Una decena de distinguidas personalidades intelectuales han ocupado desde el final del siglo antepasado este sitial con que hoy me honra nuestra ilustre institución académica, y no puedo, por razones de espacio, referirme en este breve discurso a todas ellas, así se encuentre entre los últimos escritores el poeta Manuel Ponce, refinado, riguroso, sabio y conmovedor, a quien alcancé a tratar durante los años finales de su vida. Pero quiero, claro está, referirme a Elsa Cecilia Frost, a quien la Academia rindió hace unos meses un homenaje junto al de otros miembros de nuestra corporación recientemente desaparecidos.
Erudita y profunda estudiosa de las múltiples raíces de la cultura y la historia mexicana, Elsa Cecilia Frost continuaba en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (agosto de 2004) el diálogo sobre ese complejo tema que sigue pareciendo inagotable: el de las características y singularidades de los escritores y pensadores del periodo virreinal y el posterior proceso de rompimiento mexicano y americano con el poderoso y en su momento abrumador imperio espiritual del mundo hispano.
Si bien cuando agoniza el siglo XV y dos años antes de la llegada de Colón a las costas americanas, ya Fernando de Rojas (que era tan precolombino como el universo entero) produce ese monumento de asombrosa y enérgica factura que es su Celestina, a partir de ese momento, y durante el siglo XVI entero, se produce en España la exuberante explosión de escritores, originalísima en todos los campos, y el fenómeno ocurre desde los años iniciales de la centuria, cuando apenas los conquistadores sientan definitivamente sus reales en Tenochtitlan, y ya Garcilaso de la Vega (pleno postcolombino) cumple 20 años de edad.
¿Cómo habrían de hallar pronto nueva lira, o pulsar la ya experta en castellano los criollos que cumplieron los 20 años en el 1540? Ya es admirable que surjan plumas criollas como la de Terrazas —y otros de menos suerte— y que alcanzaran algunos digno temple de versificadores en la segunda mitad de ese brillante XVI:
Francisco el uno, de Terrazas tiene
el nombre acá y allá tan conocido
dice generosamente Cervantes, que tendía en su Galatea la gran primera mano a un real poeta criollo.
Así empezaba la historia de obligados y avanzados pupilos que, como dice Elsa Cecilia Frost en ese discurso con el que hoy proseguimos el diálogo, no lograban producir una “cultura mexicana”, sino una ofensivamente llamada “cultura de imitación”, pues nos hallábamos “nepantla” en la tierra de en medio, a medio camino, como aquel indio anónimo dijera al indignado fray Diego Durán (párrafo del texto de la maestra Frost que con gran agudeza comentó en su homenaje don Miguel León Portilla). Éramos otros, pero no éramos ellos, ni como ellos, y asimismo, aunque delatábamos marcas, registrábamos huellas distintivas de un mundo viejo y otro nuevo, nos convertíamos como los conquistadores y españoles mismos en sujetos con rasgos desconocidos, que como los dulces pimientos de la península se volvían picantes al sembrarse en tierras más pródigas en nitratos.
Y el proceso intrincado pero ingente y visible de una nueva personalidad cultural prosigue, sin entrar en inabarcables y conocidas circunstancias desde entonces hacia el declive de los siglos dorados al término del siglo XVII, que es el de sor Juana y otros grandes de la Colonia. “Nueva España es un interregno, una etapa de usurpación y opresión histórica” y, a la vez, “Nueva España es el origen del México Moderno, pero entrambos hay una ruptura”. Frases de Octavio Paz, que recoge Elsa Cecilia —sin anotar la fuente— pero que pertenecen al texto “Orfandad y legitimidad”, prólogo de 1974 a Quetzalcóatl y Guadalupe, de Jacques Lafaye y después incluido en otros libros (El ogro filantrópico).
Pero ya ese tema obsesivo se encuentra un cuarto de siglo antes en el pasmoso y juvenil Laberinto de la soledad (1950): “Es cierto que Nueva España, al fin y al cabo sociedad satélite, no creó un arte, un pensamiento, un mito o formas de vida originales; las únicas creaciones realmente originales son las precolombinas…”
Páginas donde, también, advertía el poeta que la ruptura histórica no nos autorizaba a desconocer la grandeza de la herencia ibérica ni la de nuestras antiguas culturas: “No pretendo justificar a la sociedad colonial. En rigor, mientras subsista esta o aquella forma de opresión, ninguna sociedad se justifica”. De igual modo, la crueldad o injusticia social de esas comunidades no obligan sino a contemplarlas como vivas y también contradictorias. Negarlas por su imperfección (donde la haya), dice Paz, “sería como negar el arte gótico o la poesía provenzal en nombre de la situación de los siervos medievales (o) negar a Esquilo porque había esclavos en Atenas”.
Pero ingresemos al asunto central que aquí me ocupa, y que en forma somera debe abordarse, porque permea debates, controversias y estudios que se extienden durante más de tres siglos —en el mundo hispanoamericano y en el español—, al menos desde el último tercio del XVII, en que el primer auténtico esplendor, y también los primeros infortunios internacionales de nuestra literatura, entran en escena.
Llegaban los ejércitos áureos de creadores que habían incendiado los dos siglos precedentes, exhaustos en los días que royendo están los años, al final de sus faenas admirables. Habían desaparecido las mayores figuras de esa era irrepetible, y cuando se publican en Madrid (1689) los primeros libros de sor Juana, sus interlocutores y sus devotos prologuistas son respetables pero secundarias personalidades.
¿Qué hubieran dado la gran monja y sus admiradores novohispanos [que eran legión] por ver las ediciones de sus obras precedidas por un saludo en verso de Pedro Calderón de la Barca, en lugar del romance pergeñado por el poeta José Pérez de Montoro, que lo inscribe en las primeras páginas de la Inundación castálida y proclama a la autora “nuevo asombro de América”?
