Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
Lunes
Constelaciones
Para no perder el hilo
de las constelaciones
para asirte a sus historias circulares,
te encorvabas sobre la pantalla,
absorto en la aplicación,
esa noche de campo a la intemperie,
por fin oscura, por fin en las afueras,
donde la noche existe,
en una oscuridad sin pies ni cabeza y yo
te miraba a través de la ventana,
dos dedos sobre el vidrio y en silencio.
Tu rostro encendido
por la luz eléctrica, afianzado a las leyendas
y haciendo de puntos, figuras,
cuerpos, intercambiando
la soledad de los astros
por sus historias. Superponías
tu mapa luminoso
al cielo y las astillas de vidrio
apenas respondían, cansadas de alinearse
en coreografías estáticas, echándose a la espalda
el peso de ser puntos cardinales
pero, en realidad,
ahora lo sabemos, extraviándose
gradual y desmedidamente.
Este es sólo un recuerdo,
ha mutado, se ha desviado un poco de su centro,
se enmascara en mi voz.
Me sostendré de él
como del hilo de un globo.
No lo dejaré ir.
Subo a la azotea en pleno centro geográfico
de esta mancha de luz, noche baldía
en la que ninguna estrella echa raíces y pienso
que es imposible ver ahí un oso,
algo se ha movido,
los astros han errado:
el oso se ha comido al perro
y Casiopea se cansó de tanto estar sentada.
Las constelaciones son codos y rodillas, esquinas
y su luz, ya lo sabemos, puede estar muerta.
Mi madre me decía
somos polvo de estrellas,
lo cual no me consuela
en absoluto. Y tú
no estás, sólo yo, queriendo
encontrarle cuerpo al azar,
atando una estrella a la otra
con este hilo plateado.
Así nuestra vida juntos: cada día brilla en mi palma
pero es difícil unirlo al otro,
darle cuerpo al tiempo, espacio. Tuvo
que existir algo, una cotidianeidad explícita,
una línea de días. Pero me ha quedado sólo
la estrella aletargada que quiere
constelarse con los aviones,
con las luces de los edificios. Necesito
un mapa de tiempo, un calendario
de hace años para ordenar los hechos.
Necesito acoplar nuestros cuerpos
celestes a sus nombres, arar la noche
para encontrar las líneas que conectan
una estrella con la otra
y escuchar contra mi paladar la palabra
ahí.
En una noche que no es ésta,
uniste estrellas con el índice.
Querías que viera las constelaciones.
Entendí
que sólo son líneas que forman
rombos o cuadrados,
figuras geométricas
demasiado perfectas y me dolía
no ver el pelaje del lobo,
la nariz húmeda del perro
o la textura del vestido de la reina.
Me parecía
que la vida era un esbozo,
lo mínimo necesario
para existir.
En lugar de estrellas, observo las luces náufragas
de los aviones, escucho la curva roja
de las ambulancias. Miro hacia abajo:
la ciudad absorta
en su propia luz, sobreexpuesta,
sin lugar para el vacío,
para decir, por aquí
trazaremos una línea. Imaginemos,
por un momento, que cada lugar en el que entonces
estuvimos es una estrella.
Busco ahora esa constelación
que sin saber tejimos. Intento
distinguir sus esquinas, me pregunto
cuál forma es esa que sin querer trazamos,
qué espada o silla, qué armadillo. Imagino
todas esas constelaciones que existen
dentro de la luz de la ciudad. Cada quien
ha delineado sin saberlo
su propia ruta,
sus lugares sin remedio,
sus trazos invisibles, devorados
por la ciudad insomne.
Subo a contarle al cielo
sus vértebras de polvo.
He venido a mirar
lo que miraste,
partitura de luz y sus historias
que ya nadie.
El universo
es una casa vacía
donde las luces
se quedaron prendidas.
Elisa Díaz Castelo (1986)
Planetas habitables
Almadía, México, 2023.
Martes
Salimos de Etiopía
Traemos la memoria de la especie
tatuada en nuestra piel.
Somos la huella digital de todos
la sed que originó el camino.
Dejamos la silueta de otros hombres y mujeres
en el país de nadie
como quien se quita una cáscara del cuerpo
la deja caer a tierra
y luce nuevas capas a la vista.
