Estimados miembros de número de la Academia Mexicana de la Lengua a quienes he aprendido a disfrutar de manera creciente a lo largo de estos meses de iniciación, distinguidos invitados, amigos, querida familia:
Imaginemos un caracol, uno de jardín. Recorramos con la mente la espiral que decora su concha y que le sirve de casa. Pensemos en la manera en que disfruta la humedad después de la lluvia. Parecería que le entusiasma tanto como a algunos de nosotros cuando retozamos entre las olas del mar gozando de las caricias del agua salada.
Tanto humanos como caracoles tenemos ancestros que surgieron del mar. No solo los primeros organismos vivientes se originaron dentro de lodo salobre y emprendieron la conquista de la tierra emergida; nosotros vivimos nuestros primeros meses dentro del agua y poseemos un mar salado en el interior de la bolsa que es nuestro organismo. De allí nuestro gusto por la sal y por el agua.
Los caracoles y las personas nos adaptamos para vivir en las grandes urbes. Anualmente ellos gozan al devorar rosales, los chilangos encontramos en nuestra ciudad sorpresas como son las jacarandas en flor; gozamos la libertad para pensar y crear.
Reflexionemos sobre las miles de generaciones de caracoles que debieron adaptarse a la ausencia de olas y avanzaron a paso lento hasta las planicies de la cuenca de México; usaron la rádula para comer, en lugar de algas, las plantas de nuestros patios. Las palabras alegran los jardines de nuestra mente. Transitamos por ellas lentamente con el placer de palparlas. Nos detenemos sobre sus humedades y nos envolvemos con su aroma.
Un caracol tiene branquias internas en lugar de pulmones. Los nuestros surgieron de las vejigas natatorias de algún pez primitivo. Tanto branquias como vejigas sufrieron lentas adaptaciones y así transitaron del mar salado y delicioso al disfrute del aire aromático de un amanecer después de la lluvia. Estas bolsas de aire permiten el habla, dar entonación a las palabras y soltar carcajadas. Si no fuera por nuestros pulmones no podríamos cantar al son de una sandunga y pronunciar palabras como amor y soledad. Las nuevas ideas y productos requieren ser nombrados. Voces del pasado se recuperan y adquieren nueva vida; otras desaparecen o mutan a la par de nuestra existencia.
Los caracoles son parte de la vasta familia de los gasterópodos, poseen una sola concha univalva enrollada; de allí que se les conozca como helícidos. Una de las evidencias más patentes de su éxito son los fósiles. Nos muestran cientos de miles de generaciones de individuos. Existen 35 000 especies vivientes de gasterópodos y se han documentado 15 000 fósiles; son los moluscos más exitosos. Como el resto de los organismos vivientes, sufrieron mutaciones que garantizaron su adaptación al entorno cambiante.
Las palabras fósiles documentadas son sólo una muestra pequeña de nuestra evolución lingüística; son necesarias para comprender los matices de nuestro presente en transformación.
En el mejor de los casos, la memoria de los caracoles dura cuatro meses; la de una persona, décadas. La memoria es parte fundamental de la inteligencia; con ella establecemos relaciones y generamos nuevas ideas. Puesto que las voces se modifican, es necesario definirlas en diversas épocas y con múltiples ejemplos de uso para que se integren a la memoria colectiva. La filosofía nos enseña que la teoría de Cantor es insuficiente para explicar la fijación de una voz; indica que nunca llegaremos al límite del conocimiento.
El número de palabras de la lengua española es mucho mayor que el de las especies de helícidos. Las voces incluidas en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia son 87 000. Es una obra inacabable; la cantidad de mexicanismos va en aumento. El número de palabras del español depende de la manera en que las contemos. Por ejemplo: ¿debemos incluir en una sola voz los verbos? ¿Son la misma palabra: ser, eres, fue y seremos? ¿Hay que contabilizar una palabra nueva que cobró existencia gracias a una falta tipográfica repetida 300 000 veces? ¿Y los nombres que usamos en el lenguaje cotidiano?, ¿serán tan palabras como las demás? Existen en nuestra mente porque las nombramos. Actos de comunicación tan comunes como ponerse de acuerdo para ir al teatro serían imposibles sin la inclusión de nombres propios: “¿A cuál?, ¿Qué te parece El Hábito?, en la calle Madrid; como sabes, Jesusa acaba de estrenar. ¿A quién invitamos?, ¿qué tal si a Ena, Sadia e Itziar?” Incluir todos los nombres en los diccionarios elevaría la cantidad de voces a cientos de miles.
