"Arturo Azuela: Historia imaginada", por Edgar Esquivel en la Revista de la Universidad de México

Lunes, 20 de Agosto de 2012
"Arturo Azuela: Historia imaginada", por Edgar Esquivel en la Revista de la Universidad de México
Foto: Revista de la Universidad de México

El fallecimiento de Arturo Azuela, acaecido el siete de junio pasado, nos deja sin una de las figuras más destacadas de nuestras letras. Edgar Esquivel nos ofrece una semblanza del autor de Manifestación de silencios, La mar de Utopías y Estuche para dos violines, por sólo mencionar algunos títulos de su obra.

“Fue elegido miembro de la Academia Mexicana de la Lengua el 9 de mayo de 1985 y tomó posesión el 25 de septiembre de 1986; ocupó la silla XXX que había dejado vacante Agustín Yáñez en enero de 1980”.

Baste dicho asomo de una biografía multifacética, la de Arturo Azuela (1938-2012), autor de El tamaño del infierno, para delatar su cátedra ininterrumpida de sensibilidad libertaria y su voluntad de saber, además de la asunción personalísima que hizo de una tradición literaria que guarda con celo el cariz de una época —la etapa armada de la Revolución mexicana con sus trágicas secuelas regionales— que definiría a la postre buena parte de la cultura en México. Tan es así que dicha tradición, sorprendentemente, aún puede presumir que nosotros inclusive somos parte de aquel propósito mayor de relatoría fantástica.

La ambición cognoscitiva fuera de serie que caracterizó la vida y la obra de Arturo Azuela permitirá seguir indagando y repensando sobre los detonadores y elementos que han marcado las vertientes del ámbito literario en México, su vigencia o líneas de continuidad a partir de lo que se conoce como la “novela de la Revolución mexicana”. Si la política (la otra ficción) hace ya buen tiempo que se encargó de hacer de tal suceso un mito ausente y sin perspectivas, la literatura gestada en torno a ello, en cambio, alcanzó niveles ejemplares de evolución estética no obstante haber quedado al amparo de una realidad disuelta en estilos, matices y compromisos artísticos igualmente disímbolos; constituye todavía un referente de creación que se apega a la observación más detallada y la disciplina como factores de inspiración.

Así, Historia y novela —binomio efectivo de viejo cuño— son dos categorías de la imaginación con caminos que se entrecruzan cínica y promiscuamente; además de ser el resultado de una misma obsesión: la unción de los acontecimientos y su reconstrucción “de autor”.

Cualquier historia o relato, de elaboración intelectual compleja o básica, termina por ser un artificio (no estrictamente literario) que se contrapone a su origen: lo que denominamos realidad; por tanto la memoria, el deseo, las frustraciones y los anhelos del hacedor de ficciones sostienen un diálogo permanente con quien se encarga de hacer o de interpretar la Historia, luego entonces tenemos que la literatura es un registro alterno de tal concepto y viceversa. La fórmula no es novedosa, pero adquiere tal claridad y contundencia en muchas de las reflexiones de quien fuera también director de la Revista de la Universidad de México y de la Facultad de Filosofía y Letras, que bajo esa óptica no hay sitio posible para rivalidades o desplantes entre disciplinas, al contrario; la Historia Universal, por ejemplo, llega a ser verdaderamente otra bajo el supuesto de que es el producto de refutaciones constantes, de certezas a destiempo que sostienen meras figuraciones o puros inventos —sin menoscabo de fuentes primarias o secundarias—; ahí están las crónicas y los avistamientos. El relato de nuestra existencia, sea vivencial o no, asume rostros inverosímiles pero al final es uno solo: la única poseedora de la verdad es la imaginación.

Bajo ese criterio, Immanuel Kant estableció en Idea para una historia universal en clave cosmopolita un noveno principio que consigna el hecho de que “un intento filosófico de elaborar la historia universal conforme a un plan de la Naturaleza que aspire a la perfecta integración civil de la especie humana tiene que ser considerado como posible y hasta como elemento propiciador de esa intención de la Naturaleza”.

Por su parte, Azuela, en La mar de utopías, fustiga que “todas las sagas podían tener cabida en las ficciones de la novelería popular”. Los acontecimientos, la elemental historiografía y aun su interpretación bajo ésta o aquella escuela, terminan siendo terreno de la ficción.

El historiador sin imaginación no es capaz de recrear el mínimo suceso; incluso el registro más puntual o exacto es resultado de una observación particular, de una “perspectiva”. El novelista que tiene antecedentes, bitácoras o almanaques sólo con imaginación resana y describe un pasaje. Pero bajo ninguna circunstancia —en uso cabal de razón— podemos alegar inocencia o llamarnos a engaño, pues ni ausencia de rigor en un caso ni alteración de realidad en el otro. Arremete Kant:

Ciertamente, querer concebir una Historia conforme a una idea de cómo tendría que marchar el mundo si se adecuase a ciertos fines racionales es un proyecto paradójico y aparentemente absurdo; se diría que con tal propósito sólo se obtendría una novela. No obstante, si cabe admitir que la Naturaleza no procede sin plan e intención final, incluso en el juego de la libertad humana, esta idea podría resultar de una gran utilidad; y aunque seamos demasiado miopes para poder apreciar el secreto mecanismo de su organización, esta idea podría servirnos de hilo conductor para describir —cuando menos en su conjunto— como un sistema lo que de otro modo es un agregado rapsódico de acciones humanas.

Un reto: al repensar lo anterior es posible que los caminos se reduzcan: nihilismo o “fin de la Historia”, si al cabo novelar o historiar son parientes más que cercanos. Pero por un buen debate al respecto bien vale retomar lances intelectuales con altas dosis de extravagancia y riesgo. Al menos yo no sé qué pensaba el maestro Arturo Azuela sobre una tesis de esa magnitud elaborada en 1992 por Francis Fukuyama (The End of History and the Last Man), y tampoco sabría decir en este instante si en algún sentido la literatura formó parte de esa conspiración de Fukuyama que alteró las buenas conciencias y a toda la crítica, académica y no académica. Lo cierto es que no deja de ser atractivo y divertido preguntarnos lo siguiente: ¿Qué simbolizaría el fin —la conclusión— de la historia de la literatura? ¿Habrá ocurrido ya? ¿Y el canon qué culpa tendría en ello? ¿Por qué no hicimos nada para evitarlo? ¿De verdad sería tan nefasto considerar que las historias, sin importar cuál, han sido y son siempre parte de un mismo relato? ¿Por qué sería difícil aceptarlo? ¿Cuál es el fin de la literatura de nuestra Historia, que no su filosofía? En todo caso, yo no veo que nadie se queje por la vigencia y reiteración a mansalva del Quijote de Cervantes, un caballo troyano o las aventuras de unos hombres llamados Odiseo, Jesús o Ulises. Es más, si alguien apunta que esto es un disparate, bienvenido. El razonamiento no deja de ser válido.

Para ver la nota original, visite:

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/0212/esquivel/02esquivel.html

Para leer la nota original, visite: http://www.academia.org.mx


Comparte esta noticia

La publicación de este sitio electrónico es posible gracias al apoyo de:

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua