun de la cosa en el campo de lo inestable, o sea en el dinámico fluir de toda existencia. Antes de definir al verbo de la gramática, será preciso tomar en cuenta, entonces, lo que en filosofía se ha entendido por verbo: ya el logos griego, dialéctica del discurso sujeto a las leyes de la Lógica; ya el Verbo de la Escritura, hipóstasis de la Divinidad, e instrumento suyo para la creación del mundo; ya por último, el Verbo del Evangelio, principio increado del cual emergen la creación y su redención en la persona divina del Salvador.

El verbo de los gramáticos es algo mucho más modesto, desde luego, pero no podrá explicarse su función dentro del lenguaje, si no se precisa antes el valor de la palabra verbo en la filosofía, que sirva de base a tal o cual gramática. Tanta importancia adquiere el concepto filosófico del verbo, que podría hablarse de teorías gramaticales sustantivas porque asignan valor fundamental al sustantivo; gramáticas de la estabilidad en lo particular, como la de Bello, y gramáticas que reconocen en el verbo la parte esencial del idioma. A este segundo género, mucho más acertado, pertenecen doctrinas gramaticales como la de Salvador Padilla, que en suGramática Histórico-Crítica nos dice que “el verbo es la expresión del estado de los seres, la parte más importante de la oración, la palabra que expresa el estado o las operaciones de los seres con relación a las condiciones variables del tiempo”: Y luego, en nota explicativa, el mismo autor enseña: “Lo que en puridad resulta es que todos los seres realizan operaciones y para eso existen, haciendo de aquí la necesidad de palabras que expresen los seres sustantivos y de otras que expresen sus operaciones, verbos subordinados a las condiciones mutables del espacio y del tiempo…” Y un poco más adelante: “Ninguna definición del verbo será buena si en una u otra forma no acoge la connotación del tiempo variable, según la antigua doctrina de Aristóteles”. Admirable es en efecto la penetración de Aristóteles al reconocer, en el lenguaje, la supremacía del proceso sobre el hecho que, para todo lo creado, es provisorio; no hay materia en abstracto, nada existe que no esté integrado o tienda a estarlo; no sólo la forma aristotélica, también la estructura descubierta por los modernos es esencial al ser así como a la cosa. No hay existir sin coordinación y ésta supone la tendencia hacia una determinada finalidad; la materia misma abandonada a sí propia tiende a la contrafinalidad del caos. Y aunque podría sostenerse que el sustantivo representa al ser y que éste es más importante que sus operaciones, dado que la esencia contiene más que sus estados, lo cierto es que al ser particular sólo lo conocemos en estado de transición y en consecuencia en él únicamente importa la meta a que se dirige, no los momentos particulares de su progresión.

De cualquiera manera, resulta que una doctrina gramatical cualquiera sólo puede ser juzgada refiriéndola a un principio metafísico. En la Metafísica encontramos dos direcciones generales: la que contempla las cosas y los seres esencialmente estáticos aunque se muevan en el seno de un Universo que es un todo concluido y que funciona mecánicamente; y la tesis emparentada con Heráclito, que la ciencia moderna parece confirmar, que ve en el Universo un proceso contingente e inconcluso y en tránsito. La posición acabada, inmutable y perfecta, propia del ser verdadero, en buena metafísica contemporánea, igual en esto que en la antigua, es sólo postulable respecto del ser Absoluto. Todo lo que no es Él hállase entregado al acaecer, precisamente porque las cosas mismas, pero especialmente las almas, experimentan un ansia de redención, un afán de retorno a la fuente que es origen y también plenitud. De esta general palingenesia se deduce la importancia decisiva de los procesos sobre los instantes relativamente fijos y este fluir genérico de lo individual se manifiesta mejor en los verbos de que dispone el idioma; más acomodados a la verdadera realidad que todos los sustantivos con su engañosa determinación. Un lenguaje en que tuviera más importancia el sustantivo, se adaptaría a un concepto cósmico parecido al de Leibniz y sus mónadas inmutables; pero tal reducción del ser a un infinito de unidades menores, aparte de que da una visión casi microscópica del mundo, es contraria a las luces de la física moderna, que no halla en ninguna parte fijeza. La cosmovisión contemporánea descompone más bien las cosas en series conformadas por nuestra sensibilidad, o nuestros aprioris; grupos dinámicos que operan unidades provisorias casi sin solución de continuidad. De modo que cada cosa, cada sustantivo, es el instante convencional de un proceso que no conoce término. Cada ser es, conforme a la física contemporánea, una unidad dinámica, una estructura vibratoria temporal, cuyas relaciones internas, en las etapas simples de la existencia, se nos dan en las fórmulas matemáticas de cuantos y cristalizaciones. En los compuestos más avanzados ya no bastan las matemáticas, sino que intervienen factores de biología, consideraciones de valor espiritual; una suerte de H2O del alma en que las moléculas están representadas por las virtudes y los vicios que integran un ser de espíritu. Siguiendo estas ideas hemos formulado nosotros una visión según la cual todo lo que existe se divide en tres ramas que comprenden lo que plasma según unidades atómicas, lo que se organiza conforme a células vivas, plantas y animales, y lo que se integra en alma, o sea el milagro unitivo que confiere valor y sentido a sensaciones, sentimientos y pensamientos. Tales almas parecen funcionar como si fuesen porciones del ser Absoluto que las rige y valen no tanto por lo que son en nuestra etapa viviente, sino por la ambición que contienen de transportarse a existencialidad mejorada. Se ve, en consecuencia, que contra lo que parece indicar una experiencia superficial, el sustantivo se nos escapa de las redes de la forma conceptual, no existe propiamente en ninguna parte y sí por doquiera nos sentimos envueltos en la agitación del verbo o en el ir y venir de los verbos. O sea que el verbo denota la índole de esa compleja acción insaciable que es tormento y esperanza de quien no ha logrado alcanzar la soberanía del acto puro de los metafísicos, la beatitud inmóvil del místico, situaciones inefables que ya no han menester del lenguaje. De donde resulta que no hay seres, sino ser Absoluto y en su creación, conatos y ensayos de ser. Y las almas mismas son porciones iluminadas, fracciones de la esencia suprema, urgidas, en grado mayor que las cosas, del afán de consumarse en el ser Verdadero. Las palabras llamadas verbos, en consecuencia, nos dan cuenta más exacta que los sustantivos de lo que es valioso en la creación, o sea las maneras que sigue el proceso general de lo múltiple para lograr un equilibrio provisional dentro del conjunto de lo existente.

