Miércoles, 27 de Enero de 2016

Ceremonia de ingreso de Rosa Beltrán

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Discurso de ingreso:
Nellie Campobello, la "otra" Revolución

La vida nos sorprende a veces con privilegios insospechados. Uno muy grande consistió en el azar que hermanó a los miembros de esta noble institución en la idea de que podía contarme entre ellos. Significa, entre otros, el gusto inmenso de reflexionar sobre uno de los mayores bienes que poseemos, las palabras, y hacerlo en compañía de quienes desde distintos campos han dedicado su vida a ellas. Las palabras son mi única, verdadera relación con el mundo. No hay nada ni nadie en mi percepción que no esté atravesado por ellas. Uno de mis más antiguos recuerdos es haber descubierto que las palabras eran entes con vida propia; que cada una era irremplazable; que evocaban recuerdos, sensaciones, formas incluso. Que las palabras, en fin, no eran las cosas. Y que el idioma consigna las realidades que ellas evocan de modo peculiar. La prodigiosa lengua española puede vivirse de muy distintos modos. Es un honor que me hayan invitado a formar parte de la Academia Mexicana de la Lengua. Quiero agradecer a quienes propusieron mi candidatura: don Vicente Quirarte, doña Julieta Fierro, don Vicente Leñero, y a todos los miembros que aceptaron dicha candidatura por unanimidad. Agradezco al director de esta institución, don Jaime Labastida, y a don Gonzalo Celorio, quien generosamente aceptó dar respuesta a mi discurso y quien me ha acompañado en tantos momentos de mi vida académica y, más felizmente aún, desde su obra, de mi vida lectora. Agradezco a ustedes su presencia. Este acto tiene especial significación pues ocuparé la silla XXXVI que antes ocuparon don Manuel Toussaint; don Octaviano Valdés; don Luis Astey Vázquez y don Gustavo Couttolenc y con ello participaré de la reflexión compartida sobre el tema que de forma excepcional nos hace humanos, la lengua, en particular aquélla a través de la que veo y “oigo” el mundo, la lengua española. De forma muy especial agradezco a mis padres y hermanos. Y sobre todo, A Casandra y Ernesto, mi fuerza y mi guía.

La conformación de un clásico es siempre un enigma. El que un mismo libro hable a distintos lectores por generaciones es uno de los misterios más grandes de la literatura. Es también un acto de sobrevivencia colectiva. Uno de los modos en que la especie perpetúa su existencia a través de esa máquina prodigiosa que resguarda el diálogo infinito, el libro, aunque no cualquier libro, sino ése con el que es capaz de mantener una conversación continua y secreta. Cuando pensamos en un clásico evocamos más los méritos intrínsecos a la obra y menos unas formas de leer que siendo distintas son capaces de dotar de sentido a dicha obra a través del tiempo. Nos gusta pensar en cierta esencia de la vida preservada en el libro. Haber descubierto en el siglo XX que no existe nada esencial nos ha hecho repensar el canon y mirar las obras de un modo diverso: un clásico es algo aún más misterioso que lo que imaginábamos porque es ante todo un mecanismo. Clásico no es el libro que conforme a su etimología contiene un orden sino aquél que las generaciones deciden leer como si todo en él estuviera escrito con deliberación para sus ojos cambiantes, infinitos. Pero si aquello que hace a un clásico asombra, más sorprende que obras que no son clásicas se apoderen de un lugar en un tiempo posterior a aquel en que fueron escritas y se afiancen en las mentes de nuevos lectores, adueñándose de la forma de sentir de una época, como si pertenecieran a ella o como si siempre hubieran estado ahí.

Borges afirma que las emociones que la literatura suscita son quizá eternas pero los modos con que ésta se expresa, no. Los recursos con que algo se cuenta necesariamente varían pues su efecto se gasta a medida que lo reconoce el lector. Por ello, considera peligroso afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre. “Una preferencia”, dice, “bien puede ser una superstición”. La provocadora afirmación de uno de los autores más grandes del siglo XX en nuestra lengua parecería un atentado contra la tradición y la Academia. Pero hay mucho de esperanzador en saber que “la gloria de un poeta depende de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba en la soledad de sus bibliotecas”. [1]

El tema de las “recuperaciones” y “revaloraciones”, clave en los estudios de literatura comparada, ha demostrado que obras que hoy consideramos indispensables no siempre han sido leídas de modo ininterrumpido por largos periodos de la historia y es tarea del crítico y el escritor rescatar dichas obras del olvido. En el siglo XIX, Herder hizo que el Quijote se volviera a leer y valorar en Alemania. Fue él quien junto con Goethe establece en el Romanticismo al Quijote como el ideal de las aspiraciones humanas en un mundo en que la realidad oprime al individuo. Defendió la idea de que el Quijote representaba el espíritu del pueblo español; leyó a Cervantes toda su vida y con sus lecturas contribuyó al furor cervantista. Así pues, traducir e interpretar es más que eso; es un asunto de recuperación y “puesta al día”. Y aunque es difícil pensar que obras como la de Cervantes se quedaran sin lectores, el estudio de este fenómeno hace ver cómo la lectura de un clásico se “adapta” a las posibilidades de lectura de una generación que la redescubre y aprecia gracias a la suerte de “traducción” de un interlocutor o un fenómeno que funge como intermediario e intérprete.

