"José Rojas Garcidueñas", texto leído por Adolfo Castañón durante la sesión pública solemne en homenaje a los académicos Nemesio García Naranjo, Alberto María Carreño, Alfonso Teja Zabre, José Rojas Garcidueñas y José Bernardo Couto

Miércoles, 04 de Julio de 2012
"José Rojas Garcidueñas", texto leído por Adolfo Castañón durante la sesión pública solemne en homenaje a los académicos Nemesio García Naranjo, Alberto María Carreño, Alfonso Teja Zabre, José Rojas Garcidueñas y José Bernardo C
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

JOSÉ ROJAS GARCIDUEÑAS

por Adolfo Castañón

El Bachiller José Rojas Garcidueñas, nuestro décimo primer secretario —me contó Germán Viveros…..— era un maestro singular. Llegaba a su clase y se ponía a hablar en voz alta sobre el tema o motivo que ocupara en ese momento su mente —quizá alguno de los asuntos recogidos en Temas literarios del Virreinato (Miguel Ángel Porrúa 1981)—, mientras caminaba midiendo el salón con paso ensimismado por las escalinatas de su monólogo, y apenas atento a los engranes de su discurso entre los oyentes, como quien da cuerda a un reloj invisible.

No era tanto un maestro que fuera sacando del discípulo la verdad entrañada como un jardinero despreocupado que fuera rociando con su saber el semillero estudiantil. Era un jardinero de la erudición nacido en 1912, un año antes de la Decena Trágica, en la ciudad guanajuatense de Salamanca y muerto 69 años después en la ciudad de México. Hizo sus estudios en la ciudad de México y se graduó con la tesis, luego publicada como libro en 1938 bajo el sello de Ábside, sobre Vitoria y el problema de la conquista en Derecho Internacional, obra que puso al día el tema inveterado del derecho de los pueblos más fuertes sobre los más débiles, y que en la España del siglo XVI planteó y debatió fray Franciscode Vittoria.

Discípulo de los maestros a quienes les tocó vivir la etapa más delicada de lo que se ha convenido en llamar la etapa constructiva de la Revolución Mexicana, Rojas Garcidueñas se formó cerca de aquellos que a su vez fueron discípulos de la generación de Ateneo —grupo sobre el cual Garcidueñas escribiría un útil ensayo (en 1979): El Ateneo de la Juventud y la Revolución (México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1979, 155 pp.)—, los llamados miembros de la generación de 1915, (los 7 sabios o caudillos culturales de Enrique Krauze) quienes asumieron la custodia de la memoria y el hacer nacional, es como una suerte de militancia ciudadana. La idea de ''salvación'' anima y rige la vocación de Garcidueñas por la cultura virreinal mexicana.

El tema medular de sus estudios sería el de las letras virreinales y el nombre familiar, por el cual se debe precisamente al Bachiller Arias de Villalobos, uno de los autores estudiados por Rojas Garcidueñas en su trabajo de investigación sobre las tempranas expresiones dramáticas de la Colonia en el libro El teatro en la Nueva España en el siglo XVI (1ª edición, 1935; 2ª ed. corregida y aumentada, México, SEP–Setentas, 1973). Esa investigación fue el punto de partida de la analecta que publicaría poco después en la Biblioteca de Estudiante Universitario, Autos y coloquios del siglo XVI (1939), y luego en la edición anotada y prologada por él sobre los Coloquios espirituales y sacramentales de Fernán González de Eslava, publicados por la editorial Porrúa en la Colección de Escritores Mexicanos, tomos 74 y 75, en 1958.

El Bachiller Rojas Garcidueñas ingresa a la Academia Mexicana de la Lengua el 22 de junio de 1962, en el sitial número 4, que dejara el internacionalista Genaro Fernández Macgregor, cuyo elogio haría con buen conocimiento de causa, pues además de haber hecho la tesis mencionada sobre Francisco de Vittoria –años antes de que, por así decir, lo pusiese de moda el español Manuel Pedroso–, se ocupó durante varios años en la Secretaría de Relaciones Exteriores, en una oficina dedicada a estudiar y dirimir las cuestiones de los límites entre los países. Lo sucedería en esa silla IV Tarsicio Herrera Zapién, a quien correspondería hacer su elogio. El derecho internacional está presente en las meditaciones de Rojas Garcidueñas hasta el punto de dejarse hacer un libro de cuentos, El erudito y el jardín, con todos los “regalos” de fin de año que iba publicando, un texto (''Un pasaporte Nanssen'') sobre la situación de aquellas personas a quienes su propio país les retira la nacionalidad, o que se encuentran refugiados o desplazados por una situación de guerra —una cédula de identidad que, en nuestros días de violencia desatada, cobra un valor singular. El texto, además, refiere con ironía el temple vengativo de un racista norteamericano en México, que lleva a otro en 1948, su víctima, a solicitar “un pasaporte Nanssen”.