En el interior de la cubierta de roca de un caracol, así como dentro del ser más admirable y amado se encierra la historia del cosmos. Conocerlos a profundidad sería entender en detalle cómo se originó el universo. Para comprender la presencia de vida en la Tierra habría que remontarse al menos a 14 000 millones de años. En esa época el espacio y el tiempo estaban plegados sobre sí mismos. Tras la liberación de energía y su transformación parcial en materia, dio inicio nuestra historia, la evolución del universo. Menos de un minuto después de este acontecimiento ya existían protones y electrones que han transitado por nubes de gas y estrellas, y ahora, intactos, forman la materia prima para la vida. En el universo temprano solo existían elementos ligeros como el hidrógeno y el helio; sufrieron modificaciones durante la evolución estelar. La fusión nuclear tiene como subproductos el carbono y el oxígeno, indispensables para los seres vivos de nuestro mundo. Millones de generaciones estelares transformaron el hidrógeno primigenio en el nitrógeno que ahora fertiliza los plantíos de maíz.
La Tierra es un mundo de roca; los elementos que la forman, como el silicio o el aluminio, eran inexistentes hace 13 000 millones de años, cuando nació la galaxia. Fue necesario que estrellas con masas decenas de veces mayores a la del Sol estallaran para que los núcleos se fusionaran y así integrar los elementos más pesados, como el magnesio y el hierro. Estrellas que han pasado al anonimato tuvieron que reciclar una y otra vez la materia interestelar hasta lograr sintetizar suficientes elementos para originar planetas rocosos. Sin estrellas no habría mundos, y sin Sol no estaríamos nosotros. Las reacciones termonucleares son responsables de la energía que nos baña día con día. El mismo tipo de átomos que genera el brillo de las estrellas es el que facilita que se eleven los globos y que nuestras neuronas se puedan comunicar.
Con suficiente energía los átomos multivalentes producen moléculas tan complejas como las que originan la vida. Tras innumerables experimentos, la naturaleza acertó en crear el ácido desoxirribonucleico y las proteínas responsables de cumplir sus instrucciones. Por cierto, pudiera haber vida en otros mundos…; está por descubrirse. Deben existir múltiples maneras de estructurar la materia, de tal suerte que a costa de energía se modifique y se reproduzca. Tal vez exista vida en algún mundo sorprendente, con antenitas como las de los caracoles, en cuyo extremo se encuentran los ojos; o de color verde, moviéndose al compás del ricachá.
Los ancestros de los caracoles surgieron hace 580 millones de años y los que nos son comunes, hace 1 700 millones; juntos hemos evolucionado hasta tomar caminos distintos. Si degustamos moluscos, sabremos que sus protones se integrarán a nosotros y que dentro de 4 000 millones de años formarán parte del gas que desparramará el Sol por el medio interestelar, cuando se transforme en Hermosa nebulosa planetaria de envolvente helicoidal. La evolución cósmica continuará más allá de la vida del sistema solar, nuestros protones irán de mundo en mundo hasta desintegrarse en un cosmos de expansión acelerada.
Se requieren palabras para contar la historia de la evolución. También son necesarias para predecir, que es precisamente uno de los atributos de la ciencia.
Si analizamos la manera en que los átomos se organizan para formar las espirales de una concha, nos remitiremos al calcio disuelto en el agua del mar, que por medio de la vida se convierte en hélice, descrita con elegancia en matemáticas. Los gasterópodos, girasoles, galaxias y mentes arquitectónicas comparten formas espirales. Los matemáticos cuentan con diversas maneras de referirse a ellas. Si son planas, se construyen por medio de puntos que emergen del radio con un ángulo distinto del recto, a diferencia de lo que sucede en una circunferencia. Otro modo de frasear lo mismo es decir que una espiral se genera por el extremo del radio en rotación si aumenta en forma geométrica o exponencial. El lenguaje de las matemáticas es capaz de describir desde distintos puntos las figuras geométricas. Analizar así un objeto abstracto proporciona la libertad de estudiarlo y obtener cualidades que de otro modo permanecerían ocultas. Podemos observar y disfrutar de la naturaleza desde múltiples perspectivas mentales.
En realidad los helícidos son de tres dimensiones; para describir su contorno habría que aumentar una dimensión, alargarlos perpendicularmente al plano. El contorno que proyecta el caparazón respecto de cualquier fondo cambia con el movimiento, así como los infinitos horizontes del ser amado al renovarse con el mínimo de los suspiros.