Nellie Campobello, reconocida en su tiempo por autores de la talla de Martín Luis Guzmán, Germán List Arzubide (quien estuvo a cargo de la edición de Cartucho), Ermilo Abreu Gómez, Carlos Noriega Hope, Gregorio López y Fuentes y Rafael Heliodoro Valle, quien al decir de la propia Nellie “entresacó” una estampa de Cartucho, es no obstante uno de tantos ejemplos de la escritora cuya obra permanece en una suerte de “vida latente”, sujeto de ser reanimada, cada determinado tiempo, sin llegar a ser leída más que por un grupo de especialistas. Para quienes conocemos Cartucho y Las manos de mamá es difícil entender que una obra tan rica y original haya sido ignorada por los lectores, pero más enigmático aun es que permanezca al margen de un canon que se obstina en dejarla de lado cuando se refiere al corpus que conocemos como “Novela de la Revolución”, aunque invariablemente coincida en dar cuenta de sus méritos. Las causas de su marginalidad son muchas, y muy diversas. Una muy obvia tiene que ver con razones de género. Campobello es la única autora de la Novela de la Revolución, así como Elena Garro es la única autora de la Novela de la Posrevolución. Situarlas así no es prueba de que no haya diferencia en la forma en que leemos a autores y autoras. Al contrario, esto hace que cada una quede en el anaquel que las ubica como “muestras” representativas de un periodo, como aquella gallina de tres patas que el Circo de la Fauna Mexicana presentaba para exhibir las excepciones a la regla.

Otra razón posible de su marginalidad es que frente a obras como Los de abajo, de Mariano Azuela o ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Rafael F. Muñoz o La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, escritas en tercera persona, en el momento en que Cartucho fue publicada el género testimonial era visto con cierto desdén por la crítica. Curiosamente las obras mencionadas son en buena medida testimonios, puesto que sus autores estuvieron presentes y atestiguaron distintas facetas del movimiento revolucionario. La diferencia es que estos autores no se asumen como protagonistas. Campobello escribe sobre la Revolución habiendo sido testigo presencial del movimiento villista. Desde su casa de la segunda del Rayo, en Parral, Chihuahua, siendo muy niña, observa cómo los soldados entran a pedir comida y agua a su madre, o a que, como Cartucho, les cosa un botón. Las imágenes de la gesta vivida de puertas adentro dejan huella en la autora que, durante años, busca un método narrativo que dé cuenta de la experiencia sin acudir a modelos literarios previos: a la leyenda, el melodrama o “el sentimental plañir que implora piedad”, como ella misma afirma. Nellie Campobello que nace en 1900 no escribe sobre su experiencia sino hasta que tiene 30 años. Y cuando lo hace, su crónica de los hechos obedece a un plan previo que atenta contra los modos en que se escribe en su época. La decisión de invertir los planos entre lo público y lo privado, entre la Revolución que va a ella en vez de ir ella a la Revolución, genera la primera disrupción. La segunda está en contar la historia como autobiografía, siendo ella la protagonista, y en elegir el punto de vista de una niña, cuando es una adulta quien escribe. Enrarecer la percepción (elegir la mirada del loco o del niño) como sabemos desde Cervantes, Shakespeare y Erasmo, es una razón de orden estético que se asienta como una contradeclaración al logos. Es, de hecho, la elección clave para cuestionar el orden establecido: el orden moral, social, estético de una época.

Pero el verdadero hallazgo de Cartucho está en la disposición del texto en una estructura que oscila entre la crónica, el cuento, el conjunto de estampas o momentos que componen algo que puede ser leído también como una novela, un desafío que establece la máxima atipicidad en el tratamiento de los hechos y explica, junto con lo anterior, la reacción extrema entre coqueteo y desdén de parte de una recepción que ha sido inestable.

Y sin embargo, Cartucho fue leída y elogiada por un número de lectores notables que Nellie Campobello se ocupa de señalar con nombre y apellido. En su “Prólogo a mis obras”, de 1960, afirma que incluso el general Plutarco Elías Calles la leyó. Al decir de la autora, Leonor Llorente, la segunda esposa del general se lo dijo a Nellie: “Tu libro —me confió una vez— debe ser muy bueno. Mi viejo lo tiene en su buró”. Pero líneas abajo, aclara que a pesar de todo ella supo que “iba a pagar muy cara la tremenda osadía”. ¿Cuál osadía? ¿A qué se atrevió Campobello que hizo que actuaran contra ella lo que llamó “mentes enfermas” de “la calumnia organizada”? La crítica ha apuntado que parte de la reacción adversa tuvo que ver con el hecho de que a seis años de la muerte de Villa la obra fuera leída como un reconocimiento a las hazañas de quien se consideraba un bandido. Pensemos que el gobierno y los funcionarios en el momento de la publicación de Cartucho fueron adversarios y eran muchos de ellos, opuestos a Villa. Pero conformarnos con intuir que esa es la única razón de la resistencia a una obra que cuenta con 84 años de publicada —y que ha sido leída y celebrada por mentes notabilísimas— es conformarse con una explicación que, dada la interpretación actual de la historia, hoy resulta inválida y sobre todo, que es externa al lenguaje con que la obra de Nellie Campobello está construida.

