" El paraíso en la biblioteca", por Gonzalo Celorio

Jueves, 11 de Julio de 2013
" El paraíso en la biblioteca", por Gonzalo Celorio
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

Dos científicos mexicanos que velan por la conservación del planeta: un biólogo que ha dedicado su vida al estudio de la evolución de las especies, que ha escrito para los profanos un libro fascinante sobre Darwin y sus musas, que puede determinar la edad de las selvas y que lucha por la preservación de la extraordinaria biodiversidad de nuestro país; y un químico que descubrió los efectos nocivos de los gases clorofluorocarbonos en la capa de ozono que protege nuestra vida en la tierra y que señaló los riesgos amenazantes que la producción voraz de satisfactores materiales inflige sobre la civilización y sobre el planeta en el que se ha desarrollado.

Un lingüista experto en la dialectología del español hablado en el continente americano, que contribuyó a la elaboración del Atlas lingüístico de México, que sabe con exactitud dónde la palabra bolillo cede el paso a la palabra birote o en qué zonas del país se usa el término ocupar con el significado de necesitar o dónde se prefiere decir zapatos café y dónde zapatos cafés, y que ha escrito cientos, acaso miles, de minucias de lenguaje, que, sumadas, constituyen un magnífico manual de estilo de la modalidad mexicana de nuestra lengua.

Un pintor versado en la literatura española de los Siglos de Oro y en los escritores de la Generación del 27 y del mexicano “archipiélago de soledades”, como se denominó al grupo de poetas agrupados en torno a la revista Contemporáneos; amante de las agudezas y el ingenio de Quevedo y de Gómez de la Serna lo mismo que de la hondura filosófica del Primero sueño de sor Juana y de Muerte sin fin de Gorostiza, tan presentes todos, aunque a veces de maneras disfrazadas, en su pintura de meninas, majas, calaveras, corcholatas y latas de sardinas.

Una historiadora del arte que se ha empeñado en descifrar la compleja sintaxis del barroco en la arquitectura y la pintura de la Nueva España y, también, en agasajar a los amigos en su casa-biblioteca de San Jerónimo con las más sofisticadas delicias de la tradicional gastronomía mexicana.

Un geólogo que no se limita al estudio físico de la tierra sino que descubre en la historia y en la literatura otras capas y otros yacimientos acaso más reveladores; un empresario de origen asturiano que ha reunido una de las colecciones de arte más valiosas de México, entre las que destacan numerosos tesoros bibliográficos; un cirujano que compartió su vocación médica con otra igualmente poderosa y curativa, la lectura, que a veces puede impulsar, como en su caso, la escritura; un notario que da fe, con su biblioteca por testigo, de su interés por la historia de México y su propia genealogía.

Todos ellos unidos por su bibliofilia en el sentido etimológico y más amplio de la palabra.

Dos escritores colombianos, de prosas igualmente navegables, avecindados en México: el uno fluvial y el otro marinero, uno monárquico y otro socialista, los dos lectores memoriosos, desde niños, de la poesía de Gil Vicente, Garcilaso de la Vega y José Asunción Silva, ambos viajeros sedentarios y relatores el uno de las travesías de su gaviero y el otro de las aventuras, las desventuras y las sinventuras de nuestro continente.

Una escritora que ha sabido combinar la inocencia y la malicia, la frescura y la crítica, la fluidez  de la prosa y el rigor de la investigación que la sustenta, y que les ha dado voz a quienes en nuestro país han callado secularmente. Y otra que no sólo ha practicado la alquimia del verbo en sus novelas, sino la alquimia de la cocina y ha podido, en admirable sinestesia, atribuirles a los guisos, las especias, los condimentos y hasta los nombres locales de chiles, frutas y verduras el erotismo de todos los sentidos.

Varios editores: dos exiliados españoles, padre e hijo, que le dieron al Fondo de Cultura Económica —cuyos apellidos siguieron vivos en su décimo tercer director— la dimensión ecuménica que ostenta su catálogo; un escritor que conoció tanto a los poetas griegos modernos, a quienes tradujo a nuestra lengua, cuanto a los poetas malditos franceses, poeta él mismo y hombre de cultura, que le entregó a nuestra Universidad Nacional su Revista y sus mejores colecciones bibliográficas y que hizo que la venerable editorial del Estado mexicano, que también dirigió durante varios años, aquilatara su función de maestra de Hispanoamérica; y otro más, cultor por añadidura de una sensual prosa de intensidades, que ha editado, junto con su esposa Margarita de Orellana, la revista Artes de México, acaso la más bella que se haya publicado en nuestro país y por ello también la más premiada y la más reconocida.

Una politóloga especialista en las relaciones internacionales de México, cuyos rigurosos estudios mucho le deben a su pasión inveterada por la lectura de novelas, género de tal manera crítico y revelador de la sociedad referencial, que por su inherente carácter subversivo fue inhibido en los tiempos coloniales de nuestro país.

Tres preservadores de las culturas originarias de México: un estudioso de la lengua y la filosofía nahuas que ha trabajado infatigablemente en la reivindicación de quienes resultaron vencidos tras el trauma de la Conquista; un arqueólogo que descubrió, en el doble sentido de la palabra, la Coyolxauhqui al pie de las alfardas del que fue Templo Mayor de México-Tenochtitlan y que tuvo los arrestos de despejar esa terrible oquedad de la historia para llenarla con nuestra memoria, y un arquitecto que le dio modernidad a dos emblemáticos recintos: el Museo Nacional de Antropología, que conserva nuestra historia más remota y peregrina, y la nueva Basílica de Guadalupe, que acoge las creencias más arraigadas de nuestro pueblo y su más señalado signo identitario.

