Los premios literarios, como las becas del Fonca, son hoy fuertemente cuestionados. Me voy a ocupar de los primeros, y en especial de dos de ellos, tal vez los más prestigiosos, el Villaurrutia y el Nacional de Poesía Aguascalientes. Del primero Gabriel Zaid, uno de los críticos más punzantes de la economía de la cultura en México, propuso recientemente unas reglas de operación que, mientras las leía, me producían cierta angustia. Para empezar, más allá de las razones que el poeta esgrimía para sus propuestas, lo que yo sentía era crecer detrás de las palabras una absoluta desconfianza y un sentimiento de que aquella propuesta era no sólo inaplicable sino un síntoma de algo mucho peor. Los premios, sobre todo cuando crecen en número, monto y prestigio, traen consigo sospechas de corrupción muchas veces no comprobables. Y eso constituye, por acumulación, una pérdida de confianza en ellos como instrumentos mediadores entre el texto y el público.
Hace unos diez años o un poco más, el Premio Aguascalientes era un referente cada año, lo ganara quien lo ganara; el libro era leído por los otros poetas, discutido, comentado por los críticos, y todo ello conseguía algunos lectores para un género que, como sabemos, no los tiene en gran número. Hoy, dicho premio, aparte del monto económico y el prestigio curricular para el autor, significa muy poco. ¿Por qué ocurrió esto? En parte porque hay más –hay quien dice que demasiados–premios, en parte porque ha habido fallos muy cuestionables cualitativamente hablando. Pero un factor en el que nadie repara es el editorial: ese premio mantuvo su importancia gracias a que el libro premiado era publicado por Joaquín Mortiz, en su colección Las dos orillas, cada año. Se anunciaba el ganador y unos meses después el libro estaba en librerías. Ya antes se habían publicado adelantos, entrevistas con el premiado y hasta algunas críticas.
Con el libro ya en la mano se leía y discutía. Se podía uno llevar gratas sorpresas o terribles decepciones. Pongo un ejemplo personal. Cuando lo ganó Jorge Hernández Campos por Sin título, en 2001, me gustó tanto el poemario que releí de nuevo una obra poética que ya había dejado de lado con cierto desdén y la revaloré. Sé que a algunos otros lectores les sucedió algo similar. El jurado estuvo integrado por Víctor Sandoval, Juan Gelman y Jorge Esquinca. Los rumores sobre la manera en que se eligió al premiado abundaron, pero lo único realmente verídico y comprobable fue el texto, y el texto es muy bueno. Cuando el texto no lo es los lectores juzgan y emiten su veredicto. El problema es cuando no lo leen, pues se da carta blanca a esa, ya no la llamaré corrupción, sino irresponsabilidad.
El último premio Aguascalientes publicado por Mortiz fue, creo, Boxers, de Dana Gelinas, de 2007. Luego vino una época extraña en que se ha cambiado con mucha frecuencia de editorial –recuerdo premios publicados por Lumen, Era, y recientemente, el FCE. Ya para ese momento, acorde con la política de las librerías, de franco boicot a la poesía, era muy difícil encontrar esos libros, incluso en las librerías educal, pertenecientes al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, máximo convocante del premio. Se suprime así el juicio, esencial, de los lectores, y se deja el espacio libre a la desconfianza como elemento que lo permea todo. Y, por lo tanto, todo fallo no es cuestionable en sí sino fruto de la corrupción.
¿Cómo combatir esto? Las medidas propuestas por Zaid respecto al Villaurrutia van en ese sentido y son fácilmente adaptables a otros premios, pero como lo dije, son síntomas y no la enfermedad misma. En el Aguascalientes se han tratado de aplicar ciertas medidas, desde la formación del jurado, en la que es frecuente incluir a un poeta extranjero de prestigio, hasta un sinnúmero de restricciones en la convocatoria. Pero me parecen más importantes medidas que podemos llamar periféricas, como volver a firmar un convenio por parte de los convocantes con una editorial para su publicación cada año, e incluir compromisos (de ambas partes) de promocionar el libro: si se recuperan lectores se recupera capacidad de juicio colectivo. El FCE es una muy buena opción.
Las medidas restrictivas y coercitivas en los reglamentos o en la elección de los jurados en los premios no resuelven gran cosa, tampoco la “ventilación” de las reflexiones y discusiones que llevan a otorgar un premio, aunque la manida acta de premiación sí debe ser un documento mucho más trabajado y no para cumplir con el trámite. Hay que apostar, en cambio, por la responsabilidad de las lecturas que lo otorgan. Una buena medida puede ser aumentar a cinco los jurados (dos no mexicanos) en los premios de importancia.
Otro asunto es el monto: se ha aumentado en ciertos casos irreflexivamente la cantidad pensando que eso aumenta su prestigio e importancia. No es verdad. Lo que sí aumenta son la grilla y la corrupción. Hay que tratar de mejorar los que ya hay, antes que crear nuevos. Los dos que han servido de ejemplo, Villaurrutia y Aguascalientes, tienen ya una larga vida. Otro, también con prestigio y recorrido, es el Premio FIL (antes Rulfo).
La pérdida de confianza en los premios como mediadores culturales ha ido en caída libre; el proceso de recuperación será, en cambio, si se da, de forma lenta. Hay que empezar ya, antes de que sean mecanismos irrecuperables, pero no se los debe confundir ni con la simple publicidad ni con veredictos críticos (ningún premio garantiza la calidad de lo premiado). Los jurados suelen ser formados por escritores y perder la confianza del lector también los perjudica a ellos. Esa pérdida es la que ha llevado a la situación actual, en donde el escritor como tal cada vez cuenta menos, se confía poco, y sólo interesan los que son figuras mediáticas. Cuando el juicio del lector se desplaza al del espectador televisivo o al “navegante” de la red, (casi) todo está perdido.
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