Hay sin embargo algo sorprendente en la actitud de esta autora respecto de la memoria de Pancho Villa. Nellie es su incondicional y lo considera el héroe indiscutible de la Revolución Mexicana. Sin embargo, dio a Martín Luis Guzmán las cartas y documentos del caudillo que le entregó su viuda, doña Austreberta Rentería, para que fuera él quien le hiciera justicia. En efecto, Martín Luis Guzmán, autor de una de las prosas más celebradas en nuestra lengua (junto con Salvador Novo) dice haber concebido el modo de escribir las Memorias de Pancho Villa gracias a esos papelesY añade: “en esos papeles están basadas en muy buena parte las trescientas primeras páginas de esas Memorias; las otras 800 no, ésas ya son creación total y absolutamente mía”.[2] Por qué se conformó Nellie con escribir los Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa, su obra menos brillante, publicada en 1940, y en cambio instó a su gran amigo y mentor a escribir las Memorias es un misterio sobre el que se puede conjeturar. El hecho indiscutible es que el desacato de escribir sobre el líder de la División del Norte no fue ni ha sido la causa de la reticencia de la lectura de sus libros.

Pero entonces ¿qué hace que una obra pueda ser leída y asimilada por los lectores? ¿Qué elementos intervienen en la posibilidad de comprender y validar un saber, en volverlo “legible”? ¿Y cuáles de esos elementos están ausentes en la obra de Nellie Campobello, tanto como para causar esa sensación simultánea de atracción y repudio?

Dice George Steiner que una teoría crítica y una estética son también unas políticas del gusto. Por ello, al poner una junto a otra las obras valoradas por la tradición, es posible observar cómo dichas obras “hablan” no sólo de un proceso estético sino también, y de modo muy peculiar, de un proceso ideológico. Más allá de leer los contenidos de esas obras, lo que un lector avezado puede hallar entre líneas es “ni más ni menos que el reflejo de las relaciones que establece una cultura y una sociedad y el modo en que esas obras obedecen a un pacto”.

La tradición de la Novela de la Revolución suele agrupar un conjunto de obras —muchas de ellas obras maestras— que comprenden la visión de un momento histórico previo a la lucha armada de inicios del siglo XX y posterior a éste, al periodo de lo que se conoce como la Revolución institucionalizada. En un sentido estricto, no todas son novelas; en cambio, casi todas observan constantes que se pueden enumerar y que han sido señaladas por la crítica: se concentran en el aspecto bélico; cuestionan la pureza de ideales de quienes participan en la lucha; prestan especial interés en un protagonista y aluden a las figuras emblemáticas (Villa, Zapata) y a la vida de los campesinos, víctimas de la contienda.

Puede ser que la obra de Nellie Campobello tenga algunas de estas constantes pero se separa de modo radical de ellas al organizar los elementos de forma distinta y al otorgar a Cartucho una intención casi opuesta a la de las novelas que conforman aquella agrupación.

La única definición posible de Cartucho comenzaría por señalar su independencia de estructuras y patrones narrativos previos, al tiempo que en volver visible todo aquello que “no hay”. Si es cierto que el poder reprime y censura la diferencia sin necesidad de enunciarla, bastará con señalar las “faltas” en la obra de Campobello para ilustrar una forma de representación alterna a lo que conocemos como “Novela de la Revolución” y explicar las razones de la “ilegibilidad” de un texto tan desafiante.

Lo primero que no hay son certezas. Ninguno de los personajes que aparece en la historia garantiza aparecer de nuevo, aunque algunos lo hacen. Nadie tiene un papel protagónico. Pero mientras ocupan la atención de la niña no hay nada más importante que aquello que vienen a hacer. Apariciones súbitas, intensas. Cartucho, por ejemplo, llega a conversar a la ventana de la casa y se fascina con Gloriecita, hermana menor de Nellie, quien nos dice:

Cartucho llegaba. Se sentaba en la ventana y clavaba sus ojos en la rendija de una laja lila. A Gloriecita le limpiaba los mocos y con sus pañuelos le improvisaba zapetitas. Una tarde la agarró en brazos. Se fue calle arriba. De pronto se oyeron balazos. Cartucho con Gloriecita en brazos hacía fuego al Cerro de la Cruz desde la esquina de don Manuel. Había hecho varias descargas, cuando se la quitaron. Después de esto el fuego se fue haciendo intenso. Cerraron las casas. Nadie supo de Cartucho. Se había quedado disparando su rifle en la esquina”.[3]

Tampoco sabemos qué intenciones tiene Bartolo el de Santiago. Las palabras parecen decir una cosa, pero ellas mismas, a través de su sombra, dicen algo más, un algo indecible de lo que sin embargo estamos dándonos cuenta.