En ese notable libro titulado Sor Juana Inés de la Cruz ante la historia, compilado y magistralmente comentado por Francisco de la Maza [la primera edición es de 1980, revisada por don Elías Trabulse, e ignoro si la obra se ha vuelto a publicar, pero la conocen bien todos nuestros estudiosos de la literatura colonial], se hace una relación de las biografías antiguas de sor Juana y de todas las críticas acerbas que contra ella profirieron descontentadizos enemigos de todos los partidos en España, en México, y principalmente algunos de nuestros exaltados liberales y patricios del siglo XIX, como I. M. Altamirano que recomendaba dejar a sor Juana “quietecita en su sepulcro”, y lo mismo Ignacio Ramírez, que declara su poesía mediana, “francamente prosaica”, y afirma con dudoso ingenio que a igual altura se encontraban “Netzahualcóyotl y el Arca de Noé, nuestros (malos, supongo) casimires y sor Juana Inés…” Y así, bajo el fuego de nuestros heroicos liberales jacobinos y las desconfianzas e incomprensiones de ilustres ibéricos, se produjeron múltiples infortunios para sor Juana y los suyos, desde los primeros años del siglo XVIII al término del XIX, y entre ellos los de fray Benito Jerónimo Feijoo, que en texto de 1728 celebraba la eminencia y sabiduría de la monja sor Juana pero deploraba que fuera la poesía su último talento.
No quiero extenderme en estas anécdotas bien conocidas, ni embromar a nuestros académicos, todos ellos profundos conocedores y lectores tanto de la literatura española como de las letras de Nueva España, sino reflexionar sólo sobre el sentido, los efectos posteriores y la repercusión de todos estos controvertidos incidentes en el siglo XX y en el que se inicia, donde aún son visibles, por un lado las evidentes reconsideraciones y reconocimientos de las editoriales y escritores españoles para ciertos autores de la literatura mexicana e hispanoamericana, y, por otro, las sobrevivientes reticencias, deslecturas y desinterés manifiesto por la obra de nuestros muy numerosos creadores que no han conseguido cele- bridad internacional [hay que echar una mirada a las librerías principales en Madrid, Sevilla, Córdoba o Barcelona, como a las de otros países europeos, para sorprenderse con la ausencia absoluta de nuestros escritores de todos los tiempos en los estantes; un desencuentro parcial de estos dos mundos culturales, que no llega a su término].
Como sabemos también, todos los ensayos y libros que se han ocupado de lo mucho que en elogio y en desdoro de sor Juana se ha escrito desembocan en las páginas, que a cuatro exactos siglos del descubrimiento de América (1892), escribió sobre el caso el eminente Menéndez y Pelayo.
Del erudito monstruo y grande polígrafo somos todos deudores [nada hubiéramos sabido ni entendido de literatura española y de otras los debutantes profesores de mi generación si no hubiéramos dispuesto de los monumentales libros de don Marcelino —Orígenes de la novela, Historia de las ideas estéticas, Antología de poetas líricos españoles, etc.—]. No podía el cerrado y sabio conservador, pese a su irreductible antigongorismo [“humo y bambolla”, solía decir, es todo aquello] pero de privilegiada y sensible inteligencia, desconocer la deslumbrante y singular obra de sor Juana, sin aprovechar, de paso, la oportunidad de afirmar la medianía de la literatura mexicana. Reproduzco solo para no perder el hilo de esta relación algunas líneas de esos mil veces leídos apotegmas (el texto es de 1892): “Trabajo cuesta descender de tales alturas [las españolas, se supone] para contemplar el estado nada lisonjero de la poesía mexicana durante la mayor parte del siglo XVII…” Acto seguido, procedía el sabio don Marcelino a despotricar contra el “letal influjo” de las dos epidemias que habían asolado España (el culteranismo y el conceptismo), y también Nueva España, donde además no había sino “ingenios adocenados y de corto vuelo” con “una sola pero gloriosísima excepción” (sor Juana), “quien en ocasiones había demostrado tener alma de gran poeta, a despecho de las sombras y desigualdades de su gusto que era… el de su época”.
“Con Sor Juana termina, hasta cronológicamente, la poesía del siglo XVII”, admite don Marcelino, que la supone nacida como un cisne milagroso y huérfano, en medio de un ejército de plumíferos de estirpe gallinácea que no habían mostrado un ápice de talento a lo largo de dos siglos.
Se sabe hoy que esas apreciaciones del sabio son equivocadas pues ni todos los autores novohispanos eran mediocres, ni sor Juana era solo una “simpática patrona” de los escritores de su tiempo, una “imitadora dramática de Calderón” y una “secuaz de Góngora” en el trabajo poético (como decía, siguiendo a don Marcelino, Fitzmaurice Kelly en 1913, un año después de la muerte de Menéndez y Pelayo), sino el último astro de los siglos de oro, no simplemente una figura sorprendente nacida al término de una era luminosa y un estilo que repuntaba hacia su agotamiento. [Mueren las escuelas pero no las obras grandes que producen.]
Tampoco hubiera sido viable en México, ni para sor Juana o Sigüenza, como no lo era para los contemporáneos de su tiempo, “crear un nuevo lenguaje poético” y mucho menos, como dice Octavio Paz, “crear, con los elementos intelectuales que fundaban a España y sus posesiones, un nuevo pensamiento”.
Y debe subrayarse, de todas maneras —ya se ha dicho—, que tampoco era solo culterana la poesía de sor Juana [en cuya obra hay Lope, hay Garcilaso, hay san Juan de la Cruz], ni era su colosal Primero sueño [de muy personal acento y tinte metafísico] una copia servil de los supremos, insuperados e indestructibles edificios verbales del Polifemo, las Soledades o el Panegírico al duque de Lerma, que invadieron el oído y empaparon el cálamo aun de los mayores enemigos y detractores del gongorismo.
Sor Juana, por lo demás, era por completo consciente de que se hallaba inmersa, sitiada, por las excelencias y la tradición poética plantada por el bosque de sus múltiples predecesores, y a eso alude con ingenio y franqueza en textos suyos poco frecuentados [ya he escrito algo sobre el punto]. En versos risueños como el que titula Pinta una belleza, a la manera de Jacinto Polo dice:
¡Oh siglo desdichado y desvalido
en que todo lo hallamos ya servido,
pues que no hay voz, equívoco ni frase
que por común no pase
y digan los censores:
Eso, ya lo pensaron los mayores.
