Madrigal de Cetina
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué si me miráis, miráis airados?
Si quanto más piadosos
más bellos parecéis a aquél que os mira,
no me miréis con ira
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
Soneto de Terrazas
Dejad las hebras de oro ensortijado
que el ánima me tienen enlazada,
y volved a la nieve no pisada
lo blanco de esas rosas matizado.
Dejad las perlas y el coral preciado
de que esa boca está tan adornada,
y al cielo, de quien sois tan codiciada,
volved los soles que le abéis robado.
La gracia y discreción, que muestra han sido
del gran saber del celestial maestro,
volvédselo a la angélica natura,
y todo aquesto así restituido,
veréis que lo que os queda es propio vuestro:
ser áspera, cruel, ingrata y dura.
Soneto
Cabellos de oro, que en divina altura
sobre la nieve los esparce el viento;
ojos, en quien tal fuerza y poder siento,
que bastan a aclarar la noche oscura;
risa que quita toda pena dura,
boca do sale un tan supremo acento,
que basta henchir un alma de contento
do está con el coral la perla pura.
La mano, el cuello, el pecho de alabastro,
la tierna edad, la sangre generosa;
la hermosura nunca imaginada,
en ti, doña Isabel, sola de Castro,
se halla de tal suerte fabricada,
que toda eres suprema y más hermosa.
Soneto del licenciado Dueñas
¿Qué cosa son los celos? Mal rauioso.
¿De qué nacen o vienen? De temores.
¿Qué teme aquél que ama? Otros amores.
Pues ¿qué se le da a él? Tráenle invidioso.
Y ¿qué le hace invidia? Sospechoso.
¿En sospechar qué teme? Disfavores.
Y ¿disfavor qué causa? Mil dolores.
Y ¿con dolor qué pierde? Su reposo.
¿Con qué toma contento? Con ninguno.
Pues ¿no hay reír en él? Muy falsamente.
¿En qué entiende ese hombre? En ser espía.
Pues ¿qué es su condición? Ser importuno.
¿Qué saca de lo tal? Cansar la gente.
Y ¿quién lo trae así? Su fantasía.
Soneto
Señora, no penséis que el no mirarme
en mí podrá causar el no miraros,
ni menos pretendáis que el olvidaros
de mí, será ocasión de yo olvidarme.
No quiero que entendáis que el desamarme,
en mí podrá estampar el desamaros,
ni presumáis que el desviaros podrá de
ser yo vuestro desviarme.
La flecha al corazón vos la causastes;
remedio ni le pido, ni le espero,
que basta para mí que la tirastes.
Mas ¡ay! que bien mirado, si me muero,
dirán que uos, señora, me matastes:
que vida, ni la tengo, ni la quiero.
Soneto
--¿Qué es esto, dime Juan? —Mi fe de muerte.
--Calla, ¿que vivo estás? —Esta no es vida.
—¿Qué sientes? --Eso no diré en mi vida.
--Guarda, que morirás. --Yo quiero muerte.
--¿Con qué te alegrarás? --Con esta muerte.
—¿Por qué desseas morirte? --Por la vida.
-- ¿Quién te podrá hacer bien? --Quien es mi vida.
-- ¿Quién es tu vida? --Quien me da la muerte.
—Pues luego, ¿Amor te mata? --Él da la vida.
--¿De qué mal mueres? --Que no es mal mi muerte.
—Mal es si te haze mal. —Tal sea mi vida.
—Tal vida y ¿para qué? --Para tal muerte.
--¿Desseas alguna cosa? --Que mi vida
quisiese conocer quién me da muerte.
Martes
J.M. Muriá
Cosecha tardía
Poesías
Centre Catala de Guadalajara, A.C.
1997
Dualidad
A un paso de cruzar el portón solemne del más allá, debido a la dolencia irreversible que es la senectud, quiero ofrecer a mis posibles lectores esta desmedrada cosecha tardía de poesías. Y ¿eso por qué? Simplemente por el gusto inmediato que me proporciona la comunicación, aunque sea efimera, sintiéndome del todo desprovisto de cualquier intento --bastante frecuente-- de prolongar mi presencia en este mundo, endeble pretensión ante la infinidad.