Únicamente el nombre del Ser absolutamente existente ya no contiene ningún elemento del verbo, ya no actúa puesto que no necesita ningún complemento, no camina hacia ningún fin teniéndolos todos en sí.

Al referir otra vez lo que antecede a la gramática, comprendemos que no será plenamente inteligible un lenguaje, ni menos alcanzará la condición de órgano fiel de cultura si su gramática no coincide con la metafísica. ¿Cuál Metafísica? La que va informando las etapas del desarrollo superior de cada pueblo.

Historia y uso, quiérase o no, son para el espíritu elementos secundarios, utilizables a condición de que se subordinen a superior disciplina.

iii

La definición de lo que entendemos por fidelidad a la belleza requiere ciertas explicaciones previas, y la primera de todas, que entiendo por belleza el proceso de la ascensión a lo divino.

Distinguen los lógicos el pensamiento formulado en el lenguaje de la representación intuitiva todavía no expresada, tal como los recuerdos, las impresiones panorámicas, etc., etc. El lenguaje en este segundo género de expresiones se adelanta, sin embargo, al pensamiento lógico formal y procura manifestar lo concreto y lo ideal, la pluralidad de las cosas y el trabajo solitario del pensamiento. Intuiciones hay que ni la lógica ni el lenguaje captan, pero que son sustancia de pensamiento, seudo conceptos, o bien elementos de un orden peculiar estético, como el ritmo o la melodía, y que requieren para su expresión, además del lenguaje, el auxilio de la plástica, el arte sonoro y la fantasía espiritual. Prueba de que existe el pensamiento no verbal es por ejemplo el pensamiento musical y en general el arte, que es un sistema de representación de cuanto es inefable, ya se trate de realidades interiores, engendros de la subconsciencia, sensaciones y sueños de la brujería, o bien de visiones sublimes, intuiciones místicas de inmortalidad. Al manifestar estas realidades que superan a la experiencia común, por sus zonas opuestas, el arte suele atinar mejor que la filosofía abstracta y el lenguaje se esfuerza para ganar la elasticidad del arte, de todas las artes, a fin de seguir al espíritu por los abismos de lo sobrehumano, en la plenitud de la tarea humana y en la ventura de lo sobrehumano. En semejante empresa, el lenguaje abarca más que la filosofía conceptualista, y sus ideas abstractas que reúnen, bajo una sola designación, grupos de objetos y seres. Al entrar al examen de esta circunstancia desde un punto de vista lingüístico, nos hallamos dentro del problema que hemos titulado: fidelidad a la belleza. Expresión tan vaga, quiere decir, en nuestro caso, que el lenguaje, mientras se mantiene dentro de la función ideológica no hace otra cosa que reducir la realidad (así debe hacerlo para ser fiel a la idea) a categorías, géneros y especies. Pero así que se trata de resolver la esencia y virtud particular de lo concreto, cuando se hace necesario seguir a lo concreto por las leyes estéticas, según el desarrollo de ritmos y melodías, ya no basta con la fidelidad a la idea, sino que se hace necesario coincidir con la corriente del ser, según aconsejan los bergsonistas, y manifiestan cada cosa y cada ser, en su unidad, según constantemente lo hemos anhelado los estetas, los místicos para quienes la creación no es discurso sino esplendor en desenvolvimiento planificado.

Con toda su nobleza, el lenguaje es simplemente humano y no ve más allá; tanto es así que podemos concebir un modo de comprender propio de la mente divina, que no necesita nombrar las cosas, puesto que no necesita usar del subterfugio de nuestra humana representación. La representación es, quiérase o no, traducción a la medida nuestra de la realidad múltiple que nos circunda. Imaginamos como mente divina o por lo menos angélica, una que no sólo no necesita discurrir para comprender, como se ha dicho de los ángeles, sino que tampoco necesita de la imagen, la representación, ni de la misma idea, porque piensa o intuye cada cosa concreta, cada porción o combinación de cuanto existe en su directa y esencial realidad; en compenetración que junta la fórmula de la aleación química y las impresiones de los sentidos hasta donde alcanza el infinito de la variación, y además el significado de cosas y seres dentro del plano absoluto. Una mente así no necesita de abstracciones para pensar, porque todo el género se le aparece en sus miembros incontables, de golpe y con distinción; además en pasado, presente o futuro, a voluntad. Por ejemplo, decimos nosotros humanidad y la multitud bípeda que ha cruzado los siglos se nos pierde en una noción confusa; distinguimos acaso unas cuantas estampas de la sucesión humana en la historia y nada más. Para la mente divina, humanidad quiere decir el hombre y su antecedente; el plasma germinativo originario y la cadena viva que conduce a nuestra especie o le sirvió de ambiente; luego desfilan en procesión innumerable las generaciones, y en cada generación cada uno de los hombres individuales se hallará presente con la exactitud con que el padre conoce al hijo, y más aún, puesto que nosotros ni al gnoscete ipsum alcanzamos plenamente. Un solo pensamiento en un solo instante de la atención se pluraliza al infinito y abarca el Cosmos, a la manera como un rayo de sol suele denunciarnos a nosotros, a través de un espacio aparentemente vacío, el número incontable de las partículas de polvo; así un destello de la mente divina, sólo que agigantado a las dimensiones del mundo, en lo infinitamente grande y en lo infinitamente pequeño. Ningún filósofo ha logrado aproximarse a visión semejante, y cuando por elección algún artista o algún místico logran un atisbo de índole parecida, sucede que no les basta el lenguaje y lo expresan en himnos y cantos, o con signos y danzas; a la par siéntense transformados en puntos de convergencia de las corrientes del existir, mónada dotado de una chispa de conciencia; partícula que se limpió los estorbos del humano existir y alcanzó la redención perfecta, de tornar a ser una esencia en estado permanente de fulguración.

