Lunes, 23 de Noviembre de 2015

Ceremonia de entrega del II Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña 2015 otorgado a Pedro Lastra

Académicos participantes

Discurso de don Pedro Lastra al recibir el II Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña

Lo primero que debo decir en esta oportunidad en la que se me honra con un extraordinario reconocimiento por parte de la Academia Mexicana de la Lengua, es la expresión de mi gratitud. No ha sido menor la sorpresa con que recibí en Chile la noticia de este galardón que exalta a un escritor hispanoamericano por su trayectoria ensayística, y al hacerlo en homenaje a una de las figuras más eminentes de las letras americanas del siglo xx, lo acerca a ella de un modo tan excepcional. Es esta, pues, la primera causa para mí de una impresionante sorpresa: Pedro Henríquez Ureña fue y es para todos nosotros el Maestro de América —como a menudo se le ha llamado con plena justicia— por su personalidad intelectual y moral y por la obra ejemplar que nos legó, que sólo se puede parangonar en el continente con figuras fundadoras como la de Andrés Bello. Alfonso Reyes, su amigo y compañero entrañable, lo señaló así al evocarlo en el homenaje póstumo dispuesto por el gobierno mexicano, en mayo de 1946: “… el apostólico Pedro, dijo Reyes, representa en nuestra época […] aquellas misiones de redención por la cultura y la armonía entre los espíritus, que en Europa se cobijan bajo el nombre de Erasmo y en América bajo el de ese civilizador, peregrino del justo saber y el justo pensar, que fue Andrés Bello”.

Testimonio tan concluyente y exacto, en palabras de otro humanista egregio, me exime de las que yo podría agregar. Sólo diré que desde mis primeras aproximaciones a sus obras sentí como natural esa relación.

Por haber conocido y tratado a muchos escritores de nuestra lengua desde mi juventud, y como lector y estudiante de lo hispanoamericano, creo saber cuál es mi sitio en ese vasto panorama que admiro y respeto, así como sé también —y esto lo digo sin asomo de falsa modestia— cuán lejos estoy del impar magisterio de don Pedro Henríquez Ureña. Me tranquiliza pensar que se ha querido ver en mi trabajo un rasgo discipular que justificaría este acercamiento, rasgo que debo señalar como fervor y pasión por lo nuestro aprendido precisamente en tempranas lecturas de los libros del Maestro, cuya sombra tutelar nos acompaña en este lugar y en un país que él siempre sintió como suyo y donde se le ha comprendido y estudiado más cabal y cumplidamente que en ninguna otra parte. A esas experiencias discipulares me referiré, pues, brevemente.

A comienzos de los años cincuenta iniciaba yo mis primeras tentativas de escritor, como poeta y como comentador de libros, cuando empecé a oír con frecuencia el nombre de Pedro Henríquez Ureña en las librerías santiaguinas. Los escritores mayores, a los cuales empezaba a frecuentar, se referían a él con respetuosa admiración y recomendaban a los jóvenes libros comoLas corrientes literarias en la América Hispánica y una reciente reedición, ampliada, de Ensayos en busca de nuestra expresión, publicada a fines del 52 en Buenos Aires. Esa edición de los ensayos se iniciaba con la “Evocación…” de Alfonso Reyes que he mencionado y con el conmovedor homenaje y despedida de Ezequiel Martínez Estrada, también de mayo de 1946. Los nuevos editores de los Ensayos incorporaron además textos tan significativos como “La utopía de América”, “Patria de la justicia” y “la América española y su originalidad”, entre otros. Esa lectura fue un deslumbramiento, y si la rememoro aquí es porque aún hay testigos entre mis viejos compañeros que terminaron pronto compartiendo mi entusiasmo por esa revelación de un decir y de un llamado tan persuasivo como urgente, en pasajes como estos: “La unidad de la historia, la unidad de propósitos en la vida política y en la intelectual, hacen de nuestra América una entidad, una magna patria, una agrupación de pueblos destinados a unirse cada día más y más. […] Ensanchemos el campo espiritual; demos el alfabeto a todos los hombres; […] esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía”. En el ensayo siguiente se leía esta memorable afirmación: “El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado de justicia al que solo aspira a su propia perfección intelectual”.

Mis amigos y yo sentimos esas palabras como convocatoria e incitación que nos obligaban a la reflexión y nos indicaban un derrotero.

Las esperanzas de ese futuro avizorado por el maestro no se han cumplido todavía; pero nada nos dice que no podrán ser realidad alguna vez. 

*** 

“Algo, que ciertamente no se nombra / con la palabra azar, rige estas cosas…”, se lee en el “Poema de los dones” de Jorge Luis Borges. Puedo sentirlo así por lo ocurrido hace sesenta años y que culmina para mí con este inesperado acontecimiento de hoy. Lo narraré brevemente:

En septiembre de 1955 Enrique Espinoza, nombre de pluma del famoso editor Samuel Glusberg, que vivía en Santiago, se enteró de un próximo viaje mío a Buenos Aires. Me pidió entonces que le llevara algunos libros y revistas a don Ezequiel Martínez Estrada, encargo que recibí con suma complacencia por varias razones, pero principalmente porque yo veía a Samuel Glusberg como una figura casi legendaria: había sido corresponsal de Mariátegui, amigo entrañable y editor de Horacio Quiroga, y también de la primera publicación de los Seis ensayos…: era muy cercano y familiar con Ezequiel Martínez Estrada, y de todos ellos habíamos hablado alguna vez. Tuve, pues, la oportunidad de visitar a don Ezequiel varias veces en los días de la caída de Perón, en la ciudad prácticamente cerrada. Fue este un azar venturoso, sobre el que no puedo extenderme más por ahora: sólo diré que la presencia de don Pedro Henríquez Ureña estuvo ahí, porque don Ezequiel había sido su compañero de tareas en el Colegio Nacional de La Plata, yo había leído su emocionante despedida del año 46 y el libro editado por primera vez por Samuel Glusberg en 1928 me había señalado lo que terminaría siendo mi vocación. Muy poco después, don Ricardo Latcham sería mi maestro de literatura hispanoamericana en la Universidad de Chile, con la perentoria indicación inicial de que el libro guía que usaríamos en su clase sería Las corrientes literarias en la América Hispánica, de Pedro Henríquez Ureña.

Empezó entonces a incitarme cada vez más una suerte de breviario de ideas y convicciones que me iba haciendo al andar de la lectura de sus libros. Señalaré algunas de las notaciones que orientaron mi vocación y me ayudaron a encontrar un camino. Por ejemplo, leer en su ensayo sobre Alfonso Reyes, de 1927, una observación como ésta: “Su preocupación fue no saber nada a medias”, o en el mismo elogio de las virtudes de su compañero y amigo, la celebración de su convivencia con espíritus abiertos a toda novedad, para quienes “todo camino merecía los honores de la prueba”. Desde luego, nunca pretendí acercarme ni siquiera de lejos al punto al que ellos arribaban en su excepcional e incansable trabajo, porque tuve al mismo tiempo una clara conciencia de mis limitaciones; pero sentí que esos principios dibujaban una vía de ejemplaridad. No saber nada a medias… Y entonces mi adaptación personal fue esta: “Llegaré a saber poco, pero trataré de saberlo bien…”.

La pasión por América y lo americano fueron, sin embargo, lo más decisivo que aprendí en esas lecturas, y lo que me movió a mayor admiración. En “El descontento y la promesa” dice, al referirse al estudio de Rodó sobre Montalvo, que “solo han sido grandes en América aquellos que han desenvuelto por la palabra o por la acción un sentimiento americano”. Fue evidentemente su caso, y constituye uno de los principios esenciales que motivaban su múltiple quehacer.

Idea semejante es la que formuló en una nota de Las corrientes literarias al referirse a la importancia de Bello como iniciador de nuestra independencia intelectual, declarada en la “Alocución a la poesía” en 1823: “El estudio más digno de un americano es la América, dijo un contemporáneo de Bello, nacido en Honduras, el apostólico José Cecilio del Valle (1780-1834), que redactó la declaración de la independencia política de la América Central (1821)”. Y no fue otro el programa de la vida de don Pedro Henríquez Ureña.

Debo agregar unas palabras acerca de las tareas editoriales a las que dedicó también muchos de sus días, porque me siento deudor de esas notables realizaciones que el maestro del humanismo llevó a cabo en la Editorial Losada, de Buenos Aires (su participación en la colección “Las cien obras maestras de la literatura universal”) y el proyecto de la Biblioteca Americana del Fondo de Cultura Económica, que tanto han significado para muchas generaciones. Esas tareas, que por sí solas importan una contribución intelectual de extraordinarios alcances, han comprometido la gratitud de una vasta comunidad de lectores y estudiosos de ayer y de hoy. Se trata de trabajos generosos y de proyectos a los que les cuadra inmejorablemente el calificativo de asombrosos. Años después, y por cierto en una dimensión muy menor, intentamos algo parecido en Chile. Nuestras publicaciones de la serie “Letras de América” de la Editorial Universitaria, entre 1966 y 1973, fueron inspiradas por esa formidable labor animada por la dedicación y la sabiduría de Pedro Henríquez Ureña. Insisto: nuestras limitaciones eran muchas, pero a partir del ejemplo que he mencionado intentamos hacer ediciones modestas y de fácil difusión, aunque sin renunciar al decoro y al cuidado editorial. Esa tarea, que me correspondió dirigir, la entendí siempre como un pequeño y modesto tributo al gran maestro del humanismo americano, en quien vio Ernesto Sábato, que fue su alumno en el Colegio Nacional de La Plata, al verdadero y gran integrador de los bienes de nuestra cultura.

*** 

Mucho más tendría que decir sobre lo que fue para mí la obra de don Pedro Henríquez Ureña, y sobre lo que yo pude a mi vez transmitir acerca de ella a mis amigos y estudiantes, algo en lo que continúo empeñado. Pero debo terminar aquí estas palabras testimoniales, cuyo fin principal es el de manifestar a la Academia Mexicana de la Lengua mi profundo agradecimiento por haberme hecho objeto de tan enaltecedora distinción. Cifro este reconocimiento en las personas de su Director don Jaime Labastida y de los jurados don Adolfo Castañón y don Roger Bartra, don José Luis Diaz Gómez y don Jesús Silva–Herzog Márquez, y extiendo esta expresión de gratitud a la Academia Chilena en la persona de su Director don Alfredo Matus, y a la Academia Peruana representada por don Marco Martos y don Ricardo Silva–Santisteban, que me recomendaron ante ella; a los distinguidos académicos presentes y a todos Uds., que asisten a este acto, para mí inolvidable.

 


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