Para obtener el dinero que creía que le haría falta, al pobre Andrés no se le ocurrió nada mejor que venderle su alma al diablo. Se vieron en la Tapo. Andrés compró unos pastes, pidieron dos americanos y se sentaron a una mesita. Andrés se hallaba tan impaciente que despertó lástima en el diablo.
–Debo recordarte que mis ayudantes te cubrirán de carbones encendidos, te encadenarán con hierros candentes, te arrojarán a lagos de sangre ardiente; y eso es el principio. Además...
–Si logro vivir en paz unos años –lo interrumpió Andrés–, no me importa. Quiero escapar del infierno en que vivo. Quiero...
–No me has dejado terminar –lo interrumpió el diablo–; ése es el trato que reciben todos, pero además...
–No te imaginas lo que es mi vida...
–¡Déjame terminar! Además, cada condenado tiene algún suplicio propio. Y el tuyo...
–¡No! –suplicó Andrés, que había adivinado.
–Sí –dijo el diablo, y supo que había perdido el negocio–. Allí estará Dafne también.
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