El lenguaje, instrumento humano, será inútil entonces, pero es menester adiestrarle a fin de que, entre tanto, por lo menos al pensamiento le sirva de ala. Lenguaje, ala del pensamiento, música de la imaginación.

Respuesta al discurso de ingreso de don José Vasconcelos

¿Qué más podía yo hacer —dada mi insignificancia en la filosofía, y escogido, sin embargo, para ser recibidor de un filósofo en nuestra Academia—: qué más podía yo hacer, que releer todas sus obras, tratando de penetrar todas sus frases, para intentar decir aquí, siquiera medianamente, los altos quilates de su autor? Vasconcelos, no me era, por supuesto, desconocido, ni lo es en cierta manera para nadie, pues hasta el último habitante de esta república sabe de él, por su vida externa, pasional y política. Pero no es éste todo el Vasconcelos que hay que conocer, ni el más importante; su personalidad íntima está expresada en su sistema filosófico, salido como Minerva de Júpiter, no exclusivamente de su cerebro, sino de sus facultades humanas todas, latiendo al ritmo poderoso y deslumbrado de su anheloso corazón.

Intentaba, digo, que mi repaso de las obras maduras que prometían las primicias de losEstudios indostánicos me permitiera dar una idea cabal aunque sintética de la “cosmovisión” suya (para usar una palabra acuñada por él). ¡Vana empresa! No tengo la capacidad requerida para ello. Así, me limitaré a bosquejar someramente los méritos de nuestro nuevo colega, los cuales, desgraciadamente, no todos conocen, pues repito que el vulgo, que se goza en lo de relumbrón, sabe de los amores del recipiendario con Adriana, ignorando los más altos y puros que siempre ha tenido con Hagia Sofía.

Se presenta a nosotros sobre la altura, que como coturnos lo levantaban, de más de veinte nutridos volúmenes: ensayos, tragedias, biografías, cuentos, una copiosa autobiografía, una Historia de México y, sobre todo, un sistema filosófico compuesto de una Metafísica, una Ética, una Estética y una Historia de la Filosofía, que intenta coronar con una Teodicea.

De paso solamente recordaré que Vasconcelos entró joven a nuestra política revolucionaria. Él mismo ha relatado sus andanzas en este turbio medio, y sólo conviene hacer constar el desencanto que de él ha sacado. Tratando este punto en el ensayo que sobre él escribí en 1922, expresaba mi sorpresa de que alma que da tan poco precio a esta existencia se empleara insistentemente en mejorarla. Ahora, penetrado mejor su pensamiento tal como se encierra en su sistema filosófico ya plasmado, me explico su actitud, la que, como veremos luego, se basa en la voluntad de redimir, y en la fe en el milagro. Tal vez él mismo no habría podido entonces explicar la anomalía, como ahora es posible, pues buscaba su camino.

El triunfo de la Revolución lo llevó a altos puestos, y todos sabemos los magníficos planes que puso en práctica para la educación pública de México, capítulo de su actividad que merecería un estudio especial, que aquí no cabe.

Vinieron después sus años de divorcio con los gobiernos revolucionarios, y la culminación de su actitud oposicionista en su campaña para ser electo presidente de la República. Volvió a recorrer nuestro territorio nacional, como lo midiera antaño en sus movimientos de rebelde, llevando ahora en su mano la antorcha de un evangelio personal de regeneración y de virilidad; pero fue vencido en la lucha por las fuerzas del tercer día de la creación, como Kayserling llama a los instintos primitivos de estos países tropicales.

Desterróse de su patria y vagó como Ulises, de tierra en tierra, abarrotada su nave con un cargamento de amarguras y de ideales. Hizo varios periplos sobre el haz de nuestro planeta, sacando de sus visitas a otras culturas material con el que corroborar sus odios y amores. La pluma no se le cayó de la mano en esa odisea; durante sus días surgió a la luz su obra histórica, en la que sus experiencias políticas formaron muchos de sus criterios. Puede esa obra ser discutida; pero nadie le negará el poder polémico, ni el valor con que ha asentado verdades que nos son muy amargas. En este mismo tiempo dio cima a su obra filosófica, lo que es decir, a la expresión de su más íntima personalidad, aquella de la que quisiera daros aquí un vislumbre.

Ya decía yo hace veinte años, en la aludida semblanza que hice de Vasconcelos, que su espíritu había escudriñado todas las filosofías, y que dado su temperamento pasional, habíanlo deslumbrado, fulgurado, como él muchas veces apellida al unimismamiento con algo, los sistemas místicos. Andaba entonces por las sagradas selvas indostánicas, y traía del vértigo del nirvana, de la salvación por el renunciamiento, conseguida por algunos escogidos llamados Budas.

En su mente ya habían apuntado ciertos temas, como se insinúan en el cerebro de un genio músico los que, desarrollados, han de dar nacimiento a sus vastas construcciones “orquestales”, el del monismo, el del conocimiento por la emoción, el de la alteza artística de la danza, el del ensayo filosófico en forma de sinfonía; todos los cuales cobraron ímpetu y claridad en los tiempos en que escribió las cuatro obras de su sistema.

Desde entonces su alma estaba en pugna con el intelectualismo, y en especial con la filosofía positiva, que era la base de la educación en el Estado porfiriano. Formó parte de un grupo que se rebeló contra aquella ciencia oficial, antes que los políticos se alzaran contra el régimen mismo. No se reconoce hoy a aquel grupo el carácter de precursor; pero lo fue, y aún podría sostenerse que, sin él, lo que es no hubiera sido.