En “relatividad general” también existen horizontes; son los llamados horizontes de eventos. Estos marcan el límite que impone la velocidad de la luz para transportar información. Si un astro está más allá de nuestro horizonte de eventos, su radiación no ha tenido tiempo de llegar hasta nosotros. Conforme transcurre la existencia, el horizonte de eventos se amplía pero, dado que vivimos en un universo en expansión acelerada, nunca lo conoceremos todo.
Como habrán notado, me gusta la ciencia, su lenguaje, la precisión y elegancia con que generaliza.
Volviendo a los gasterópodos, pueden ser una plaga. Por desgracia también las palabras llegan a ser un agobio, sobre todo cuando amplifican necedades. En ese caso sirve enconcharse. Cada quien tiene sus enemigos; los nuestros no son aves o lagartos, como lo son para los helícidos; con mayor frecuencia de la que quisiéramos, son personas capaces de herir con palabras; estas, como cualquier producto humano, pueden emplearse para el bien y para el mal.
La naturaleza carece de moral. Los caracoles marinos abandonaron el mar cuando agotaron las algas. Nosotros también devastamos nuestro entorno y buscamos nuevos parajes, incluso entre las estrellas. En ocasiones destruimos de manera innecesaria sin buscar equilibrios, incluidos los emocionales; matamos a los de la propia especie por avaricia u odio; lo documentamos. Nos hemos autonombrado la cúspide de la creación y con ese prejuicio devastamos a otras especies y abusamos de la naturaleza causando serios problemas a nuestros descendientes. Ojalá usemos más las palabras para pensar y proponer soluciones, no solo para preservar la naturaleza sino para que todos podamos tener una vida plena.
Nuestra baba puede o no dar asco; sin embargo, al igual que la del caracol, que se convierte en rastro estelar cuando emerge el Sol, la nuestra se transforma en fruto de placer luminoso en los actos de amor. La baba del caracol sirve para asirse a las superficies con el único pie que le brinda locomoción aumentando la tensión entre superficie y cuerpo. Nuestra baba es el primer paso de la digestión y el segundo de un beso.
A veces quisiéramos tener la paciencia del caracol. En su presencia sentimos que se dilata el tiempo; así quisiéramos extenderlo cuando disfrutamos de una caricia o de la lectura de un buen texto. En otras ocasiones nos gustaría que todo aconteciera más rápido, como el tiempo que le toma a la luz viajar de un sitio a otro del universo, y no tener que esperar miles de millones de años para averiguar lo que sucede en una galaxia.
Llevamos dentro un caracol, la cóclea, donde recibimos los sonidos que se convierten en palabras. Conforme pasan los años se pierden sus facultades, para unos antes que para otros. La lectura la reemplaza. El mundo del caracol es silencioso o para decirlo con corrección: ausente de sonidos. Aunque sus ancestros, al igual que los nuestros, son marinos, no fueron cordados, así que carecen del órgano de la escucha. Nuestro oído tuvo su origen, como la vejiga de los peces, asociado a la orientación y a la flotación, y se perfeccionó cuando ciertos huesos de la mandíbula de los lagartos ancestrales se contrajeron para dar lugar a los huesecillos del oído medio. Escuchamos matices porque hablamos. Tenemos la capacidad de emitir consonantes y tonos, a diferencia de otros primates superiores que solo producen vocales. Música y voces evolucionaron juntas para generar placer.
El caracol lleva a cuestas su casa. ¿Y nosotros?: la mente, poblada de palabras. Nuestra edificación de ideas puede ser sorprendente, enriquecida a lo largo de la vida. A veces es un tormento: pesado y con recovecos oscuros que a pocas personas les gustaría conocer, allí domina el enojo. En esas mazmorras habitan la envidia, los celos, la ira. Otras veces nuestra mansión logra ser un sitio luminoso y siempre cambiante, con terrazas, jardines, columnas jónicas y habitaciones que no siempre tienen propósitos específicos. Circulamos por sus laberintos y pasajes secretos, los vamos transformando en contenedores de recuerdos, música, ingenio y voces. Algunas de nuestras edificaciones son palacios; otras, chozas; cada quien es responsable de su morada, de su casa-caracol. Las palabras se mudan, clonan, modifican y combinan conforme se cultivan. En algunas mentes, las voces de la ciencia se encuentran en habitaciones magníficas; con ellas se buscan y sintetizan respuestas, se crean recorridos de embeleso. Por fortuna, los poetas nos ofrecen visitas guiadas a sus palacios.