El fragor de la vida en la semilla
guió nuestros pasos nómadas
por cinco continentes.
Fuimos, papá, la tribu y la barbarie
y nuestra filiación innumerable.
Salimos de Etiopía, tú lo dijiste
poco antes de morir.
Mirando los reflejos que provocaba
sobre los muros de tu cuarto, el tiempo.
Lo dejaste salir como un dicho casual.
Una frase cualquiera en la mañana
que arropaba el domingo.
Con naturalidad, el árbol
dejó caer la flor que había cumplido
su tarea de flor sobre la rama
y ahora la soltaba, inútil ya en el árbol,
delicada materia de la luz
para unirse a la tierra y comenzar.
Yo la tomé en mis manos como un soplo.
La guardé en mis oídos con tu voz.
La coseché en mi fuente.
Salimos de Etiopía.
Tuvimos otra raza y otra razón de ser.
Tuvimos otro ser en la memoria
de ser otros, nos fuimos convirtiendo
en lo que somos.
Tú lo dijiste un día
asomado al abismo de tu muerte.
Fuimos dejando rastros
como generaciones a lo largo de Dios.
Le llamamos historia a ese misterio
de buscar nuestro centro.
Los confines marcaron nuestra fisonomía
con signos y palabras
y nos llamamos hija y padre
en diversos idiomas.
Pero ¿éramos tú y yo?
¿Éramos el impulso que conquistó los ríos
que hizo crecer los cauces
que derribó los diques
y levantó ciudades?
¿Éramos diferentes, papá, en ese entonces?
Tú vislumbraste, al filo de tu vida
En el límite justo que cruzarías al fin
nuestro pasado errante.
Salimos de Etiopía,
lo dijiste en pasado
con la seguridad de quien sustenta
una predicción irrevocable.
Nos viste a ti y a mí al principio
de nuestra larga trenza milenaria.
Estuviste tranquilo al pronunciarlo.
Tranquilo y satisfecho
del viaje recorrido hasta ese día
que el aire de temprano
refrescaba con gracia
a través del balcón y la ventana
hasta alcanzar tu habitación
donde se estremecían
tu serena vejez y mi sorpresa
de niña destemplada.
Caminamos al filo de la sombra.
Asia, Europa, América
son palabras fugaces
como quien dice guerra, peste o humanidad,
como decir cigarro, pollo, matatena,
como decir papá o decir hija,
o decir simplemente muerte,
así de fácil
como la tuya deshecha entre mis labios.
Tengo tu vida, en cambio,
frágil como esa flor entre mis manos.
Me invitaste a tomarla con mis manos.
Aún siento la tibieza, tu textura,
el gesto de tu mano entre las mías.
Y ahora, ¿a dónde iremos?, preguntaste.
Hablabas de la vida de la especie
más larga que la tuya y que la mía.
Ponías tu foco allá
en la curva más amplia
donde se ve el amanecer de nuevos tiempos.
Fue tu final sellado de comienzo.
Salimos de Etiopía para siempre
padre e hija tomados de la mano
y cruzamos la luz.
Carmen Villoro (1958)
La bicicleta
Un día tuve una bicicleta
y un papá que la detuvo un largo tramo
corriendo a mi costado
hasta que un frágil equilibrio
le permitió soltarme.
Algunas veces
la risa del verano cayó sobre mi cuerpo
al chocar contra un árbol.
Muchas otras me raspé las rodillas
y le torcí las ruedas a mi bici.
Un día tuve una juventud
que expresó su delirante algarabía
sobre una bicicleta:
los brazos levantados,
apretados los puños,
el manubrio apenas controlado
con un toque sutil de las rodillas,
la marcada pendiente ante mis ojos,
la vida que se cruza en una ráfaga.
Papá murió hace unos cuantos años.
¿Se acordaría alguna vez
de aquella bicicleta de mi infancia?
¿Qué pensamiento habita el corazón de un padre
que da ese empujoncito, ese coraje
íntimo y certero, ese amuleto?
¿Hay algún pensamiento en el amor?
La vida me sorprende algunas veces
con un hondo socavón en el que caigo
irremediablemente.
Otras, en cambio
recupero el dominio de mis piernas
siento el viento en la cara
y una presencia en mi costado izquierdo
me acompaña.