Bartolo era de Santiago Papasquiaro, Durango. Tenía la boca apretada, los ojos sin brillo y las manos anchas. Mató al hombre con quien se fue su hermana y andaba huyendo, por eso se metió de soldado. Bartolo cantaba el “Desterrado me fui”. Decía que si su hermana se había huido era porque era piedra suelta. “Le maté al primero para que se busque otro. Rodará, siendo lo que más quise en mi vida”.[4]

Un brevísimo párrafo en que se declara un incesto y con él las intenciones de Bartolo para andar en la bola: huir de la ley por haber matado al hombre con quien anduvo su hermana, interés al que se suma el de ir matando a los que sigan: “le maté al primero para que se busque otro”. Los hechos suceden como en una tragedia de Sófocles y como si fuera él, Bartolo, quien empujara a su hermana a una fatalidad que ya conoce y propicia: “Rodará, siendo lo que más quise en mi vida”.

Cartucho cuestiona nuestras certezas y nos deja sin asideros. Basta con compararla con dos de las novelas emblemáticas de este periodo: Los de abajo, de Mariano Azuela, escrita en Texas en 1915 y La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, publicada en 1929. Pese a la distancia temporal que las separa, cito las novelas de estos autores porque ambas describen la Revolución desde sus extremos. Los de abajo se centra en el campesino guerrillero y analfabeta, líder de un movimiento que encabeza, mientras que la novela de Martín Luis Guzmán se refiere a “los de arriba", los ministros, los jerarcas, los caudillos. Ambos autores son puntal y referente obligado de lo que conocemos como “la Novela de la Revolución” y cada uno de ellos cubre el inicio y el fin del proceso armado. Y con todo y sus evidentes diferencias estos dos autores comparten elementos que no aparecen en la obra que me ocupa.

Los de abajo , de Mariano Azuela, médico mexicano que sirvió en el ejército de Villa, está considerada por la crítica, como “una de las novelas más realistas, dramáticas y esclarecedoras del proceso revolucionario de 1910”. En efecto, se trata de una obra realista pero no en el sentido en que el comentario citado sugiere, es decir, no porque sea un reflejo exacto de lo real y por ello mismo resulte “más esclarecedora” que una obra simbólica o conceptual, sino porque responde a las convenciones de dicho estilo. Se trata de una obra heredera de la tradición de la novela realista europea del siglo XIX, de la que Guerra y paz y Los miserablesson dos de sus máximos exponentes. Los de abajo es una obra de carácter épico, narrada en orden cronológico, con protagonistas bien definidos y antitéticos que sufren una transformación en la historia que puede describirse como el proceso que va de la inocencia a la conciencia. Demetrio Macías, quien para Azuela es el líder guerrillero típico de la Revolución, es un campesino que participa en la gesta para cobrar una venganza por el abuso de un cacique. Al principio, unirse a los villistas contra los federales representa la posibilidad de escapar a una amenaza. Más tarde, cuando la lucha se divide entre villistas y carrancistas el sentido de seguir en ella está contenido en la célebre respuesta que da Demetrio a su mujer cuando ella al ver el fracaso le pregunta ya por qué pelea. Luego de pensar un instante, Demetrio arroja una piedra al fondo del cañón y responde: “Mira esa piedra cómo ya no se para…”

Esa respuesta se convertirá en la explicación-emblema de obras escritas y fílmicas posteriores a la obra de Azuela. Desde Vámonos con Pancho Villa (1931) de Rafael F Muñoz hasta El resplandor (1937) de Mauricio Magdaleno, la insistencia en una lucha que pierde su sentido o se traiciona y que no obstante continúa arrastrando víctimas a su paso (la razón de ese sinsentido que aparece en todas y cada una de las novelas de este periodo) puede resumirse en la frase lapidaria de Demetrio Macías: “Mira esa piedra cómo ya no se para”. Es clave la existencia de un personaje opuesto al protagonista, una suerte de némesis complementaria que funciona como contraste y como conciencia crítica. En Los de abajo, lo representa Luis Cervantes “el Curro”, un joven médico cuyo origen y educación le permiten contrastar su punto de vista sobre la lucha con el de Demetrio, el líder campesino. En La sombra del caudillo, la conciencia está representada en la figura de Axkaná, joven intelectual que a diferencia de Luis Cervantes, conserva hasta el final sus ideales intactos.