Dichosos los antiguos que tuvieron
paño de qué cortar y así vistieron
sus conceptos de albores,
de luces, de reflejos y de flores,
que entonces era el sol nuevo, flamante,
y andaba tan valido lo brillante,
que el decir que el cabello era un tesoro,
valía otro tanto oro,
pues las estrellas con sus rayos rojos
(que) aun no estaban cansadas de ser ojos
cuando eran celebradas… etcétera.
El poema es extenso, originalísimo y críticamente imprescindible. Solo un personaje con tal genio y tal conciencia lucidísima, situada en el tiempo y el mundo de sor Juana, pudo escribir un discurso como ese.
Cuando descubrí este retrato en verso, hace muchas décadas (1960 o 1961), y alentado por la curiosidad de conocer el trabajo de un poeta (famoso en su tiempo y de obra abundante), que apenas era mencionado en los manuales e historias de la literatura a mi alcance, traté de encontrar una amplia antología suya (existe en Rivadeneyra, y nunca logré consultarla); conseguí una edición del año 1931 en alguno de los providentes tiraderos de libros en el centro de la ciudad: un tomo de la serie madrileña Los Clásicos olvidados, edición y notas de José Ma. de Cosío, que ofrece (1913) vasta noticia sobre Salvador Jacinto Polo de Medina, poeta murciano (1603-1676), que muere en vida de sor Juana y recibió aplausos de Lope de Vega o Calderón (sus maestros), a cuyas tertulias acudía.
Por supuesto, Octavio Paz se refiere en su libro de 1982 a Polo y al poema que acabo de recordar, y 20 años más tarde leí naturalmente su libro monumental sobre sor Juana, donde el poeta, que todo lo leía y todo exploraba con su privilegiada intuición y lucidez de analista, cita esos versos de Jacinto Polo y señala la evidente referencia irónica del retrato de Lisarda al poema de Polo titulado Retrata un galán a una mulata, su dama.
Paz analiza el poema de sor Juana [excesivo, aunque gracioso en el tono de los juegos literarios de la época] y lo presenta, como los de Polo, como un ejercicio marginal, un divertimento habitual de los poetas serios de su generación. Pero en los textos de Polo no hay esa conciencia de que se escribe ya bajo el influjo de insuperables mayores, que tan claramente expresa sor Juana en su agudo retrato de Lisarda, pues el de Polo es el tiempo en que se hallaban en vida esos artífices insustituibles.
Don Francisco A. de Icaza, que vivió la mayor parte de su vida en España y en Alemania, fue gladiador activo en todas las arenas periodísticas de la península y defensor de las desconocidas glorias de nuestros poetas de todos los siglos —del XVI al XX—; cumplió esa labor desde 1886, en que fue nombrado segundo secretario de la representación diplomática de México en Madrid, al año de 1925, el de su muerte en esa ciudad.
Icaza arremetió, con respeto pero sin contemplaciones, contra los juicios de su admirado don Marcelino acerca de la literatura hispanoamericana, y censuró en su libro errores cronológicos de importancia, pero, sobre todo, las lapidarias e injustas condenas de un periodo que se extiende en México de la mitad del siglo XVI al término del siguiente, y sus descalificaciones de multitud de poetas y dramaturgos cuya obra no conoció nunca o revisó descuidadamente por las pastas, contra su costumbre de polígrafo riguroso y dinosáurico lector, que, tras su formidable Heterodoxos españoles (obra magnífica), acendró su enfermizo conservadurismo de tal fanática manera que al percibirlo nuevamente sus lectores de hoy sentimos encenderse nuestro ya atemperado jacobinismo de la juventud.
Icaza (1863-1925), que se enorgullecía de haber sido el primero que publicara en España poemas de Gutiérrez Nájera, de Othón, de Urbina, de Nervo, de González Martínez, y que también loaba y difundía a los poetas de la Península (o traducía a Liliencron y a Hebbel), no consiguió, de todos modos, que aun nuestros más destacados autores recibieran el beneplácito general y la lectura que sus obras merecían, a pesar de ser algunos de ellos celebrados amigos de Darío, como Amado Nervo y, además, diplomáticos, y un tiempo considerable residentes en la península.
Fue don Francisco valeroso y elegante pionero defensor de los esplendores de nuestra poesía; era respetado y querido por los españoles, que por esa razón, decidieron instalar a las puertas de la ciudad de Granada, como insignia en mosaico, un poemita suyo que todos conocemos.
Dale limosna, mujer,
que no hay en la vida nada como la pena de ser
ciego en Granada.
Fue una brillante y pionera lucha la de Icaza, por el entendimiento de nuestros poetas, que pronto proseguirían otros activos viajeros y creado- res, quienes en España y Europa cumplieron largas jornadas de trabajo y residencia; entre ellos, por supuesto, Alfonso Reyes, que, como recordaba Gabriel Zaid en 1994 (hemos escrito sobre el tema), diez años después de la muerte de Icaza, y durante un discurso en Buenos Aires (1936) para los asistentes a la reunión de intelectuales americanos y europeos, declaraba cortés pero seguro que los americanos acudían al encuentro convencidos de que habían arribado ya “a la ciudadanía universal”: “Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os habituaréis a contar con nosotros”. No ocurrió tan pronto, comentaba Zaid al recordar que entre quienes acudían a la mesa bonaerense, cuyo tema era precisamente “Relaciones actuales entre las culturas de Europa y América Latina”, se hallaban Stefan Zweig, Jules Romains, Emil Ludwig, Georges Duhamel, Fidelino de Figuereido, Giuseppe Ungaretti, aparte de Enrique Díez Canedo, Pedro Henríquez Ureña y Francisco Romero.
Y, por cierto, el joven Manuel Gutiérrez Nájera (siempre lo fue), que todo lo leía y que sobre todo escribía espléndidamente, no dejó en sus artículos de El Universal en 1891 de hacer muy acertadamente la crítica a los conservadores y sabios de la Península ni de expresar su opinión sobre el estado de su literatura.