Vasconcelos protestaba contra los sistemas que mutilan al alma, limitando la facultad cognoscitiva al intelecto. Intelectualidad, no: “integridad”. El alma es razón, pero es también sensación y, sobre todo, emoción. Quien tiene en cuenta sólo los esquemas que produce la Lógica, trabaja dentro de un mundo ficticio, de pura forma, que nada dice, o dice muy poco respecto a la realidad misma, que es palpitante, total, viviente.

Ya se ve que esta posición la derivaba de Bergson y de su escuela intuicionista. Pero él fue más lejos. Tenía en la memoria afectiva la doctrina del filósofo alejandrino del tercer siglo, del genio del neoplatonismo, Plotino, que llevó a sus últimos resultados el misticismo de su maestro Platón.

Aprovechó, además, Vasconcelos, para su teoría, las ideas estéticas de Nietzsche, y todo ello, junto con su cultura filosófica occidental, más sus estudios del pensamiento oriental, egipcio, chino e hindú, se fundieron en el acendrante crisol de su espíritu para lograr la bella y magna síntesis que nos ha presentado.

Se necesitaban tamaños más que ordinarios para acometer la empresa. Se trataba nada menos que de reunir en un solo ímpetu creador lo que pensaron los genios de todo el mundo; con lo que la ciencia moderna, la más nueva, la de la relatividad, los quanta, la energética, está descubriendo minuto a minuto; lo que vieron los iluminados, artistas o santos de todas las épocas, y las revelaciones de la divinidad, la Revelación, con mayúscula, transmitida en el Antiguo Testamento desde Sinaíes y zarzas ardientes, en el Nuevo a través de la voz inextinguible de Cristo.

“La exigencia de la hora, ha dicho Vasconcelos, es de revisión general y de integración en cuerpo unitario del saber valido de todos los tiempos”.

Su filosofía es, pues, síntesis; “lo contrario de analizar, lo contrario de disociar, lo contrario aun de discutir”, dice, extremando su idea. Para él “las filosofías creadoras son como una especie de superpoemas, imaginados por un poeta-pensador”. “Se sabe que el filósofo ha atinado cuando su doctrina concuerda con el plan general del Universo, cuando se vuelve fecundo y manifiesta poder de ascensión; cuando contribuye a los fines supremos de la naturaleza y del hombre”.

¿Cuáles son estos fines supremos? ¡Ingente problema de obligatoria resolución, que los efímeros se han formulado desde que el primer espíritu cintiló en el primer cuerpo troglodítico! Aquí diremos que Vasconcelos lo sortea entregándose, como Dante, en las manos de la Beatriz celeste, de la Eterna Sabiduría, de la Revelación.

Su sistema no sería nada si no hubiera tenido esta estrella conductora, a cuya luz se coordinan todos sus demás conocimientos. Y su metafísica y su estética no tendrían razón de ser, si primordialmente no hubiera planteado y resuelto el problema del Bien y del Mal. Así, haciendo violencia al ordenamiento natural de las materias, ha de esbozarse aquí, desde luego, su sentir sobre el Destino del Hombre.

No puede menos que confesar la apariencia del imperio del mal, del Dolor en este bajo mundo. Y entonces, ¿para qué nacimos? ¿Somos los hijos de las fuerzas ciegas de una Naturaleza eterna e indiferente? ¿Criaturas de un Dios que nos oculta sus últimos fines, o que se va formando en el tiempo, sin tener aún poder suficiente para desterrar la Miseria?

Pavoroso problema, no resoluble por las facultades humanas, pero que ha sido explanado por un Creador trascendente, Uno, Supremo Amor; el alma del hombre, participante del Ser, se apartó de Él por la Creación, por la caída original, por el parentesco que tiene en la materia —concebida como una sola energía que se transforma—, y su misión es salvarse, por la vuelta al Uno, al Ser. La Vida, así es interpretada como un enorme drama en el que todos somos actores, y posibles bienaventurados, por obra de la Gracia. La Creación se salva de esta manera en nosotros.

Ese Ser, Dios, se nos muestra en nuestra ansia de coordinación, de fusión de los elementos heterogéneos que aprehenden nuestros sentidos, nuestro pensamiento y nuestra emoción, principalmente ésta, que se sublima en el trance religioso.

Por su parte, la ciencia moderna, en la que hay que apoyar toda lucubración, aun la del vidente más alto, nos señala al mismo Primer Principio. Las más recientes teorías, las explicaciones fisicomatemáticas del Universo (y oigan bien esto los preconizadores de una enseñanza atea, meramente científica), concluyen que éste, que es energía y que está sujeto a las leyes de la termodinámica, de la entropía, no hubiera podido comenzar a efectuar sus mudanzas y transformaciones sin un impulso exterior a él mismo, es decir, sin un ente que le hubiera transmitido el primer impulso.

Desde otro punto de vista observa Jeans, el famoso astrónomo inglés: “la Naturaleza parece muy familiarizada con las reglas de las matemáticas puras, tales como las han formulado nuestros matemáticos encerrados en sus gabinetes, sacándolas de su más recóndita conciencia y sin basarse en manera alguna apreciable en su experiencia del mundo externo”. Y concluye: “el universo parece haber sido proyectado por un puro matemático”. Es decir, en términos más llanos, una Alta Inteligencia presidió a su formación, un Ente personal y externo a lo que llamamos materia… Pero dejemos esta demostración que no satisfaría a nuestro filósofo, porque odia todo intelectualismo.

Ahora bien, la tarea del pensador que ha intuido a Dios directamente y desde el primer alentar de su espíritu; del que admite la posibilidad de una revelación (¿y cómo podría negarla quien tiene la seguridad de la omnipotencia divina?), consiste sólo en coordinar esos datos imperativos con los demás que proporcionan la ciencia y la conciencia. Tratará de reunir en una síntesis todo el saber, para obtener una total cosmovisión. Eso hicieron San Agustín en el siglo vy el Aquinense en el siglo xiii; es lo es lo que hoy hace Vasconcelos en su sistema.