Pues bien, a diferencia de estas obras, Cartucho no tiene un personaje central, tampoco una némesis o un narrador que funcione como conciencia crítica. No hay compensación moral de ningún tipo. Cierto es que la visión de un mundo carente de justicia en las obras de Azuela y Guzmán es descorazonadora. Pero opuesta a la sinrazón, la extraordinaria prosa de Martín Luis funciona como un antídoto. Como observa Carlos Monsiváis en Aires de familia en el caso de Guzmán el pueblo “se salva por la visión del neoclásico”, es decir, “la salvación se da por medio de la alegoría y el pasado grecolatino.[5]

Nada de esto ocurre en el lenguaje en apariencia sencillo de Cartucho. Y por si ese desafío fuera poco, su línea anecdótica no traza el desarrollo de una historia, ni sigue un orden cronológico, ni tiene una conclusión, ni los acontecimientos están encaminados a un clímax. Lo que Cartucho presenta a través de cuadros son las pequeñas historias de personajes que se identifican por sus nombres y por estar descritos con una precisión casi fílmica. Cada uno se distingue por un suceso visto a través de los ojos de una niña. En ninguno de los episodios contenidos en cada una de las tres partes existe la intención de unir la trama a través de una narración que tenga un sentido progresivo o de un final que se ofrezca como un cierre en el sentido convencional en que lo entendemos: como una recompensa. Como han dicho muchos de sus críticos, se trata de 56 estampas como 56 balazos, súbitos, brutales, lacónicos, acorde con un tono con el que identificamos el México violento que hoy vivimos. Una razón más por la que los lectores de ahora se acercan a una obra que encarna una realidad atroz y las formas en que ésta se narra: colgados de la Revolución de entonces y colgados de los puentes peatonales de ahora. Desaparecidos con causa aparente entonces y desaparecidos sin causa y sin explicación ahora.

La violencia es la carne de la prosa de Cartucho que nos estalla en la cara. Ésta es exceso, pese a su desnudez: una acumulación de muertos y fusilados a los que su autora no explica más que de forma fetichista. Los suma, los describe, los hace suyos y cuando se van, los extraña. Una lógica del absurdo que no tiene que ver con las formas con que fue narrada la lucha armada pues pese a la confesión del fracaso, el México de la Revolución y de la posrevolución fue contado con una lógica. Es interesante observar que esa lógica no está en muchas de las autoras mexicanas que acuden a la locura, la voz de la infancia, el fragmento, la sátira y el desorden estructural para explicarse algo de suyo inexplicable: de Nellie Campobello y Elena Garro, a Rosario Castellanos, Josefina Vicens, Inés Arredondo, Elena Poniatowska, Margo Glantz, Silvia Molina y a autoras más jóvenes.

En Cartucho no hay forma de explicar, de sublimar, de reconvenir. No hay conciencia tranquilizadora. Uno tras otro, los hechos se presentan sin sentimentalismo, con reacciones que a veces la crítica ha tildado de “monstruosas”:

Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto de mí. Me parecía mío aquel muerto. Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran llevado, me levantaba corriendo y me trepaba en la ventana; era mi obsesión en las noches, me gustaba verlo porque me parecía que tenía mucho miedo.

Un día, después de comer, me fui corriendo para contemplarlo desde la ventana; ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien… Me dormí aquel día soñando en que fusilarían otro y deseando que fuera junto a mi casa[6]

A través de la voz de la niña se ve frustrada la intención del lector de proyectar sus necesidades de acuerdo con expectativas previas, las expectativas morales del adulto. La mirada infantil, ajena a la interpretación del triunfo del bien sobre el mal o necesitada de certidumbres éticas, contraría la necesidad convencional de empatía. Y la secuencia narrativa, dada a través de episodios donde salvo alguna excepción los personajes no vuelven a aparecer, nos niega también la posibilidad de familiarizarnos con protagonistas. Tenemos que interpretar la historia desde una colectividad. No una “masa anónima” como en la obra de los predecesores de Campobello, sino una colectividad paradójicamente formada por individuos que, al fundirse en un todo, nos dan la rara idea de algo a la vez individualizado y anónimo. Un grupo afantasmado en el que quien aparece, luego de su pequeña actuación, muere, y se suma así a la población de seres que permanecen en la mente del lector como muertos que no acaban de morirse. Es el origen de los muertos vivos que poblará Comala, imagen bien distinta de la que construye la literatura realista.

¿No es acaso esta narrativa más cercana y más capaz de representar el absurdo de la violencia insensata que vivimos todos los días? ¿No es cierto que la violencia sin explicaciones de Campobello responde más fielmente a esa otra violencia todoabarcadora que quiere convencernos de que ella es lo único que existe?

Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa es la última obra que Nellie Campobello escribe. Lo hace en 1940. Una desesperación salvaje, semejante a la de los perros que según ella lloraban a sus dueños, debió apoderarse de la autora, quien a partir de entonces deja de escribir y se dedica el resto de sus días, con su hermana Gloria, a la danza. “¿Quién es Nellie Campobello?” Me pregunta alguien que sabe que voy a dedicar mi discurso a esta autora. “Ah, sí, una bailarina ¿no?” “¿No es ella la de la escuela de danza?” Sí, Nellie es también ella, la que habla de la danza como de “una contribución para el pueblo” que “requería el máximo esfuerzo”, según explica, como excusándose de no escribir más, como encontrando en la Escuela Nacional de Danza el reconocimiento que no encontró en la literatura. Sabemos que su vida tuvo un fin trágico. Un día desapareció sin que se volviera a saber de ella. Lo último de que se tiene noticia es que fue víctima de un secuestro. Un cuerpo más o un cuerpo menos. Un cuerpo textual y un cuerpo físico.

