Desconfiemos de la realidad: Jaime Labastida, por Roger Bartra

Jueves, 16 de Marzo de 2017
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Foto: Siglo XXI

-Jaime Labastida acaba de entregar a los lectores una reunión de ensayos con el título de ¿Pueden las aves romper su jaula? En este libro, el poeta y filósofo irrumpe en un núcleo de temas de perfil polémico y sobre los cuales hay una amplia discusión intelectual, y lo hace desde una postura novedosa y crítica, como señala Roger Bartra, el autor de La jaula de la melancolía.
 
Sobre ¿Pueden las aves romper su jaula?, la magnífica colección de ensayos que nos ofrece Jaime Labastida, flota una inquietud en torno de nuestros orígenes como nación y como parte de la evolución de la humanidad. Esos orígenes se remiten a una antigua jaula dorada que sobrevive en la imaginería colectiva y ante la cual no sabemos qué hacer. ¿Existe esa jaula primigenia? ¿Hay que romperla? ¿Seremos libres si nos escapamos de ella? ¿Añoraremos el antiguo encierro como algunas aves domesticadas cuando se encuentran perdidas lejos de su jaula? Labastida comienza señalando que muchos mexicanos creen que fueron conquistados por otros, por los españoles del siglo XVI. Es una forma de identificación con la víctima y no con el verdugo. Este impulso se ha integrado a lo que se suele llamar la “identidad nacional”, un poderoso mito que sigue sustentando las acciones de muchos políticos y orientando a algunos intelectuales. Se comprende el interés de Labastida por la definición del carácter de las sociedades prehispánicas, especialmente la mexica. La inevitable pregunta es: ¿los aztecas constituyeron una sociedad dotada de Estado y dividida en clases? ¿O bien se trataba de una comunidad primitiva carente de Estado? La pregunta adquiere un claro sentido político (además de científico) si se considera que la nación mexicana desciende directamente de los aztecas, si se cree que ellos fueron, acaso junto con otras sociedades prehispánicas, el crisol donde se fundió el país que hoy llamamos México. Lewis H. Morgan, el gran etnólogo estadounidense del siglo XIX, se inclinó por la idea de que los aztecas carecían de Estado, y ello es el motivo de las reflexiones de Labastida en el primer ensayo de este libro. Morgan afirmó, en La sociedad antigua, que los aztecas “todavía poseían tierras en común, vivían en grandes hogares compuestos de un número de familias emparentadas y, como existe buena razón para creerlo, practicaban el comunismo en la vida del hogar”. Estas peculiaridades, y la ausencia de implementos de hierro y de moneda les hicieron pensar que los aztecas se encontraban en la fase media de la barbarie, según la terminología de Morgan que después fue adoptada por Engels y Marx. En contraste, los iroqueses fueron ubicados en la fase inferior de la barbarie. Para Morgan la historia humana se dividía en tres grandes formaciones: el salvajismo, la barbarie y la civilización. Tomó la idea y la terminología del escocés Adam Ferguson, quien en 1767 fue el primero en proponer esta periodización en tres grandes etapas. Sobre los aztecas Morgan escribió una curiosa observación:

Se puede dar por lógicamente cierto que tenían sólo una comida preparada por día, la cena, para la cual se separaban, comiendo primero los hombres solos, y después las mujeres y los niños. Como no disponían de mesas ni de sillas para el servicio de la comida, no habían aprendido a consumir su única comida diaria a la usanza de las naciones civilizadas.

Con este peculiar estilo decimonónico, que hoy parece marchito, Morgan concluyó que una sociedad como la azteca, sin instrumentos de hierro, sin sillas ni ruedas, no podía estar en la fase civilizada de la evolución humana. Desde luego, hoy en día la terminología de Morgan, al hablar de salvajes y bárbaros, nos parece completamente inapropiada, lo mismo que aquella que usaron los españoles del siglo XVI para hablar de monarquías en referencia a los aztecas o los incas. El gran arqueólogo australiano V. Gordon Childe modernizó y adaptó la periodización de Morgan, pero mantuvo la vieja terminología. Introdujo los conceptos de revolución para separar el salvajismo de la barbarie (revolución neolítica) y la barbarie de la civilización (revolución urbana). Childe, a diferencia de Morgan, creía que los pueblos azteca e inca eran civilizados. Pero, más allá de la terminología, estas formas de periodizar tienen un contenido científico que es importante discutir, como lo hace Labastida.