“La crítica y la novela son las que en España salen mejor libradas; la crítica con Menéndez y Pelayo, cuando juzga sin prejuicios religiosos”, decía el poeta y continuaba, en el mismo año en que D. Marcelino exploraba “el estado nada lisonjero de la poesía mexicana”: “La poesía lírica tampoco medra hoy en España. Clarín tiene razón: solo cuentan dos poetas y medio: Campoamor, Núñez de Arce y Manuel del Palacio (este último es el quebrado —el medio poeta—)”.
“Madrid Cómico es el mejor periódico literario de la Península” [Darío afirmaba en 1906 que el género chico madrileño producía versos más modernos que los de los literatos serios].
Y terminaba Gutiérrez Nájera con lo siguiente: “Bien es verdad que lo mejor sería seguir atentamente el desarrollo de la literatura suramericana y hacer debida justicia a sus representantes más conspicuos”.
Las cosas, por supuesto, han cambiado considerablemente en materia de difusión europea de un gran conjunto de escritores hispanoamericanos y lusoamericanos (y a eso me referiré al término de este discurso); aunque naturalmente ninguna respuesta de lectores, críticos y editoriales (por más amplia que sea) puede resultar hoy satisfactoria a un contingente (y un continente) de poetas, novelistas y narradores tan nutrido como el que hoy se contempla en los países de la América de lengua española. Y, de paso, hay que decir en descargo de los críticos y los escritores de la España contemporánea (forman considerable legión) que tampoco nosotros leemos todo lo que copiosamente se edita en la Península ibérica (ni en otras regiones del mundo) ni tenemos la capacidad, seguramente, de hacer justicia a todo lo más granado y nuevo que inunda las librerías del planeta.
Hace casi exactamente 30 años (1976), tras la muerte de Franco, pisé por primera vez las tierras españolas, y en reuniones de entusiastas camaradas latinoamericanos, catalanes y madrileños, que proponían publicar una gran antología de “la joven poesía mexicana” [me guardo el nombre de la editorial], recuerdo que declaré con insistencia: “¡Muy bien! ¿Por qué no publicamos en primer lugar las obras desconocidas de ‘jóvenes’ poetas que nacieron hace casi un siglo, como Ramón López Velarde, u otros ‘jóvenes’ hoy octogenarios o fallecidos, como Villaurrutia, Gorostiza, Pellicer, etc., que fueron dignos y absolutos pares de la generación hispana del 27, y continúan siendo también absolutamente desconocidos?” Se había publicado en esos años alguna pequeña y pobre antología de poetas mexicanos (la tengo por ahí en mis libreros), en que se presentaba a López Velarde como un ingenioso poeta de la provincia mexicana, a Gorostiza y a Pellicer como meritorios y distinguidos autores del grupo conocido como los Contemporáneos. Pero nadie recordaba que en las páginas de la revista (que hoy todos poseemos en las oportunas reediciones de nuestro recientemente desaparecido maestro José Luis Martínez) ya en el año 28, el poeta Enrique González Rojo (que era diplomático en esos años, como su progenitor, González Martínez) decía en su ensayo, irónicamente titulado Épica y Economía, “Desde España, un incomprensivo —no tenemos razones para dudar de su buena fe— nos pide a los mexicanos que hagamos poesía épica… Y, en México, una escritora peruana [Magda Portal] nos aconseja que orientemos nuestra lírica hacia una estética económica”. Y más adelante:
Hay algo que nos parece fuera de duda: La actitud de los poetas mexicanos defrauda la esperanza de los extranjeros […] que tiene como base una larga leyenda de perturbaciones políticas, de revoluciones y luchas de toda especie, [y que tiene] las sobadas características de pays-chaud […]. Quisieran ver en nuestros versos la pistola [que empuñaba] Pancho Villa en las batallas y junto al rifle y la canana… toda la bella literatura de las proclamas laboristas y agraristas… etcétera.
Creo que todos conocemos el texto de González Rojo, que aludía también al reclamo del militante Arconada, quien preguntaba con desconsuelo “¿dónde se encuentra el Diego Rivera de la poesía mexicana?”, y se revolvía contra la sentencia de la señora Portal que rezaba: “el poeta será solo la representación de la emoción de la multitud”, sin reparar acaso en aquellas sabias advertencias de Juan de Mairena sobre la ficción de la existencia del “hombre masa”: “Las masas no existen, pero se puede disparar contra ellas”.
Curioso es anotar que entre los poemas de González Rojo publicados póstumamente está el Romance de José Conde (conservo la plaqueta original), editado por Letras de México el año de la muerte del poeta (1939), que es un texto de corte popular, y en elogio de un héroe plebeyo, escrito con la pureza y la perfección de los buenos romances clásicos castellanos y americanos.
Pero ¿por qué se me ocurre volver a esos textos de González Rojo en este momento? Porque descubro en la excelente Revista de Libros de la Fundación Caja Madrid, y en una reciente entrega [núms. 115-116, julio- agosto de 2006], un ensayo del crítico literario Ángel Rodríguez Abad, que cuenta entre los muy informados y nada complacientes cronistas bibliográficos y críticos de la revista, y que vuelve al redescubrimiento de otros artículos de González Rojo, escritos sobre el mismo asunto en 1930.