Hay algo muy inquietante en los apuntes de Nellie sobre danza y bailes tradicionales (Ritmos indígenas de México). En ellos insiste en la palabra “pueblo”. Y es inquietante y curioso porque en Cartucho jamás se presenta la oposición pueblo- cultura. Quizá porque su autora comprendió muy pronto que en cierto sentido somos lo mismo. Por eso su obra no habla de la “nobleza intrínseca del pueblo”, o “la ajenidad y salvajismo de lo otro”, como sucede con sus contemporáneos. De modo que no hay forma de compensar al lector ni siquiera a través de las grandes frases, las diferencias, los juicios. Los personajes no llaman “condena” a su origen de clase; no se resignan. No hay tampoco quienes se beneficien de la situación, no hay nada de qué beneficiarse. En Cartucho no hay más que lo que hay: una violencia permanente con la que se con/muere y se con/vive todos los días. Esa naturalización, a mi juicio, es responsable de que los lectores de Nellie Campobello sientan su obra muy cercana a la época que nos habita. Una época capaz de entender lo que en el momento de su publicación y hasta hace muy poco había sido inconcebible pero que hoy, en cambio, marca nuestros días. Que el mundo puede ser narrado desde la total falta de certidumbres. Porque cuando ya no queda nada, se puede partir de cero. Porque cuando no queda nada, nos queda la literatura.

 


[1] Borges, Jorge Luis, Otras inquisiciones (1952), p. 772.

[2] Martín Luis Guzmán en Poniatowska, Las 7 cabritas, p. 152.

[3] Campobello, Nellie, Cartucho, FCE, 2007, p. 95

[4] Ibidem , p. 98

[5] Monsiváis, Carlos, Aires de familia, Anagrama, Barcelona 2000, p.11

[6] Campobello, Ibidem, p. 118.

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Rosa Beltrán. Valoración retroactiva y prospectiva de la obra de Nellie Campobello

Aun antes de que fuera propuesta oficialmente su candidatura, pensé que la elección de Rosa Beltrán como miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua enriquecería a la corporación y contribuiría a darle el esplendor que nuestro lema presupone. Celebro que haya llegado el día de su ingreso formal en la institución y mucho me place haber sido elegido para cumplir la honrosa encomienda de darle, en nombre del pleno académico, la bienvenida a nuestra casa. Con Rosa Beltrán, la Academia se renueva, se rejuvenece, amplía el espectro de sus saberes y fortalece su vinculación con otras lenguas y otras tradiciones literarias. También, por qué no decirlo, se embellece.

Hoy la Academia suma a su elenco a un miembro más de quienes a lo largo de la historia de la institución -de José Vasconcelos a Rubén Bonifaz Nuño, de Alfonso Reyes a Carlos Fuentes, de Martín Luis Guzmán a Fernando del Paso- han sabido fusionar la libérrima creatividad de la expresión literaria y el rigor de la reflexión intelectual, para ejercer, felizmente, la pasión crítica, esa suerte de oxímoron, tan encomiado por nuestro académico honorario Octavio Paz, que resuelve en unidad potencias aparentemente contradictorias o excluyentes del lenguaje: la imaginación y el análisis, la invención y el juicio, la creación y la recreación.

Sin el menor asomo de conflicto vocacional, estilístico o genérico, Rosa Beltrán ha conjuntado en su obra la creación literaria y la investigación. Ha escrito novelas históricas, como La corte de los ilusos, que relata desde la insólita óptica de las mujeres la vida efímera de nuestro primer imperio, o El cuerpo expuesto, que retrotrae las tesis de la evolución natural de las especies al neodarwinismo contemporáneo; novelas y cuentos de amor -El paraíso que fuimos­Alta infidelidadamores que matan-, con todo lo que tamaña palabra, amor, significa en la sociedad contemporánea y en particular en el ámbito femenino, y novelas metaliterarias, como Efectos secundarios, que critica con severidad y decepción el comercialismo de la literatura y vindica la tradición clásica humanística. Y, por otra parte –o mejor dicho, por la misma parte-, ha realizado estudios de temas tan extensos como intensos, expuestos en sesudos trabajos académicos de carácter comparatista, como el muy tempranoAmérica sin americanismos, que emprende un recorrido histórico por las dos Américas de nuestro continente,o Sentido y verdad en la cultura literaria posmoderna, cuyo título mismo da cuenta de la amplitud y la actualidad de sus preocupaciones intelectuales. Es la suya una obra fecunda y diversa que abarca tanto la narrativa como los estudios interculturales, derivados de su formación en literatura comparada, especialmente en las lenguas española, inglesa y francesa. En la actividad intelectual de Rosa Beltrán convergen, pues, de manera excepcional, la creación literaria y la investigación, tareas a las que hay que sumar la docencia y las dedicadas a la difusión de la cultura en su condición de profesora, editora, periodista y directiva universitaria.