Conocemos muy bien las repercusiones políticas de las peculiaridades que se atribuyen a los ancestros de la nación. Recordemos las calurosas discusiones sobre la existencia (o no) de sacrificios humanos y de prácticas caníbales en las sociedades prehispánicas. La idea de Morgan, desarrollada por su discípulo Adolph Bandelier y después adoptada por Engels y Marx, estimuló la imagen de una sociedad comunista antigua, democrática y libre de explotación. Si estos fueron los orígenes de la humanidad, ¿por qué no recuperar esa edad de oro bajo una modalidad superior muy avanzada? Fascinado por el libro de Morgan, La sociedad antigua, Labastida inicia su libro discutiendo sus tesis, y las de Bandelier. Con toda razón sostiene que Morgan no debe ser visto como un perro muerto carente de interés. Contrasta las ideas marxistas influidas por Morgan con la interpretación que antes de leer el libro de Morgan había hecho Marx de las sociedades orientales antiguas, a las que definió por su “modo de producción asiático” y como sometidas a un Estado despótico. Podemos comprender que la caracterización de Morgan de los aztecas como una sociedad no civilizada y bárbara afectó las ideas nacionalistas que glorificaban una identidad nacional sustentada en la invocación de un pasado prehispánico grandioso, brillante y civilizado. El orgullo patriótico se fundamentaba en la exaltación de unos antepasados altamente civilizados cuya sofisticada cultura debía contrastar con las costumbres rudimentarias y bárbaras de las tribus norteamericanas como los iroqueses o los algonquinos. El primer ensayo de Labastida reabre la discusión al sostener que en la sociedad azteca, aunque imperaba la explotación del hombre por el hombre, no había Estado. En el capítulo final vuelve al tema de un modo de producción asiático, usado para caracterizar a las sociedades mesoamericanas, cuando reflexiona sobre la idea de que las diferentes etapas históricas están separadas por periodos de revolución, desde la llamada revolución neolítica hasta la socialista, pasando por la francesa y la de Estados Unidos, consideradas como revoluciones burguesas. Labastida critica esta propuesta y rechaza la historia oficial. Critica la idea de que se puede edificar sobre las ruinas del pasado (ya sean estas vistas como escombros terribles o restos gloriosos). Cree con Sartre que los seres humanos albergan un núcleo de libertad y por ello pueden deshacerse del pasado y construir un futuro sin ataduras, abierto, racional y pacífico. No lo dice expresamente, pero Labastida me deja con la idea de que el acceso a ese futuro no pasa por la revolución. Yo agregaría que hoy en día, y no solamente en México, la idea de revolución se ha vuelto conservadora y reaccionaria.

Labastida anuncia su libro, en el breve prólogo, como una propuesta que va más allá de la filosofía de lo mexicano, más allá de las ideas sobre la esencia de la identidad supuestamente profunda de México. Con toda razón Labastida propone examinar la cultura mexicana, más con las categorías propias de la mitología que con las de la filosofía o la religión. De hecho, el proyecto de mirar la historia y la cultura de México desde la óptica de la mitología parece una estimulante propuesta renacentista. Pico della Mirandola buscaba los sentidos ocultos de las fábulas antiguas, que debían albergar algunas verdades ocultas. El mitólogo español del siglo XVI, Juan Pérez de Moya, decía que las reflexiones en su libro Philosophia secreta se orientaban a entender las fábulas mitológicas. “Mitológica es un habla ―dijo― que con palabras de admiración significa algún secreto natural, o cuento de historia”. Los humanistas buscaron descifrar en las idolatrías de los antiguos y los gentiles los secretos de una sabiduría perdida. Algo de esta actitud se puede percibir en los cronistas y misioneros españoles que en el siglo XVI escudriñaban los misterios de las formas de pensamiento indígenas no cristianas. Labastida, que utiliza las nociones modernas de mito inspiradas en Cassirer, comprende que en el pensamiento mítico las imágenes y las palabras no representan la cosa, sino que son la cosa misma. Los mitos no significan algo, sino que son ellos mismos la cosa que existe y actúa. Desde esta perspectiva, el mito de la identidad nacional mexicana no representa algo oculto que es necesario descifrar: la identidad es un mito que actúa en la conciencia de quienes creen en él. No habría pues una filosofía náhuatl (en el sentido que le da Miguel León-Portilla), sino una mitología náhuatl. No habría una ontología del mexicano (como quería Emilio Uranga), sino una mitología del mexicano.