El caracol se mete dentro de su concha para protegerse y supuestamente desaparecer; segrega una sustancia que bloquea la entrada y se endurece al contacto con el aire. Nuestra mente es un refugio, nos permite aislarnos y disfrutar del placer de pensar. Si nos enconchamos, corremos el riesgo de endurecernos. Con el tiempo el cuerpo se vuelve rígido, pero tenemos la posibilidad de convertirnos en sabios si empleamos las redes de voces que hayamos cultivado. Estamos capacitados para usar y fortalecer nuestros puentes y reemplazarlos por nuevos, audaces y juguetones. Hay quienes prefieren las delicias de la ducha para pensar. Me imagino que Urania estaría feliz echándose un clavado para terminar enlazada a un intelectual. En nuestra cultura se castiga a los adolescentes cuando se encierran a “no hacer nada”, siendo que aun tumbados en la cama podrían estar pensando. La evolución propicia la diversidad; si ejercitamos la reflexión y plasmamos en palabras las buenas ideas, nuestras cavilaciones, agrandaremos las arcas de la existencia. Dada la oportunidad, los caracoles vagarían sobre nuestros textos, escritos dejados en espera.
Los libros requieren ser leídos para cobrar un nuevo sentido con cada lectura. Las palabras se sienten aprisionadas si no se usan. Los académicos de la lengua tenemos el propósito de resguardar las voces y darlas a conocer para que otros las disfruten. Da pena comprobar la pobreza de las construcciones mentales basadas en unos cuantos cientos de términos, siendo que el uso de las voces es una actividad gratuita.
Los antiguos mesoamericanos decoraron con caracoles sus palacios, vestimentas y códices. Idearon maneras estilizadas y elegantes de dibujarlos. Los teotihuacanos y los mexicas eligieron una vírgula para significar el habla. En el Códice Borbónico aparece un caracol parlante. Por error, nuestro escudo nacional lleva el símbolo de voz transformado en serpiente. Los conquistadores observaron la conspicua vírgula del águila que grita; la tomaron por reptil.
Cada vez es más frecuente encontrar palabras encriptadas en iconos como los que se emplean en las computadoras. Estos se irán simplificando hasta convertirse en jeroglíficos; se sacrificará el alfabeto. ¿Qué vale más, una palabra o una imagen? Depende de quién lo experimente. Una persona es capaz de transformar una voz en un universo de figuraciones que incluyen color, sonido, dolor, olfato y tiempo. Se podría argumentar que dada una palabra siempre existe una imagen que la supere y viceversa, que invariablemente habrá una voz más plena, de tal manera que nos podemos eternizar en descubrir el sinfín de imágenes y palabras cada una más rica que la otra.
Los gasterópodos son motivo de inspiración para diseños de todo tipo. En arquitectura las formas caracoladas surgen en pasillos y escalinatas. Nos sentimos a gusto rodeados de volutas. Si viajamos en avión por los cielos del Distrito Federal nos recibe y despide un caracol de varios kilómetros de diámetro; se trata de un depósito de evaporación solar que alguna vez perteneció a Sosa Texcoco. En el escudo de la Academia Mexicana de la Lengua existen dobleces en espiral llamados serlianas en honor de su diseñador Sebastiano Serlio.
También se enrollan las dimensiones del universo. Así como la superficie de una hoja de papel tiene dos dimensiones, si la convertimos en tubo helicoidal podríamos pensar que solo tiene una, nuestro cosmos de 10 dimensiones aparenta ser de tan solo cuatro, tres espaciales y una temporal. Y hablando de rollos, no hay como escribir uno.
Por supuesto existen frustraciones de amor caracolíferas; se desconocen la intensidad y la frecuencia. Existe una mutación donde el caparazón se enrolla al revés; acontece un cambio de paridad en la espiral. Las implicaciones no son menores, los gasterópodos tienen serias dificultades de apareamiento. ¡Quién lo pensaría, la simetría en estas cuestiones es fundamental! Si los caracoles supieran matemáticas no tendrían problemas, al menos desde un punto de vista teórico. Podrían moverse a una cuarta dimensión, girar y regresar felices para compartir los placeres ondulantes de su pareja. Muchas otras hazañas son posibles si extendemos nuestra imaginación a un número cada vez mayor de dimensiones.
Hay quienes son lineales, manejan una sola idea a la vez. Es mi caso, por eso me gustan los caracoles, que van construyendo sus caparazones sección por sección. Admiro las mentes tipo árbol, con ramas que se desarrollan en paralelo y manejan múltiples conceptos de manera simultánea.