Del inteligente y reivindicatorio discurso de Rosa Beltrán, quiero destacar en primer lugar -por su originalidad, por su carácter controversial y por la relativa escasez de trabajos alusivos- la importancia de la elección del tema: la escritora duranguense Nellie Campobello, a cuya obra le ha ocurrido, dos siglos y medio después -y toda proporción guardada-, algo similar a lo que le sucedió a la de sor Juana Inés de la Cruz. La monja jerónima fue admirada hasta el arrobamiento por sus contemporáneos pero también por ellos execrada, entre otros motivos por su condición femenina; repelida por los eruditos neoclásicos que vieron en el barroco los signos de la corrupción y de la decadencia, olvidada por los liberales decimonónicos que de un plumazo borraron de nuestra historia la época virreinal, beatificada por los conservadores que advirtieron en su estado religioso vislumbres místicas y en su muerte los atributos del martirio y de la santidad, con todo lo cual su literatura apenas empezó a ser valorada con cierta objetividad ya bien entrado el siglo XX. Pues Nellie Campobello ha recorrido un itinerario semejante, si bien más constreñido y menos enjundioso. Su obra, cuando no desconocida, ha sido marginada e incomprendida, y muchas veces denostada hasta el vituperio o ensalzada hasta la veneración. Lo mismo ha sido proscrita por su evidente filiación villista y por los monstruosos pasajes que en ella se relatan con una frialdad espeluznante -digna del más despiadado naturalismo europeo del siglo XIX, acentuado, en este caso, por la condición infantil de la voz narrativa-, que venerada como objeto de culto a causa de la propia biografía de su autora, siempre misteriosa y enigmática y al final de sus días francamente estremecedora, lo que con frecuencia ha modificado su lectura e incluso la ha sustituido, pues suele suceder que, para algunos lectores, la vida del escritor acaba por ser más importante que sus libros. Es cierto que su obra fue valorada en su momento por escritores tan notables como Martín Luis Guzmán, Germán List Arzubide o Rafael Heliodoro Valle, pero, al no responder a las características dominantes de la llamada Novela de la Revolución mexicana, fue excluida de nuestra tradición literaria y relegada a un segundo plano frente a las novelas de Mariano Azuela, Rafael F. Muñoz o del propio Martín Luis Guzmán –quien en buena medida se alimentó de los papeles que le proporcionó Campobello para escribir Memorias de Pancho Villa-. Y no sólo fue desairada por su singularidad literaria o por su posición política, sino quizá también, al igual que sor Juana, por la condición femenina de su autora, como si, en el ámbito de la literatura, su novela Cartucho, para hablar de su obra más conspicua,fuera equivalente al papel importante, pero siempre subsidiario, que, en el terreno de la lucha armada, desempeñaron las soldaderas o adelitas.

Independientemente de las opiniones diversas que hoy día suscita la obra de Nellie Campobello tanto en el plano literario como en el político e histórico, es innegable que se trata de una obra excepcional, que no se corresponde con las peculiaridades canónicas que se fueron articulando con respecto a la novela de la Revolución mexicana a lo largo de los años. Ciertamente Cartucho es una novela singular –y no vacilo en considerarla una novela, pues el novelístico es el más dúctil de los géneros literarios, el más permeable, el más contaminado, el más “sucio”, diría Carlos Fuentes, y por ende el más susceptible de abrigar en su seno otros géneros, como la crónica, el testimonio o la autobiografía, según ocurre en la novela de marras y lo señala con oportunidad Rosa Beltrán en su discurso-. Y es singular porque está integrada por una serie de estampas aisladas, que no se subordinan a una secuencia argumental y que no obedecen a una trama convencional en la que se suceden ordenadamente el planteamiento inicial de un conflicto, el desarrollo del argumento, el clímax, el desenlace: Es singular también porque las decenas de personajes que por ella transitan sin detenerse más que en una página, o dos a lo sumo (y casi siempre para morir en ellas), tienen nombre –nombre, mote o apellido- aunque acaben por confundirse, o fundirse más bien –como lo dice Rosa-, en la masa anónima de la bola, que no sabe por qué pelea y que no puede detenerse ni echar marcha atrás, como la piedra que se lanza al fondo de un cañón. Es singular, finalmente, porque la voz narrativa que eligió su autora es la de una niña que mira con candor, con frescura, con ingenuidad, pero también con frialdad, a veces con morbo y por lo general con una suerte de fiereza inocente, a lo Henry James en Otra vuelta de tuerca -o a lo Ricardo Garibay en Fiera infancia- lo que ocurre en su casa, en la calle de su casa, en la otra cuadra de su calle y en las otras cuadras de su pueblo. Y esta singularidad, que no hace depender la fuerza narrativa de un argumento, sino de una mirada; que une las sucesivas estampas con hilos más sutiles y más resistentes que los meramente anecdóticos –en este caso, la muerte, que es lo que cotidianamente ocurre en su casa, en su calle, en su cuadra y en su pueblo- y que abre la narración al lirismo de lo fragmentario, hacen que la novela de Nellie Campobello tenga una repercusión determinante en las obras de escritores posteriores a la novela de la Revolución, la hayan o no leído sus autores. Pienso, obviamente, en Pedro Páramo y en el cuento “Luvina” de El llano en llamas de Juan Rulfo, en los que la vida y la muerte no son entidades ni estadios diferenciados, pues la vida moribunda de sus habitantes está condicionada por la muy viva presencia de los muertos; pienso en La feria de Juan José Arreola, sucesión de estampas que se hilvanan para construir un todo novelístico y polifónico; pienso, en fin, en Balún Canán de Rosario Castellanos, que rescata la voz enmudecida de una niña que acaba por perder su identidad indígena frente a la cultura dominante y opresora .