También quiero ofrecer a los estudiosos del comportamiento humano, este exponente de mi doble espiritualidad. Catalán por nacimiento y mexicano por integración voluntaria, me expreso espontáneamente tanto en catalán como en la forma mexicana del castellano. Así mi poesía es con frecuencia inspirada en catalán y expresada en mexicano, o bien ocurre al revés. También, a veces, mi expresión es doble.
Yo no soy una parte de aquí y otra de allá, sino una dualidad completamente unificada.
Litoral
Con los ojos heridos
por la luz sutilmente agresiva
de los cuerpos celestes
--anfitriones de la noche tropical--
y los pies sensuales
entregados a la caricia metálica
del último aliento de las olas,
quedan frustradas mis alas sonoras
naciéndome un instinto de alacrán.
En la playa desértica,
vestido con sombra de cazador furtivo,
no puedo hallar alma viviente
para clavarle mi ávido aguijón.
Veterano de las soledades,
sé agredirme a mí mismo,
absorbiendo voluptuosamente
mi propio veneno.
El mar se levanta y apaga
todas las luces del cielo;
la noche se cierra con llave total;
la playa se extiende en un lecho infinito,
y el alma se traga puñados de arena
por único pan.
Recuerdo
Mi espíritu de ave migratoria,
tristemente herido,
reposó en tu cuerpo sus alas extendidas
para tomar aliento,
pero habló la sangre hecha fogata
confundiéndose la tuya con la mía.
Abatió la llama su palpitar efímero.
Para ti la ceniza del olvido,
para mí la brasa del recuerdo,
que es canto sin voz,
figura sin cuerpo,
el todo en la nada.
No hay presencia más firme ni completa
como aquella que no existe.
Desnudez
Con mis manos oculares extendidas
por dimensiones receptivas infinitas,
absorbo tu real, tangible y palpitante
desnudez completa,
como una imagen de la verdad más pura.
Así, con tu ofrenda corporal perfecta,
comunicación directa y espontánea,
siento como inundan mis venas vacías
los secretos inefables de tu sangre.
Ábreme el pecho con tu puñal de estrella
y hallarás mi corazón sumido en un silencio,
concentrando vida.
Al dios de las promesas
Me parto el corazón
con un puñal de jade
y doy toda mi sangre
al dios de las promesas,
aquél que si no existe
lo crea mi palabra.
El dios que no da nada
y lo promete todo.
Devoto, le levanto
pirámide de anhelo
punzando el infinito.
Y en una piedra base
esculpo ideográfica
mi humilde petición:
Oh, dios de las promesas,
orita que muy pronto
voy a dejar mi vida,
prométeme que otra
me espera en la sagrada
materia del jaguar.
Miércoles
Antigua estación
Las estaciones están en peligro,
poco a poco se van extinguiendo;
la ciudad quiere jubilar los trenes,
hacer un cambio por carreteras
o por las horas vuelo de los aviones.
Dicen que la paciencia se agota entre los pasajeros,
perenne itinerario.
Para mí son excusas:
todos los que viajamos en tren
no llevamos más equipaje que la muerte.
Il
En el tiempo de aguas
los impermeables entumen
la húmeda sombra.
La ciudad es una estación
que descubre su edad en los primeros rieles;
cuando el tren llega,
nuestros pies se mecen;
se presiente el abandono ciudadano
en los primeros vagones.
III
La luz que seguimos por la mañana se ausenta;
la oscuridad es una profecía que se cumple a diario;
la vigilia del párpado se acentúa.
Tú apareces para deletrear el vocablo
de un mar que no tenemos,
para encender las luces
bajo un puente donde comienza el día.
IV
Advierto la ciudad en un hilo.
Cuelgan los días en el filo de la noche,
sobra una estación
y un soplo de sol
para quemarla.
V
La ciudad vacía sus pozos;
escucho cómo escurren
por el cuello de un habitante
gotas extraviadas.
¿Dónde guardaré el lagrimear de los muertos?
VI
Frena la ciudad sobre las vías de un tren;
se instalan un par de vagones para adivinar
el eco de su prisa.
Desfilan feligreses, crisantemos y cirios
para ser consumidos por la lumbre.
Una cortina de humo lo disimula:
todo parece un Viernes Santo.