Para conservar la humedad y protegerse, los helícidos suelen colocarse debajo de una hoja, de cabeza. En ocasiones siento que el mundo está de cabeza, que hemos ideado leyes y tradiciones absurdas. Otras, pienso que la que está de cabeza soy yo, cuando me colmo de emociones. Para salir del estado invertido no hay como leer o charlar, la cura por la voz.
La Academia Mexicana de la Lengua ha tenido el acierto de contar entre sus filas a enamorados de la ciencia como Porfirio Martínez Peñaloza, de quien tengo el honor de heredar la vigésimo quinta silla. Mi predecesor fue médico y filósofo. Curaba de manera distinta a la mía, él buscaba el bienestar del cuerpo y la mente, yo prefiero organizar paseos planetarios, viajes galácticos y regalos de estrellas.
Los astrónomos exploramos los astros con gran delicadeza; ni siquiera los tocamos. Analizamos con poderosos instrumentos la luz que nos proporcionan y con sutileza aprendemos sus secretos. En ocasiones la medicina invade, estudia nuestras más íntimas secreciones; otras cura como por arte de magia, sin dolor, ofreciéndonos una vida renovada. Juntas, las ciencias se fortalecen y reproducen.
Para saber de ciencia es necesario conocer y usar su lenguaje; con las palabras transmitimos el placer de entender.
A lo largo de toda su historia, México ha contado con grandes astrónomos, filósofos y médicos. Por dar un solo ejemplo, la investigación científica mexicana fue clave para el desarrollo de las pastillas anticonceptivas a partir de una planta muy nuestra, el barbasco. Gracias a ello las mujeres hemos podido planear cuándo y cuántos hijos deseamos tener, y así desarrollar habilidades que eran exclusivas de los hombres. Los caracoles no hacen distinción de género; afortunadamente la Academia Mexicana de la Lengua tampoco la hace; acepta la diversidad; es uno de sus tesoros.
Queridos miembros de número de la Academia Mexicana de la Lengua, es para mí un inmenso honor y una gran responsabilidad formar parte de este cuerpo de intelectuales; mil gracias por haberme elegido. He disfrutado asistir a nuestras reuniones. Me gusta su desarrollo pausado y sorpresivo. Escucho con fascinación la manera en que se van definiendo las voces hasta lograr su justo sitio dentro de los diccionarios. Me agrada ver cómo se tratan con seriedad los múltiples asuntos y se atienden desde respuestas a las cartas de los niños, hasta las relaciones con otras instituciones. La parte más grata suele ser la académica. Después del receso donde degustamos jamones, quesos y amontillados, viene la lectura en voz de uno de los miembros. He disfrutado de un cúmulo de términos que me conducen a mundos habitados de unicornios, poesía, sentidos de las palabras, análisis de obras; en resumen, la belleza del uso y recreación de la lengua de Cervantes. Detrás de estas voces están la inteligencia, la confrontación de ideas y, por fortuna, sin tacañería alguna, el humor.
Estoy en deuda con el cuerpo administrativo de la Academia Mexicana de la Lengua, atento, eficiente y silencioso, así como con la comisión de lexicografía por enriquecer nuestras sesiones con volutas de mexicanismos. Por supuesto, reitero mi gratitud a la Fundación pro Academia de la Lengua, sin cuyo apoyo no gozaríamos de un espléndido espacio de trabajo ni de otros privilegios.
Mi agradecimiento al doctor Ruy Pérez Tamayo por su amistad y cariño, y por haber aceptado contestar a estas palabras.
No quiero dejar de mencionar la generosidad de la doctora Julia Tagüeña por permitir que esta ceremonia se llevara a cabo en Universum, y a todos mis compañeros de trabajo, ya que juntos hemos logrado recrear la ciencia para millones. Estoy en deuda con la Universidad Nacional Autónoma de México, que me ha dado educación, trabajo, amigos e innumerables satisfacciones y apoyos; le agradezco también que no haya eliminado los nopales de su escudo. A mi familia y amigos, mi cariño. Agradezco la presencia de todos ustedes.
Imaginemos ahora cómo habría sido este discurso si el tema fuese “mariposas”.
Señor director, querida Julieta, distinguidos colegas académicos, señoras y señores:
Quiero en primer lugar agradecerle a nuestra nueva académica de número, la maestra Julieta Fierro, cuyo bello discurso de ingreso acabamos de escuchar, la distinción que generosamente me ha hecho al invitarme a recibirla de manera oficial en nuestra corporación. Digo de manera oficial porque nuestras reglas señalan que el nuevo miembro electo debe demostrar su interés en la Academia asistiendo en forma regular a por lo menos diez sesiones ordinarias, antes de leer su discurso de ingreso y transformarse así, de miembro electo, en miembro de número.
