Poema del día

Siete poemas para esta semana. Selección de Felipe Garrido

Lunes, 16 de Agosto de 2021
Por: Felipe Garrido

Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.

Lunes

De “El poema de Tlaltecatzin”

[…]

¡Ave roja de cuello de hule!,
fresca y ardorosa,
luces tu guirnalda de flores.
¡Oh madre!
Dulce, sabrosa mujer,
preciosa flor de maíz tostado,
sólo te prestas,
serás abandonada,
tendrás que irte,
quedarás descarnada.

Aquí tú has venido,
frente a los príncipes,
tú, maravillosa creiatura,
invitas al placer.
Sobre la estera de plumas amarillas y azules
aquí estás erguida.
Preciosa flor de maíz tostado,
sólo te prestas,
serás abandonada.
Tendrás que irte,
quedarás descarnada.

[…]

Trad. Miguel León-Portilla (1926-2019)
La tinta negra y roja. Antología
de poesía náhuatl.
Era / El Colegio Nacional, México, 2012.

Tlaltecatzin icuic

[…]

¡Zan ca tlauhquechol!,
celiya, pozontimani,
mocquipaxcohiuh.
¡Tinaan!
Huelicacihuatl,
cacahuaizquixochitl,
zan tonnetlahehuilo,
ticachualoz,
tiyaaz,
ximoaz.

Can tiyehcoc ye nican,
imixpan o teteuctin,
timahuiztlachihualla,
monequetza.
Moxiuhcozquetzalpetlapan,
tonihcaca.
Cacahuaizquixochitl,
zan tonnetlanehuilo,
ticahualoz,
tiyaaz,
ximoaz.

[…]

Tlaltecatzin
La tinta negra y roja. Antología
de poesía náhuatl.
Era / El Colegio Nacional, México, 2012.

Martes

Aparte del ciclo pluvial…

Aparte del ciclo pluvial,
las regaderas y los sanitarios,
los ruidos más importantes de Fraguas se han ido perdiendo.
–Fan-faneto-neto-fan-fan-faneto-neto-fan
¿Qué se hizo la máquina de vapor
saliendo de su cueva de bisonte?
¿Qué se hizo el rey mi padre y su tren de esmeraldas,
su cadena de oro, pechera de cobalto,
la sortija de amor entre los dedos?
No hay ojos para mí,
melancólico y calvo busco una calle antigua,
mido la distancia y no es a misma.
¿Qué se hicieron las señales que dejamos,
el aldabón de hierro y la pierta labrada?
Busco los antiguos lugares comunes:
un nombre de mujer, la miscelánea verde,
la cicatriz del muro. Busco a la bella Adriana,
su cama de latón y el cielo raso;
busco al minotauro ganadero que le abrió las caderas.
¿Qué se hicieron los ruidos de Fraguas?
¿Qué se hizo el yunque de diamante de mi padre
y su tren de esmeraldas?
No quedó nada,
sólo el desierto;
Teotihuacan, Fraguas, Caldas, Asterópolis,
con sus rostros de aljibe.
Derruido el zigurat, trunca la pirámide,
el campanario en ruinas.
Sólo el silencio altivo.
¡Patrias de la misericordia
apiádense de Fraguas!
Debo olvidar la crónica,
los días rutilantes,
la procesión de palmas.
Olvidar la ciudad llameante de automóviles y anuncios.
No se hable más de los altos palomares
ni los apiarios rojos en el valle.
(Entonces las uvas y su dulzor de agosto.)
Olvidar la historia y los ojos:
dejar la ciudad como el perro rabioso
que rompe con sus clases de obediencia.

Víctor Sandoval (1929-2013)
Fraguas.
Papeles Privados, México, 1991.

Miércoles

[Nota 8: No todas las horas que contiene el día tienen la misma densidad, algunas son como una copa de cristal,como una voluta de vapor que se transforma en hielo, como una tenue vibración en el vacío. Nada puede cortar la piel con tanta saña como las finísimas agujas de la nieve, como los minutos helados del olvido, En esas horas frágiles del día vuela un cisne negro, y canta.]