El artículo de Rodríguez Abad se titula curiosamente: “Extravagantes, excéntricos, extemporáneos”; lo ilustra una fotografía clásica de López Velarde, y es principalmente un comentario del libro Contemporáneos. Prosa, de Domingo Ródenas de Moya, que ha estudiado también con amplitud la prosa del 27 español. La edición madrileña (casi 600 páginas) es de la Fundación Santander Central Hispano. Transcribo, por su importancia, uno de los primeros párrafos del texto:
Lo que Revista de Occidente o Litoral supusieron en la Península… lo representaron [durante el periodo de entreguerras] asimismo Sur en Buenos Aires u Orígenes en La Habana. Contemporáneos en México, pese a existir como tal solo entre junio de 1928 y diciembre de 1931, aglutinó la labor exigente y selectiva de un grupo de autores, apreciados a la postre como el vínculo que enlazaría la obra enciclopédica de un Alfonso Reyes con la opera omnia del Nobel Octavio Paz…
Líneas después, dice Rodríguez Abad que, “paradójicamente [las publicaciones de estos autores] han ido llegándonos a retazos y solo muy parcialmente hemos podido calibrar… la importancia de su actividad”. Enseguida anota el crítico que gracias a “francotiradores como José Olivio Jiménez” varios manuales y una reciente antología panhispánica, y alguna antología como Las ínsulas extrañas (Círculo de Lectores de Barcelona, en 2002, compilada por José Ángel Valente, Blanca Varela, Andrés Sánchez Robayna y Eduardo Milán) “han insistido en la universalidad americana del idioma español”. Y después, por lo que toca al grupo de Contemporáneos, afirma que debe recordarse el tomo Contemporáneos. Poesías, editado por Anaya y el Ayuntamiento de Málaga (Málaga, 1992), que permitió a los lectores el acceso a la obra de cinco grandes poetas mexicanos (Gorostiza, Villaurrutia, Cuesta, Owen, Novo), “coetáneos de nuestro 27. Fue la primera vez que pudimos reparar en su amplitud y en su intensidad”.
Mejor tarde que nunca, decimos nosotros, que se reconozcan la “amplitud e intensidad” de todos estos poetas mexicanos, todos desaparecidos, y solo a cien años de sus nacimientos.
Además, Rodríguez Abad vuelve a señalar el estilo ajeno “validado como pertinente al escritor hispanoamericano” en estos poetas y vuelve a otros artículos de Enrique González Rojo en 1930: “El europeo no siente curiosidad por nuestras actividades intelectuales y artísticas… solo le llaman la atención nuestra arqueología y nuestras revoluciones”.
Al término de su largo artículo, el autor elogia la antología de prosistas de Contemporáneos (de Ródenas de Moya) que en su país y en su tiempo pudieron resultar “extemporáneos e inconvenientes a los ojos de la ramplonería con poder”, y señala la extraordinaria calidad poética, narrativa y analítica de escritores espléndidos, como el propio Novo, Torres Bodet, Martínez Sotomayor, Owen, Cuesta, etc., que además se hallaban al día en el conocimiento de la más alta y moderna literatura de su época en otros idiomas y países.
No prosigamos con la historia de estos infortunios que comienzan evidentemente a repararse, y que no intentan hacer una relación quejumbrosa de los desencuentros con los lectores de la Península, sino apuntar una realidad que se explica por complejas circunstancias y coyunturas políticas, técnicas y sociales. Pero no debe tampoco dejar de apuntarse que no fueron siempre los grandes poetas de la generación de 98 y de la de 27, los que prestaron oídos sordos a los creadores de Hispanoamérica. Juan Ramón Jiménez celebró desde los años veintes a Carlos Pellicer como una de las grandes voces de la poesía de su tiempo, y García Lorca por su parte (líder visible de su generación y poseedor de un talento enorme, que a salvo lo tuvo siempre de toda clase de egoísmos) no vaciló desde el principio de los años treinta en declarar inédito e inimitable cantor americano de la lengua española a Pablo Neruda, a quien prácticamente llevó a la notoriedad internacional, y lo mismo haría Amado Alonso en su Poesía y estilo de Pablo Neruda cuando, nada menos, declaraba, palabras más palabras menos, que “la lengua española había sido una antes, y otra después de Residencia en la tierra”.
Creo, como afirmaba Alfonso Reyes desde 1936, que no solo habíamos llegado ya a la mayoría de edad desde esos años, sino que los escritores hispanoamericanos [y no solo exclusivamente nuestros mayores novelistas y narradores que más próspera presencia editorial y mediática han alcanzado, sino también nuestros ensayistas y poetas] forman uno de los brazos más potentes de la historia de la literatura en lengua española, que se editan muy numerosos libros de ellos y que se les otorgan merecidos premios internacionales.
A riesgo de resultar demasiado prolijo, pero para no exponerme al riesgo mayor de parecer injusto con muchos generosos colegas, poetas y editores de revistas de España, quiero consignar aquí el especial interés que por difundir a los poetas del México actual han consumado nobles instituciones, como la centenaria Residencia de Estudiantes de Madrid, en donde acabo de ser hospedado por segunda vez; la nueva Casa de la Poesía de Sevilla, que en su revista Palimsesto ha publicado varias antologías de poetas de mi generación y de otros más jóvenes. Entre estas publicaciones no puedo resistirme a transcribir las espléndidas páginas que, como prólogo de la antología titulada La X en la frente. México en la poesía (en homenaje a Alfonso Reyes), imprimieron nuestros atentos colegas de la revista catalana Rosa Cúbica (invierno de 2002-2003). Todos nosotros hemos abordado el tema en muchas ocasiones, pero es interesante leer lo que, con sus propias palabras, algunos españoles de hoy dicen al respecto:
En sus casi quince años de existencia, Rosa Cúbica ha tenido como uno de sus objetivos principales abrir sus páginas al diálogo con otras literaturas, especialmente aquellas con las que de forma natural la poesía española debería haber dialogado siempre, por compartir con ellas una misma lengua y, en muchos aspectos, una misma historia y cultura: la poesía de los países hispanoamericanos. Es lamentable que el conocimiento mutuo y el fecundo diálogo que en las primeras décadas del siglo XX se dio en ese ámbito tan cercano, el espacio compartido de una misma lengua, desaparecieron tras la guerra civil. El cosmopolitismo, el espíritu abierto y universal que caracterizaron en España al modernismo y más tarde al novocentismo y la llamada generación del 27, parecieron perderse en las primeras décadas de la posguerra, y bueno será reconocer que todavía hoy, en muchos aspectos, estamos muy lejos de recuperarlos. Sin embargo, la justa afirmación de Octavio Paz de que “la misión de Hispanoamérica ha consistido en recordarle a la literatura española su universalidad (Darío, Vallejo, Neruda, Borges)” debería ser, con mayor razón, aplicable a la poesía de la segunda mitad del siglo XX. Si los poetas hispanoamericanos que cita Paz tienen su paralelo generacional en España, en calidad y universalidad, en nombres como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca, no ocurre así, en términos generales, en la poesía posterior. Poetas como José Lezama Lima, Nicanor Parra, Enrique Molina o el propio Paz, entre otros, en muy pocos casos encuentran paralelo, en calidad, en la poesía de nuestro país. No obstante, la presencia de estos y otros poetas fundamentales de la lengua española ha sido muy escasa en España, en algunos casos prácticamente nula.