Carmen Villoro (1958)
En Lorena Avelar,
Una voz para dos tierras.
Antología poética México y España
Ediciones Dauro (en prensa).
Miércoles
Acuérdate de Acapulco
Acuérdate de Acapulco,
de aquellas noches,
María Bonita, María del alma.
Acuérdate que en la playa
con tus manitas las estrellitas las enjuagabas.
Tu cuerpo del mar juguete, nave al garete,
venían las olas, lo columpiaban…
mientras yo te miraba.
Lo digo con sentimiento,
mi pensamiento me traicionaba.
Te dije muchas palabras
de esas bonitas
con que se arrullan los corazones…
Pidiendo que me quisieras,
que convirtieras en realidades
mis ilusiones.
La luna que nos miraba ya hacía ratito
se hizo un poquito desentendida…
Y cuando la vi escondida
me arrodillé pa besarte
y así entregarte, toda mi vida.
Amores habrás tenido, muchos amores,
María bonita, María del alma…
Pero ninguno tan bueno ni tan honrado
como el que hiciste que en mí brotara.
Lo traigo lleno de flores,
como una ofrenda,
para dejarlo… bajo tus plantas.
Recíbelo emocionada
y júralo que no mientes
porque te sientes… idolatrada.
Agustín Lara (1897-1970).
Jueves
Viernes en Jerusalén
a Esther Seligson y Ruth Fine
Desde la clara altura del monte Scopus
contemplo de mañana y tarde las colinas
y resplandece áurea en el centro la cúpula
en círculo del Domo de la Roca, y resplandecen,
en la ladera inferior del Monte de los Olivos,
las cúpulas de oro de la iglesia rusa
de María Magdalena, que parece puesta de pie
sobre un andamio de aire.
De tanto en poco y de nuevo en autobús
bajo del monte a la ciudad en sol de viernes,
y atravieso barrios donde pájaros negros
contrapuntean la luz y hablan con Dios, y sólo eso.
Y recuerdo a mi madre apoyada en su bastón,
caminar penosamente a través del cuadrángulo
de la nave de San Diego Churubusco,
y me regresan los rostros de los abuelos idos,
que oraban a las nubes en la hora de la labor
en la hacienda aguascalentense de San José de Gracia,
y reflexiono en el impasse de Oriente Medio,
indescifrable más que un escrito cuneiforme,
donde se cede un ápice para después no darlo,
y creo con razón que “la razón engendra monstruos”,
que razón y corazón y templo no se unen con la regla,
que la muerte amista a la muerte que no muere.
Desciendo en King George, cruzo la calle,
enfilo hacia Ben Hillel y miro cómo se multiplican
decenas de gatos esqueléticos, que pasan y sobrepasan,
en la tabla aritmética, el número de mendigos
En meses del invierno –me dicen—llovió mucho
y a las aguas del mar de Galilea y a lo largo del Jordán
bajaron las voces de agua de Juan y de Jesús
Me paro y miro hacia abajo en Ben Yehuda.
Ayer, o antaño, o hace poco,
la calle parecía abejera,
pero hoy apenas son visibles
puñados de gente
aquí y allá.
Llego a Yaffo
Jóvenes soldados, mujeres y hombres,
con el rifle apuntando hacia la cara,
con el rifle apuntándose a la cara,
defienden su niñez y la niñez de otros.
Rogad por la paz de Jerusalén
para que prosperen los que la aman.
Rogad a Dios que roguemos por él
para que no viva en tristeza y desventura.
Y la dicha dónde estaba, dónde estaba
el dinero que ciega y abre puertas, la fama
que ciega y abre puertas, el Amor raído
con su vestido a ciegas.
Por la calle de Yaffo, las jóvenes israelíes,
tan respirables, tan mediterráneamente frescas,
con el vientre desnudo y los senos frondosos,
dan miel dulcísima a la boca
y vino que gotea sobre la boca.
Hermosas son las hijas de Jerusalén,
pero más codiciables, higueras que dan el higo,
palomas en parvada hacia el hueco de las peñas.
Frente al Correo Central, de pie con los ingleses,
busco responderme ahora, en la primavera
del año tercero del milenio, con el fardo
de los cincuenta y cuatro años,
después de atravesar un túnel de larga oscuridad.
