El poeta Ciprián Cabrera Jasso por Felipe Garrido

Martes, 19 de Marzo de 2013

El poeta Ciprián Cabrera Jasso por Felipe Garrido
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

Homenaje luctuoso de la Academia Mexicana de la Lengua a Don Ciprián Cabrera Jasso, a un año de su fallecimiento

Casa Lamm, México, 14 de marzo de 2013[1]

Felipe Garrido

Hace un par de días, cuando quise imaginar un título para lo que entonces escribía y ahora voy a decir, vinieron a mi memoria diez palabras:

soñar y creer que muero,

morir y creer que sueño

dos versos de Ciprián Cabrera Jasso, el altísimo y doloroso poeta a quien hoy rendimos homenaje. Antes que Cabrera Jasso, otros tres tabasqueños ilustres ingresaron a la Academia Mexicana de la Lengua: Carlos Pellicer, Francisco Javier Santamaría y José Gorostiza. Curiosamente, en años contiguos: 1953, 1954 y 1955.

Narrador, ensayista, dramaturgo, sobre todo poeta, el 8 de diciembre de 2011 Cabrera Jasso fue electo académico correspondiente en Villahermosa. Cinco años antes había recibido el Premio Pellicer para obra publicada; en febrero de 2012, el gobierno de Tabasco le otorgó un reconocimiento por su ingreso a la academia. Un mes más tarde, el 11 de marzo de 2012, ciento trece días antes de cumplir 62 años, en Villahermosa, en la terraza de su casa, nuestro querido, admirado y añorado amigo se colgó. En este homenaje a su memoria, quiero buscar en sus palabras las señas del camino que lo llevó a tomar esa decisión.

Irremediablemente dolorosa, su muerte fue un acto de coherencia con la convicción, patente en su prosa tanto como en sus versos, de que es posible pasar a otras dimensiones; de que allende la muerte podremos reconocernos y reencontrarnos; de que reencarnaremos; de que no hay fronteras entre sueño y vigilia, entre vida y muerte.

Cualquiera se puede quedar en un sueño

y volverse sueño.

Imagen de un olvido en el viento.

*

Ciprián Cabrera Jasso nació a orillas del Usumacinta, en Montecristo, que después cambió de nombre. Desde niño quiso ser poeta y monje. Dedicó su vida a buscarse. Se buscó en el mundo; lejos de su río estudió psicología, en la Universidad Nacional Autónoma de México, y literatura inglesa, en la Universidad de Michigan; viajó por México y vivió en Europa; se buscó en el trabajo social, el magisterio, la función pública; en el erotismo y en las seis mujeres con las que compartió etapas de su vida –al final llegó solo─; en sus tres queridísimas hijas; en el alcohol y otras drogas; en la meditación y en el camino en ascenso de los monjes ishaya –como monje, se llamó Vyasa–; quiso hallarse para escribir “una poesía que toque las fibras del ser divino que somos”.

“-¿Te gusta cómo me estoy haciendo?”, pregunta en uno de sus cuentos una mujer que se teje. “-Tú no te estás haciendo –es la respuesta-, ya estás hecha. Lo único que tienes que hacer es verte, descubrirte a ti misma...”

... Siento que estoy tejiendo mi muerte.

-¿Y le tienes miedo?

-No, realmente no. Vivo sonriéndole. Desde hace tiempo que su esperanza es mi mejor compañía. No es que no me guste la vida, al contrario, sino que no creo que sean distintas. Pero...

-Pero, ¿qué?

-Ya quiero pasar la puerta y ver a tanta gente que extraño. Sé que están allí, las he visto en sueños.

*

Los personajes de Cabrera Jasso no alcanzan a disfrazarlo; a veces pasan de una dimensión a otra.

Silencioso, vacío de imágenes,

pleno de quietud me evaporo por los aires

y sé que soy el fantasma, el muerto revivido.

Me da miedo ser este remolino

que se traga a sí mismo sin descanso.

Ser este dibujo constante, esta silueta de pozo,

este bosque de silencios.

. . . . .

Nada tiene principio ni fin,

ni pasado ni futuro:

desde siempre, sólo el instante.

En uno de sus cuentos, dos hermanos vuelven a la casa de uno de ellos, en la brumosa Coatepec, convenientemente poblada de fantasmas:

Nos tomamos el té casi en silencio. La inmensidad de la noche se hacía sentir en el palpitar del chillido del grillo: de pronto se dilataba y volvía a contraerse como si fuera el corazón.