Dos obras, dos ''salvaciones'' —para retomar la voz de Ortega y Gasset— refrendan la vocación de Rojas como acucioso y amoroso estudioso de la cultura virreinal mexicana: la biografía del erudito novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora (Xóchitl, México, 1945) cuyas obras históricas también prologó, y la monografía histórica sobre el poeta y prosista Bernardo de Balbuena, autor de La grandeza mexicana que, al decir de José Luis Martínez en 1992, es el mejor estudio que hasta esa fecha se cuenta sobre el autor y sus obras. Organiza, pone en cintura crítica, impone congruencia y concordancia a un gran número de papeles sueltos y de documentos sobre el autor novohispano. Preparó una monografía sobre El antiguo colegio de San Ildefonso, lugar donde él mismo había estudiado, con motivo del IV centenario de la Universidad; además de dedicar un útil estudio lleno de datos sobre El Ateneo de la Juventud y la Revolución Mexicana (1979). Además Rojas Garcidueñas estudió y prologó también al iniciador de la historia de la pintura en México, Don José Bernardo Couto. Jurista, diplomático y escritor (Cuadernos de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias, Universidad Veracruzana, 1964), quien fuera discípulo del Dr. José María Luis Mora. En esa vertiente de la historia y crítica de arte escribió un valioso ensayo, Presencia de Don Quijote en las artes de México, en el cual se junta su pasión por la historia y por las artes. Ahí descubre el lector que el personaje de Don Quijote y su compañero Sancho Panza recorrieron las calles de la flamante México el 24 de enero de 1624 en una mascarada, así como otras muchas noticias curiosas que dan cuenta de la riqueza de la vida cultural mexicana desde esos primeros tiempos.

La figura de José Rojas Garcidueñas me es simpática. Lo imagino saliendo de su casa en Bolívar No. 8, en el tercer piso, donde era vecino de Indalecio Prieto y Max Aub, y donde vivía con su esposa, Margarita Mendoza López, la hija del ingeniero Miguel Mendoza López Schwerdtfeger (1883–1965), co–fundador del Partido Liberador Mexicano de Ricardo Flores Magón, perseverante propagador de las ideas socialistas en México, autor de un tratado de Economía Libertaria y, en 1958, candidato a la presidencia de la república por el Partido Comunista en los tiempos de Adolfo López Mateos (en la democracia mexicana se ha dado, como en otras, la costumbre de nombrar candidatos ornamentales[i] que nunca ganarán). Lo imagino yendo a Relaciones, a la Universidad, y pasando luego por su despacho en Guerrero No. 2, frente al jardín de San Fernando y próximo a las librerías de viejo que estaban en Tacuba, como la Dante o la de Polo Duarte. Lo imagino recorriéndolas en compañía de su joven amigo José Luis Martínez, quien ha contado en Bibliofilia que a su muerte iba a visitar a doña Margarita al hotel Regis y que salía de ahí cargado de libros que ella le regalaba. El ritual terminó en 1985 cuando murió junto con todos los otros huéspedes a causa del terremoto que acabó con todo. Así lo recuerda su amigo José Luis Martínez:

IX: Los Rojas Garcidueñas[1]

En la Academia Mexicana de la Lengua fui amigo y aprecié a José Rojas Garcidueñas, que era el Secretario Perpetuo y murió en 1981 cuando yo era ya director. Decidimos juntar sus hermosos relatos breves, y para reunirlos y recoger papeles de la Academia, al terminar a las ocho de la noche las sesiones, iba a su casa cercana con su viuda, mi querida amiga Margarita Mendoza López. Y una noche me dijo: “Como que ves con mucho interés los libros de José. Si te interesan, dímelo y te obsequio los que quieras porque yo quiero deshacerme de ellos”. Le agradecí su oferta pero le propuse que se los pagaría al valor que estimara. Margarita me decía que no le mencionara los títulos y que sólo le dijera el número de libros que me llevaba. José tenía una buena colección de historia de México, libros sobre Guanajuato, su tierra, que no toqué, buenas ediciones de literatura mexicana y una colección de Quijotes antiguos a los que renuncié porque no tenía espacio. Dos veces por mes iba con una gran caja de cartón que llenaba, le hacía cuentas y le dejaba un cheque. Entre mis compras más apreciadas estuvieron la preciosa edición de grabados de México y sus alrededores —que ya había encontrado en Buenos Aires y no había podido comprar por su elevado precio—, la edición original de los tres tomos de La ciudad de México en el siglo XVI, preciosa para mis trabajos sobre este siglo. Y recordaba que cuando unos prerrevolucionarios pusieron fuego al palacio de los virreyes en 1692, don Carlos de Sigüenza y Góngora salvó los originales de estos libros de las llamas. Las ediciones de García Icazbalceta de poetas del siglo XVI, en que trabajaba José de J. Rojas Garcidueñas, Margarita no quiso que les fijara precio porque me las regalaba. Y además de otras menudencias, quiero mencionar unos raros libros argentinos sobre los viajes trasatlánticos en el siglo XVI, que fueron básicos para mis Pasajeros de Indias.

Margarita, la generosa, se fue a vivir al Hotel Regis con sólo algunos libros sobre teatro en México, su especialidad. Y pereció en el terremoto de 1985. No se encontró su cuerpo y la pobre ya había pagado a Gayosso sus exequias.

José Rojas Garcidueñas —cuyo apellido compuesto huele a caoba, color de la edición de El erudito y el jardín— fue hijo de Joel Rojas y de Victoria Garcidueñas de Rojas una familia tradicional del Bajío—, en cuyo jardín había pavorreales. Recuerda el niño que fue Rojas que a los pavorreales se les amarraban cintas rojas en las patas cuando era el tiempo de que se les cayeran las plumas —pues son tan vanidosos que son capaces de morir de vergüenza sin su suntuario atuendo. También recuerda que toda la ropa que se llevaba en casa se hacía ahí mismo. Frecuentaba de tanto en tanto, lo sé por mi padre, la librería de Manuel Porrúa y, luego más tarde, la de Miguel Ángel, su hijo y editor, en la empedrada calle de Amargura. La adolescencia y juventud de Rojas Garcidueñas transcurrieron iluminados por los últimos relámpagos de la Revolución. Nacido en 1912, José Rojas Garcidueñas, gusta y cultiva la amistad de las personas mayores: se hace amigo de Nicolás Rangel, de Luis González Obregón, de Alfonso Reyes y de Francisco Castillo Nájera, Manuel Toussaint, de los hermanos Méndez Plancarte, conoce y trata a Antonio Gómez Robledo y al padre Ángel María Garibay. Con Alfonso Reyes tuvo diversos tratos institucionales, políticos y bibliográficos, en torno a muchos proyectos, uno en particular fue el de la organización frustrada del Comité Organizador de la Conferencia Interamericana de Escritores, compuesto por la plana mayor de aquel entonces (la presidencia de Manuel Ávila Camacho[2].