Parte del principio de que el Ser no se manifiesta en términos conceptuales, sino de emoción. Conocer no es identidad o adecuación de mente y objeto; conocer es reducir a términos de conciencia los elementos heterogéneos, haciéndolos partícipes de nuestra vida. Así, su esencia es un acto unitivo, que integra lo complejo en un conjunto orgánico, dándole un sentido. Se conoce por los sentidos, por el intelecto y por la emoción, pero sólo ésta penetra directamente el Ser; sólo ella ase el nóumeno incognoscible para la razón.

Así, pues, la emoción puesta frente al mundo. Éste, formado de una materia prima, que es la energía de los físicos modernos, cuyo átomo es un pequeño universo compuesto de un sistema de electrones o cargas eléctricas de potencia definible. Esa energía es una idéntica en todas sus manifestaciones y se transforma por un cambio de ritmo, dando nacimiento al átomo, que tiene por ley de su ser la repetición; a la célula, que posee una actividad finalista; y a la conciencia, cuya vida es la imagen, y en cuyo plano se verifica la trasmutación milagrosa de lo material en lo espiritual, de lo temporal en lo eterno. La materia, el Mundo, que está sujeta a las leyes de la Entropía, se salva, se redime dentro de nuestro espíritu. “El Universo entero, pasando por nuestros corazones, se queda impreso del anhelo divino, y trasmuta su ritmo en el sentido del espíritu; la imagen va siendo el signo del proceso trasmutador…” “A causa de que es poseedor de este aparato de trasmutación, el hombre desempeña, sin saberlo, y a sabiendas, una función cósmica trascendental, la de convertir el objeto en imagen, y como si dijésemos de transportar la creación entera a un plano diferente del físico y acaso ya inmortal, ya divino. Y así por medio del hombre se salva el mundo”.

Hay que explicar, para salir del deslumbramiento que nos causan estas poéticas y sutiles ideas, que son la prolongación y extremamiento de la cosmología plotiniana: el universo procede del Uno, del Absoluto, del Padre, por desbordamiento, por emanación; mas todas las cosas emanadas de Él tienen un vago deseo de volver a su principio. La inteligencia, primera emanación de Dios, es la más perfecta; van decreciendo en perfección las demás emanaciones, y puede afirmarse que la creación toda es un degradar progresivo, que necesita un proceso de redención. Nuestro filósofo ha hallado tal proceso en la imagen.

Esta idea de la degradación original de la materia persiste en el pensamiento de Vasconcelos, y da lugar a muchos corolarios. Entre otros, a su desprecio por todas las teorías que tienen por base el materialismo, el deseo único de poseer la tierra; a su ascetismo; a su prédica de vida peligrosa, ya que la salvación es lo único que cuenta.

Continuemos exponiendo sus ideas. El salto de una a otra de las fases de la energía se verifica por un medio casi milagroso, que se llama revulsión. Niega, pues la idea evolucionista, en cuanto significa que el efecto está todo contenido en sus antecedentes materiales. No; ahora se ha visto que la última materia, el electrón, se comporta como si se evadiera de la ley de la mecánica, idea que se encierra en la teoría de los quanta. El electrón parece tener una facultad electiva, una especie de voluntad que hace su proceder individual indeterminable, y sólo sujeto al cálculo de las probabilidades. La materia, la energía, tiene, pues, algo de la independencia del espíritu, algo semejante al libre arbitrio.

Revulsión, vocablo usado sólo en medicina, y habilitado por Vasconcelos para denotarconcentración instantánea de energía para producir un efecto distinto y violento, es el paso de lo atómico a lo biológico, y de esto a lo consciente. Tal vez inspiró al filósofo esta connotación de la voz inglesa revulsion, que vale: “a strong or sudden change, as of feeling, conducto, or conditions; a strong reaction”. En el sistema vasconceliano es el milagro constituido como regla; la afirmación triunfante de la penetración del fíat divino en el cielo, Dios, naturaleza, unimismamiento final con el Creador.

Éste, ya lo hemos apuntado, lo obtiene el hombre, que se torna así supremo sacerdote, por dos disciplinas o maneras, la ética y la estética.

“Ética es toda disciplina de vida”; ya se vio que por energía biológica, se entiende aquella que tiene un fin; “toda potencia traducida en acto estará bajo el criterio ético”. “Sus polos necesarios son Dios y el libre arbitrio”. “Toda ética supone una norma impuesta de lo que en la vida es suelto, desgobernado, caótico, a efecto de convertirle a propósito o aspiración redentora”.

Así, “es moral todo lo que nos lleva a trascender la existencia; inmoral, a la inversa, todo lo que nos regresa al caos y la animalidad”. La piedra de toque que tenemos para discernir esto es la emoción estimativa. Funciona por simpatía, porque elige entre todos los objetos que se ofrecen a ella, aquellos cuyo ritmo coincide con el suyo propio. Nueva manifestación de la trasmutación de lo material en lo psíquico.

Por lo que toca a la axiología, postula Vasconcelos que el valor de las cosas depende de su adaptabilidad a nuestros fines superiores, y en consecuencia no hay cosas buenas o malas en sí. La escala de los valores se determina por el mayor o menor acercamiento que nos procuran con el Absoluto, que se nos manifiesta por el júbilo que su atisbo produce en nosotros.