Por qué seguí una navegación, la cual, desde el principio
yo sabía que la echaría a perder
sin regresar jamás a Ítaca.
Oh Jerusalén, color de arena y miel,
ciudad de Dios convertida en un infierno,
donde los hijos caen a filo de cuchillo
y los niños lloran al padre que aún ayer,
después del almuerzo o de la cena,
dejaba en la sala de la casa
el vaso de vino y el humo del cigarro.
Llego a la Ciudad Vieja, el centro del cielo vertical
de naciones y tierras, donde el fuego cruzado
de cristianos y árabes, de judíos y de turcos,
perfora la hoja blanca en el pico de la paloma.
Por cada terrón, por cada esquirla de calcedonia o vidrio,
de piedra basáltica o caliza, por cada astilla de la madera,
estéril, absurdamente se han sacrificado millares de millones
sin que la vida del asno o del camello se modifique un palmo.
Ay Jerusalén, Ciudad de la Verdad, de tu casa
los pájaros se llevan en el pico la hoja del olivo,
se llevan en las alas el higo ya desecho,
regresan y se elevan llevándose el Hijo ya desecho,
y resuenan con dulzura en los muros de la iglesia
los discos de los címbalos y la letra de las Bienaventuranzas.
Llego a la Puerta Nueva y de la calle de El Jadid
desciendo por Frères y por St. Francis
y los gritos de los árabes a grito herido
solicitan y claman que regresen
los años del alfanje y del bolsillo próspero.
Rogad por la paz de Jerusalén, ciudad de paz,
aunque el hermano recoja en la acera
el cuerpo agujereado del hermano.
Desde los once años dejé de confesarme,
dejé de comulgar, me alejé de la práctica y del rito.
Para el niño el sacerdote era como un dios terrible
y rencoroso, que lenta y cruelmente lo hundiría
en las aguas agitadas y el fuego de la Gehena.
¿Por qué el catolicismo se basa en el dolor?
¿Por qué Cristo permanece en la cruz
y no lo vemos de pie en la Galilea, cortando
la anémona y la rosa, volviéndose agua
en el agua de los lagos, o en la cumbre
de los montes transfigurándose en luz,
sin más mensaje que el claro renuevo del almendro
y la pulpa del níspero en la boca
en la clara mañana que dará el mañana?
Ésta es Jerusalén, a quien Dios puso en medio
de las naciones y a la tierra alrededor de ella.
Mezquita, iglesia o sinagoga,
Dios se multiplica por Uno hasta ser muchos,
y regresa, con el pan y los peces, con el vino
y los vasos, para terminar desangrándose por
callejuelas y plazas de la Ciudad Vieja.
¿Pero qué puede hacer un hombre con el corazón roto?
Un hombre que buscó la orientación sin atlas y sin brújula,
y no quiso saber que a siete kilómetros
permanecía íntegra y abierta la Navidad en la tierra.
Todo bajo el sol tiene su tiempo, dijo el Predicador,
pero yo vine en el tiempo equivocado.
Un día, en fin, a la verdad, sin darte cuenta,
Dios o los dioses te abandonan, sin darte cuenta
crees que el mundo es ancho y grande y múltiple
y se hizo para ti, y vas a la deriva y no lo sabes.
Esa vida, esa gran vida no la hiciste,
diste veinte mil vueltas por veinte mil círculos,
pensando que la hacías, creyendo que la hacías,
cuando ya la velocidad del caballo era un pie roto
y la fuerza del león el llanto del ternero.
Dando traspiés, dejando atrás comercios de baratijas,
sangrando de la espalda y de la frente, ensordecido
por el griterío, enceguecido por el sol de abril,
llego, fuera de la ciudad, a la cima del monte,
miro las lágrimas de la madre sin consolación,
miro al verdugo clávandose las manos, y pienso que
a lo mejor alguna vez, alguna vez, cuando el justo
lo sea de corazón y el sufrido de espíritu
no escuche la canción del necio,
cuando el nombre del malvado sea raído y sucumban
el héroe y el mártir fraudulentos, cuando no sea un lloro
el tiempo de la tribulación y el tiempo del infortunio,
el verano se hará una golondrina, el sol verá su luz
en el fruto del naranjo y el vino viejo
se beberá por fin en odre nuevo
Y en ninguna calle de Jerusalén podrá caminarse
porque muchachas y muchachos jugarán en ellas.