-Bueno, ahora sí, a dormir –le dije-. Este trago me calentó la sangre y me calmó los nervios. Ojalá y puedas descansar.

-Ojalá –me dijo mientras nos encaminamos a nuestros cuartos.

. . . . .

Cerré la puerta, miré hacia todos lados, me aseguré de que la ventana estuviera bien cerrada, lo mismo los postigos. Comencé a desvestirme mirando a cada rato hacia atrás; me sentía observado. No me decidía a apagar la luz, pero por fin lo hice. La cama estaba fresca y fue un alivio sentir que podía meterme entre las sábanas y refugiarme en ellas. La oscuridad era penetrante, no había ni un solo punto de luz. Cerré los ojos y pensé en todo lo que había hecho durante el día. En eso estaba cuando empecé a sentirme muy extraño, como si dejara de pertenecerme a mí mismo. Algo comenzó a moverse dentro de mi cuerpo; sentí que salía y que me observaba acostado en la cama. Miré hacia todos lados; no sabía qué estaba ocurriendo; podía ver en plena oscuridad. Me encaminé hacia la ventana, aún no sé por qué, y abrí uno de los postigos. El paisaje no era el mismo. Atrás no estaban los lavaderos, ni el campo, ni las plantas de café, ni el árbol de bambú. Lo que vi fue un pasillo largo en el que no tuve otra opción que entrar. Vi de nuevo hacia mi cuerpo; creía que estaba muerto y que...

No voy a transcribir “La casa”; vale la pena buscar este cuento. Aquí citaré a Ciprián sin cuidarme de normas académicas. La más amplia colección de sus prosas apareció en 1992, bajo el sello de la Universidad Nacional Autónoma de México. Los versos que voy a leer en adelante proceden de los dos tomos de Obra poética que la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco publicó en 2005 –y que el año siguiente le valieron el Premio Pellicer–. Estos poemas insisten en el paso de una dimensión a otra, en la posibilidad de compartir un cuerpo:

Sé que estabas en algún sitio

dentro de mí, pero no llegaste.

Qué extraño, estabas en mí y no llegaste.

Estabas en mi sueño

y abrí los ojos sin poder verte, sin poder tocarte.

En ellos se transita con naturalidad, sin sobresaltos, entre la vigilia y el sueño, entre el sueño y la muerte:

Despunta como un aguijón de asombros

esta madrugada.

Es aquí donde todo tiene que ocurrir:

las casas son las mismas que pueden esfumarse

en cualquier instante, y los hombres, y las flores.

Creo que escribo cargado de somnolencia,

que me pesa el lenguaje,

que me deslizo por la hoja como en sueños

y que mi rostro se ausenta de los espejos.

En este momento se me viene la idea

de que todo parto es un designio de esperanza

y me pregunto en silencio y miedosamente

si morir y soñar son lo mismo.

Yo quiero los dos de un solo golpe:

soñar y creer que muero,

morir y creer que sueño.

Y en ese ir y venir de la vigilia al sueño, de la vida a la muerte, se cumple la reencarnación, pues

La vida es un milagro que retorna

en otras manos, en otros cuerpos.

Quizá en esta misma banca me senté

hace un siglo o más;

quizá yo mismo hice la banca

y en ella están las huellas de mis manos

que ya no son estas manos,

sino unas manos que acariciaban otras manos

distintas de estas manos que ahora tomo,

acaricio y amo.

Como es posible extraviarse en un sueño, o haber muerto sin saberlo:

Bajamos los escalones aquella tarde.

El sol en el crepúsculo...

las aves en el canto que disuelve la luz.

Me preguntaste, con tu voz en la penumbra,

si había caído la noche.

Miré hacia todas partes y te dije:

-Sí, es hora de partir,

ya estamos demasiado muertos.

Una rosa ha muerto

para la eternidad del aire

dejando en mi vida su perfume.

Mientras tanto, pienso con nostalgia

que quizá soy una sombra,

el reflejo de un hombre

que nunca tocó el mundo.

como los ojos

que tratan de ver

y están muertos.

O pasar de un lado a otro del velo, de una orilla a otra del río que nos separa.

Ciertamente: algún día

abrirás la ventana

y mi lugar estará deshabitado.