En José Rojas Garcidueñas, el sedimento aflora en sentimiento y la tradición vive y se incorpora porque él se ha puesto de pie para ir a su encuentro. Hay en su obra varias construcciones de crítica y erudición histórica que están hechas para atravesar el tiempo como el Teatro de la Nueva España en el siglo XVI, en el que hace un estudio encadenado de lo que ahora diríamos representaciones teatrales prehispánicas que es el espacio en el cual se insertó el teatro evangelizador de los misioneros para concluir con las figuras más desarrolladas del teatro como son las de Fernán González de Eslava y la del Bachiller Arias de Villalobos. Precisamente, de esta figura le viene a Rojas Garcidueñas el apelativo de bachiller con el cual se le conoció desde muy temprano por su familiaridad e intimidad con el conocimiento del pasado de México a través de sus obras y de sus autores.

La tradición que se va trasmitiendo de boca a oído, de maestro a discípulo se hizo fragua y forma en la figura de este erudito historiador y escritor mexicano en quien la tradición se deletrea. A la manera del paseante que prefiere descansar en la capilla o atrio externo, en vez de perderse por el amplio espacio de la basílica, yo preferiré ocuparme en esta evocación de José Rojas Garcidueñas de sus escritos convencionalmente llamados menores como las estampas, Anécdotas, cuentos y relatos recogidos en el libro El erudito y el jardín (…. ) y no de las grandes construcciones como el Teatro de la nueva España en el siglo XVI, la monografía sobre El Colegio de San Ildefonso, las biografías de Bernardo de Balbuena y de Don Carlos de Sigüenza y Góngora, o el admirable tratado sobre Vitoria y el problema de la conquista en el derecho internacional, que fue su tesis de licenciatura. Es, creo, en esas anécdotas y relatos —uñas de león— donde mejor se puede acercar el lector a Rojas Garcidueñas y a la forma en que se hace amigo de la tradición y así se la apropia y adueña. Sabe muchas cosas este hombre con apellido que se desdobla y huele a caoba.

***

Hay en los cuentos de Rojas Garcidueñas un fino sentido del humor, que sabe volver a la realidad para desdoblarla, enmascarando y desenmascarando la vida académica a través de sus rituales, como pueden ser, por ejemplo, las conferencias en los simposios, la originalidad de una investigación, la condición inédita de un tema. Esto es precisamente lo que sucede en el texto inicial de El erudito y el jardín, titulado “El hallazgo del crítico” una despiadada sátira de la cultura académica y congresista que hallaría eco feliz en el texto que hace su amigo Francisco de la Maza titulado “El estilo Luis XVII”. Es “Una sátira del crítico de arte que anuncia ante un congreso de Historia y Arte su descubrimiento de un francés olvidado, el Luis XVII–El pobre hijo de Luis XVI y María Antonieta que sobrevivió sólo dos años a la ejecución de su padre en 1793” (…) El estilo Luis XVII “floreció, según de la Maza, en una isla del Caribe a donde fue llevado el niño Capeto, estilo que consiste en una atroz mezcla de rococó y de motivos indígenas americanos” (Martínez). El juego erudito seguro que habría divertido mucho a un lector de La expresión americana de José Lezama Lima, sino es que al propio autor de Paradiso. Para colmo y confite, El erudito y el jardín fue publicado en 1983 por la Academia Mexicana de la Lengua con prólogo de José Luis Martínez.

El placer de contar, el gusto por volver a escuchar sabrosos sucedidos y por recrearlos. Contar breves anécdotas memorables que cobran sentido en función de un relato mayor. Como dice Rojas Garcidueñas, citando a Ernest Robert Curtius un comentario literario sin citas es como un libro de anatomía sin ilustraciones. Vayan en prenda tres:

"UN HOMENAJE EN VIDA"

Los que en este relato se cuentan son sucesos absolutamente ciertos y acontecidos y sólo en detalles circunstanciales podría haber alteraciones, como en el olvido de algunos nombres de personajes que en ellos intervinieron, ya sea porque fueron olvidados por quienes me relataron tal anécdota o por mí mismo, que la redacto ahora, a una distancia de más de quince años de cuando por primera vez me fue contada. Los principales actores de ella murieron hace tiempo, pero otros viven aún, algunos en México, otros podrían añadir o corregir detalles, pero ni en éste caso de singular investigación ni tiene qué ganar ni qué perder con toques o retoques que pudieran hacérsele; por todo, prefiero atenerme a mi memoria y con lo que ella me dé narrar este curioso suceso.

Fue hacia el año de 1923, aproximadamente, cuando un grupo de escritores, entre los que se contaba Rafael Heliodoro Valle, Nicolás Rangel, Rafael López, Francisco Monterde, José de J. Núñez y Domínguez y algunos más, formularon un petición, luego calzada por muchas más firmas, solicitando del Ayuntamiento de México que, por los muchos méritos que concurrían en el historiador don Luis González Obregón, se le rindiera un gran homenaje dando su nombre a una de las calles de la capital; se alegaba, con justicia y razón, que la ciudad tenía notable deuda con el ilustre escritor quien, más que ningún otro por entonces, había dedicado esfuerzos por historiar y sacar a luz tradiciones, leyendas, curiosidades, nombres y hechos gloriosos de México, de los que están llenos sus libros de Las calles de México, México viejo, La vida en México en 1810 y otros que sería prolijo citar.