Marco Antonio Campos (1949)
En Lorena Avelar,
Una voz para dos tierras.
Antología poética México y España
Ediciones Dauro (en prensa).
Viernes
Cómo conocí a Alfonso Reyes
Lo conocí en casa de Pedro Henríquez Ureña. Pedro Henríquez fue, puedo decirlo, un gran hombre; esa grandeza perdura en la memoria de quienes lo hemos conocido; es decir, fue un hombre más memorable por su palabra oral que por su palabra escrita. Aunque sus escritos son inteligentes y decorosos --no podían serlo de otro modo--, pero en Pedro Henríquez Ureña hay una suerte de timidez y también, esto es muy raro, yo lo noté en su gran amigo y nuestro gran amigo Alfonso Reyes.
Porque, según se sabe, Reyes tuvo que pasar muchos años de destierro, de destierro sin duda grato muchas veces, en España. Y ahí, tengo la sospecha de que siempre lo vieron un poco como a un latinoamericano o como ellos dirían, como a un hispanoamericano. Es decir que él siempre guardó una actitud de discípulo ante los españoles. Recuerdo una tarde que conversé con el, no, una noche tiene que haber sido, porque nos veíamos de noche los domingos, en la embajada de México. Recuerdo que él estaba indignado por un juicio más o menos ligero y atolondrado de Ortega y Gasset sobre Goethe. Goethe era uno de los dioses de la devoción de Alfonso Reyes.
Entonces, él formuló varias objeciones y yo le dije que por qué no las escribía. Y, entonces él, con genuino estupor, me dijo: "¡Pero cómo voy a polemizar con Ortega y Gasset!" Yo le dije: "Pero todos sabemos que usted es infinitamente superior a Ortega y Gasset".
Pero él no podía admitir eso; siempre se sentía en actitud de discípulo ante escritores que eran ciertamente inferiores a él. Por ejemplo, el tono de reverencia que tenía cuando hablaba de Azorín. Luego él encontró una salida: escribió un libro sobre Goethe, publicado por el Fondo de Cultura Económica en México. Ese libro viene a ser una respuesta a Ortega y Gasset. Pero él no se refiere nunca directamente a Ortega y Gasset. Ahora, aquí pueden haber influido dos cosas: por un lado, cierta timidez, porque creo que Reyes --a pesar de ser valiente y me consta que fue valiente-- era tímido. Y también la cortesía, porque a Reyes no le gustaba disentir de su interlocutor.
Y como era infinitamente inteligente, esto lo sabemos todos, a veces hasta inventaba razones a favor de su interlocutor y contra sus propias convicciones.
Yo lo conocí, a Reyes, en casa de Pedro Henríquez Ureña. Luego lo vi en casa de Victoria Ocampo. Recuerdo que él habló de la "Era Victoriana" en la literatura argentina. Y luego, él me invitaba todos los domingos a comer en la embajada de México. Recuerdo que tenía la memoria llena de citas oportunas: yo admiraba y sigo admirando al poeta mexicano Othón y él me dijo que él lo había conocido, a Othón, en casa de su padre el general Bernardo Reyes. Yo le dije: "Pero, cómo, ¿usted lo conoció?" Y el encontró, él dio en seguida con la cita oportuna; aquellos versos de Browning: Hay un señor que habla de Shelley, y el otro le dice: "Pero cómo, ¿usted lo vio a Shelley, usted lo ha visto a Shelley?" Y, entonces, cuando yo le dije: "¡Usted conoció a Othón?", Reyes murmuró: "Ah, did you once see Shelley plain…”
Exactamente la cita que convenía. Reyes tenía el amor de la literatura inglesa, bueno, tenía el amor de todas las literaturas y de la literatura. Admiraba, no sólo a los maestros, a los escritores famosos, sino también a los que han llamado los clásicos menores y nos encontramos en nuestra compartida devoción por el --hoy olvidado con injusticia-- poeta francés Toulet. Él sabía de memoria muchas contrerimes, yo también. Y también en nuestra devoción por el helenista y ensayista escocés Andrew Lang. Los dos ahora más o menos olvidados.