VII
Sin la venia del viento la ciudad no camina,
hace falta la señal de la cruz en el filo de las frentes
la fumarola del tren se confunde con un canto religioso.
Se hace la paz,
los ciudadanos cantan encima del silencio.
VIII
En aquella ciudad, el sol me reconoce enseguida:
parecen una fisura de la infancia
los adormecidos trenes
que simulan el camino.
Me detengo a la orilla de los ojos:
la ciudad tiene un par de pupilas
gastadas por el aire.
IX
Los puentes forman un abismo,
una distancia paliativa,
una caída libre;
el vacío de una estación en hora pico,
un remolino que nos aparta
para hacer añicos nuestros bultos
en espera de un abrazo.
Desapercibida estancia,
tus pasos son una música opaca,
una omisión,
oscuridad de la ausencia.
X
Los vagones guardan una ciudad,
trasladan su furia por los rieles.
¿Qué sería de nosotros sin las vías?
Aquí los recuerdos sólo viajan en tren.
Yelitza Ruiz
Premiada en 2012
XV premios de poesía
María Luisa Ocampo 1999-2013
Instituto Guerrerense de Cultura
Compilación y Prólogo de Luis Armenta Malpica
Mantis Editores, Guadalajara, 2015.
Jueves
El orbe de la danza
Mueve los aires, torna en fuego
su propia mansedumbre: el frío
va al asombro y el resplandor
a música es llevado. Nadie
respira, nadie piensa y sólo
el ondear de las miradas
luce como una cabellera.
En la sala solloza el mármol
su orden recobrado, gime
el río de ceniza y cubre
rostros y trajes y humedad.
Cuerpo de acontecer o cima
en movimiento, su epitafio
impera en la penumbra y deja
desplomes, olas que no turban.
Muertas de oprobio, en el espacio
dormitan las familias, tristes
como el tahur aprisionado,
y añora la mujer adúltera
la caridad de ajena sábana.
Bajo la luz, la bailarina
sueña con desaparecer.
Alí Chumacero (1918-2010)
Responso del peregrino
1
Yo, pecador, a orillas de tus ojos
miro nacer la tempestad.
Sumiso dardo, voz en la espesura,
incrédulo desciendo al manantial de gracia;
en tu solar olvida el corazón
su falso testimonio, la serpiente
de luz y aciago fallecer, relámpago vencido
en la límpida zona de laúdes
que a mi maldad despliega tu ternura.
Elegida entre todas las mujeres,
al ángelus te anuncias pastora de esplendores
y la alondra de Heráclito se agosta
cuando a tu piel acerca su denuedo.
Oh, citara del alma, armónica al pesar,
al luto hermana: aíslas en tu efigie
el vértigo camino de Damasco
y sobre el aire dejas la orla del perdón,
como si ungida de piedad sintieras
el aura de mi paso desolado.
María te designo, paloma que insinúa
páramos amorosos y esperanzas,
reina de erguidas arpas y de soberbios nardos;
te miro y el silencio atónito presiente
pudor y languidez, la corona de mirto
llevada a la ribera donde mis pies reposan,
donde te nombro y en la voz flameas
como viento imprevisto que incendiara
la melodía de tu nombre y fuese,
sílaba a sílaba, erigiendo en olas
el muro de mi salvación.
Hablo y en la palabra permaneces.
No turbo, si te invoco,
el tranquilo fluir de tu mirada;
bajo la insomne nave tornas el cuerpo emblema
del ser incomparable, la obediencia fugaz
al eco de tu infancia milagrosa,
cuando, juntas las manos sobre el pecho,
limpia de infamia y destrucción
de ti ascendía al mundo la imagen del laurel.
Petrificada estrella, temerosa
frente a la virgen tempestad.
II
Aunque a cuchillo caigan nuestros hijos
e impávida del rostro airado baje a ellos
la furia del escarnio; aunque la ira
en signo de expiación señale el fiel de la balanza
y encima de su voz suspenda
el filo de la espada incandescente,
prolonga de tu barro mi linaje
--contrita descendencia secuestrada
en la fúnebre Pathmos, isla mía—
mientras mi lengua en su aflicción te nombra
la primogénita del alma.