La Ley moral y el deber están por encima de todo lo accidental humano. Son inflexibles. ¿Y qué conclusión puede sacarse de este principio sino la del desprecio de todas las convenciones sociales? Conjúguese esto con su desestimación por la materia, y llegaremos a verle formular este extremo aforismo: “Unir a la sociedad, para ayudarla a morir, a fin de que el espíritu reine más allá de la carne; esto es el camino perfecto, indestructible, santo”. Y agrega en otro lugar: “así que la mayoría se penetre de la vaciedad de las cien vías de la ilusión, los pueblos llegarán al renunciamiento colectivo de la tierra, y otra Tebaida, pero alegre y libre de horrores físicos, libre de enfermedades y morbosismos, se extenderá por el planeta, guiada por el canto de los serafines”...

Mientras tanto, sin embargo, hay que tolerar las exigencias del cuerpo y combatir contra el mal, contra la degeneración de los valores. Tal vez esto explique las andanzas revolucionarias de Vasconcelos: pura contemporización; lucha contra la decadencia reinante... Pero se necesita su fe en el milagro, en el milagro espiritual de la conversión que puede acaecer en cualquier momento, para ser revolucionario. El realista juzga que un pueblo, el nuestro, por ejemplo, necesita del tiempo y de la educación para poder salir del marasmo moral y social en que hoy se encuentra; pero el profeta a la manera de Vasconcelos cree en la posibilidad de una revulsión que lo haga superarse al tomar plena conciencia de sí y de su destino, tornándose mejor de la noche a la mañana.

Dije, al principio, que la explicación vasconceliana del mundo era trágica: la de superación y vencimiento del Mal por la Redención, lo que supone el reconocimiento de las fuerzas del Mal. Empero, como todos los filósofos, el que hoy entra en esta Academia no alcanza, por más que se esfuerza, a resolver el recóndito secreto de su origen. ¿De qué vale la confidencia siguiente que se nos hace?: “yo respondo por lo que hace mi experiencia, y después de recorrer casi todo lo que se ha escrito al respecto, que no encuentro teoría satisfactoria, fuera de la teoría de la caída original”: Pero ésta ha sido expuesta por teólogos y moralistas tan profundos como San Agustín, sin que sus razones alcancen a explanar cómo un fíat surgido del Sumo Bien pudo llevar imbíbito, por decirlo así, el germen del Mal. La leyenda bíblica del pecado original está basada en la de la previa prevaricación de los ángeles, mas sólo aleja el problema porque queda oculto cómo éstos pudieron pecar. Es este arcano de tal naturaleza, que casi obliga a admitir el dualismo zoroástrico, la oposición de dos principios eternos y contrarios.

En el sistema de Vasconcelos, el que deliberadamente obra el mal tiene que sufrir la pena de su culpa: la destrucción, el anonadamiento, la imposibilidad de reintegrarse al Ser. Sino que, apartándose en esto de la doctrina católica, no condena al tormento eterno, sino a la eterna reprobación y a la personal disolución.

Discurre que muy pocas almas, en realidad sólo unas cuantas escogidas por la Gracia (doctrina de la predestinación), se salvan: “un gran número de almas no nacen jamás a la vida plena del espíritu”... Pero eso nada tiene de raro, añade, porque la Naturaleza obra así constantemente, produciendo embriones o abortos, ensayos o tanteos por miles de millones, para lograr unos cuantos especímenes excelsos, que son como arquetipos. El filósofo que hasta aquí ha repudiado las teorías evolucionista y transformista, se mete de lleno en ellas en el lugar más inesperado de su sistema, y frente a una de las cuestiones espirituales más trascendentales y hondas, pretendiendo explicarla salvación de los pocos con la evidencia del despilfarro en que incurre esa entidad materialista que se llama Naturaleza. Con todo respeto digo que a mí me parece esto una caída lamentable. Prefiero personalmente la solución de Orígenes que postula que la Infinita Misericordia aplica sus propios méritos para borrar la culpa, y salva al pecador después de hacerle sufrir una purificación temporal. ¡Bello ideal el de la universal salvación, que suprime esas aristocracias de la Gracia!

La estética de Vasconcelos es la parte más original de su sistema, la clave, por decirlo así; como que todo él lleva el nombre de monismo estético. Parte de su idea favorita de la realidad del espíritu, substancia sui generis invisible, inextensa, pero centro esencial de dinamismo. Es emanación del Absoluto, y éste tiene sed de reintegrarlo a su esencia. Esa ansia de unidad es Amor, y la ley del espíritu es realizar tal unidad viviente en la multiplicidad.

Las cosas no son bellas en sí. Solamente lo espiritual es bello, y tanto más bello cuanto más se aproxima a la esencia absoluta. Por eso es menester que el espíritu, ese trasmutador de la energía cósmica, incorpore a las cosas en su ritmo propio, en su vuelo hacia el Pleroma, para darles un toque de eternidad y de hermosura. Así, “la esencia de la operación estética radica en aislar la cosa de su ritmo nativo, a fin de incorporar su movimiento a ritmo del movimiento del alma”:

“Las imágenes son los elementos del ejercicio estético, y lo que llamamos a priori estético es el modo de manejar dichas imágenes”. Dicho a priori, originado en la unidad del espíritu que percibe, sin embargo, en el tiempo y a espacios determinados, es tripartito: ritmo, armonía y contrapunto.

Tres también son las categorías de la belleza, las dos estudiadas por Nietzsche, lo apolíneo y lo dionisíaco, y la que Vasconcelos agrega, lo místico; las dos primeras meramente humanas; la tercera con intervención de la gracia.

A lo apolíneo corresponde lo físico, la estética de las formas, como ideal de las cosas y como orden interior formal. A lo dionisíaco, el fluir de la naturaleza, la embriaguez, el frenesí que se entrega al goce inmediato. Místico es todo intuir de lo absoluto; “su método es el arte que no maneja formas, sino contenidos, esencias que no son abstracciones fenomenológicas, sino verdadera, sobrenatural expresión de la substancia”.

