Bazar de asombros: "Carlos Fuentes y las palabras (II y última)", por Hugo Gutiérrez Vega

Sábado, 06 de Julio de 2013
Bazar de asombros: "Carlos Fuentes y las palabras (II y última)", por Hugo Gutiérrez Vega
Foto: La Jornada Semanal

 

Las buenas conciencias, en cambio, tiene su ámbito de acción y de expresión en la provincia, y hace realidad el viejo apotegma: “Pueblo chico, infierno grande.” El personaje central de esta saga de encuentros, desencuentros y malos entendidos es la moral social autoritaria y represiva que, desde siempre, entristece la vida y retuerce las conciencias de muchos habitantes de las ciudades de la provincia hispánica, mestiza y católica.

La muerte de Artemio Cruz pone fin a la valiosa y crítica serie de la llamada novela de la Revolución mexicana. Si aceptamos una catalogación más flexible, podemos partir de Azuela, pasar por Vasconcelos y Nellie Campobello, Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Magdaleno, Rubén Romero, Urquizo, Yáñez, Rulfo, Arreola y Fuentes. Artemio, moribundo en su lecho de angustias y de memorias, pone fin a una historia de valor, audacia, corrupción, ambigüedad moral, cinismo, demagogia, simulación (gesticulación, diría Usigli, quien, junto con Elena Garro y su Felipe Ángeles, nos dan la visión teatral del largo conflicto); pena, remordimiento, en fin, el conjunto de sentimientos encontrados que libran a esta excelente novela de la maldición nacional del maniqueísmo y del hábito melodramático iberoamericano.

Terminó la charla y, ya en el pasillo de salida, bajo un retrato de César Borgia (“César o nada” era el lema de la terrible familia), el embajador me abrazó y, con un candor inusual en el experimentado diplomático, me preguntó con lágrimas en los ojos: “¿En verdad son tan buenas las novelas de Carlos?” Asentí con la cabeza y le entregué una libreta en la que Elena Mancuso, la traductora de Rulfo y de Asturias, me hacía una serie de preguntas sobre las novelas de Carlos en las que estaba trabajando. “La muerte de Artemio Cruz es lo mejor que he leído últimamente”, comentaba la hábil traductora. “Lo ve, embajador, aquí tiene un testimonio extranjero intachable y competente.” Esa noche, el embajador impecable y su verboso agregado cultural bebieron unas copitas de más del peleón vino dei castelli romani.

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http://www.jornada.unam.mx/2013/06/30/sem-bazar.html

A los pocos meses, Carlos fue a Roma y lo llevé a cenar con Rafael Alberti, María Teresa León y Aitana, al Campo dei Fiori, frente a la estatua de Giordano Bruno, que siempre nos recuerda los olores de la verdad y de la leña verde. Comimos una carbonara impecable. Corrió el vino y Alberti recordó los pasajes de La región más transparente que más le habían impresionado. Hablamos de los refugiados (transterrados, diría Gaos) españoles: Recasens, Comas, Pedroza, León Felipe, Cernuda, Rejano, Aub, Garfias, Altolaguirre, Prados, Domenchina, Renau, Buñuel, Alcoriza, Alejandro, Amparo Villegas... Alberti hizo la memoria de Pedro Garfias en las trincheras de la sierra de Córdova, y dijo el poema dedicado a Ximeno: “Ay, Ximeno, capitán del batallón de Garcés, capitán de la cabeza a los pies...” Alberti quería saber de Buñuel y Carlos dio brillante y entusiasta respuesta a sus inquietudes.

Al día siguiente salí rumbo a Venecia con Los caifanes en hombros. Logramos incluirla en la sección informativa y fue vista con simpatía por algunos reseñistas. Salimos de la función, Sereni y yo, pensando en la Diana cazadora con brassiere y en el “Santaclós” borracho de nuestro amado cronista general, Carlos Monsivaís, “monstruo de la naturaleza”, como Lope de Vega.

Conviví con Carlos y Rita en Londres. Vivíamos muy cerca, en el hermoso barrio de Hampstead, y mis hijas jugaban diariamente con la simpática e inteligente Cecilia. Carlos se disfrazaba de Drácula con toda la parafernalia vampírica y les daba sustos de órdago, avanzando solemnemente por el pasillo de la antigua casa de Hampstead Heath.

Íbamos al cine con frecuencia y, a veces, cumplíamos ritos memoriosos estrambóticos, como el asistir a un ciclo de cine argentino de la época extrañamente llamada dorada y a otro de cine comercial mexicano. Nos veo saliendo del National Film después de sufrir una película de Armando Bo y de la desbordante Isabel Sarli que trataba el problema del contrabando de mate en la frontera con Paraguay. Carlos recordaba el reparto entero, incluyendo el nombre del maquillista. Por el lado mexicano, Juan Orol y las inmortales rumberas de caderas montadas en flan, nos regalaron momentos de beatitud.

Por estas y por otras muchas razones, Carlos fue un hombre del Renacimiento. Releyendo Vlad, lo veo como vampiro asustador de infantas y como escritor de terror basado en la realidad de un país en donde abundan los chupasangre. Lo oigo hablar con admiración ilimitada de Balzac, Dickens, Tolstoi, Faulkner, Cervantes; lo veo instalado en la trivia que, bien utilizada, es una poderosa arma del fabulador. Veo a los personajes de sus novelas y me siento a charlar con el Ixca, y a ver cómo agoniza, en el sentido griego de la palabra, Artemio Cruz. Constato la variedad y riqueza de sus temas, su inquietud social y política plasmada en ensayos, artículos y conferencias; pienso en su habilidad y en su carisma tanto en la cátedra como en las charlas informales, en sus viajes interminables, sus amores, sus pérdidas, sus premios y, sobre todo, en su deseo inagotable de vivir, revivido cada mañana pues, ya lo afirmaba Italo Svevo, los días son siempre originales y de eso depende la variedad del mundo.

Miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua, Carlos nos deja como legado inmarcesible las palabras con las que construyó su obra variadísima. Fue uno de nuestros escritores mayores (perdón por la platitud y por el uso de esta palabra); fue un mexicano ejemplar y un hombre de mundo. Con él vivimos muchos momentos de inspiración renacentista, nos enamoramos del idioma y renovamos nuestro compromiso con las palabras, con el verbo que era y es en el principio.

Gracias, Carlos, por tu vida, tu obra, tu amor por el país, tu preocupación por el mundo, tu talante humanista y tu fe en el valor de las palabras.

 

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