Ofensa y bienestar serán la compañía
de nuestro persistir sentados a la mesa,
plática y plática en los labios niños.
Mas un día el murmullo cederá
al arcángel que todo inmoviliza;
un hálito de sueño llenará las alcobas
y cerca del café la espumeante sábana
dirá con su oleaje: "Aquí reposa
en paz quien bien moría."
(Bajo la inerme noche, nada
dominará el turbio fragor
de las beatas, como acordes:
“Ruega por él, ruega por él…”)
En ti mis ojos dejarán su mundo,
a tu llorar confiados:
llamas, ceniza, música y un mar embravcido
al fin recobrarán su aureola,
y con tu mano arrojarás la tierra,
polvo eres triunfal sobre el despojo ciego,
júbilo ni penumbra, mudo frente al amor.
Óleo en los labios, llevarás mi angustia
como a Edipo su báculo filial lo conducia
por la invencible noche;
hermosa cruzarás mi derrotado himno
y no podré invocarte, no podré
ni contemplar el duelo de tu rostro,
purisima y transida, arca, paloma, lápida y laurel.
Regresarás a casa y, si alguien te pregunta,
nada responderás: sólo tus ojos
reflejarán la tempestad.
III
Ruega por mí y mi impía estirpe, ruega
a la hora solemne de la hora
el día de estupor en Josafat,
cuando el juicio de Dios levante su dominio
sobre el gélido valle y lo ilumine
de soledad y mármoles aullantes.
Tiempo de recordar las noches y los días,
la distensión del alma: todo petrificado
en su orfandad, cordero fidelísimo
e inmóvil en su cima, transcurriendo
por un inerte imperio de sollozos,
lejos de vanidad de vanidades.
Acaso entonces alce la nostalgia
horror y olvidos, porque acaso
el reino de la dicha sólo sea
tocar, oir, oler, gustar y ver
el despeño de la esperanza.
Sola, comprenderás mi fe desvanecida,
el pavor de mirar siempre el vacío
y gemirás amarga cuando sientas que eres
cristiana sepultura de mi desolación.
Fiesta de Pascua, en el desierto inmenso
añorarás la tempestad.
Alí Chumacero (1918-2010)
Palabras en reposo
Fondo de Cultura Económica, México,
segunda edición, 1965.
Viernes
El cielo anaranjado
Guadalajara fue primero una palabra,
piedritas de río en el afluente
de la voz de mi madre.
La decía, la cantaba,
y con ella invocaba el tiempo
en el que fue feliz
al lado de mi padre.
"Juanito aprendió a caminar en Lafayette", decía
y pronunciaba el nombre
de aquella esquina, Unión y Vidrio,
en donde se alza el edificio de departamentos
en que fui concebida.
Guadalajara era entonces un conjuro,
una palabra mágica
para ahuyentar el tiempo y la tristeza.
Después se convirtió en la ciudad
que decidí habitar.
Yo fui esa mujer joven
que en uno de sus parques
llevaba una carriola azul con una niña
mientras un pez
nadaba en mis entrañas.
Fue Guadalajara una casa y un patio
en donde resonaron tantos años:
pisadas pequeñitas, rebotes de pelota,
gritos agudos como limpios venablos.
Un día me mostró sus puntos cardinales.
Sus vocales abiertas f
ueron balcones amplios
o puertas corredizas.
Y salí a caminar por esas calles.
Pocos eligen el tono de la luz
que entra por su ventana.
Yo tuve suerte
y escogí vivir bajo este cielo anaranjado.
He de pasar aquí un crepúsculo vasto,
un incendio abrasante y luminoso
como los que se despliegan
sobre los lienzos altos del poniente.
Carmen Villoro (1958)
Letanía
Ciudad, eres un libro abierto
y nosotros los signos
que escriben tu discurso.
Hemos tendido calles,
levantado edificios,
construido puentes,
como una urdimbre resistente
dónde tejer la vida.
Nuestros sueños de gloria y neón
pulsan en las altas marquesinas,
pero en los barrios viejos
se fermentan, ácidas, las promesas.
Buenos Aires, Berlín, Nairobi,
Ajijic, Oslo, Surabaya.
Dame, ciudad,
un río de esperanza
que gire en remolinos
lavando la miseria.
