Jueves, 13 de Agosto de 2015

Ceremonia de ingreso de doña Juliana González, don Jean Meyer y don José Sarukhán

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Discurso de ingreso:
El cuerpo humano, sede del lenguaje

Don Jaime Labastida, Director de la Academia Mexicana de la Lengua 
Don Vicente Quirarte, Secretario 
Don José Sarukhán 
Don Jean Meyer 
Honorables miembros de esta Academia 
Señoras y señores 

¿Cómo no hacer expresa mi honda gratitud a esta insigne Academia por distinguirme con el privilegio de formar parte de ella como académica honoraria? Intentaré aquí comunicar en unos cuantos minutos, con la menor abstracción y mayor brevedad posibles, lo que es para mí una hazaña, unas cuantas ideas filosóficas actuales acerca del lenguaje. 

Desde mis estudios de bachillerato hasta el doctorado, tuve la fortuna de recibir la insustituible enseñanza de los maestros del exilio español, quienes me transmitieron la devoción por su lenguaje, su cultura y su historia. Algunos de ellos echaron nuevas raíces con nosotros, señaladamente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y nos transmitieron, tanto la riqueza de su mundo de ideas e ideales, como de rigores metodológicos y de pasión por el conocimiento. 

En los estudios de filosofía, en particular, fue la enseñanza centrada en el conocimiento de los clásicos griegos y de algunas de las principales filosofías europeas del siglo XX (el historicismo y el marxismo; el vitalismo y el existencialismo), las que suscitaron en mí el más vivo interés y me hicieron consciente de los grandes y radicales cambios que, en todos los ámbitos, se producían (y se siguen produciendo) en nuestro tiempo. Me revelaron el carácter revolucionario de la época, el cual se hace patente, no sólo en las poderosas transformaciones políticas, sociales y morales, sino también en la ciencias físicas, biológicas, médicas, y en las sociales: historia, economía, antropología, y por supuesto, en todas las artes y las formas de vida en general.

Pues si algo asombra del mundo moderno occidental es el gran giro o cambio global de orientación que se produce, prácticamente desde el Renacimiento, por el cual, a diferencia del medioevo, el ser humano se asienta en la Tierra, por así decirlo, en este mundo inmanente, espacio-temporal; reconoce y afirma la radical importancia de lo material, de lo vital, y de lo humano mismo. Es cierto que este giro habría de conllevar graves crisis, mutaciones y grandes riesgos, pero hay signos a la vez que pueden abrir horizontes de esperanza y renovación.

Uno de los temas de singular relevancia en este cambio histórico es el relativo al lenguaje humano, desde perspectivas filosóficas. Sobresale así la tradición analítica y su llamado “giro lingüístico, pero también, la cuestión del lenguaje tiene notable presencia en varias creaciones de la filosofía europea o “continental” que se despliegan ante todo por vías ontológicas, históricas y antropológicas.

Quisiera aquí aludir al menos a dos vertientes que responden, cada una por su lado, a este vuelco hacia la realidad inmanente, espacio-temporal, material y corpórea.

En el ámbito filosófico de una renovación de la metafísica destaca la concepción que del lenguaje tiene Eduardo Nicol, precisamente uno de los filósofos del exilio que fue mi maestro y a cuyo seminario pertenecí por más de veinte años.

Para Nicol, en efecto, el lenguaje, entendido como logos, tiene al menos, tres características fundamentales:

1º Es consustancial a la propia naturaleza humana. Tiene literal alcance ontológico. No es algo extrínseco, convencional, meramente instrumental y aleatorio. 

2º Es fundamento de la comunicación interhumana, y ésta a su vez tampoco es superflua, accidental, eventual, sino todo lo contrario: “el hombre es el símbolo del hombre”. 

3° El lenguaje hace patente la relación esencial del ser humano con la realidad. Es base de toda posible verdad u objetividad, por relativa que ésta sea.

Esta pertenencia del lenguaje a la realidad física y vital del ser humano conlleva el reconocimiento de aquello que es lo fundamental: la unidad indisoluble, constitutiva, del “cuerpo” y el “alma”. “El alma está a flor de piel”, dice Nicol. El hecho simple de hablar sería testimonio de tal unidad, y no se trata sólo del logoscomo lenguaje lógico y científico, sino también del lenguaje poético, ético, artístico, político, místico. Por esto, para Nicol, “El hombre es el ser de la expresión”.

Y la otra vertiente en que se unifican cuerpo y espíritu y, con ello, cuerpo y lenguaje, es la que desde la mitad del siglo pasado hasta hoy, vienen ofreciendo las ciencias de la vida, y la llamada bioética.