Julieta cumplió puntualmente con este requisito, o sea que ya ha formado parte de nuestra Academia desde hace por lo menos cinco meses, en los que hemos disfrutado de su muy grata presencia, de su sencillez cautivadora, de su amor por nuestro idioma y de su experiencia como gran divulgadora de la ciencia. Quiero creer que la distinción mencionada obedece no sólo a que Julieta y yo pertenecemos al mismo gremio de los científicos académicos y universitarios, sino a la bella amistad que hemos compartido durante muchos años. Muchas gracias, Julieta.
Como todo el mundo sabe, Julieta es desde hace mucho tiempo un personaje central e indispensable en la cultura de nuestro país. Adornada con el manto de una preparación académica impecable, estimulada por un compromiso decidido con su vocación, y dotada con una personalidad suave y atractiva, Julieta ha sido y es la campeona de la divulgación de la ciencia no sólo en México sino en toda Latinoamérica. Esta es una vocación poco común entre los científicos, que cuando no la ignoran la consideran como de segunda clase, refugio de los que no logran salir adelante en sus trabajos de investigación, o de los que ya han visto pasar los mejores años de su productividad original en el laboratorio o el gabinete. Desde luego, el hecho de que las actividades de divulgación científica no sirvan para acumular puntos en las escalas académicas que influyen en las promociones y en los distintos estímulos económicos abiertos a los científicos (como el SNI, el PRIDE, el COFIPE, etc.) también ha influido en forma negativa sobre la popularidad de la divulgación de la ciencia entre los investigadores.
Pero, como todos sabemos muy bien, se trata de una actividad de enorme importancia para la sociedad contemporánea, que en todo el mundo está viviendo los cambios cada vez más acelerados que le imponen los avances de la ciencia y la tecnología. No hay duda de que el impacto del conocimiento científico y del desarrollo tecnológico han transformado no sólo nuestro entorno sino también, y de manera quizá mucho más profunda, nuestro concepto de nosotros mismos y de nuestras relaciones con el medio ambiente y con el resto del mundo en que vivimos. Desconocerlo como individuos nos condena a la marginación y al ridículo dentro de la sociedad, mientras que ignorarlo como comunidad nos coloca entre las subdesarrolladas y todavía sometidas a las supersticiones y al oscurantismo. Sorprende que esta situación todavía no haya encontrado respuesta en los medios de nuestro país (periódicos, revistas, radio, televisión), siempre tan perceptivos a las necesidades y a los intereses de la sociedad. Por ejemplo, en México hay periodistas especializados en política, en deportes, en sociales y hasta en la nota roja, pero no hay periodistas científicos; otro ejemplo es la pobreza de las publicaciones periódicas de divulgación científica, no sólo en número y en tiro sino en contenido, en el que las inexactitudes y falsedades compiten con el amarillismo (por lo que debemos felicitarnos de que sean tan pocas y tengan tan escasa difusión); un último ejemplo es la minúscula o inexistente fracción del tiempo que los programas de divulgación científica ocupan en las distintas estaciones de radio y televisión nacionales. Este desinterés de los medios en la ciencia y la tecnología es compartido por las más altas autoridades del país, que a lo largo del siglo XX solo lograron pasar del reconocimiento de su existencia (Conacyt apenas se fundó en 1970) al discurso demagógico, en el que se han quedado ya más de 30 años. Un presidente de la República alguna vez me dijo: “Los proyectos que no afectan el presupuesto no tienen futuro” y, por lo menos para el desarrollo científico y tecnológico de México y su divulgación, tenía razón.
En los inicios de su carrera académica, Julieta Fierro adquirió conciencia de este problema, percibió el vacío que existía entre el desarrollo científico y tecnológico propio de los recintos universitarios y su conocimiento por la sociedad mexicana, por el pueblo que con sus impuestos hacía posible la existencia de los grandes centros de investigación pero que permanecía ignorante de su filosofía, de sus trabajos y de sus logros. Otros hemos sentido ese mismo vacío, pero pocos hemos respondido a él, y sólo Julieta lo hizo con la determinación, la constancia, la inteligencia y la capacidad que han caracterizado su vida profesional, y que todos admiramos. Voy a relatar dos episodios que me autorizan a hablar en primera persona de Julieta como la gran dama de la divulgación científica en nuestro país.