Reyes fue muy bueno conmigo. En aquel tiempo yo no era especialmente nadie. Y, sin embargo, Reyes me trató a mí como si yo fuera un escritor considerable. A Reyes le gustaba dejar, en los países que él recorría como embajador, le gustaba dejar libros publicados por él. Él se daba a un país y además de cumplir con sus funciones diplomáticas quería conocer a los escritores y, en especial, a los jóvenes escritores desconocidos. Y yo, por aquellos años, era ciertamente joven y más ciertamente aún desconocido. Esto bastó para que Alfonso Reyes me buscara y publicara un libro mío, del cual estoy bastante arrepentido ahora. Pero yo estoy arrepentido de casi todo lo que yo escribo, cada uno escribe lo que puede y no lo que quiere. Y publicó un libro mío, “Cuaderno San Martín”, en una serie de libros suyos, creo que se titulaba algo así como Cuadernos del Plata. El libro salió ilustrado por una amiga nuestra, por la gran escritora, desconocida entonces también, Silvina Ocampo, hermana de Victoria.
Él publicó ese libro, luego él fundó una revista, se titulaba Libra. Se refería a la balanza, al justo equilibrio de la balanza, pero en esa revista colaboraban amigos míos nacionalistas. Yo nunca he sido nacionalista. Yo le expliqué a Reyes que aunque me sentía muy honrado pensando que él hubiera pensado en mí, yo no quería publicar con aquellos otros y él comprendió perfectamente mis escrúpulos y me escribió una carta. Nuestra amistad no sufrió desmedro por aquello que había ocurrido. Y al hablar de cartas recuerdo la primera carta que me escribió Alfonso Reyes. Esto fue el año de 1923.
Yo había publicado mi primer libro, “Fervor de Buenos Aires”. Reyes me escribió una carta, una carta demasiado generosa para que yo recuerde sus palabras, para que yo repita sus palabras ahora, aunque las recuerdo. Y luego, al final, con una posdata decía: "Me conmueven o me tocan al pasar ciertos nombres de sus antepasados, de sus mayores militares" y luego, punto. Y luego: “Yo también...” Porque él también era de estirpe militar como yo.
Todos los recuerdos que yo tengo de Alfonso Reyes son gratos. Recuerdo que le gustaba mucho el cinematógrafo: una vez discutimos una película con él y él compartía mi devoción por aquellas películas dirigidas por
Josef von Stenberg en que trabajaban Fred Kollar y George van Kraft y él dijo que no había películas malas, que en toda película siempre había algo que interesaba: un rostro que se entrevé, una puerta que se abre, una sombra... A él le bastaba con eso y esto era debido a su imaginación. El enriquecía la conversación. Uno le decía algo y ese algo que uno le decía iba ramificándose en la imaginación de Reyes. Pero advierto que estoy hablando de recuerdos personales. Lo que yo no sé es si yo sentí entonces lo que ahora sé: que Reyes ha sido uno de los mayores escritores de las diversas literaturas cuyo instrumento es la lengua española.
Porque si el modernismo --y aquí podemos pensar en Darío, en Lugones, en Jaimes Freyre, en los otros-- renovó el lenguaje de la poesía, la prosa no fue del todo renovada por el modernismo. Si bien hubo un admirable precursor: Paul Groussac escribía una prosa a la manera de Flaubert, cuando en España la gente trataba de remedar a los clásicos o buscaba lo más deleznable de la tradición, es decir los refranes. De modo que o trataban de ser pomposos, o acudían al refranero de Sancho Panza. Groussac escribió una prosa elegante, económica, severa, pero la prosa de Groussac adolece todavía de ciertos adornos que ahora nos parecen superfluos. En cambio creo que Reyes ha escrito la prosa más admirable de la lengua castellana.