El Ayuntamiento de la ciudad de México tenía una especie de Consejo consultivo cuyo nombre no recuerdo, con atribuciones tales que a él correspondía deliberar y opinar en casos como el que entonces se presentaba. Presidía dicho Consejo el novelista don Federico Gamboa que, por quién sabe qué malaventuradas circunstancias, tenía respecto a González Obregón enemistad profunda aunque siempre encubierta por los formulismos de la cortesía. Por aquel cargo hubo, pues, de conocer Gamboa la petición antedicha y, desde el primer momento, quiso desvirtuarla, ya que le era imposible denegarla llanamente por el mucho peso de las razones y firmas que la apoyaban; aceptada, desde luego por el Consejo, Gamboa no intentó oponerse pero la turnó al Cabildo proponiendo para el fin mencionado el Callejón de Coajomulco (hoy de José María Marroquí), que en esos años era una calleja empedrada y muerta. Supo don Luis del voto de Gamboa y, naturalmente, se irritó muchísimo pues en verdad aquello era una burla con mucha pérfida intención. Por fortuna el asunto se arregló porque don Nicolás Rangel propuso que la calle que se rebautizase fuere la primera de San Ildefonso, antes de la Encarnación, donde el propio don Luis vivía. El Ayuntamiento aprobó esa idea y se fijó la fecha de la ceremonia correspondiente.

La inquina de Gamboa contra don Luis debe haber sido muy grande, pues valiéndose de su posición oficial encontró medios de que las invitaciones al acto público no se distribuyeran y sólo un escaso número de ellas llegaron a su destino aunque tarde y fuera de toda oportunidad.

Pero sí llegó, como tenía que ser, el día señalado —¡qué día más amargo, amigo! comentaba, recordándolo, don Luisito—. A eso de las diez de la mañana se presentaron en su casa (el número 9 de la hoy calle de Luis González Obregón) los comisionados para acompañarlo; el vate Núñez y Domínguez, Rafael Heliodoro Valle y alguien más, todos enfundados en las colas de pato de sus jaquettes, como era de rigor. Charlaron con don Luis un rato, de cuando en cuando alguno de ellos desde el balcón de la casa echaba un vistazo a la esquina confiando en ver llegar a los que debían asistir a la ceremonia, pero ¡nada!, en la esquina no había sino una tribuna y media docena de sillas que los transeúntes, al pasar miraban con extrañeza, y arriba, cubriendo la nueva placa, un trapito negro en el que nadie se fijaba.

Pero de esos tristes preliminares no se enteró don Luis, ocupado en atender a sus visitantes quienes, a pesar de sus temores, cuando ya faltaba poco para la hora fijada, no tuvieron sino cumplir con su comisión invitando a don Luis para llevarlo al acto de descubrir la placa. Al llegar a la esquina de la calle con la plaza de Santo Domingo sufrió el festejado el primer terrible choque al ver el desamparo del estrado y la total ausencia de quienes debían presidir, hablar y asistir al proyectado homenaje. Apechugando con lo inevitable, ‘esperaremos” dijo el vate Núñez, y esperando quedaron mientras los minutos transcurrían con esa espantosa lentitud del tiempo en las situaciones angustiosas. Por fin, al cabo de largo rato llegaron los músicos de la Banda Municipal en un par de guayines de mulas que, de seguro para mayor irrisión, les fueron dadas como medio de transporte; lentamente fueron bajando sus instrumentos, colocando los atriles y luego acometieron la ejecución del primer número del breve programa; mientras tanto llegaron cuatro o cinco personas en representación de las autoridades de la ciudad; concluída la obertura sacó el vate unas cuartillas, ocupó la tribuna y ante tan escaso público, apenas aumentado con unos cuantos de los transeúntes menos apresurados que se detenían un poco a ver qué pasaba allí, hizo el orador un elogio del viejo historiador, expresó los motivos del homenaje, se refirió a la determinación del H. Ayuntamiento e invitó a don Luis a descubrir la placa. Así se hizo y el pobre don Luis hubo de dar las gracias muy gentilmente mientras por dentro se derretía en bilis por toda la ira, la angustia y el ridículo que sentía ante aquel tan malaventurado homenaje.

Pero no terminó ahí todo pues de nuevo fue invitado a encaminarse al otro extremo de la calle para descubrir la placa correspondiente; allá se fue toda la comitiva y ya al llegar apareció don Federico Gamboa, que era de suponerse debería haber presidido el acto desde su comienzo, saludó muy risueño a don Luis y con la misma sonrisa le dijo: ‘Permítame tener el honor de descubrir yo esta placa’. González Obregón esforzó también otra sonrisa de conejo contestando: ‘Con todo gusto, Federico, muchas gracias y, yo espero poder corresponder pronto en igual forma’. Gamboa se apoderó del cordón y mientras tiraba de él, en voz baja que los aplausos hacían inaudible para el resto, casi al oído de don Luis le replicó: ‘No, Luisito, a mí no me gustan estos homenajes en vida tan ridículos’.

Si don Luis no se murió a consecuencia de tan feroz berrinche fue porque tenía mucha mayor resistencia que la que podía suponerse en aspecto tan endeble pero, sobre todo, porque debe haberlo sostenido el incontenible deseo de la venganza.