Y si el desconocimiento de la poesía hispanoamericana en su conjunto es grave, mucho más lo es el que se refiere a cada país en concreto. La “unidad” con la que, desde España, se suele ver la literatura de Hispanoamérica esconde la mayoría de las veces una voluntad de simplificación y, en el peor de los casos, un claro desinterés por desentrañar la complejidad y la riqueza de la literatura de cada uno de los países que la componen. No deja de ser sintomático, en ese sentido, que el premio literario español que toma su nombre del más universal de nuestros escritores, se otorgue, con singular alternancia, y por sistema —un sistema con vestigios claramente “colonialistas”—, un año a un escritor español y otro a uno hispanoamericano, como si en el conjunto de países de lengua castellana España gozase de un estatus especial que le permitiese cada dos años “celebrar” entre nosotros al mejor escritor de la lengua que tantos países compartimos…
Sin embargo —y muy especialmente en lo que se refiere a los poetas de México—, la mayoría de esos autores son poco más que un nombre en nuestro país. Ni siquiera la obra poética de Reyes, autor tan vinculado a la historia de la literatura española en las primeras décadas del siglo, ha tenido mejor suerte. De los poetas mexicanos del siglo XX solo la obra de Octavio Paz ha alcanzado en España la difusión y el prestigio que merece. Así —y por citar dos ejemplos especialmente ilustrativos—, poetas de la generación anterior a Paz, de la categoría de Xavier Villaurrutia o Carlos Pellicer —sin duda clásicos de la poesía moderna en nuestra lengua— son casi unos desconocidos en nuestro país. Del primero, han tenido que pasar 60 años para que recientemente se haya editado un libro suyo en España, aunque algunos poemas de ese libro, Nostalgia de la muerte, se cuenten —en palabras de Octavio Paz, que hacemos nuestras— “entre los mejores de la poesía de nuestra lengua y de su tiempo”. El caso de Pellicer es aun más grave, ya que su obra permanece aún inédita en España…
Muy claro es hoy, para los más expertos estudiosos de la literatura, que el reconocimiento de los grandes poetas en todos los continentes, y su asimilación por las más amplias comunidades de lectores, ocurre a largo plazo, aunque sin duda la poesía más alta de todos los tiempos termina influyendo en la mentalidad, en la sensibilidad poética aun en la lengua y los hábitos cotidianos de las generaciones presentes y futuras, sin que sea posible establecer ni reglas históricas, ni menos leyes racionales para pronosticar esos fenómenos imprevisibles pero indudables.
Concluyo esta reflexión y este discurso, que ya comienzan, me parece, a no ser tan breves, transcribiendo las líneas de una respuesta que brindé hace unos meses al inteligente amigo y crítico peruano Julio Ortega [que prepara un libro titulado El hacer poético, basado en la encuesta que turnó a 40 poetas de América y de España].
La respuesta corresponde a la pregunta:
¿Cuánto de su condición local se ha liberado como abierta al mundo? Vivimos en el descreimiento mutuo, favorecido por la pobreza de las comunicaciones y la violencia diaria de las representaciones públicas. ¿Cuánta fe en el otro es posible todavía en la poesía? O ese dictamen modernista ha sido reemplazado por un sentido de la realidad de los mil demonios, esa furia civil del poeta del margen proclamada por Nicanor Parra.
Mi respuesta a todo ese críptico pero justo interrogatorio fue la siguiente: “Sobre nuestra apertura al mundo, creo que no hay nada localista, ni folclore alguno en los poetas de mi generación, y también, como decía Carlos Fuentes hace varios años, ya no existen centros literarios en el mundo; no hay más ‘ciudades luz’ y, por lo tanto, todos somos centrales”.
Y sobre el “descreimiento mutuo en que vivimos”, como sobre “la pobreza de las comunicaciones y la violencia diaria de las representaciones públicas” a las que se refiere Julio Ortega, pienso que, más bien, lo que sufrimos es una sobreabundancia ensordecedora, cegadora y desorientadora de información en los grandes medios electrónicos (la televisión, internet, las grabaciones digitales en audio y video). Es un océano insondable de información en que es más fácil ahogarse que navegar. Los escritores, pero más los poetas, escribimos para un limitado universo de lectores serios (presentes y futuros), y por mi parte soy cada vez más (lo lamento) un no creyente o descreído en cuanto se refiere al futuro de la humanidad. Creo que vive ella en el periodo más deprimente y oscuro de la historia. Nunca ha habido más millones de hombres hundidos en la hambruna y la miseria extrema, ni mayor fanatismo político y religioso, ni más horrenda criminalidad en tantos países, en conflicto genocida sin solución a la vista.
Pero en tan oscuro mundo, en todos los países, los poetas (esta antigua raza mestiza que con frecuencia, se dice, pertenece tanto a una estirpe angélica como a una maligna), todos los poetas, continúan escribiendo, en general, sin demasiadas esperanzas de respuesta multitudinaria, porque saben que la digestión lírica lleva su tiempo a las grandes comunidades de lectores.
Y en nuestra lengua castellana, que es un planetario, sólido cuerpo de muchas voces, seguimos produciendo poemas en México, en Hispanoamérica y en España, durante un ciclo de renovación y asombro en el que, desde hace más de un siglo, han florecido varias generaciones y personalidades de notables y de grandes poetas con una histórica continuidad de calidad artística acaso mayor que la correspondiente a la narrativa, donde se han dado también por supuesto muchos grandes autores.