Yo propuse a Reyes, alguna vez, o quise proponerlo para el Premio Nobel de literatura. Reyes estaba en México entonces. Yo hablé con algunos amigos míos. Me place recordar el nombre de Victoria Ocampo y el nombre
de Adolfo Bioy Casares. Y pensamos que si toda la América de habla española pedía el premio para Reyes, eso pondría más fuerza que si lo pidiera el gobierno de México, porque al fin de todo, los mexicanos pidiendo por un mexicano llamarían menos la atención que todo un continente. Un continente de muchas repúblicas pidiendo el premio para Reyes, pero aquí volví a encontrarme con el nacionalismo. Me dijeron: "Sí, pero Reyes es mexicano", como si pudiera haber un pero allí. Yo les dije, "Pero precisamente porque él es mexicano y porque nosotros somos argentinos, va a tener más fuerza el pedido", pero me dijeron: "Cómo vamos a pedir por un mexicano". Me di cuenta de que no podía seguir conversando con personas así. Hice una tentativa análoga en Uruguay.
En el Uruguay observaron agudamente que Alfonso Reyes no era precisamente oriental sino mexicano, y como hubiera sido un poco absurdo que Victoria Ocampo, Bioy Casares y yo pidiéramos el premio para Alfonso Reyes y que lo pidiera un hombre de letras en el Uruguay --creo que fue Emilio Oribe, el único--, entonces el proyecto fracasó. Es una lástima porque Alfonso Reyes hubiera honrado el Premio Nobel recibiéndolo. Tengo, pues, de Reyes recuerdos muy gratos y la convicción de haber conocido a uno de los mayores escritores de la lengua castellana, a uno de los espíritus más finos.
Él se entregaba a la traducción también y, a veces, mejoraba el original. Recuerdo unos versos de Mallarmé. Mallarmé dice: "Des séraphins en pleurs"; es decir: "Serafines que lloran". Reyes lo mejoró en la traducción, y en lugar de esos lacrimosos serafines, puso: "Dolientes serafines", lo cual es superior al texto.
Ya que he hablado de Mallarmé, querría recordar aquellos versos de Mallarmé en que él se refiere a Edgar Allan Poe y dice: "Tel qu'en lui même enfin l'éternité le change". Así, dice: "Como al fin la eternidad lo convierta en sí mismo". Pues bien, esto ha pasado con Alfonso Reyes.
Yo sabía que era un gran escritor, yo lo quería como amigo. Y creo que cuantos lo conocieron lo quisieron, pero ha sido necesaria la muerte para que yo lo vea como "el gran escritor" que fue. Porque a los contemporáneos uno siempre los ve un poco en función de las circunstancias y es necesaria la muerte para que los vea del todo, para que uno vea en conjunto todo lo que significaron, aparte de lo que fueron el lunes, el martes o el miércoles, o a la tarde, o a la noche o a lo que fuera. Y ahora, yo agradezco todas las oportunidades que me ofrece el destino para poder hablar de Alfonso Reyes.
Jorge Luis Borges
Boletín de la Capilla Alfonsina, núm. 28, abril a diciembre de 1973.
Sábado
Bosquejo de niebla
I
Ven noche
aprieta fuerte
asfixia mis desvelos
cubre mi desnudez
con un bálsamo de rosas
anacrónica manera de
deshacerse
de viejas ataduras.
II
No hay camino para los insomnes
tan sólo transitar
por un bosquejo de niebla.
Los viajeros
tocan a duelo las campanas.
Dormir...
Las horas se agazapan:
conejos en madriguera oscura.
Las persigo y las cazo
pluma en mano.
IV
Sueño convertirme en protagonista...
Soy la mesera que tira la sopa sobre
los comensales...
Soy hada madrina que apenas cumple.
La cantante ciega que busca
su sombra en un burdel de quinta....
La ojerosa pintora que se tira a llorar
cuando los colores callan...
Enferma terminal desfloro
en el insomnio flores desfallecidas.
Las horas estrujan mi tiempo,
mi espacio: martirio en santidad.
Hay milagros que acusan de recibido.
Haya fantasmas, o no.
V
Busco lupa en mano a la voluble luna
--hasta encima de la cama--.
Busco la redondez perfecta que rueda
y se prenda de la rotunda luna.
Canto a la versátil luna...
Canto a la redondez de mis pechos,
al abrazo redondo.
Canto redondo que tiende a redondilla.
A lo perfecto, a lo plus cual perfecto.
Canto a la encandilada luna.
A redondear una escena de teatro
tras otra...