Corrió el tiempo y una mañana, como tantas otras, mientras don Luis desayunaba, María, su entonces ama de llaves, le leía los titulares del periódico y las noticias que don Luis le indicaba, ya que él mismo no podía hacerlo por la casi ceguera que sufría desde muchos años atrás. Entre diversas noticias María leyó una breve nota que dejó suspenso a don Luis; decía, en resumen, que el H. Ayuntamiento de la Municipalidad de San Angel deseoso de rendir un justo homenaje al gran novelista don Federico Gamboa, había acordado poner su nombre en la plaza principal del pueblecito de Chimalistac, inmortalizado por Gamboa en su novela Santa, universalmente conocida y famosa. Don Luisito se olvidó de su reuma y de todos los impedimentos y ocupaciones que pudiera tener, se precipitó al teléfono, llamando al arquitecto Mariscal: ‘Amigo Mariscal, necesito de usted un gran servicio… Yo sé que está usted muy ocupado, pero esto es muy urgente’.

—Lo que usted mande, don Luis, lo que usted quiera, encantado de servirle.

—Usted tiene coche, amigo Mariscal, necesito estar a las once en Chimalistac.

—Con todo gusto don Luis, voy por usted.

No llegaba entonces, la Avenida Insurgentes hasta San Angel ni había carretera pavimentada a Chimalistac; el mejor camino era por Coyoacán, lleno de baches y de polvo, pero ahí fueron en el coche de Mariscal, dando tumbos; en el puente de Panzacola se picó una llanta y don Luis ya intentaba proseguir a pie, él que normalmente tardaba un buen cuarto de hora en recorrer las cuatro calles de su casa a su oficina en el Archivo General de la Nación. El chofer arregló el desperfecto, siguieron la marcha y llegaron a la plaza de Chimalistac llena de gente y en plan de gran fiesta; a empujones alcanzó el estrado don Luis, alguien lo reconoció, lo hicieron subir e inmediatamente accedieron a su petición de ser él quien descubriera la placa, con que se iba a realizar ya en esos momentos el acto. Don Federico Gamboa, vestido de etiqueta, estuvo a punto de echar a rodar el sombrero, los guantes y el bastón que sostenía entre las manos, le temblaban los retorcidos bigotes y le fulguraban aquellos ojos normalmente tan parecidos a la desolada tristeza de un perro de San Bernardo; pero Gamboa estaba al otro lado de la tribuna, todos lo miraban reverentes, seguramente recordó sus largos años de diplomático y sonriendo tuvo que soportar la sonrisa despiadadamente, ofensivamente triunfal de don Luisito que al tirar del cordoncillo, le recordaba: ‘…estos homenajes en vida, ¡tan ridículos!’”. [En: José Rojas Garcidueñas, El erudito y el jardín. Anécdotas, cuentos y relatos. Introducción y selección de José Luis Martínez. México, Academia Mexicana, 1ª edición, 1983, pp. 204–209].

"RECUERDO DE GARIBAY"

El jueves pasado, 19 de octubre de 1967, murió el Padre Garibay (don Angel Ma. Garibay K.).

Hace ya tiempo que no lo veía; desde antes de que su enfermedad final lo recluyera en su casa. Yo lo traté realmente poco, nos encontrábamos unas cuantas veces al año, pero durante veinte años.

Porque hace treinta años, o poco menos, que lo conocí. De tal ocasión guardo un clarísimo recuerdo por la gran impresión que me hizo. En realidad, yo recuerdo y recordaré siempre al Padre Garibay por aquella primera reunión y plática.

Debe de haber sido en 1939, pero puedo acercarme con seguridad a la fecha consultando las de dos de sus primeras publicaciones, editadas ‘bajo el signo de Ábside’. Me refiero a su traducción de la Orestiada y a la de poemas líricos aztecas.

La aparición de ambas traducciones nos produjo, a muchos, más que admiración. Nos dejó boquiabiertos, estupefactos. ¡Un señor que traduce, y en magnífico lenguaje, a Esquilo y que también conoce y traduce poemas del náhualt, hasta entonces desconocidos, es, sin duda, algo admirable, excepcional!

¿Cuánto tiempo hacía que, en México, no se daba un humanista así? Probablemente había que remontarse muy atrás, a los humanistas del XVII o a los del XVI más bien, y acaso ni en esos siglos se encontraría su igual.

Y como los humanistas de nuestro siglo XVI, como Sahagún, como Alonso de la Veracruz, éste de nuestros días era un clérigo y vivía en un pueblo, no lejano, pero sí aislado: Garibay era, entonces, cura párroco de Otumba.

Un día, en la reunión del mate, el Padre Garibay Méndez Plancarte propuso ir a visitar a Garibay; él debe haberle escrito previamente o algo así. El hecho es que, fijada la fecha, quedamos de acuerdo en ir a Otumba los dos Padres Méndez Plancarte (Gabriel y Alfonso), Agustín Yáñez, Antonio Gómez Robledo y yo.

Entonces no había carretera a Otumba, ni autobuses para más allá de Teotihuacán, y ésos malísimos. Había que ir en tren, en el Ferrocarril Mexicano, el de Veracruz, que salía de Buenavista a las siete de la mañana, y podíamos regresar en el tren contrario y llegar aquí doce horas después.

Así lo hicimos. Como yo nunca he acostumbrado levantarme temprano, llegué el último a Buenavista y sin desayunar. Breves se me hicieron las dos horas que empleaba el tren en llegar a Otumba. El hecho es que a las nueve de la mañana, más o menos, llegamos y, sin interrumpir la conversación nos encaminamos, a pie, de la estación al curato.

Yo había ido acumulando jugos gástricos en el viaje y tenía una hambre feroz, apenas psicológicamente apaciguada con la idea de que la invitación del señor cura Garibay incluyera, para mí, no sólo el almuerzo sino desde el desayuno.

