Víctor García de la Concha: La Real Academia Española. Vida e historia

Martes, 02 de Septiembre de 2014
Historia de la RAE
Foto: Fuente e imagen: El Imparcial

Nadie mejor que Víctor García de la Concha, al frente de la Real Academia durante 12 años y hoy su director honorífico, para desvelarnos con gran amenidad el devenir de esta institución en su III Centenario.

Por Francisco Estévez

Ninguna persona más cualificada como quien fuera secretario académico de 1993 a 1998 y durante doce años director de la Real Academia Española y actual director honorífico para dar buen cumplimiento al encargo de los académicos, con motivo del III Centenario de la Corporación, de redactar una actualización oportuna de la vida e historia de la Academia. No consiste en un relevo con los reajustes pertinentes de aquella Historia de la Real Academia Española, estilada por la diestra mano de Alonso Zamora Vicente, sino complemento idóneo a modo de “intrahistoria”, narración interna de la institución y compatible con el catálogo de la exposición conmemorativa del tricentenario: La lengua y la palabra. Trescientos años de la Real Academia Española.

Un grupo de novatores reunido en la tertulia semanal promovida por Juan Manuel Fernández Pacheco en su biblioteca del palacio madrileño de la plaza de las Descalzas con acta el 3 de agosto de 1713 y naturaleza de Academia otorgó cargo de director y presidente al propio marqués de Villena y de secretario a Squarzafigo con solicitud al mismo rey de su real protección bajo empeño de trabajar en un diccionario de la lengua y con el fin de “cultivar en el modo posible la pureza y elegancia de nuestra lengua”. Depurar las carencias de ese gran hito que fue en 1611 el primer diccionario monolingüe romance, Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias, no fue el único aliento de la institución. Seguirá la elaboración de una gramática, una poética española, incluso una historia de la lengua. También desde sus primeros tientos la Corporación calzará atención a la producción literaria americana gracias a figuras como González de Barcia. Desde 1714 la institución del crisol en el fuego -como perfila su sello- Limpia, fija y da esplendor a nuestra fértil lengua bajo cédula real de Felipe V. De allí en adelante trascurren los 300 años festejados en este calendario. El repaso hasta la actualidad es sin desperdicio alguno. 

Aquí se narran, entre otras cuestiones, el progreso de las obras académicas como puede ser el Diccionario de Autoridades, pero también el Quijote impreso por Ibarra (1733), la prehistoria de la búsqueda de los restos de Cervantes, los homenajes a Lope. De la Concha profundiza en asuntos como la obra satírica Memorias de la insigne Academia Asnal (¿1788?) del resentido y rebelde exjesuita Martínez de Ballesteros cuya crítica trasciende más allá de la española para ampliarse a cualquier academia. También aporta nuevos datos para desmentir esa idea de que la institución casi desaparece durante la Guerra de la Independencia. Se reúnen poco pero se mantienen fieles lo cual permite dar una continuidad siquiera limitada a las labores propias de la corporación (66 juntas y otras 5 sin quórum). La profunda reforma de Molins, la politización de la Academia con el conde de Cheste. “Se levanta la sesión comienza el consejo de ministros” era el chascarrillo en boga entre los participantes de aquella época. Llega hasta nuestros días donde el autor realiza una crónica personal de su propio mandato (1998-2010) basada en el “resumen abreviado del preceptivo informe presentado al terminar mi servicio”.

De especial interés resultarán al curioso lector los cinco casos narrados de elecciones a nuevos miembros. Gertrudis Gómez de Avellaneda no entró por razón de sexo (según el reglamento de la época y norma común en instituciones análogas de aquel tiempo). Si bien ella siempre sospechó que se facilitaba así plaza vacante para el conde de San Luis, en efecto candidato. Pudiera ser, aunque el citado conde se retiró al tener noticia de semejante declaración. A Emilia Pardo Bazán, sin embargo, quizá le perdiera su fuerte carácter. Se denegó la instancia con el mismo tono burocrático empleado por la escritora en la solicitud y se alegó igual motivo que a Gómez de Avellaneda. “A lenguaje de 'instancia' respuesta de 'oficio'”. Ventilados en prensa tales asuntos y calientes los ánimos de la sociedad, el clamor popular fue mayúsculo por el agravio cometido contra don Benito Pérez Galdós. García de la Concha no lo recuerda, pero a propósito del acceso al extraordinario escritor a la Academia Juan Valera da fe en carta de cómo estuvieron a punto de darse unos paraguazos don Marcelino Menéndez y el académico Catalina a las puertas de la sede. El caso fue que Cánovas del Castillo preconizó a un catedrático de latín de obra estimable pero en nada comparable a la del autor de Fortunata y Jacinta, ya a la fecha considerado escritor nacional. 

El nombre de Galdós sonaba tiempo atrás promovido por su mayor valedor, Menéndez Pelayo. A las claras unos y otros bajo excusa de rigor en el orden de prelación, la mayoría de votos fue para el latinista en vez de para nuestro gran clásico. El prurito de cumplir a rajatabla un falaz orden de acceso a duras penas justifican y esconden los muchos detractores que las posiciones políticas del escritor ganaban. Miserias de este país nuestro tan mezquino. El sabor amargo no desapareció aunque pocos meses después, tras la muerte de otro académico, el propio Cánovas del Castillo y Commelerán debieron prometer a Galdós su voto para asegurar la aceptación de presentar nueva candidatura en su nombre. La sinrazón total fue la acaecida en el caso de Azorín. No resulta difícil entender en aquellos años en que la política tiznaba todo, como la negativa de Ortega y Gasset a entrar en esta o cualquier otra academia, como explicó a Gregorio Marañón. 

El académico Alonso Zamora en la introducción de su obra sintetizó una peculiaridad de esta Corporación, “nacida en los albores del siglo XVIII, no ha dejado, a lo largo de su existencia, de suscitar opiniones encontradas, elogios francos y desmesuradas censuras”. En efecto, hoy día algunas voces airadas señalan que resulta insólito que una Academia compuesta “de sujetos condecorados y capaces de especular y discernir los errores con que se halla viciado el idioma español con la introducción de muchas voces bárbaras e impropias para el uso de la gente discreta” apueste en ocasiones por neologismos horrendos, caníbales anglicismos o pondere perniciosos usos. Recuerdan para ello, por ejemplo, el caos producido poco ha con una irreflexiva regularización de tildes que caía en ambigüedades o cuando muy ufana se contagia de anglicismos que chirrían al oído templado (“empoderar” por “apoderar”). No llevan toda la razón, el Diccionario de la RAE no inventa, sino que certifica usos lingüísticos que sedimentamos los hablantes. Nuestra lengua no anda “suelta y fuera de regla” como en los tiempos de Nebrija. 

Pero los peligros no quedan a desmano. Más cuando los actuales bachilleres llegan a la universidad con un paupérrimo caudal lingüístico, una sintaxis telegráfica e ignorante, un uso raquítico de tiempos verbales donde tienen proscrito al subjuntivo, etc. Un bachiller español supera cursos sin necesidad de leer obra alguna de Cervantes o fragmento cualquiera de Galdós. Su desconocimiento histórico, literario, cultural y a la postre lingüístico es lo único colosal en este joven. Perdón, su docilidad también… En fin, el florilegio sobra. La reflexión sincera falta.

De utilidad para la consulta puntual de datos concretos son los cinco apéndices finales de esta Vida e historia, entre ellos una síntesis histórica ordenada cronológicamente de la Academia, unas referencias bibliográficas, una relación de las publicaciones de la casa, un indispensable índice onomástico y un cierre con la propina visual de un curioso cuadernillo fotográfico (con la insistente vinculación a la realeza). García de la Concha da cima a una obra escarpada de peligros y pendientes de acusado relieve. Amoldar la presente historia al pulso actual de nuestra sociedad. Vale decir, presentar con ágil estilo la biografía de la Academia y la historia de la evolución del Diccionario, la Gramática y otras obras académicas en contraste con el cambio social, cultural y político de nuestro país. No era cuestión baladí, sino de primerísimo orden. La lengua es de todos, nos pertenece a todos pero también, y como nos enseñó el gran humanista y filósofo Emilio Lledó, la lengua es el principio de toda civilización.

Para leer la nota original, visite: http://www.elimparcial.es/noticia/141601/


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