Lupa en mano me apropio
de la estrofa perfecta:
"Cuatro versos de arte menor
con un par de versos abrazados".
Mujer hecha de teorías, reto a la noche
y a la luna que amenaza con menguar.
La luna se prende cual prendedor
a una O redonda como un beso.
En una servilleta.
VII
Cuánta sangre en mejillas,
manos, pensamientos
se agolpan en mi corazón
y yo sentada
en una banca mirando al ocaso.
El rojo sangre
busca agolparse en mi sien
golpe a golpe de martillo
la pasión del rojo me enciende.
Tras el primer bosquejo
--esbozo en paralelo para llegar a ser
y no sólo parecer--.
Entro, penetro al país de las maravillas
de manos de la niña Alicia.
Adormilada: nada me sorprende.
IX
Rojo
frambuesa
fresa
sandía
zarzamora
mora
color del galopar
del quedar rendida en un sueño rojo
que se transmite de padres a hijos.
Hijo mar
hijo tren
hijo curvatura
hijo sueño
ahijan a la otra que ya no soy.
Rojo
color del despertar
antes del repiqueteo de las campanas:
no siempre tras dormir a mis horas.
Y despertar despejada
frente al espejo.
XII
Médicos mercachifles
limpian ventanas con trapos sucios.
Y tu mirada...
Transito por un bosquejo de niebla.
Rompo el silencio:
bienamadas las letras que
ca
en
en el vacío.
El punto final se echa a dormir.
Muero de envidia...
Becky Rubinstein F. (1948
Bosquejo de niebla
Tintanueva Ediciones, México, 2023.
Domingo
1
Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros,
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah, los vasos del pecho! Ah, los ojos de ausencia!
Ah, las rosas del pubis! Ah, tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.
2
En su llama mortal la luz te envuelve.
Absorta, pálida doliente, así situada
contra las viejas hélices del crepúsculo
que en torno a ti da vueltas.
Muda, mi amiga,
sola en lo solitario de esta hora de muertes
y llena de las vidas del fuego,
pura heredera del día destruido.
Del sol cae un racimo en tu vestido oscuro.
De la noche las grandes raíces
crecen de súbito desde tu alma,
y a lo exterior regresan las cosas en ti ocultas,
de modo que un pueblo pálido y azul
de ti recién nacido se alimenta.
Oh, grandiosa y fecunda y magnética esclava
del círculo que en negro y dorado sucede:
erguida, trata y logra una creación tan viva
que sucumben sus flores, y llena es de tristeza.
3
Ah vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose,
lento juego de luces, campana solitaria,
crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca,
caracola terrestre, en ti la tierra canta!
En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye
como tú lo desees y hacia donde tú quieras.
Márcame mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas.
En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla
y tu silencio acosa mis horas perseguidas,
y eres tú con tus brazos de piedra transparente
donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida.
Ah tu voz misteriosa que el amor tiñe y dobla
en el atardecer resonante y muriendo!
Así en horas profundas sobre los campos he visto
doblarse las espigas en la boca del viento.
4
Es la mañana llena de tempestad
en el corazón del verano.
Como pañuelos blancos de adiós viajan las nubes,
el viento las sacude con sus viajeras manos.
Innumerable corazón del viento
latiendo sobre nuestro silencio enamorado.
Zumbando entre los árboles, orquestal y divino
como una lengua llena de guerras y de cantos.
Viento que lleva en rápido robo la hojarasca
y desvía las flechas latientes de los pájaros.
Viento que la derriba en ola sin espuma
y sustancia sin peso, y fuegos inclinados.
Se rompe y se sumerge su volumen de besos
combatido en la puerta del viento del verano.
5
Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.
Collar, cascabel ebrio
para tus manos suaves como las uvas.
Y las miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.
Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento.
Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.
Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza
Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú oigas como quiero que me oigas.
El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
Huracanes de sueños aún a veces las tumban.
Escuchas otras veces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
Amame, compañera. No me abandones. Sígueme.
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.
Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
Voy haciendo de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.
Pablo Neruda (1904-1973)
Veinte poemas de amor y una canción desesperada
Antología nerudiana
Presentación de Alejandro Vargas Castro
SEP, CNLTG, Editorial Porrúa, México, 2014.
Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.
(+52)55 5208 2526
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