Ciudad herida,
abrázame,
única patria temporal,
no me abandones.
Se nos fue de las manos el amor.
Acumulamos la codicia
y perdimos la brújula
entre los basurales.
Quisimos volar cerca del sol
y se nos derritieron las alas.
Ahora somos ángeles
buscando desperdicios.
Pájaros ebrios
bebiendo de las fuentes.
Sombras que siguen caminando.
La Habana, Kuala Lumpur, Kampala,
Ciudad de México, Zanzibar, Nueva York.
Madre terrible, escúchame,
cobijame bajo tu manto sucio
mientras duermo.
Capital de los desperdicios,
dame hospedaje.
Ruega por mi,
madre peligrosa.
En ti confío.
Y, sin embargo,
todavía quedan los niños, ciudad,
entre tantos escombros.
Brotan los sueños
en los lotes baldíos.
Se escuchan besos
en el zaguán vecino
y alguien toca con nostalgia
un acordeón.
Penang, Cienfuegos, Cannes, Boston,
Yibuti, Yakarta, París.
Patrona de las azoteas,
Virgen de los tinacos,
Reina de los cables,
Señora de las alcantarillas,
devuélveme la calma.
Haz valer, madre poderosa,
la inocencia.
Dame, ciudad, un poco de quietud.
Y aunque hemos tirado árboles
se escucha el canto
entre los multifamiliares.
Nos quedan las mujeres, ciudad,
que sueñan con montarse
en una bicicleta.
Esas que crían a sus hijos
entre las utopías y las flores.
Ciudad, eres mujer
pero has cubierto tu rostro por milenios.
Hargeisa, Varanasi, Barcelona,
Kigali, Montreal, Guadalajara.
Espejo de sueños,
galería de ilusiones,
abre los brazos de tus parques,
enarbola tu fe en el ser humano.
Hermana grande,
borda en las esquinas
el consuelo.
Ciudad, eres la partitura;
nosotros, las notas musicales.
Eres la urdimbre;
nosotros, los hilos de colores.
Ciudad, eres el libro;
nosotros, las palabras
que necesitamos.
Prende una lámpara
en medio de la noche,
sé, casa de todos, mi luciérnaga.
Carmen Villoro (1958)
Zurcido invisible
(Hechuras por encargo)
Mantis Editores -
Luis Armenta Malpica
Guadalajara, 2023.
Sábado
Abuela, tú siempre estás hablando dentro de mí
VENGO DE UN LUGAR DONDE NOS AVENTÁBAMOS GLOBOS DE COLORES,
globos llenos de agua que reventaban en nuestros cuerpos,
bañándonos bajo los 40°C de un día de canícula.
Me acompañan los ficus, los rosales, las albahacas,
las hojas de la ruda que mi madre buscaba de madrugada
para humedecerlas con su lengua y pegarlas a mis sienes
cuando se me reventaba el oído.
Vengo de las sábilas, de las coronas de Cristo,
de los helechos, de la hierba mala de los montes
y de los cadillos que se nos pegaban a las calcetas.
Nací a un lado de aquellos montes desiertos
donde las excavadoras movían la tierra
para sembrar niños y niñas que crecerían en las cuadras.
Vengo de un montón de huercos corriendo tras el balón,
del sudor agrio de sus playeras
y los mocos resbalando por su labio superior,
de las piedras colocadas como porterías,
de los balonazos en la cara
y del tú no, tú no, tú no puedes jugar porque eres niña.
Bebí de la lluvia sucia de huracanes,
me formé entre la ropa mojada,
me llené los tenis de agua negra y brinqué en los charcos
y tragué las gotas de agua sucia,
me tragué la infección de mi feliz infancia infectada.
Allí donde crecí, excavamos la tierra de la banqueta,
derretimos botes de plástico e hicimos estallar la risa de los árboles,
les quemamos las manos, los hicimos aullar
cuando las llamas de los volcanes les lamieron las bocas
y a nosotros, que más que carne éramos hueso,
se nos encendió la mirada y ya no pudimos apagarla.
Me cocieron con fuego, herví en la lumbre,
llenaron mis pulmones con los tanques de gas,
y crecí gritando junto al señor del fierro viejo.
