Aquel era un puerto y nosotros niños. Papá trabajaba en un hotel muy grande, sobre el malecón; mamá era maestra; mis hermanas eran más chicas que yo. En las tardes íbamos por sopes, tamarindos y pescados. Todavía iban saltando cuando los ponían en la canasta: pámpanos, pejepalos, chujchíes... Postas de pescado, frijoles, chile, tortillas, eso comíamos. A mí me interesaban más otras cosas: pulpos, erizos, estrellas de mar –lejos se veían barcas–, los ojos crueles y los dientes incontables del tiburón. La casa tenía al frente una gran escalera de piedra que bajaba a la playa. Con la marea alta, llegaba a las olas. Bajábamos y nos metíamos al agua con mi papá y mi mamá. Lejos se veían unos veleros. Luego se iban encendiendo luces. Luego la luna dibujaba un camino por encima del agua. Luego, si me quedaba yo solo, la veía salir, toda de blanco, escurriendo agua... Yo me iba en seguida. No llores, ángel mío, me volverás a ver..., oía yo que cantaba.
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