Bajo esta trinidad se desarrolla el mundo de la creación artística: dibujo, pintura, escultura, canción —expresiones de emociones estáticas— bajo la advocación del numen solar; danza, poesía, teatro, literatura y música —que son dinámicas— bajo el dios del tirso; y danza religiosa, música sacra, arquitectura religiosa, y liturgia, coronamiento ésta de lo bello —que ponen el alma en contacto más directo con el infinito—, bajo el sacro sello de la mística. “Para el esteta la Liturgia es el arte que expresa la verdad revelada”...

Estamos en la cumbre del sistema vasconceliano, y más allá sólo puede vislumbrarse el Ser, el Eterno Amor, las ruedas trinas de tres colores, y de igual tamaño, que vio el Dante levantado en vilo por sólo su ardiente deseo, y no por alas algunas. Y esta visión hace enmudecer al mismo florentino, que pudo representar en su lengua vívida todo lo demás del trasmundo, y que aquí sólo alcanza a decir:

Da quinci innanzi il mio veder fu maggio
Che il parlar nostro ch’a tal vista cede,
E cede la memoria a tanto oltraggio.

Ha sido imposible, ya lo veis, resumir en los breves párrafos anteriores el sistema de Vasconcelos, porque, en primer lugar, ningún resumen logra su objeto, y, en segundo, porque la obra de nuestro filósofo es de tal magnitud que aunque algunas otras pudieran resumirse, ésta, por su ingente volumen, lo vedaría. Quise únicamente pasar ante vuestros espíritus algunas de las ideas madres de la enorme síntesis, como los directores de orquesta que ensayan una obra monumental preludian ante sus ejecutantes los temas sobre los que está construida. Aun esas ideas están aquí truncas o borrosas debido a mi poco saber y a la premura del tiempo.

Pero lo que he esbozado basta para pesar los quilates del espíritu que ha sido capaz de concebir el plan de la obra, y de llevarla a término; y esto en la tribulación y en el destierro, cuando la misma actitud espiritual que diera origen a la síntesis era para el escritor cosa inactual, como él lo revela al decirnos: “escribo cuando ya no me interesan teorías y creo únicamente en la realidad del misterio”.

Por los altos timbres que apenas he apuntado, para mí José Vasconcelos es el mexicano más ilustre aparecido en nuestro firmamento intelectual desde la Independencia hasta nuestros días. Ha producido próceres esta malhadada patria nuestra en casi todas las ciencias y las artes; pero no en la filosofía, que es cierre de bóveda del saber humano. Conocedores acabados de sus disciplinas los hemos tenido, y muy capaces de poner cátedra sobre ellas. Mas no contemplo en la galaxia de cerebros que a ellas se dedicaron un talento original, creador, que nos haya dejado un gran sistema propio y personalísimo, como Vasconcelos, cuya mente ha realizado el prodigioso viaje contenido en el siguiente párrafo suyo:

La minúscula noción de la existencia primaria de mi yo, se vuelve concreta porque hay objetos; se agiganta porque hay universos. Pero después de esa participación se siente más vasta aún que los universos, más profunda que las dimensiones concretas; entonces rebasa lo concreto; se vuelve hacia el amor, experimenta la alegría, se ilumina, se consuma en el mundo; después de liberta.

Y para que mi testimonio no parezca atrevido o ingrávido, voy a corroborarlo con el de dos escritores, libres de excepción ambos, y que militan en campos distintos, si no opuestos, teniendo también los dos la característica de objetar el pensamiento de Vasconcelos, en ciertas modalidades suyas, como yo mismo, en mi nivel, lo hago.

Uno es el fundador de la Escuela de Sabiduría de Darmstadt, el filósofo de Conocimiento Creador y de Renacimiento, el conde Hermann de Keyserling, quien en sus Meditaciones Sud-americanas, emite en un lugar de su libro la opinión siguiente: “José Vasconcelos es el ideólogomás original que hasta hoy ha habido en la América del Sur”. Y más adelante, en el capítulo que dedica a la Delicadeza, dice:

En América del Sur pueden encontrarse ya los primeros elementos de una concepción del mundo autóctona y original. Reposa sobre el concepto de delicadeza. El argentino Leopoldo Lugones postula para su país una cultura de la Belleza semejante en estilo a la antigua; fue el primero, a mi entender, que distinguió claramente entre culturas de Belleza y de Verdad. Pero el pensador más representativo es el mexicano José Vasconcelos.

Expone en seguida Keyserling su inteligencia de la doctrina de nuestro autor, y le hace una crítica que a todas luces es ahora injusta, y que lo fue tal vez entonces también: la de que pretende, a sabiendas o no, hacer caso omiso del Espíritu, fundándose en la pura sensibilidad. Cuando Keyserling escribía su libro, Vasconcelos no había producido sino los ensayos que iban concretando su teoría; pero cuando apareció ésta, ya desarrollada, toda ella absolutamente es reconocimiento del Ser, como Espíritu, y de que el único sentido del Mundo es el retorno a ese mismo Espíritu.

De todas maneras queda apreciada, por boca de insigne conocedor, la importancia de primer orden que tiene Vasconcelos, no sólo en México sino en toda la América Latina.

Concordante es el juicio del sacerdote jesuita, D. José Sánchez Villaseñor, en el ensayo de crítica filosófica que publicó sobre el sistema vasconceliano. Naturalmente que disiente de él en muchos puntos, comenzando por la dosis de emanatismo plotiniano que encierra su cosmología; siguiendo por el menosprecio que el filósofo muestra por la razón y por los sistemas que en ella se basan; y terminando por su consiguiente entregarse en brazos del misticismo, el que, por destino singular que parece irónico, habiendo sido el impulso primordial de la religión hebraica y de la del Nuevo Testamento, se hizo sospechoso y casi vitando para la Iglesia, una vez que se fijó el dogma.

Pero no puede menos el jesuita que rendir parias a su alteza de miras, a su vasta cultura, a su simpatía profundamente humana. Repetidas veces declara con fruición que su teoría es grandiosa y bella, su pensamiento original y profundo, y su estilo mágico. Agrega que “el solo esfuerzo titánico (sic) de erigir un sistema de tal envergadura, merecería profunda admiración y sincero aplauso”.