Me eduqué con las televisiones que los papás arreglaban dándoles un [golpe,
me limpié en las lavadoras que no arrancaban,
las que se quedaron durmiendo el sueño eterno en un patio,
las tinas que se llenaron de tierra y se volvieron macetas.
Vengo del ritmo de las mecedoras oxidadas,
de la plática de las vecinas, de la tacita de azúcar,
los poquitos frijoles y la charola de hielos
para refrescar la garganta de nuestros padres obreros.
Me tejieron a los manteles de la abuela
manchados de mole, a la grasa del hígado encebollado,
en mi cuerpo llevo el olor a cortadillo a la una de la tarde
que viajaba por las calles de la colonia Unidad Habitacional Independencia.
Vengo del arroz rojo, del blanco, del arroz con leche,
del huevo en sus variadas formas y combinaciones;
yo fui la chef del huevo con jamón,
del huevo con chorizo, del huevo con salchicha,
del huevo con pico de gallo, del huevo en torta,
del huevo revuelto, del huevo solo,
era sólo un cascarón de niña
haciendo malabares con los huevos para alimentar
la boca de mis hermanos polluelos.
En los montes a donde íbamos a explorar
mi hermano mayor, mis vecinos Chacho y Coco y Gaby,
los cinco agarrados de las manos,
en esos montes conocí la desnudez de las lombrices,
los niños nos taparon los ojos y tú no, tú no,
tú no puedes ver a los niños desnudos al fondo
del charco enlodado.
Vengo de aquello que no vi pero que mi hermano contó,
ya grande, con la boca inundada de árboles,
con los volcanes en las manos,
con la grasa en los ojos:
Tú no, tú no, tú no podrías saber lo que es
bajarle la mirada a un niño mayor.
Fui testigo de las horas extras, de los turnos dobles,
del olor a fierro en la estela que dejaba papá,
de las manos restregando la ropa,
del jabón Zote, vengo de lo percudido de los días,
jugué con la espuma gris que soltaban los calcetines sucios,
soñé con los cuellos y las axilas amarillas de las camisetas,
cosí la entrepierna descosida de los pantalones
y pendí de un hilo de una bastilla suelta.
Provengo de esta colonia que se quedó
amarrada a una arteria de mi corazón,
tan amarilla y percudida, que ningún jabón Zote
podrá retirar toda la mugre de mi feliz infancia infectada.
VOY HACIA LOS PIES DE MI MADRE,
hacia sus talones negros y duros
cuarteados por el exceso del agua con jabón
con la que barría los patios de las casonas
donde trabajaba desde los doce años de edad.
Voy hacia sus uñas, voy hacia sus chanclas
y cómo no ir hacia la lejía y los productos de limpieza,
esos guardianes nocturnos que la acompañaron
en el cuartito donde durmió cada día lejos de su familia.
Voy hacia sus manos ahora manchadas de sol,
engarruñadas y morenas, esas manos antes suaves y lisas
que lavaron con shampoo Grisi los cabellos castaños de otras niñas.
Me deslizo por las piernas blancas y largas de esas adolescentes
que ayudó a depilar con crema de afeitar y un rastrillo.
La acompaño a comprar toallas sanitarias para sus niñas
cuando ella ni siquiera ha empezado a menstruar.
Voy hacia el olor penetrante de cada verano,
hacia los excrementos de los french poodle
y el sudor en los cuellos de las camisetas del patrón.
Me detengo en las alhajas, leo las marcas de los perfumes:
Givenchy, Carolina Herrera, Hugo Boss,
bailo con mi madre bajo una lluvia de fragancias
mientras nadie está en casa.
Me pongo de lado de mamá cuando informa a la patrona
que otra sirvienta le tomó del pico a la botella del agua:
escucho los gritos, los insultos, los portazos, los aullidos.
Voy hacia el corazón adolorido de mi madre
cuando la patrona la culpa de robar.
Le ayudo a cargar sus bolsas de Gigante llenas de ropa,
bajo la mirada con ella
y nos despedimos de los perros.
Voy hacia la palabra servidumbre,
voy hacia el resentimiento,
voy hacia la infancia de mi madre
y aunque escriba este poema
no estoy en éxtasis.