Un presidente de la República que legó su biblioteca a una fundación que lleva su nombre; un estudioso del derecho que ejerció admirablemente, con la solvencia intelectual de una vida dedicada a la lectura, las altas responsabilidades políticas, diplomáticas y legislativas que le fueron encomendadas; un fotógrafo que piensa con buenas razones que la fotografía artística es equivalente a la poesía; un filósofo, poeta y traductor procedente del exilio catalán.

Todos unidos por  el inocultable amor a los libros.

Un distinguidísimo caballero de trato amable, impecable dicción, corbata de moño y enhiestos bigotes, lamentablemente desaparecido, que ostentaba entre las obras de su autoría, nada menos que la Enciclopedia de México.

Un violonchelista políglota que viaja por medio mundo con doña Chelo, su voluminosa acompañante de apellido Stradivarius, y con los cinco mil años de palabras que ha estudiado y que le han conferido un sillón en la Academia Mexicana de la Lengua.

Un bibliógrafo, bibliófilo, bibliómano y librero de origen campechano, conocedor como nadie de las piraterías que asolaron a su ciudad natal durante los tiempos novohispanos, que consagró su vida a integrar uno de los acervos bibliográficos más ricos de nuestro patrimonio cultural.

Dos abogados: un jurista de estirpe intelectual que conoce a tal grado las constituciones políticas de los países hispanoamericanos que sabe de todas y cada una de las enmiendas que han sufrido a lo largo de la historia y —enamorado como es de las palabras— hasta del número de voces que cada una de ellas contiene; y otro que, además de letrado, es también economista e historiador y ha dedicado buena parte de su actividad intelectual a la recuperación de la memoria histórica del exilio español republicano en México, del que proceden sus mayores.

Una escritora que también es notabilísima académica, elegante y profunda, estudiosa de sor Juana Inés de la Cruz y de la narrativa mexicana del siglo xix, maestra dentro y fuera del aula, impulsora de jóvenes escritores, editora de revistas literarias, restauradora de genealogías perdidas, novelista, ensayista, cronista de sus viajes: los físicos y los intelectuales —incluidos sus naufragios—, amén de sus largas caminatas con zapatos de marca.

Dos melómanos bibliófilos, diplomáticos y gestores culturales, memoriosos de sus respectivos e ilustres antepasados; una investigadora que ha sabido articular el discurso de nuestro arte moderno y hacérnoslo comprender a los profanos a través de su desempeño como directora de museos, crítica de arte y divulgadora de su ciencia; un conocedor de la lengua alemana y particularmente de la literatura austriaca, que nos ha dado a conocer las letras del llamado imperio perdido, diplomático en su tiempo y, en su tiempo también, director de un canal cultural de televisión que abrió muchas ventanas para ventilar saludablemente nuestra casa común; un dramaturgo y guionista cinematográfico, formador a su vez de dramaturgos y guionistas que reconocen su magisterio, y que ha ejercido el periodismo crítico con probidad valiente y hasta temeraria.

Unidos sobre todo por el reconocimiento del influjo que los libros han tenido en su vida: en su formación y en sus especialidades, en sus oficios o en sus profesiones.

Un novelista extemporáneo de la Revolución Mexicana, que les ha añadido a los héroes y los bandoleros (o bandolhéroes, como los llamó Salvador Novo en feliz fusión de términos que en México no son contradictorios) de aquella gesta histórica la dimensión espiritista de su personalidad.

Un caricaturista que ha ejercido esa modalidad crítica del periodismo a través del humor, que, como diría Julio Cortázar, ha cavado más túneles sobre la tierra que todas las lágrimas derramadas sobre ella.

Un abogado que cambió el estudio del derecho por el de la historia, que fue discípulo dilecto de José Gaos y llegó a presidir El Colegio de México, la noble institución fundada como Casa de España para albergar a los numerosos y muy notables intelectuales procedentes de la República española derrotada.

Una escritora de ojos grandes que ha indagado en el alma femenina y ha revelado a los hombres y a ellas mismas sus complejidades, que ha reivindicado sus valores y ha denunciado las opresiones que las han victimado a lo largo de los tiempos.

Dos Premios Nobel, un miembro de la Royal Society a la que pertenecieron Newton y Einstein, seis miembros de El Colegio Nacional, diez miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, cinco hijos del exilio español republicano refugiados en nuestro país, dos colombianos acogidos en México… Científicos, poetas, abogados, novelistas, dramaturgos, ensayistas, arqueólogos, arquitectos, médicos, historiadores, sociólogos, pintores, caricaturistas, empresarios, editores, músicos, filólogos, lingüistas, diplomáticos, funcionarios, traductores, fotógrafos, libreros, enciclopedistas. Todos ellos convocados por Corina Armella de Fernández Castelló, que ya había publicado un hermoso libro titulado Entre libros y que ahora, tras una acuciosa investigación resuelta en una sucesión de espléndidas entrevistas, nos presenta este nuevo título, Vida entre libros, que es la expresión polifónica y tautológica del amor al libro; un libro tan bello como el anterior, que gracias a la amorosa labor de Corina, hace que las bibliotecas particulares que lo integran de algún modo se hagan públicas.

Y al lado de la palabra, la imagen. Al fotografiar las bibliotecas particulares de los personajes que forman el elenco de este libro, Héctor Velasco Facio, también poeta de la luz, retrata el alma de sus poseedores porque no hay relación más mimética que la que se establece entre un lector apasionado y sus libros. Además de una serie de retratos hablados, escritos con enorme sensibilidad por Corina Armella de Fernández Castelló, este libro es, también, una galería de retratos espirituales: si físicamente somos lo que comemos, espiritualmente somos lo que leemos.

Para leer la nota original, visite:

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=20&art=656&sec=Reportaje%20Gr%C3%A1fico

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