El libro de Labastida, entre muchas cosas, expresa la fascinación que siente un pensador extremadamente racionalista por el azar, el mito, lo irracional y el vacío. Afirma que, por ejemplo, el concepto de lo que llamamos revolución es una construcción teórica posterior a los hechos que se quiere definir, una explicación que encadena de manera lógica una serie de hechos azarosos. Las acciones humanas obedecen a un principio de incertidumbre y, sin embargo, debemos preguntarnos si la historia tiene algún sentido. Nos hace pensar que la libertad no puede ser reducida al azar, al advenimiento de acontecimientos fortuitos. Somos libres porque nos enfrentamos a la necesidad. El puro azar, el azar profundo ―suponiendo que exista― no puede ser la base de la libertad.

Si la revolución es a veces un acto libertario que busca arrancarnos de las cadenas que nos atan al pasado, es claro que también alberga feroces tendencias a devorarse a sí misma y a sus criaturas. Las reflexiones de Labastida sobre la sucesión de épocas históricas siguen un hilo dialéctico muy estimulante. Aparece siempre la contraposición entre la herencia y la innovación. Sus creativas interpretaciones me llevan a pensar que, si bien es difícil entender un proceso revolucionario, es aun más difícil comprender por qué hay continuidad y por qué quedan remanentes que sobreviven. Una manera fácil de entender esta permanencia de lo viejo consiste en insertarla en el molde de una identidad esencial que perdura desde tiempos primigenios. Ante el peso de esta identidad nacional no habría mucho espacio para la libertad: los habitantes de la nación estarían condenados a expresar un arquetipo profundo del que sólo con acciones traidoras podrían desprenderse, sólo para caer en el vacío y la pérdida de sentido. No es este el camino que emprende la brillante reflexión de Jaime Labastida. En México se vive la condición plural, compleja y diversa de una región habitada por muchas expresiones culturales y étnicas sometidas desde hace siglos a mezclas e hibridaciones. Pero este mestizaje no ha cancelado la diversidad: la ha hecho cambiar de rostro y de expresión.

Labastida acepta que México es parte de lo que se ha llamado el extremo occidente. En varios de sus textos estudia cómo México ha sido una lejana extremidad del occidente español, que se enfrenta a fusiones y colisiones con culturas y sociedades amerindias. Por ejemplo, explica Labastida, ni en España ni en la Nueva España hubo propiamente una filosofía de la Ilustración. Al respecto, su reivindicación de José Mariano Mociño es muy importante, pero con ello no quiere borrar su apreciación pesimista sobre la debilidad de una Ilustración novohispana. Tendríamos también que preguntarnos cómo se logró desarrollar un muy peculiar romanticismo, débil y tardío. Acaso hubo una Ilustración avant la lettre durante el Siglo de Oro, de gran brillo pero frustrada como faro luminoso y crítico para abrir paso a la modernidad. Y si México no heredó ni desarrolló un pensamiento ilustrado, ¿cómo pudo tener su romanticismo, que suele ser una reacción contra la modernidad ilustrada? La exploración crítica del trayecto cultural que une, digamos, a sor Juana Inés de la Cruz con Fernández de Lizardi, podría dar lugar a un estudio fascinante que respondiera a la pregunta: ¿cómo se llega a la modernidad sin una potente Ilustración y un potente romanticismo? ¿Cómo se transita hacia el siglo XX con las luces apagadas y con pocas sombras melancólicas? ¿Se encendieron las luces y aparecieron las sombras después de la revolución de 1910? Espero que Labastida nos conteste estas preguntas en un próximo libro.

No quiero terminar sin mencionar los esclarecedores ensayos que Labastida dedica a Humboldt. El libro incluye además muy buenas reflexiones sobre diversos escritores, como Guamán Poma de Ayala, sor Juana, el Inca Garcilaso de la Vega, Martín Luis Guzmán; agrega también ensayos sobre varios temas filosóficos: sobre el concepto de lenguaje, lo sagrado, el mito, la educación y la justicia. Culmina el libro con el ensayo brillante y esclarecedor que da título a todo el libro: “¿Pueden las aves romper su jaula?”. Se trata, dice, de preguntas sin respuesta. Pero ello no es tan cierto: nos da muchas respuestas. El conjunto de ensayos es una aportación muy creativa a la reflexión filosófica sobre México.

Labastida ha escrito un bello poema filosófico, repleto de preguntas, titulado "En el centro del año". En él también hay respuestas. Quiero terminar citando seis versos de ese libro, en los que dialoga con Rimbaud:

¿Podemos alterar el curso de la historia?
¿Hemos de ser modernos para cambiar la vida?
Para cambiar la vida, ¿basta con alterar la condición
política, la podredumbre, grave, del Estado? ¿Cambiará,
por esto sólo, la vida breve de los hombres? Es preferible
que desconfiemos de la realidad.

 

Para leer la nota original, visite: http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=811&art=17648&sec=Art%C3%ADculos


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