Después de muchos días de oponerse a la insistencia de sus colegas y del director, don Atanasio Argúndez y Ávila, aquel probo juez que creía más en la justicia que en las leyes, terminó por aceptar que la Benemérita Sociedad lo homenajeara con un piscolabis, siempre que fueran sus miembros, y no la corporación, quienes cubrieran los gastos del caso. Todos, menos él, quedaron complacidos.
La madrugada, desvelado, el abogado se retractó:
“Señor director: Mi conciencia me exige que le confiese mi desazón. Me veo forzado a hacer público algo muy íntimo: soy huraño, ranchero, de plano antisocial. Lo soy siempre, pero más si me toca estar en el centro. ¿Qué quiere usted? No me hallo. Sufro ataques de pánico escénico. Si le escribo es para manifestarle, a usted y a todos los queridos colegas de la Sociedad mi imperecedera gratitud por este gesto que nunca olvidaré. Y para pedir, suplicar, implorar que aparten de mí este cáliz.”
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