Las estrellas se habrán disuelto

en la luz del alba;

las sábanas estarán revueltas

con tu soledad

y en el viento, fugaz y frío,

irás formando

la imagen de mi sombra.

En el patio, las niñas,

nuestras pequeñas hijas,

jugarán, quizá,

algo parecido a la vida.

Mientras tanto, la mía,

irá lejos, muy lejos,

tan lejos

como le alcance la muerte a mi vida.

Quizá con el tiempo

cuando la ausencia

haya penetrado mi lugar,

encuentres una señal mía

entre las hojas de un libro viejo.

El viento de cualquier estación

te hará recordar que estuve vivo,

sabrás que lloré

de impotencia ante la maldad;

que me enfrenté

cara a cara con mis demonios

y que amé hasta lo insufrible.

Yo te observaré, quizá,

desde la otra orilla:

ya sin huesos, sin carne,

sin peso...

y pasaré a tu lado

para continuar mi viaje.

Y ¿por qué esperar? ¿Por qué no decidir uno mismo el momento de rasgar el velo, de pasar a la otra orilla?:

En este instante, por ejemplo,

sería capaz de jugar

a tirarme por la ventana

y me detengo y escribo,

y miro hacia la vida

y agradezco habitar

este mismo sitio que tú habitaste

y doy gracias, también,

por seguir de pie ante la ventana

En la quietud de la tarde

observo el reflejo

de mi rostro en el cristal

vacío, sin nada en él

que no sea sino el silencio.

Del suicidio nos queda el misterio,

el pacto roto, el triunfo sobre la espera de la muerte,

la mueca de un adiós deforme y el viento.

Acortar el camino, equivocar el rumbo

y caer en el sueño inevitable

del eterno retorno.

Esto es la muerte:

caer en el fondo de uno mismo,

en la creación de uno mismo.

*

Conocí a Ciprián en 1988, cuando yo encabezaba la Dirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes y viajaba constantemente por el país. Nos hicimos amigos, se me convirtió en Pano y tuve la oportunidad de trabajar con él una coedición del gobierno de Tabasco con el INBA. Un libro de especial intensidad, Kasandra: la mujer que lo convirtió en “lujuria y sed, desenfreno y bestia/ que lamía la miel de sus entrañas,/ la humedad donde renace el mundo,/ la grieta donde la daga encuentra su entrañable nido”. Un libro cuyo erotismo alcanza los momentos de calma:

Deseo platicar contigo, Kasandra,

ojalá me escuches y no te duermas.

No, espera,

deja en paz un momento nuestros sexos,

déjalos un rato como ejércitos en retirada.

Pero no te cubras,

permite que la brisa

que entra por la ventana

arrulle el bosque de tu pubis,

tu vientre de intensas fiebres:

donde se deposita el misterio de las almas.

Mira, el aire se ha ido impregnando

lentamente

de la luz del Alba.

Y en la mejor tradición romántica y modernista celebra las nupcias del erotismo y la muerte:

No te detengas nunca, nunca...

hasta que la muerte regrese tu cuerpo

(donde sacié mis ansias)

al polvo de tus huesos,

a la tierra estrecha donde se libera

y renace el Alba.

Que se prolonga en los poemas que siguieron, con una clara obsesión por el suicidio.

En las provincias de la noche

nos desnudamos de la piel

y queda la transparencia.

. . . . .

En el palmo de polvo que pasa con el rostro levantado

hay navajas en las muñecas, sogas en el cuello,

estallidos en la sien, puentes solitarios.

En memoria de su amigo Manuel Barbosa dice Ciprián:

Tan sólo pidió un cuarto

y dijo adiós a los rostros

que tanto daño le habían hecho.

No quería más, hablar le dolía, lo sé.

Cerró la puerta y tras de ella la vida.

No más sangre caliente en las venas,

no más rojo, no más pasión;

la hizo correr por sus manos vacías.

Por ellas tenía que salir el amor, el odio,

la angustia y esos veinticinco años

de vagar largamente sobre la tierra.

El martirio se hizo eterno

y escribió un último poema en pleno éxtasis de muerte.

Sentía todo inagotable, demasiada agua,

demasiada sangre,

demasiada vida en el cuerpo para esperar;

la despedida la quería definitiva, rápida, de prisa,

y qué mejor que sellando la respiración:

detener el aire en la garganta,

matar el fuego

y sacar la lengua con la mirada

casi muerta, a un espejo.