Ezra Pound decía en la primera mitad del siglo XX, y pensando en la obra de los escritores y poetas norteamericanos: “hablamos una lengua que era inglesa”, pero no dejaron ellos de pertenecer por eso a la literatura inglesa.
Lo mismo hubiéramos nosotros podido decir a la mitad del siglo XX, o antes: “hablamos una lengua que era hispana”, y eso no ha impedido que formemos parte de la literatura de lengua española, de cuyo cuerpo no solo procedemos sino en cuya estructura somos parte orgánica y vital como lo son tantos españoles y colegas de la última era, que han cambiado también el tono y el ritmo de su lengua literaria y poética.
Señores académicos, señoras y señores:
La Academia Mexicana de la Lengua abre hoy sus puertas para recibir a don Eduardo Lizalde como su más reciente miembro de número. Nuestra corporación se ha caracterizado desde el momento de su fundación por ser una institución donde confluyen y son bien recibidos todos aquellos que, por profesión o aficiones, aman nuestra lengua y la cultivan.
Por esta razón, nada más pertinente que el ingreso de un hombre que se ha dedicado intensamente al cultivo de las letras. Escritor nato, Eduardo Lizalde ha publicado algunos textos en prosa (una novela, crónicas y comentarios, reseñas…), pero, antes que nada, Eduardo Lizalde es uno de los poetas importantes de la lengua española. Señalado al principio de su carrera como un enfant terrible de las letras, debido a su traslúcida vocación de poeta revolucionario y escritor maldito, ha sabido mitigar su postura inicial cuando ya no respondía a sus necesidades interiores y a los temas que quería expresar, y se ha encaminado a un lenguaje particularmente eficaz para decir el mundo, su mundo, de la manera más congruente con sus convicciones.
Marco Antonio Campos, que ha estudiado asiduamente su desarrollo y conoce todos y cada uno de los momentos del poeta, divide la carrera de Lizalde en tres momentos significativos. Tal división es, a mi juicio, pertinente y me permitirá dar congruencia a mis palabras.
La etapa del poeticismo, compartida con el gran Marco Antonio Montes de Oca, Enrique González Rojo junior y Arturo González Cosío, dejó en Lizalde un peculiar regusto de fracaso, sinceramente expresado en varios memorables textos suyos. Ante tal severidad, confieso que Eduardo fue excesivamente autocrítico, pues hay muchos poemas rescatables.
Después viene la poesía social y de denuncia, guiada por su impulsiva orientación marxista-leninista, de la que supo desprenderse en un loable acto de análisis, decepción, sinceridad, contrición y reconocimiento.
Lizalde se halla en la actualidad en otra temperatura poética, que el propio Campos compara, por sus intenciones y su factura, con la que produjo algunos de los grandes poemas de la última centuria, desde El cementerio marino de Paul Valéry y Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, hasta Altazor de Vicente Huidobro y Muerte sin fin de José Gorostiza. Por ende, a nadie puede escapársele que Lizalde ha entablado un diálogo con los poemas más significativos de Occidente. Huelga decir que su lenguaje (herramienta, objetivo y sentido de la poesía) es significativamente personal, aunque no deja de tener acercamientos con el habla coloquial tan cara a grandes poetas mexicanos contemporáneos, cuyo caso más ilustre y entrañable es el del gran Jaime Sabines. Pese a ello, sería muy aventurado, me temo que incluso falso, establecer un parentesco excesivamente cercano entre los dos escritores.
La producción poética de Lizalde, tal como quiere que perdure puesto que su recopilación Nueva memoria del tigre solo contiene estos poemarios, incluye Cada cosa es Babel, El tigre en la casa, La zorra enferma, Caza mayor, Al margen de un tratado, Otros, Tercera Tenochtitlan, Tabernarios y eróticos, Bitácora del sedentario, Rosas y Otros tigres. A esto hay que añadir sus versiones de Rilke (Las Rosas) y algunos textos no coleccionados. Se trata de la labor poética de medio siglo, gobernada por un gran rigor que en ningún caso está dispuesto a hacer concesiones, ni siquiera a sus propias facilidades. Mejor dicho, menos que nada a estas siempre peligrosas lenidades. A esta intransigencia, difícil y laudable, debemos algunos de los poemas de mayor importancia de la lírica mexicana contemporánea.
Podría pensarse, simplemente al enumerar los libros de poesía que se deben a la mano de Lizalde, que su universo poético es excesivamente vasto desde el punto de vista cuantitativo: no es así; sus poemas, concentrados, intransigentes consigo mismos como he dicho, elípticos y sin concesiones, nos presentan a un creador que no se resigna en ningún momento con el semblante de las cosas, con esa atractiva y mendaz película que lo recubre todo impidiendo, excepto para el poeta verdadero, el descubrimiento de una realidad que, a falta de un término mejor, podría definirse como ese estrato subyacente, profundamente verdadero, que los más altos poetas del romanticismo alemán llamaron con acierto Weltanschauung, visión o intuición del mundo, pero con un nivel muy hondo de penetración, con una profundidad amorosa que linda algunas veces con el panteísmo.
Lizalde comprende su tarea poética como un medio para experimentar, cuando menos intentar experimentar lo que en la terminología romántica se llamaba “el dolor del mundo”, el Weltschmerz, resultado inevitable de esa descarnada contemplación de las esencias. Pero hay que decir que, pese a esta coincidencia, la postura poética de Lizalde se halla estilísticamente muy lejana del romanticismo y muy cercana a una postura que, so pena de incurrir en imprecisión, llamo objetivismo expresivo.
De manera deliberada, Eduardo Lizalde se empeña, pues, en una tarea agotadora. Al enfrentarse con la naturaleza y con la realidad objetiva, este poeta emprende una especie de cruzada: armado de todas armas, está resuelto a no transigir en ningún momento y a descubrir lo que el mundo circundante nos esconde. Bien sabemos, desde las inmortales observaciones de Kant, cuál es la exclusividad de lo real y cómo es fácil creer que se ha penetrado en las esencias. Lizalde no puede dejarse vencer por estos panoramas engañosos (Nietzsche decía que no creía en la Illusion der Hinterwelten [la ilusión de los trasmundos]), aunque sabe perfectamente bien que al intentar esta visión va a sufrir su cuota de castigo, va a encontrarse con su propia punición iniciática, que le hará patente la imposibilidad del conocimiento cabal. De allí derivan a fin de cuentas sus actitudes rebeldes e insurrectas; de allí se desprende su voluntad de conquistar esa realidad a puñetazos, empleando para hacerlo una deslumbrante mezcla de lenguaje popular, o semipopular, con anhelos que no vacilaría en calificar de metafísicos.