Llegamos al cuarto, acudió un sirviente a la puerta y nos informó que el señor cura estaba ausente: había ido a decir misa a un lugarejo cercano y todavía no regresaba. Mis esperanzas de desayunar se esfumaron, pero en verdad tampoco era como para sentirlo mucho. ¡La compañía de los amigos y la conversación eran tan gratas…!

El curato de Otumba ocupaba el edificio que fue convento franciscano, fundado en el siglo XVI. Como todos los edificios similares tiene al frente, junto a la iglesia, un portal de varios arcos a la entrada y luego los claustros bajo y alto, que han sufrido modificaciones; pero en el portal antedicho, la ‘portería’ como se llamaba cuando era convento, están intactos, desde el siglo XVI sus bien proporcionados arcos de medio punto sobre las sencillas columnas cilíndricas, todo ello característico de los conventos de la primera hora de la evangelización.

Allí, en ese portal, nos pusimos a caminar de un lado a otro, los cinco amigos viajeros. Todavía me parece escuchar la voz serena y pareja de Gabriel Méndez Plancarte, anotando guturalmente las erres, como también lo hacía Antonio Gómez Robledo (por su hablar nervioso y rápido); el hablar entrecortado de Alfonso Méndez Plancarte y las ocasionales intervenciones de la voz grave y lenta de Yáñez ‘el silencioso’ como lo llamó el Padre Gabriel.

Lo grato de la compañía y de la charla apaciguaba pero no calmaba mi estómago en ayunas, y yo, sin perder ni dejar de participar en la gratísima plática, miraba y remiraba hacia la polvorienta y desierta plaza del pueblo, frente a nosotros, esperando la llegada del señor Garibay.

Muchas veces recorrimos, con lento paso y rápidas frases, la portería del ex convento. Cuando menos lo esperábamos, la puerta que da al interior del claustro se abrió y apareció en ella una figura que a mí me sorprendió mucho: allí estaba un individuo extraño y con visibles atavíos de montar: polainas de cuero que le ceñían la parte baja del pantalón, una especie de cazadora totalmente abotonada, al cuello un pañuelo de seda probablemente anudado por delante pero que se perdía oculto por la gran barba negra que era lo más destacada de un rostro que aquella negra pelambre hacía pálido y semioculto por los gruesos anteojos y ese sombrero negro de anchas alas.

El personaje, para mí inesperado, quedó un instante en el vano del zaguán, mirándonos, seguramente para saber a quiénes conocía y a quiénes no, en nuestro grupo.

En ese instante yo pensé: ¡Don Segundo Sombra!, y estuve a punto de decirlo en voz alta, pero lo impidió la suave exclamación del Padre Gabriel: —¡Ya llegó el señor cura Garibay! Y todos nos acercamos, se hicieron las presentaciones de los que no lo conocíamos y luego pasamos al interior de la casa.

Para mi fortuna, nuestro huésped me invitó a desayunar. Mientras yo lo hacía él cambió su indumentaria ecuestre por una sotana muy usada y cubrió su cabeza con una cachucha gris.

Así, de sotana y cachucha, pasamos a su despacho o estudio y empezó la ronda del mate, que estuvimos bebiendo toda la mañana, mientras la conversación rodaba y saltaba, siempre interesante y gratísima.

Yo estaba realmente deslumbrado, ¡aquel hombre lo sabía todo! Con su voz un poco grave, de habla un poco lenta y clara dicción, seguramente por la larga práctica de hacerse oír y entender de las masas en la predicación sagrada; con su extraño aspecto: la austera sotana gastada de cura pobre, empuñando la bombilla del mate al nivel de las largas, pobladas, negrísimas barbas; los ojos obscuros, vivísimos, brillando tras de las redondas gafas de aro de carey y patillas de oro; y por encima la incongruente cachucha gris, formaba un conjunto extraño, disparatado, y atractivo; sobre todo por la palabra que, entre sorbo y sorbo de mate, salía de la pelambre negra, fluía inagotable llevando la atención y pensamiento por todos los rumbos de las ideas y de las cosas.

Al cabo de treinta años me es absolutamente imposible recordar las muchas cosas interesantes que se dijeron en aquella extraordinaria mañana.

Pero sí recuerdo un momento de ella. Seguramente tratábamos de las recientes traducciones publicadas por Garibay que tanto y tan justamente nos habían admirado: tragedias griegas y poemas aztecas. Averiguamos que el Padre Garibay leía y traducía creo que diez o doce idiomas (acaso más) entre lenguas vivas y muertas. Y entonces yo me atreví a preguntar:

—Perdone, Padre, pero ¿cómo hace usted para mantenerse ‘en línea’, es decir en práctica de tantos idiomas? Porque, claro que es admirable haberlos aprendido, pero más me intriga cómo hace para no olvidarlos: pues sé que usted ni da clase ni tiene con quién hablarlos, pues está totalmente dedicado a su ministerio en este pueblo y tiene que atender a los otros más pequeños de alrededor. ¿Cómo hace para no olvidar tantas cosas?

—Es muy fácil —contestó con gran sencillez el Padre Garibay—. —Mire, —siguió, mostrándome una libreta de pastas de cartón que le servía de agenda para ciertas cosas. —Mire, aquí tengo apuntado; por ejemplo: ‘Abril: alemán; mayo: francés… etc’. Y todo ese mes, una hora al día leo o releo obras en el idioma que toca según el mes; autores clásicos y no clásicos, y pongo aquí en mi escritorio esos libros y el diccionario y la gramática de esa lengua, para consultarlos si tropiezo en la lectura. Así es como ‘no me empolvo’.