La muerte del padre es una pesadilla dolorosa, pero el poeta sabe que es pasajera:

Amanece en las baldosas.

No podía ser de otra forma.

Todos los días la parálisis, el silencio

de los labios que silbaban por toda la casa.

Y ahora, Señor, pusiste el dedo en la boca de tu hijo

y se ha callado, no dice nada.

Se ha vuelto silente y quieto como las plantas.

Está rota la madrugada, roída su ternura,

ahuecado el vértigo que lo conduce a su fondo.

Nadie contesta en su cuerpo.

Nadie hay que haga el milagro de decirle levántate y anda,

vuelve a tu compañera y a tus hijos,

vuelve a tus campos y a tu río,

vuelve a tu perro,

vuelve de esa mudez y canta de nuevo en la regadera

para que las aves lleguen al patio

y la puerta de la casa sea una sonrisa

abierta a todas las vendedoras de verduras.

Que se abran los mares,

que se escuchen cantos y batir de alas por el cielo,

que la luz anegue su corazón y lo ilumine,

que mi padre abra de nuevo sus ojos

y despierte de esa pesadilla pasajera,

de ese sueño de acantilado que se desploma.

“Carta a mi madre”, publicado en La ventisca, un libro de 1990, no tiene atenuantes:

No quería decírtelo para no dañarte:

hay ocasiones que me canso de esperar;

las manos se me agrietan hacia el cielo

y siento en el pecho algo así como un hueco hirviente.

Busco, es cierto,

la luz que nulifique estos minutos lentos y pesados,

la vida heredada desde antes de tu vientre,

la música que me comulgue con las estrellas

y la ligereza del viento y del humo.

Estoy en el amor más pleno,

y me duele sentir este vértigo en los huesos,

este escalón sin retorno bajo mis pies,

esta luna menguante en la raíz de las entrañas.

Quiero que te estés contenta

por haber permitido que mi alma

albergara en esta piel

a la que pusiste nombre.

Pero sucede que pasan cosas en el camino,

las angustias se acumulan,

los recuerdos se encadenan

y quisiera abolir esta esclavitud de días y de noches

que se repiten sin tregua y sin descanso.

No pienses que estoy arrepentido de esta existencia

en la que he sido casi de todo.

El silencio, el no poder hablar contigo cara a cara,

el no poder decirte lo que me pasa en este aire

al que me aventaste una tarde de julio,

me han hecho escribir esta carta,

esta leve sombra pasajera como cualquier palabra.

Pero no te preocupes, mamá,

el instante, que parece eterno, también se vuelve viento.

Todo viene a impregnarse en mis pupilas:

la ceniza de los años, los rostros de las mujeres que amé

y arañaron mi pecho como lobas en celo,

las voces que me acompañaron

y que aún me acompañan en este camino.

Sé que no existe final, que nada termina

en este recomienzo de una vida indescifrable.

Todo sueño nos conduce de nuevo a las piedras queridas,

a los reflejos amados, a la memoria que atesora amores

y todos los minutos que viven en este instante.

Un aire tibio baña la penumbra del ocaso,

las hojas se desprenden resignadas y en silencio.

Doy gracias a la lluvia por llegar a tiempo

para unirse a este canto

y cubrir con su humedad la nostalgia.

En esta tranquilidad de la renuncia

a ciertas cosas del mundo,

escucho el rumor del alma que revolotea

y toma sus alas y practica su próximo vuelo.

Mi alma sabe, desde antes de mi nacimiento,

que una vez rota la jaula, será libre.

Al concluir esta recordación, hago votos porque Ciprián Cabrera Jasso, Pano, haya alcanzado lo que, en sus días y en sus versos, tan ávida, tenaz y febrilmente buscó: esa vida inextinguible que la luz de las orquídeas renueva en el vientre de la tierra.

Sólo las aves, sólo su canto

en el silencio del corazón.

Abriste la puerta del jardín

y los dos nos volvimos niños.

Imaginamos juegos debajo de los naranjos,

vuelos por las ramas,

escondrijos por las sombras,

caminos por los pequeños senderos de las hormigas.

En tus uñas se veía la huella de la sembradora

que preña la tierra

y deja en su vientre la luz de las orquídeas.

[1] Esta versión no está sujeta en el tiempo a la brevedad que exige una ceremonia pública, así que me permito extenderme un –muy– poco más.

Para leer la nota original, visite: http://www.academia.org.mx


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