ABUELA, TÚ SIEMPRE ESTÁS HABLANDO DENTRO DE MÍ.
Te llevo en cada movimiento de mis manos cuando empiezo a cocinar,
y en cada regaño que le hago a mis amigas, hablo con tu lengua y hay veces que hasta siento que mi aliento huele al tuyo.
Abuela, es probable que en mi cara se formen tus arrugas
y no las de mi madre,
porque mamá odiaba que yo tuviera tus piernas y tu caminar
y despreciaba que mi piel fuera morena como la tuya.
Puede que sea más hija tuya que de mi madre
y no sé cómo ni cuándo empecé a odiarte
más que a la sangre de mi sangre.
Abuela, no tuve tus ojos borrados en mis ojos,
ese gris lleno del humo de tus guisos,
ni el verde de los cactus que tenías en el patio,
ni siquiera las espinas se me lograron pegar al cuerpo,
pero tú te encargaste de clavarlas en mi padre
para que él me hiciera dura y no necesitara agua
ni cuidados.
Lo hiciste bien, abuela.
Ahora soporto la resolana,
soy firme ante el calor
y me baño a jicarazos
como tú cuando eras niña.
Abuela, ya no me haces falta,
ni el barro de tus trastes
ni las ollas sobre la lumbre
ni los adornos de Navidad
ni las muñecas cosidas por tus manos
ni tu pie en el pedal de la máquina de coser.
Ya no me pondrás más merthiolate en mis raspones
ni tronarás los dedos de mis pies,
ya no me darás un manazo cuando me coma las uñas
ni me ordenarás que baje los codos de la mesa
o que cierre las piernas cuando estoy sentada.
Vas a seguir hablando dentro
pero me enseñaré a confrontarte,
no con el lenguaje que me diste,
sino con el que estoy aprendiendo ahora,
un lenguaje de las flores, un idioma del agua,
uno más mío, uno que sale de mí.
NO VOLVERÍA A NACER DENTRO DE ELLA.
Si pudieran darme a elegir, preferiría
arrancarme la raíz de esta tierra seca.
Me brotaría en medio de un volcán,
sería lava para meter las manos y quemármelas.
Entrar en su cuerpo: ni pensarlo.
Quiero levantarme de las hojas crujientes del otoño
o viajar entre bolsas de basura, volverme composta.
Quiero ser abono para sus plantas,
pero su hija no, hija del llanto, hija del odio
definitivamente no.
Iveth Luna Flores (1988)
Ya no tengo fuerza para ser civilizada
Universidad Autónoma de Nuevo León,
México, 2022.
Domingo
La suave patria
Proemio
Yo que sólo canté de la exquisita
partitura del íntimo decoro,
alzó hoy la voz a la mitad del foro,
a la manera del tenor que imita
la gutural modulación del bajo
para cortar a la epopeya un gajo.
Navegaré por las olas civiles
con remos que no pesan, porque van
como los brazos del correo chuan[1]
que remaba la Mancha con fusiles.
Diré con una épica sordina:
la patria es impecable y diamantina.
Suave patria: permite que te envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste por entero
al golpe cadencioso de las hachas,
entre risas y gritos de muchachas
y pájaros de oficio carpintero.
Primer acto
Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.
El Niño Dios te escrituró un establo
y los veneros del petróleo el diablo.
Sobre tu capital, cada hora vuela
ojerosa y pintada, en carretela;
y en tu provincia, del reloj en vela
que rondan los palomos colipavos,
las campanadas caen como centavos.
Patria: tu mutilado territorio
se viste de percal y de abalorio.
Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande, que el tren va por la vía
como aguinaldo de juguetería.
Y en el barullo de las estaciones,
con tu mirada de mestiza, pones
la inmensidad sobre los corazones.
¿Quién, en la noche que asusta a la rana,
No miró, antes de saber del vicio,
del brazo de su novia, la galana
pólvora de los fuegos de artificio?
Suave patria: en tu tórrido festín
luces policromías de delfín,
y con tu pelo rubio se desposa
el alma, equilibrista chuparrosa,
y a tus dos trenzas de tabaco sabe
ofrendar aguamiel toda mi briosa
raza de bailadores de jarabe.