Hacia el medio día Garibay nos llevó a visitar a unos parientes del Padre Gonzalo Carrasco, S. J., fallecido años antes y que fue, como se sabe, pintor antes de entrar en la Compañía y en ella a veces volvió a pintar, tanto obras de caballete como murales en la Sagrada Familia de México, y otras de Puebla y otros lugares. En la casa que visitamos conservaban dibujos, bocetos y algún óleo del padre Carrasco; todo lo cual nos permitieron ver.

Comimos una sabrosa y sencilla comida casera mexicana. Fuimos y charlamos otro rato y luego, ya camino de la Estación, Garibay nos llevó a una pequeña loma donde, según nos dijo, fue la célebre batalla de Otumba, en el primer año de la Conquista.

A media tarde tomamos el tren de regreso y al anochecer llegamos a la estación de Buenavista.

Así conocí al Padre Garibay.

México, octubre-diciembre de 1967.”

[En: José Rojas Garcidueñas, El erudito y el jardín. Anécdotas, cuentos y relatos. Introducción y selección de José Luis Martínez. México, Academia Mexicana, 1ª edición, 1983, pp. 161–167].

"HERRASTI Y VASCONCELOS

Somos muchos los que recordamos al maestro Herrasti; era él tan pintoresco en sus clases que no es posible olvidarlo, pero lo recordamos todos lo que estuvimos en su curso de Derecho Romano, aunque los años vayan poniendo una distancia ya respetable entre aquellas fechas y la de ahora. Tal vez no haya un maestro de la Escuela de Jurisprudencia que haya dejado tan claros recuerdos, seguramente porque ningún curso eran tan fantástico como lo que ocurría en el del maestro Herrasti: nos leía sus poemas, sus artículos polémicos, hacía chistes de todo orden y sobre todo el mundo, contaba cuentos picarescos de todos los tonos, pasaba lista de vez en cuando llamando a los alumnos por los sobrenombres que él mismo les había puesto, por lo menos a la mitad de la clase, en fin, en el curso de Herrasti podía acontecer cualquier cosa y acontecía todo ¡hasta explicar Derecho Romano! Esto sucedía muy de tarde en tarde, pero yo aseguro que las cinco o seis conferencias que oí a lo largo de un año, eran magníficas por la claridad y plenitud con que trataba el punto que el maestro se proponía: sin recordar con exactitud lo que Herrasti nos dijo cierta vez a propósito de los contratos, puedo al menos afirmar que sus explicaciones sobre la fundamentación y relación de los contratos con la fides romana, su arraigo y sentido en el pueblo y en la cultura de Roma, fue todo ello más ilustrativo, didáctico y permanente, que muchas de las innumerables resmas de papel que se han llenado con estudios y comentarios de romanistas en muchos tiempos y latitudes.

Aquel ‘sistema’ de dar clase que Herrasti cultivó siempre le fue reprochada en varias formas: directa y personalmente, en denuncias y acusaciones ante las autoridades universitarias, en panfletos y periódicos estudiantiles y seguramente de todas las maneras habidas y por haber; como ejerció el magisterio largos años todo el mundillo de jurisconsultos graduados, aspirantes y destripados, durante veinte promociones o más lo supo y lo recuerda. Pero yo no voy a juzgar aquí por ello al maestro Herrasti, por quien tuve personal aprecio, que me distinguió con pequeños pero muy estimados favores y de quien guardo cariñosa memoria. Aquí, sencillamente, he querido dejar escritas dos o tres anécdotas que de sus propios labios oí, no en privado sino dichas y repetidas ante los cincuenta o sesenta pares de orejas y de ojos que seguían, ávidos, aquellas charlas mientras la elegante figura del licenciado Herrasti se paseaba de un extremo a otro en el estrado del salón.

Ahí va, pues, una de tales anécdotas aunque malaventuradamente sin la jocosidad del gesto, la vitalidad en el calor de la palabra y de la música, la regocijante gracia que sólo el maestro Herrasti le daba y que con él se ha perdido.

Era hacia 1920 y cierto día se encontraba don Francisco P. Herrasti asistiendo a una ceremonia o acto cultural en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional. Apresuradamente, y ya un poco tarde, llegó el licenciado José Vasconcelos, entonces rector de la Universidad Nacional de México. A presidir aquel acto ‘llegó Pepe Vasconcelos vestido de bolchevique’, decía Herrasti porque él era de un extremado esmero en su vestir, un poco arcaizante cuando le conocí, pues seguía usando con frecuencia pantalón a rayas o bien traje negro y a veces jaquette en cuanto tenía que hacer alguna visita o cualquier cosa un poco extraordinaria y, desde su punto de vista, era vestir ‘de bolchevique’ presentarse a una ceremonia con pantalón café, saco gris y corbata de color, o algo semejante, como solía hacerlo Vasconcelos. Llegó el rector, se llevó a cabo el acto aquel y, ya al retirarse, pasó Vasconcelos junto a Herrasti, se detuvo a verlo y afectuosamente le abrazó diciendo: ‘¡Maestró, como ha estado¡’, cambiando luego breves frases sobre su salud, su presente situación que lo alejaba de sus clases y cosas por el estilo.

Algún tiempo después reingresó Herrasti al magisterio en Jurisprudencia, pasaron varios meses y llegó el de marzo; ya para entonces Vasconcelos había dejado el cargo de rector por el de Secretario de Educación y el día 19 fue a darle felicidades por su onomástico una comisión en la que figuraba Herrasti. Visitaron al Ministro, éste dio las gracias a todos y al despedirse de cada uno en particular dijo a Herrasti: ‘Muchas gracias, licenciado’. Herrasti comparó aquel saludo con el otro de la Biblioteca y la disminución del tratamiento que bajaba de maestro al título profesional.

