El número del 17 de febrero del suplemento La Jornada Semanal se dedicó a la memoria de la gran escritora rusa Marina Tsvietáieva (hace poco, un buen amigo rusófilo criticó mi pronunciación del apellido de Marina. En venganza le pedí que repitiera varias veces la sencilla palabra purépecha parangaricutirimícuaro. Lo derroté de manera fulminante). Selma Ancira, la coordinadora del Centro de Traducción que funciona en Yásnaia Poliana, la casa de Tolstói, y merecedora de los mayores premios en materia de traducción, fue la coordinadora y la admirada traductora de los textos de Marina.
En respuesta a un cuestionario, la poeta rusa habla de las vivas memorias de la primera infancia y, de manera muy especial, de Tarusa, poblado que se recuesta en las márgenes del río Oká. En ese lugar la niña Marina pudo ver a los grupos de flagelantes que se azotaran para vencer las tentaciones, para conjurar al demonio, para incrementar su perfeccionamiento espiritual o para lograr otra clase de perturbadoras sensaciones (no olvidemos las flagelaciones de las mujeres en las fiestas de las lupercales romanas; ahí, junto a las veneraciones a los dioses, brillaban oscuramente los retorcidos orgasmos). Mucho le agradecí a Selma la coordinación de ese número que aumentó el interés por la obra de Marina y de todos los escritores de su época. Esta recuperación incluía, por supuesto, la narración de la vida de la autora, la crítica del desastre soviético causado por Stalin y su horrenda Nomenklatura; la memoria de los millones de muertos en el Gulag y la estupidez del realismo socialista que liquidó el entusiasmo inicial del Proletkul y destrozó la labor de búsqueda y de experimentación de los teatristas apoyada por Lunacharsky y las obras que anunciaban un nuevo humanismo. Al lado de Marina encontramos a Zamiatin, Mandelstham, Pasternak, Eisenstein, Malevich, Bulgákov, Maiakovsky y a muchos otros censurados, apresados y asesinados por un sistema dictatorial que tanto daño hizo al pensamiento socialista y al verdadero comunismo que tiene un claro contenido humanista.
Las Ediciones sin Nombre agrega un nuevo nombre a su excelente anonimato, Las flagelantes. Los tres cuentos que componen este sorprendente libro en el cual, como en toda su obra, está presente la autobiografía de la escritora, tienen un tono intimista y, al mismo tiempo, reflejan dialécticamente la realidad de un momento de la historia del mundo, la profunda belleza de un paisaje, el tranquilo fluir de un río que, como el de don Jorge Manrique, va a dar a la mar que es el morir.
En el prólogo, Selma nos explica la génesis de su pasión por traducir y su amor por la lengua rusa. Sus reflexiones iluminan muchos terrenos del difícil y hermoso trabajo que consiste en pasar a nuestra cosmovisión otra cosmovisión y encontrar la tensión espiritual de una lengua en la intensidad de otra radicalmente distinta, aunque ambas estén unidas por el fenómeno humano.
Dice Selma que Brodsky considera a Marina la poeta más grande que diera el siglo XX. Sin duda hechizó a su traductora (“el mundo me ha hechizado”, decía Quevedo) y se apoderó suave y hermosamente de su atención, su pericia, su pasión y su amor por el alma rusa.
Selma y yo nos conocimos en Grecia hace algunos años (algunos). Una mañana de otoño, con mi compañera Lucinda, fuimos en procesión al santuario de Dafni. En su honor escribí un poema en el que el Pantocrator observaba, con mirada severa, al danzante dios del mundo clásico. Siguió Selma con sus rusos pero ya se abría paso en su alma de traductora la prosa de Seferis.
Gracias por estas flagelantes del río Oká, gracias a Chema Espinasa por enriquecer nuestro conocimiento de la obra de Marina. Creo, Selma, que la música en ruso de los poemas y los cuentos pasa ya con asombrosa naturalidad al español. Ya lograste lo que quería Marina respecto a la traducción: “Dos variaciones sobre el mismo tema, dos visiones de lo mismo, dos testigos de la misma visión. Cada uno lo vio desde sus ojos”.
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