La repercusión canónica de una obra en principio no canónica en la literatura mexicana posterior a Nellie Campobello es, en mi opinión, la sustancia reivindicatoria del luminoso discurso de Rosa Beltrán, para quien el canon no debe ser considerado una herencia, sino una construcción retrospectiva por parte de los recipiendarios de una tradición. Pongo un par de ejemplos para apoyar su tesis. Los humanistas del Renacimiento, en franca oposición al pensamiento escolástico medieval, le confirieron a la Antigüedad grecolatina el carácter clásico que entonces no tenía y que sigue ostentando hasta nuestros días, de la misma manera que, para fortalecer el espíritu independentista de nuestro país, los mexicanos de la primera hornada abjuraron de la época virreinal, a la que consideraron equivalente a la Edad Media europea, y les otorgaron a las culturas prehispánicas una dimensión modélica en la que pudieran fundamentar las diferencias esenciales con España y cimentar nuestra incipiente nacionalidad. Pues lo mismo ocurre hoy en día con la elección, entre nosotros, de nuestros clásicos, de nuestros paradigmas, de nuestros modelos.

Si la elección del tema es importante en este discurso, lo es doblemente porque Rosa Beltrán le confiere retroactivamente a la obra de Nellie Campobello el valor canónico que no tuvo en su momento. Y es que el clasicismo, como bien lo señala nuestra flamante académica, no es un valor inmanente que poseen ciertas obras, sino la condición que les atribuyen los receptores de una determinada tradición. Una tradición cultural no existe per se, objetivamente, sino es el resultado del reconocimiento que de ella tienen sus destinatarios. Son ellos, somos nosotros en este caso, quienes articulamos, para asumirlo, el discurso de un pasado del que queremos ser herederos. Y esta nueva manera de leer el pretérito es la que en verdad constituye una tradición viva y actuante. La tradición puede ejercer una influencia decisiva en sus receptores, pero no existiría en cuanto tal si éstos no la construyeran según su propia visión del pasado y en consonancia con la vigencia que le adjudican. Repito: en consonancia con la vigencia que le adjudican, que le adjudicamos.

Y ya llegamos al meollo del discurso de Rosa Beltrán y de mi conato de respuesta: la vigencia de la obra de Nellie Campobello.

La actualidad que Rosa Beltrán le imputa de manera retroactiva a la obra de Campobello tiene que ver obviamente (no podría ser de otro modo) con nuestro presente, que se afana en buscar en el pasado la explicación, la razón de ser, la causalidad de nuestra pavorosa situación actual. Si las muertes narradas con aterradora indiferencia en la sucesión de estampas de la novela Cartucho nos dejan pasmados, sólo encuentran redención en el nombre de los personajes victimados por la Revolución, que Nellie Campobello registra con puntualidad notarial, aunque nunca más vuelvan a aparecer en las páginas de su libro. No son anónimos, como bien lo dice Rosa Beltrán, aunque queden subsumidos en la masa de la que provienen. Ahí están, vivos y reivindicados por la literatura –lo único que nos queda, según Rosa-, Elías Acosta, el Kinilí, el coronel Bustillos, Bartolo de Santiago, Agustín García, Antonio Silva, Epifanio, Zafiro y Zequiel, José Antonio, el coronel Bufanda, el general Sobarzo, Pablo López, Tomás Ornelas, José Rodríguez, Martín López, Samuel Tamayo, José Borrego y el propio Cartucho. Ya no importa si son héroes o bandoleros; todos son, como decía Salvador Novo, bandolhéroes. Pero todos tienen nombre. Bueno, no todos: casi todos.

Por ello una de las páginas más estremecedoras de la novela es la titulada “Desde una ventana”, que se refiere al muerto anónimo, que cayó en la calle, frente a la casa de la precoz narradora:

Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto a mí. Me parecía mío aquel muerto. Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran llevado, me levantaba corriendo y me trepaba en la ventana, era mi obsesión en las noches, me gustaba verlo porque me parecía que tenía mucho miedo.

Un día, después de comer, me fui corriendo para contemplarlo dese la ventana; ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y sola. Me dormí aquel día soñando en que fusilarían a otro y deseando que fuera junto a mi casa.

La pena que sufre la niña cuando se percata de que el muerto ha desaparecido acaso tenga que ver con el hecho de que nunca supo su nombre y por tanto no lo pudo redimir con su palabra.

¿Cómo nombrar –me pregunto tras la lectura del discurso de Rosa Beltrán- a los miles, a las decenas de miles de nuestros muertos de hoy, así sea para que se reintegren después en la masa informe de donde procedían?

Acaso no hay literatura capaz de arrostrar empresa semejante.

Nuestros muertos no son muertos; son, todos, desaparecidos.

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