[Nota 9: Me gustaría justificar este cuaderno. Por lo tanto, afirmaré que sirve. Pero no debo caer en el engaño, aquí sólo rescato dos o tres palabras que olvidamos, utilizo las metáforas para cubrir las tapias, introduzco absurdas frases para despistar al peregrino y cuentos donde la ternura realiza la mínima proeza de curar las heridas que nos deja la inevitable crueldad de los relojes.]

Norberto de la Torre (1947)
Las horas frágiles.
Torres Blásquez /Salta P’atrás
San Luis Potosí, 2018.

Jueves

Discreto…

a mi madre

Discreto (como si no existiera),
erguido sobre un pie, duerme el árbol de lima;
de sus brazos abiertos brotan breves suspiros
que perfuman un aire anónimo. Al fondo de la huerta
no hay quién que lo perciba y sin embargo.
Discreto (como si no existiera),
erguido sobre un pie, duerme el árbol de lima.

Raquel Olvera (1966)


Que al abrir la boca…

Que al abrir la boca
surgiera el silencio, como un canto.
Dejáranse de oír el motor de los autos,
el barullo de la romería;
que al pasar a mi lado
la fragancia de su movimiento
fuera el olor de la nada;
que al tocarme su mano
llenárase mi carne de vacío.
Que él hubiera no llegado al mundo,
y yo
tampoco.

Raquel Olvera (1966)
Casa de los horizontes. Antología poética.
Taller de Poesía Dolores Castro 1994-2003
Ediciones del lirio
San Juan Xalpa, 2003.

Viernes

El cuarto agrietado

Éste es el cuarto del enfermo. Debimos hacerle hendiduras a los muros para que respirara; debimos restaurar las grietas con el polvo del medicamento. Porque éste es el cuarto del enfermo. Todos hemos entrado aquí como ráfagas o como gotas aisladas a oír el repaso de la música intacta. El cuerpo habló. Dijo lo peor. La sangre habló, conoció su propio silencio. Los huesos hablaron, dijeron sueños imposibles. Éste es el cuarto del enfermo; una noche me atrajo a su vientre de metal; una noche todos los males dijeron mi nombre en secreto, hicieron de las palabras hilos separados. Estuve a solas con el cuerpo; tuve un diálogo con el delirio; la fiebre me habló de la luna enloquecida, del mar inamovible, de la ruta de fuego. El hígado se conmovió hasta las lágrimas, las heces contaron su historia, la piel se ilusionó. Después abrí la puerta. Pero el cuarto agrietado sigue allí. Nadie puede destruir el cuarto del enfermo.

María Cruz (1974)
Vientos del siglo. Poetas mexicanos 1950-1982
Coordinación y prólogo
Margarito Cuéllar
Selección y notas
Margarito Cuéllar, Mario Meléndez,
Luis Jorge Boone y Mijail Lamas
UNAM / UANL, México, 2012.

Sábado

Partida

Todo fue como un viento del desierto… saberlo sin vida, tener que soltarlo. Dejarlo libre, abrir las manos, cerrar sus ojos, mirar su cuerpo, pedir silencio, pasar saliva, animar el gesto, sostener las piernas, volver a mirarlo. Saber que no está. Tener que soltarlo. Aferrarte, abrazarlo, apartarte, dejarlo, permitir que lo toquen, que lo carguen, que lo aparten, que lo lleven. Brincar, gritar, llorar, golpear, sosegar, callar. Todo por dentro. Parece que sí, que todo es verdad. Ahuyentas el miedo, lo olvidas, lo ignoras. No sabes qué hacer, no puedes hablar, su rostro está quieto, no sabe de ti. Te esperan, te miran; lo harán apenas les digas. No saben; qué saben. Se debían un mezcal, un libro, un paseo, un café, una cantina. Ellos no lo saben, los otros tampoco. ¿Te debía un secreto?, ¿le dirías el tuyo? Ellos te esperan, debe ser rápido, lo sabes. El tiempo corre, el riesgo aumenta. ¿Riesgo? Prudencia, cordura, responsabilidad, compostura. Te silencias; si no has dicho nada. Gotitas ácidas de limón caen en lo profundo… Piensas en La chica más guapa de la ciudad, de Bukowski, te pones más idiota que de costumbre. Él sabía cómo abrazarte cuando eso pasaba; entonces, con eso no pasaba nada. Siempre su tiempo, su mundo, su abrazo, su palabra, su alegría, su bondad. Se habría llevado a toda ley con Bukowski, con Kerouac, con todos sus cuates, un verdadero beat con un alma amorosamente revolucionaria. Piensas en Rulfo, en Comala. Antoine de Saint-Exupéry se habría congraciado con su noble alma, se habría alegrado de conocer a un ser capaz de apreciar la sencillez y belleza de una rosa. No, no hubo nada que no me dijeras. Qué alma tan bella latuya. Sí, lo dijiste todo; llevo en mí tu poesía; qué más me puede faltar. ¿Dolorosa orfandad? Gratitud… Decir que no entren, que se esperen, que se larguen, que no hablen, que se callen, que te dejen. Un cuerpo sin vida, tendido y completo. Un velorio, un rosario, las flores, tus velas. Caminaron contigo; amoroso y buen hombre, entre todos. Yo sólo fui la niña que, de mañanita, recorrió el mercado a tu lado; desde entonces, padre, conocí tu corazón.