Poco después se anunció la inauguración solemne de la Biblioteca Iberoamericana que Vasconcelos fundaba en el que había sido templo de la Encarnación, arreglado, decorado, bien provisto de muebles y libros y muy engalanado de las banderas de todas las naciones de Iberoamérica que desplegaban sus brillantes colores en lo alto de la nave dando al recinto más trazas de museo bélico que de apacible sala de lectura y estudio. Asistió al acto el maestro Herrasti y haciendo, como de todo, un pintoresco relato nos contaba: ‘Llegó Pepe Vasconcelos con Torres Bodet, Esperanza Velázquez Bringas y toda su corte de honor, ocuparon el estrado y hubo muchos discursos y cuando terminaron yo estaba cerca de la puerta pero quedé esperando a que salieran todos los personajes. Cuando Vasconcelos llegó junto a mí me miró y sin detenerse ni darme la mano, me dio una palmada en el brazo diciéndome al pasar: ‘¿Qué hay, Herrasti?’.

Contando aquello el maestro ya se había puesto más rubicundo que de costumbre y una breve pausa suya era suficiente a todos para darnos a entender, por los antecedentes, la indignación del ilustre humanista que se sentía terriblemente menospreciado por el Ministro. Por eso terminaba diciendo como punto final: ‘Nunca me le volví a presentar, porque la próxima vez me habría dado una patada’.” [En: José Rojas Garcidueñas, El erudito y el jardín. Anécdotas, cuentos y relatos. Introducción y selección de José Luis Martínez. México, Academia Mexicana, 1ª edición, 1983, pp. 213–216].

"DE UNA CHARLA CON DON ALFONSO REYES"

Una tarde, como otras, fui a visitar a don Alfonso Reyes. Luego de tratar aquello que iba yo a consultarle la conversación siguió rodando, guiada por la ágil y brillante charla de don Alfonso.

No sé ya cómo surgió el tema de Maximiliano y cambiamos algunas opiniones sobre el todavía discutido punto de quién inspiro la traición de Miguel López, que entregó Querétaro a las fuerzas liberales, haciendo de ese lugar la tumba de nuestro segundo Imperio.

En torno a eso recordé, y se lo conté a don Alfonso, que algunos días antes, atareado en arreglar un poco el permanente desorden de mis libros, tropecé con El fuego de D’Annunzio y tuve el antojo de releerlo.

Un pasaje de la novela, que había totalmente olvidado, me llamó la atención por la fugaz referencia a quien fue centro de uno de los momentos más complejos y dramáticos de nuestra historia.

Los personajes de la novela, Stelio y la Foscarina, recorren lugares próximos a Venecia, entre ellos la Villa de los Pissani, el guía les muestra las estancias y habla de los huéspedes ilustres que por allí pasaron: María Luisa de Parma, Napoleón y otros, y allí dice:

‘—Ahora se pasa a la habitación de Maximiliano de Austria— continuó la voz tediosa…

‘Atravesaron la estancia entre reflejos. El sol daba en un canapé carmesí, producía el iris en un esbelto lampadario con gotas de cristal, pendiente de la bóveda, encendía las aristas rosas perpendiculares en la pared.

‘Stelio se detuvo en el umbral, volvióse atrás, evocó aquella sangre resplandeciente, la figura pensativa del joven Archiduque, de los ojos cerúleos, la hermosa flor de Hapsburgo, caída en tierra bárbara una mañana de estío…’

Al terminar mi breve relato hubo un silencio. Don Alfonso sonreía levemente y de pronto, con un chispazo en sus ojos tan vivos, exclamó:

—¡Eso viene de Carducci! Seguro que D’Annunzio lo tomó de Carducci, porque éste tiene un poema donde cuenta que los dioses indios esperan a Maximiliano para destruirlo y uno de ellos, probablemente Huitzilopochtli, dice este verso: Io te voleva, fiore d’Asburgo.

—No lo sabía, pero seguramente tiene usted razón—, le dije.

Esto acontecía una tarde de noviembre de 1955 (exactamente el día 10, según el apunte que hice pocos días después). Desde quince años antes, por mi frecuente trato con don Alfonso, yo tenía clara idea de los temas que simultánea y sucesivamente lo ocupaban y por eso, con curiosidad y admiración, le pregunté:

—Don Alfonso, ¿cuántos años hará que no ha releído usted a Carducci?

Y él, adivinando mi intención antes que yo la expresara, y riendo francamente, dijo:

—¿Qué culpa tengo yo de tener una memoria de colodión, que lo que miro se me queda grabado?

Más tarde comprobé lo que, por otra parte, ya sabía de seguro: que, como siempre, Reyes estaba en lo seguro. El texto original de D’Annunzio dice: ‘…il bel fiore d’Asburgo caduto su la terra barbarica in un mattino d’estate’. Y en las Odi Barbare de Carducci, en el poema Miramar, el feroz dios azteca Huitzilopochtli, para vengarse de su lejana derrota por los súbditos de Carlos V, hace su víctima al nieto, lo llama y lo condena:

Quant’é che aspetto!...
vieni, devota vittima, o nepote
di Carlo quinto.
……………
Io te voleva, io colgó te, rinato
fiore d’Asburgo;
…. o puro, o forte, o bello
Massimiliano.

‘Memoria de colidión’ decía con sorna don Alfonso. Memoria privilegiada, ciertamente. Pero es bien sabido que en el funcionamiento de la capacidad retentiva entra, en gran parte, la atención. Reyes leía con máxima atención aunque con rapidez extraordinaria: hojeando un libro recién llegado, pasaba las páginas de modo que parecía no haber podido leer sino algunas cuantas y salteadas líneas pero de repente, levanto la vista, hacía algún comentario que demostraba lo mucho q

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