1. El primero ocurrió hace por lo menos 10 años, en una Feria del Libro en el Palacio de Minería, en la que Julieta, Manuel Peimbert y yo fuimos invitados a comentar el entonces recién aparecido texto de Emmanuel Davoust, titulado Silencio en el punto del agua. ¿Estamos solos en el universo? Este es un libro de divulgación científica astronómica, muy bien escrito, en el que se analizan los pros y los contras sobre la peliaguda cuestión de la existencia de vida en otros planetas, lo que explica la presencia de un biólogo médico entre dos eminentes astrónomos. Manuel y yo hicimos nuestros comentarios apegados al modelo académico correspondiente, o sea descriptivo, analítico y crítico, destacando los aciertos y señalando los puntos débiles del texto, pero cuando le llegó el turno a Julieta, ella sacó de debajo de la mesa un gorrito color verde con antenas de extraterrestre (¿o de caracol?), se lo puso y procedió a examinar el libro de Davoust como si fuera una marciana observando las complicadas e incomprensibles actitudes y opiniones de los terrícolas, o un bello caracol intrigado por la complicada vida de los humanos. El público estaba encantado, y Manuel y yo también; cuando Julieta terminó le aplaudimos calurosamente, y después constatamos que todos los ejemplares del libro que se exponen en esos eventos se habían esfumado. Con sus envidiables dotes histriónicas, Julieta transformó la presentación de un libro en un episodio exitoso de divulgación científica.
2. El segundo episodio es más personal. Hace un par de años, cumpliendo con el ritual de los martes en la tarde, recogí a mi biznieto Alejandro de siete años de edad en su escuela en el Pedregal de San Ángel y una vez más nos fuimos de “parranda”, en esa ocasión a este Museo Universum de la UNAM, sitio que le encanta porque nunca puede acabar de verlo (lo mismo me pasa a mí). Como es costumbre, iniciamos nuestra visita en el segundo piso, viendo las serpientes y los arácnidos vivos en sus cajas de cristal (que a Alejandro le encantan), después caminamos sobre la fotografía aérea de la ciudad de México, localizamos Ciudad Universitaria, su casa y hasta mi casa en San Jerónimo, y, cuando nos dirigíamos a la tienda del Museo, nos tropezamos en el pasillo con Julieta, quien inmediatamente sedujo a Alejandro para visitar su oficina (en donde en un cajón mágico guarda dulces para obsequiar a todos los Alejandros, y libros suyos para regalar a todos los bisabuelos) y después fuimos los tres juntos a explorar el mundo maravilloso del terreno conocido como “senda ecológica” de la UNAM, cuya entrada está muy cerca de Universum. Julieta y Alejandro se adelantaron en la senda, identificando cada planta, cada piedra y cada escultura, que eran descritas y explicadas por la dama al niño, mientras el bisabuelo los seguía, asombrado y encantado. Este paseo lo hemos comentado varias veces Alejandro y yo, y me complace decirle hoy a Julieta que los dos lo recordamos como una bella, generosa e inolvidable experiencia humana, y también de divulgación científica.
Creo que estos dos episodios ilustran el primer aspecto de Julieta que me interesa subrayar, y es su excelencia en el campo de la divulgación científica, alcanzada gracias a su compromiso y a su entrega a tan importante actividad, que además es del dominio público gracias a sus frecuentes entrevistas televisadas y a sus publicaciones en los medios.
Su calidad como divulgadora ha sido reconocida con muchos y distintos premios, entre los que mencionaré el Premio de Divulgación de la Ciencia de la Academia de Ciencias del Tercer Mundo y el Nacional de Divulgación de la Ciencia de 1992; el Premio Kalinga, otorgado por la UNESCO en 1995; la Medalla de Oro Primo Rovis, del Centro de Astrofísica Teórica de Trieste, en 1996; el Primer Lugar en el Certamen Nacional de Video Científico; el Premio Klumpe-Roberts, de la Sociedad Astronómica del Pacífico de los Estados Unidos, y el Premio de Periodismo Científico, todos en 1998; el Premio Latinoamericano de Popularización de la Ciencia en Chile, en 2001; la Medalla al Mérito Ciudadano de la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, y el nombramiento de Mujer del Año, en 2003, y la Medalla Benito Juárez, en este año de 2004. Con sorpresa anoto que la UNAM todavía no le ha otorgado el Premio Universidad Nacional, cuando hace años que yo ya se lo concedí. Su toque mágico está presente en muchas salas del Museo Universum, que dirigió durante tres años y hasta muy recientemente.