María Julia Hidalgo López (1970)
Contar poemas, cantar cuentos
Unicornio. Taller de Felipe Garrido.
Ediciones Rehilete, México, 2021.

Domingo

La patria en verso
I Pretexto

En el principio no había México, ni había mexicanos. Eso, lector amigo, de seguro ya lo sabes; pero no está de más recordarlo. En este territorio que ahora ocupamos habitaban numerosos pueblos, muchos de ellos de culturas admirables. Semejantes unas con otras, vivían en estrecho contacto: los diversos señoríos guerreaban, pactaban alianzas, comerciaban, tenían creencias similares acerca del mundo sobrenatural, y más de una vez se congregaron para acordar sus lecturas de la bóveda celeste.
           Había diferencias que los separaban. Ninguna más profunda que la multitud de idiomas que hablaban –sobreviven 364, dice el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas– y que los identificaban como etnias o naciones. Una lengua, estarás de acuerdo, es la seña de identidad más profunda, la patria más entrañable. 
           Un día, del otro lado del mar, en altas torres de madera llegaron hombres que por las armas y por el fuego eterno se adueñaron de ese Nuevo Mundo –nuevo para ellos, se entiende. 
           Impusieron su lengua, su religión, sus leyes, sus modos de trabajar, sus artes, sus ciencias y sus   costumbres. Con ello arrasaron las culturas originales, y a la vez dieron cierta unidad al inmenso territorio que va de La Florida al Cabo de Hornos, y por el Pacífico llega hasta las Filipinas. Para administrarlo, lo dividieron en cinco enormes demarcaciones: la Capitanía General de Chile, más los virreinatos del Río de la Plata, del Perú, de la Nueva Granada y de la Nueva España. 
          Los españoles que llegaron a los nuevos territorios –nuevos para ellos, ya lo dije–, monopolizaron los más altos puestos en los gobiernos civil y religioso, se adueñaron de tierras y minas, controlaron el comercio; fueron los nuevos señores y supieron siempre cuál era su patria.
          Pero sus hijos, y los hijos de sus hijos, los criollos, muy pronto empezaron a sentir que ellos no formaban parte de España, sino de esta tierra, que era su patria. Como lo era de los indios, los negros, los mestizos, los orientales que habían ido llegando a ella. Y también de muchos españoles que, una vez avecindados en estas tierras, llegaron a sentirse americanos. En náhuatl –lo sabes– patria es chantli, que significa hogar; la casa y el pueblo donde se vive. Eso es la patria. La tierra donde nacimos, el sitio donde transcurrió la infancia, el lugar de los padres y los abuelos; el barrio y la calle donde habitamos. Lo es también esa “casa mayor que nos contenga”, como dice Carmen Villoro, donde vivimos muchos que somos diferentes pero que nos hallamos unidos por razones históricas y políticas. 
          Los criollos descubrieron en esta tierra las huellas de un pasado glorioso, en el cual se apoyaron para armar su identidad; por el camino de hacerlo suyo, llegaron a convertirse, con los demás pobladores de la Nueva España, en los mexicanos que somos ahora: nosotros, que hemos continuado apropiándonos de ese pasado que, más que de los hombres, es de la tierra que pisamos; la memoria es siempre de la tierra. 
          De esa tarea hay muestras incontables. Una de ellas es la “Elegía” que en seguida te presento, escrita por Carlos Pellicer (1877-1997). En los naturales el poeta ve a su pueblo, a la gente de su sangre. Anuncia nuevas catástrofes; esta vez los invasores, “con sus fonógrafos y sus manos ladronas,/ su religión modesta –el protestantismo, sin el esplendor del catolicismo–, y sus catálogos” no llegarán del otro lado del mar:

Elegía

Caballero águila,
tráeme en el ojo una estrella.
Pero líbrala de las puestas de sol.
¡Muy alta es mi tristeza!
Caballero tigre,
tráeme unas ramas de roble.
Pero que estén huracanadas.
La vida,
feroz mi tristeza recorre.
Como en el reinado de Motecuhzoma,
vendrán hombres blancos, 
y será por el Norte.
A cacerías de estrellas
me han invitado los dioses
y a casi todas he ido,
pero con otro nombre...
¡Qué sueños han sido esos sueños
sangrientos y nobles!
Desde sus platerías,
cintilador y formidable,
el Popocatépetl ha encendido su lámpara.
¡Y se siente una angustia y un aire
tan duro en el Valle de Anáhuac! 
Con sus fonógrafos y sus manos ladronas,
su religión modesta y sus catálogos,
y organizados por una dentista
vendrán los bárbaros.
Yo no sé, pero hay algo en la tarde
que marchita mis ramos de roble y mis fuentes de nardo.
Hay un ruido insolente que enfría
mi dulce cantar mexicano.
Caballero tigre, voy de cacería, sueños he tenido.
Toda la tristeza del pueblo es la mía.
La sangre enarbola sus señas y escucha sus cálidos ruidos.

Hagamos memoria de algunos hitos en ese irse formando de la conciencia nacional. En 1602, Bernardo de Balbuena, nacido en España pero criollo de corazón, publicó la Grandeza mexicana, que canta las glorias de su nueva patria, “la ciudad más rica,/ que el mundo goza en cuanto el sol rodea”, la “famosa México”. Sor Juana habló de su América y compuso versos en náhuatl. En 1680, Carlos de Sigüenza y Góngora, que decía ser un “criollo emplumado”, tomó a los tlatoanis mexicas, y no a los héroes mitológicos griegos y romanos, como se acostumbraba, para ejemplificar, en el arco triunfal con que lo recibió la antigua Tenochtitlan, las virtudes del nuevo virrey, don Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de la Laguna de Camero Viejo –su esposa, María Luisa Manrique de Lara, fue amiga entrañable y protectora de Sor Juana–. En la dedicatoria a la Universidad, al frente de su Historia antigua de México (1780), Clavijero dice que su obra es “una historia de México escrita por un mexicano”, el esfuerzo de un ciudadano “que ha querido ser útil a su patria”. Se queja del “descuido de nuestros antepasados respecto a la historia de nuestra patria”. Espera que los universitarios se esfuercen por “preservar los restos de la antigüedad de nuestra patria”, y les pide que acepten su obra como “un testimonio de mi sincerísimo amor a la patria”. 
Un día, los criollos decidieron arrebatar su patria a los gachupines que la usurpaban, y los combatieron. El imperio se desmembró; terminó por convertirse en las diecinueve repúblicas de Hispanoamérica. Cada una independiente y soberana y, sin embargo, incluida la antigua metrópoli, unidas todas por una misma lengua, una misma cultura supranacional, que Vasconcelos, entre otros, llamó “la gran patria común del idioma”.
Llamamos México a nuestra patria –y a su capital. Sabemos cuáles fueron las aspiraciones de quienes la fundaron, conocemos su historia, veneramos a los hombres y a las mujeres que le han ido dando forma. Sus tropiezos nos duelen en carne propia. Siempre la hemos querido libre, próspera y feliz. 
Esta serie de entregas a la que te invito ofrece una breve muestra –no un catálogo– de su poesía cívica; no para estudiarla, sino para buscar en ella, más que el pasado, el futuro de la patria. Por eso verás que en lugar de seguir un orden cronológico, mezcla las voces del pasado y del presente –¡hemos comenzado con Pellicer, al mediar el siglo XX! –. Los poetas saben ver más profundamente que nadie, y hablan por todos. Sus palabras, a veces oscuras, dicen más de lo que dicen las palabras.

Felipe Garrido (1942)
La patria en verso
Conaculta, México, 2012.


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