Tu barro suena a plata, y en tu puño
su sonora miseria es alcancía;
y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos, se vacía
el santo olor de la panadería.
Cuando nacemos, nos regalas notas,
después, un paraíso de compotas,
y luego te regalas toda entera,
suave patria, alacena y pajarera.
Al triste y al feliz dices que sí,
que en tu lengua de amor prueben de ti
la picadura del ajonjolí.
¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena
de deleites frenéticos nos llena!
Trueno de nuestras nubes, que nos baña
de locura, enloquece a la montaña,
requiebra a la mujer, sana al lunático,
incorpora a los muertos, pide el Viático,
y al fin derrumba las madererías
de Dios sobre las tierras labrantías.
Trueno del temporal: oigo en tus quejas
crujir los esqueletos en parejas,
oigo lo que se fue, lo que aún no toco
y la hora actual con su vientre de coco,
y oigo en el brinco de tu ida y venida,
oh trueno, la ruleta de mi vida.
Intermedio
Cuauhtémoc
Joven abuelo: escúchame loarte,
único héroe a la altura del arte.
Anacrónicamente, absurdamente,
a tu nopal inclínase el rosal;
al idioma del blanco, tú lo imantas
y es surtidor de católica fuente
que de responsos llena el victorial
zócalo de ceniza de tus plantas.
No como a César el rubor patricio
te cubre el rostro en medio del suplicio:
tu cabeza desnuda se nos queda,
hemisféricamente de moneda.
Moneda espiritual en que se fragua
todo lo que sufriste: la piragua
prisionera, el azoro de tus crías,
el sollozar de tus mitologías,
la Malinche, los ídolos a nado,
y por encima, haberte desatado
del pecho curvo de la emperatriz
como el pecho de una codorniz.
Segundo acto
Suave patria: tú vales por el río
de las virtudes de tu mujerío;
tus hijas atraviesan como hadas,
o destilando un invisible alcohol,
vestidas con las redes de tu sol,
cruzan como botellas alambradas.
Suave patria: te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan bendito,
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.
Inaccesible al deshonor, floreces;
Creeré en ti, mientras una mexicana
en su tápalo lleve los dobleces
de la tienda, a las seis de la mañana,
y al estrenar su lujo, quede lleno
el país del aroma del estreno.
Como la sota moza, Patria mía,
en piso de metal, vives al día,
de milagro, como la lotería.
Tu imagen, el Palacio Nacional,
con tu misma grandeza y con tu igual
estatura de niño y de dedal.[2]
Te dará, frente al hambre y al obús,
un higo San Felipe de Jesús.
Suave Patria, vendedora de chía:
quiero raptarte en la cuaresma opaca,
sobre un garañón, y con matraca,
y entre los tiros de la policía.
Tus entrañas no niegan un asilo
para el ave que el párvulo sepulta
en una caja de carretes de hilo,
y nuestra juventud, llorando, oculta
dentro de ti el cadáver hecho poma
de aves que hablan nuestro mismo idioma.
Si me ahogo en tus julios, a mí baja
desde el vergel de tu peinado denso
frescura de rebozo y de tinaja,
y si tirito, dejas que me arrope
en tu respiración azul de incienso
y en tus carnosos labios de rompope.
Por tu balcón de palmas bendecidas
el Domingo de Ramos, yo desfilo
lleno de sombra, porque tú trepidas.
Quieren morir tu ánima y tu estilo,
cual muriéndose van las cantadoras
que en las ferias, con el bravío pecho
empitonando la camisa, han hecho
la lujuria y el ritmo de las horas.
Patria, te doy de tu dicha la clave:
sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual el Ave
taladrada en el hilo del rosario,
y es más feliz que tú, patria suave.
Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz; la trigarante faja
en tus pechugas al vapor; y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
la carreta alegórica de paja.
Ramón López Velarde (1888-1921)
Obras.
Edición de José Luis Martínez.
Fondo de Cultura Económica,
México, segunda edición, 1990.
[1] Los chuanes fueron campesinos del occidente de Francia, que se levantaron en armas contra la Primera República, entre 1794 y 1800. Remaban con los fusiles para no llevar el peso inútil de los remos.
[2] En ese tiempo el Palacio Nacional tenía sólo dos pisos.
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