No sorprende que de una mente tan educada y de un alma tan sensible brote un lenguaje claro, sencillo y fluido. Julieta habla y escribe como ella es: diáfana, ligera y elegante, pero también precisa y definida. Ya la hemos escuchado en su apología de los caracoles del jardín, punto de partida un poco inesperado para sus profundas reflexiones sobre nuestro idioma, sobre la evolución, la relatividad y las funciones de nuestra Academia, y hasta se da el gusto de encontrar poesía en la baba del caracol, cuando dice “Nuestra baba puede o no dar asco; sin embargo, al igual que la del caracol, que se convierte en rasgo estelar cuando emerge el Sol, la nuestra se convierte en fruto de placer luminoso en los actos de amor”.
En la introducción de su libro Los sonidos de nuestro mundo, escrito con Héctor Domínguez (otro gran divulgador de la ciencia) para los jóvenes tanto de edad como de corazón (digo esto último porque a mí me encantó), nos invita con las siguientes palabras:
Los sonidos del mundo, los sonidos del entorno natural, transmiten mensajes para nosotros y las demás especies animales que lo habitan. Las voces humanas, el canto de los pájaros, el ladrido de los perros, el timbre del teléfono, los ruidos de las ballenas, el sonido de un claxon o de una sirena de ambulancia y, desde luego, la música, llevan mensajes.
Así se dice cuando se dice bien, con todas las palabras necesarias y ni una más, como lo hacía Azorín cuando escribía bien, que era casi siempre, siguiendo el mandato majestuoso de don Andrés Bello para construir frases con “sujeto, verbo y complemento”. Nuestro idioma nunca suena mejor que cuando dice lo que quiere decir y no dice nada más. Recordemos aquel prólogo que empieza:
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y el más discreto que pudiera imaginarse; pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante…
Cervantes no inició el Quijote escribiendo “querido lector”, o, peor aún, “estimado lector”, o, con hipocresía, “inexistente lector”. Lo llamó, simplemente, “desocupado lector” porque eso describía la realidad con la máxima precisión y sin adulaciones serviles o intentos velados de soborno intelectual. Todo lo que sigue a esas simples frases, claro está, es la más gloriosa catedral escrita en nuestro idioma, que unos párrafos después Cervantes la ofrece a su “desocupado lector” escribiendo:
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse; porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo.
Nuestra Academia está dedicada al estudio y la conservación del idioma español, y lo hace con rigor académico y con amor permanente, pero no sólo el de los literatos y el de los poetas, sino el de todos los hispanohablantes. Eso explica la presencia, entre los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, no sólo de lexicólogos, de poetas y de novelistas, sino también de historiadores, de filólogos, de economistas, de filósofos, de teólogos, de empresarios, de editores, de latinistas, de Alí Chumacero (que es todo eso y otras cosas más), de médicos y, felizmente hoy, con el ingreso formal de Julieta, de científicos divulgadores de la ciencia. Todos hacemos profesionalmente cosas distintas, pero todos coincidimos en nuestro amor y en nuestra preocupación por el idioma español. La diversificación de las ocupaciones formales de los académicos se inició durante la acertada dirección de nuestro hoy director honorario de la Academia, José Luis Martínez, y ha continuado con nuestro actual director, José G. Moreno de Alba. La filosofía de esta política es muy sencilla: combatir la tendencia a la compartimentalización de nuestro idioma, generada por el desarrollo cada vez más acelerado del conocimiento científico y de la tecnología, atrayendo a nuestra Academia a líderes de las distintas áreas de la cultura contemporánea que comparten nuestro amor por el idioma español y nuestro celo por conservar su unidad y su pureza. La tarea de la Academia no es fácil, pero los que ya tenemos algunos años de participar en ella la encontramos cada vez más atractiva y más estimulante. Y ahora que Julieta ya forma parte oficial de nuestra Academia, me permito agregar, más encantadora.
Quiero terminar estas palabras felicitando en primer lugar a Julieta por su ingreso formal como miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, felicitando también a la Academia Mexicana de la Lengua por el buen tino y la sabiduría que ha mostrado al enriquecerse con la incorporación de Julieta a nuestras filas y, finalmente, diciéndole a Julieta, en nombre de todos sus amigos y ahora formales colegas académicos, y en el mío propio, con nuestros mejores deseos y con mucho cariño, ¡bienvenida!
Donceles #66,
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