Al terminar el examen de su Ética exclama, llevado del entusiasmo haciendo un rápido resumen que retrata a su criticado:

El huracán de la pasión libertadora agita su mente. Su destino, simbolizado en la fantasía del Prometeo vencedor, ha sido predicar la liberación de lo inmediato, en aras de los bienes trascendentales; romper linderos, desatar sumisiones, renunciar venturas inmediatas que dejan el acre sabor de la tierra, superar la razón que manda conformidad; dar cauce al ansia avasalladora de infinito que trabaja toda alma humana. Tales son sus ideas, por más que a ellas no se ajuste su conducta...

En estas honduras de la conducta puede meterse un sacerdote, cuyo poder de atar en la tierra tiene acato en el cielo, y no un pobre liberal, como yo, que por no estar limpio de pecado no me atrevería a lanzar la primera piedra; máxime cuando es notorio que una cosa es contemplar el ideal y predicarlo, y otra observarlo apegadamente.

La gente se escandaliza, con el jesuita, de las confesiones que Vasconcelos hace sobre su vida erótica, y yo que me digo que lo mismo han de haber pensado los contemporáneos del hijo de Santa Mónica, cuando éste relató sus amorosas ligas carnales con la madre de su hijo natural, Adeodato, y aun con otras hembras de menor calidad que ella. El pueblo se mofa de quien se irguió contra la dictadura, para caer luego en la imposición; pero olvida el mismo pueblo que no supo sostener sus derechos. No tiene en cuenta tampoco que el tiempo corre, y que un hombre que desdeña lo material tiene derecho, a cierta edad, de dar por terminada su actividad externa para entregarse de lleno a su coloquio interior. Y sobre todo esto, entre dos males necesarios, ¿no es legítimo decidirse por el menor?

Yo veo hoy a un Vasconcelos apaciguado y tolerante, que pone el acento en sus amores y no en sus odios. ¿No demuestra tal estado anímico su entrada en esta Academia, donde si bien laten todas las humanas inquietudes, ello es en un ambiente de respeto mutuo, y de comedimiento?

Ya hemos visto que su primer acto académico ha sido una disertación sobre el lenguaje, sustanciosa, preñada de sugestiones y posibilidades, como todo lo que él piensa. Las ideas que nos ha expuesto derivan sin rodeos de los temas centrales de su filosofía. Nadie podrá ponerles reparo, porque la Academia, consciente o inconscientemente, ha sido siempre adepta a las tres normas que él propone para dirigir la labor de fijar y dar esplendor a nuestro castellano: fidelidad a los orígenes, a la idea y a la Belleza.

La primera norma es corolario de uno de los artículos de su credo: que México es de cultura hispánica y católica, como contrapuesta a los imperialismos sajones que pudieran avasallarnos.

La segunda, que le da lugar para discurrir sobre la primacía del verbo sobre el sustantivo, dimana de su sistema filosófico. En el primero, que es el actuar humano, asoma el perpetuo moverse que provoca el ansia de unimismamiento con el Ser, el único substantivo; o sea el drama de la Redención, sincretizado con la cosmología plotiniana.

Y ya cuando considera el canon del apego a la Belleza, penetra en pleno misticismo, y el lenguaje se le trueca en ritmo, en canto, en Liturgia, forma artística que, como lo sabemos, él diputa suprema.

Ya había hecho la loa del lenguaje, en forma magistral, en su Estética:

El lenguaje es como un sentido propio del alma en el cual se organiza la multiplicidad del universo, conforme a modo y propósito, que interesa al espíritu, tanto cuanto es indiferente al devenir cósmico. De allí su importancia capital en la estética, donde es clave del tránsito de lo físico a lo sobrenatural y de lo humano a lo divino. Sin embargo, es arte intermedio, que sólo se complementa en la liturgia, con los elementos que no puede dar el vocablo: revelación visual, melodía sonora, tacto inmaterial de lo divino, aroma de trascendencia y de eternidad.

Los zoilos encontrarán en las páginas de sus libros alguna palabra, algún giro condenables desde el punto de vista de la lengua que se habló en el siglo xvi, y la cual desean guardar celosamente disecada, como una flor marchita, en los diccionarios. Pero no hay que ver en el lenguaje lo que es forma o regla solamente, sino lo que es dinamismo y vida. Antonio Castro Leal, que recuerda, en prólogo recientemente escrito, que Vasconcelos se clasifica a sí mismo entre los escritores que escriben mal, dice, sin embargo:

Muchas páginas tiene que le darían razón. En otras, en cambio, hay un temblor de emoción, un fluir elocuente, una capacidad de expresión atinada y rica, ‘un rumor interno’, que no iguala la prosa más cuidada de nuestros mejores prosistas. En realidad, ninguno lo iguala en esa calidad de substancia espiritual que levanta a veces su estilo, en esa sensación de que la palabra es un mensajero inspirado...

Éste es el Vasconcelos a quien hoy recibe la Academia; lo demás es cuestión de un buen corrector de pruebas.

Tenía que estar en este organismo cultural, además, porque él acuñó el lema que da orientación a nuestra Universidad Nacional, a nuestra cultura y a nuestra raza hispanoamericana.

No puedo decir si el Vasconcelos de hoy, un tanto desengañado, ya no cree en el grito que enseñó a tantas gentes, para que desde el Río Bravo del Norte hasta el Estrecho de Magallanes, hiciera temblar, en un sobrecogimiento de orto, las cumbres andinas; aquel que dice: “Por mi raza hablará el Espíritu”.

Yo creo, empero, que no debemos dudar de la profecía; es más: creo que ya se ha cumplido. Porque el Espíritu se apoderó del alma del poeta-filósofo, a quien hoy doy la bienvenida dentro de esta Academia, y se ha derramado por su boca sobre el Continente, esperando que sus fines se cumplan.

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