Lizalde, siempre astuto y constante en la averiguación poética de lo real, pronto se encuentra con la intensidad mayor que le ha sido concedida al hombre: el amor. Para el poeta la relación de hombre y mujer no se agota en la simple correspondencia emotiva y erótica: concibe el amor como una de las claves del mundo, pues la intimidad inherente no solo al acto amoroso, sino a la compenetración íntima, cabal, de un ser humano en otro permite atisbar aquella unidad perdida que hizo a Platón concebir algunas de sus páginas, de sus muchas páginas perdurables. En Lizalde encontramos poemas cercanos a la confesión romántica que, por un pudor literalmente válido, hablan con palabras irreprochables, es decir, palabras de perennidad poética:
Solo somos inmortales por irrepetibles.
Sólo se tiene miedo de morir
y sólo hay muerte,
cuando a un ángel amamos,
de fiera carne, muslos consistentes y ojos profundos
y boca prodigiosa.
Pero esto, si se quisiera hablar de sentimiento romántico, desbordaría aquellos postulados al aferrarse a la vivencia, la vivencia carnal, disfrutada y anhelada. La poesía de Eduardo Lizalde es de presencia, no de lamentos por la ausencia, por la nostalgia de lo perdido. La inmensidad de lo real desborda las medidas, y sus poemas cantan, elogian el mundo circundante, aunque él mismo perciba huecos cuya plenitud alguna vez nos fue concedida y dejó cierto saldo vacío, solo preterido por la opulencia del momento presente.
A Lizalde no se le oculta la vacuidad final, únicamente remediada, o quizás resuelta de modo definitivo por la presencia de la amada. Así, escribe:
Solo antes del amor, míseramente,
de la muerte sufrimos.
Nadie nos ha tocado para darnos el ser.
Dios no ha puesto la mano en nuestros cuerpos.
Dios, afirma el poeta, no nos ha tocado, pero no lo ha hecho por falta de voluntad de entrar en contacto con nosotros, sino por su propia vacuidad, por su radical inexistencia. Pero sería mutilar la poesía de Lizalde limitarse a este aspecto, magnífico por lo demás. A lo largo de su creación poética, Lizalde ha elegido un símbolo que lo identifica: el tigre. El tigre es para él simultáneamente algo equivalente a la función poética, es la palabra poética que conduce a la intuición de las esencias, a la posesión de la mujer; en una palabra, es una acabada manifestación del poder y el límite, y para Lizalde el poder es el medio que nos permite conquistar la realidad: el poder, el tigre, es un sucedáneo de Dios; el límite es la condición humana. Conquista esta, la de la realidad, de muy diversa contextura a la que por regla general se atribuye al poder.
A pesar de sus antecedentes revolucionarios, Lizalde ha tenido la cordura, manifiesta públicamente desde hace mucho, de elegir la observación pasional de la realidad verdadera, no la realidad por decreto, y esta observación está encaminada sin zozobras a la posesión de esta. Y en este terreno, Eduardo encuentra precisamente delineada otra de las caras de su poesía: la que, so pretexto de hacer descripciones en que se mezclan lo histórico y lo objetivo, lo que está a la mano, incursiona sin cesar en ese intento de penetración, de fruición de lo real. En Tercera Tenochtitlan, poema que colinda con lo épico sin ceder a sus atractivos, podemos percibir no solo el intento de lo universal en el tiempo, sino la muy peculiar factura poética, la rebeldía de las palabras que se deja vencer solo para renacer con mayor brío:
Sobre el valle que aúlla
fauces de un dios alza el aire sus torres
de alturas pasajeras e invisibles
su contrafuerte frágil de briznas microscópicas
su nebulosa de insectos
Al centro la gran mancha de petróleo o tinta
un Rorschach la falena nictálope
de la ciudad velada por su niebla letal
un continente de aeronauta pelusa
un grajo inmenso que se petrifica a la mitad del vuelo
En la sección de alientos del paisaje
área coloratura de la orquesta
nostalgia de los puertos
estos pájaros rojos frenéticos
que graznan y flamean como un disparo
un estertor un canto que se inflama
un valle que se admira
terrestre paradoja
desde los ojos verdes de un reptante monstruo
que circunda el hundido territorio
No quiero dejar de mencionar, ya que se trata de una de las estructuras fundamentales de Lizalde, su enorme amor a la música, en su especial a la ópera, y debo dejar constancia de que nuestra espléndida amistad nació precisamente de esta afición compartida. En alguna ocasión, que ambos celebramos, Eduardo y yo, operópatas confesos, ante el heroico temple de mi esposa María Luisa, cantamos a voz en cuello (Eduardo es bien entonado y con buena voz; yo profesionalmente desafinado y lleno de peligroso entusiasmo) nada menos que todos los papeles de La traviata, sin que nos incomodara el hecho de estarla oyendo simultáneamente en una magnífica grabación. Lizalde se ha distinguido también como espléndido comentarista de ópera a través de la radio y la televisión. Sus comentarios nacen de lo biográfico, de las vivencias de alguien que sabe cantar pero abandonó doloridamente a la sirena de la escena operística, de tantos sinsabores y tan grandes victorias.
Pero una de mis convicciones más arraigadas es la brevedad. Por este motivo, solo añado a lo dicho ya mi fraterna bienvenida a un hombre íntegro que, sin duda alguna, contribuirá al esplendor de nuestra institución con sus observaciones profundas y de gran tino y con su revolucionaria experiencia en el empleo de nuestra lengua.
¡Bienvenido a tu casa, querido Eduardo!
Donceles #66,
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