Es un hecho que uno de los hallazgos más trascendentales de la historia, en general, es el de la teoría darwiniana de la evolución de las especies, que rompe la tradicional concepción de la especie humana como una “esencia” inmutable que está intrínsecamente separada del resto de los seres vivos. Los humanos no somos más que un momento de la evolución de ese colosal devenir de la vida: desde los seres microscópicos hasta los grandes simios. Con Darwin se rompió la “gran muralla” que le daba al ser humano una condición específica de supuesta superioridad, haciéndolo dueño de la vida y la muerte de todos los demás seres vivientes. Con ello, se hace evidente que ha cambiado “el puesto del hombre en el cosmos”.

“Hemos descubierto el secreto de la vida”, dijeron Crick y Watson, al acceder a la pasmosa imagen de la doble hélice, que constituye el ADN (ácido desoxirribonucleico), materia prima de la vida universal. Ella está constituida como un lenguaje de cuatro letras, cada una de las cuales corresponde a una sustancia bioquímica, que se desdobla o reproduce. Se trata de un “escrito”, cuyo arte combinatorio lleva en sí todos y cada uno de los códigos de las distintas especies. Así: el código de la especie humana; el de las poblaciones; el de las familias y el código de cada persona individual.

En relación al lenguaje humano, destaca el hecho de que a mediados del siglo XIX se da en el campo de la biología el hallazgo de F. F. Broca, quien encuentra la primera zona que se identifica en el cerebro humano como el área del lenguaje; este descubrimiento se lleva a cabo sin contar todavía con los formidables instrumentos cognoscitivos de la actualidad. Lo sorprendente es que el lenguaje es descubierto científicamente como una función propia del cerebro mismo, entrañada en él.

Y aunque no son equivalentes cerebro y lenguaje, hoy se sabe que éste se expande por múltiples partes de la masa encefálica, de ese universo inconmensurable de neuronas y sus sinapsis que cuantitativamente superan el número de las estrellas de la Vía Láctea. Y se sabe también que hay una interdependencia tal entre cerebro y lenguaje, que ambos, no sólo se complementan, sino que se enriquecen mutuamente: el desarrollo de la experiencia cerebral propicia el desarrollo del lenguaje y viceversa.

El lenguaje, en fin, es “verbo”. Teológicamente, Verbo (con mayúsculas) fue el término para cualificar la energía creadora divina. Afirmar que “en el principio era el Verbo”, y que a través de la palabra se crea el mundo, indica que la palabra no fue posterior al hecho, sino la creadora del hecho. Ello habla de la conciencia del poder inconmensurable de la palabra. Y el Verbo Encarnado es la energía divina hecha cuerpo, mundo, Tierra.

Pero para la filosofía, la ciencia y el pensamiento laico, el fenómeno es lo contrario: la carne se hace verbo; es el cuerpo el que habla, el que se expresa, piensa, siente, verbaliza su existencia. El verbo humano, inverso al Verbo divino que desciende al mundo terrenal, es lo opuesto, es el cuerpo que asciende espiritualizado por la palabra.

Así, se disuelve el dualismo tradicional para dar lugar a una realidad prodigiosa que es la “materia espiritual”, el cuerpo animado. Una sola realidad, si acaso con dos nombres; o más bien, una realidad uni-dual; ¿cómo quitarle cuerpo y materia al espíritu?, ¿Cómo quitarle voz, sonido, imagen, al cuerpo? El alma humana es tan corpórea y material como el cuerpo es expresión, creación (arte) capaz de ser Platón o don Quijote de la Mancha.

 

Nacionalismo, universalismo 

 

Nación, nacionalidad, nacionalismo, sentimiento, identidad nacional… La multiplicidad de las palabras, que releva de la Academia de la Lengua, no significa claridad conceptual. No basta separar, como Marcel Mauss, la buena nación del nacionalismo malo: él distinguía la idea de nación del nacionalismo “generador de enfermedad de las conciencias nacionales”. De nada sirve oponer el patriotismo positivo al catastrófico nacionalismo, Rousseau a Herder, Fustel de Coulanges a Mommsen, la izquierda a la derecha, la comunidad electiva a la comunidad étnica, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano a la selva germánica. Lo que Stefan Zweig en sus “Recuerdos de un europeo” llamaba la “pestilencia nacionalista” no es más que la cara de sombra de un Janus bifronte.

Los que condenan y rechazan sin más al nacionalismo se exponen a no entender nada de lo que está pasando en el mundo. El hecho nacional, además de ser un hecho, es también una idea, un proyecto. Parece una evidencia cuando es enigma. Es también sentimiento y puede ser pasión. Emoción fuerte, definición débil. En lugar de encontrar la razón de esta sinrazón, muchas veces oponemos la Razón y “nosotros”, sus sectarios, a la Nación y “ellos”, sus fanáticos. Es más confortable, pero eso no sirve para nada. El costo histórico del no reconocimiento del hecho nacional no será menos caro mañana que ayer. Nosotros los liberales estamos, frente a la nación, como frente al sexo antes de Freud: hombres de las Luces, universitarios por convicción y profesión, somos como dice muy bien Régis Debray, “los victorianos de la nación, ahogados por la mojigaterìa.”

Un poeta puede ayudarnos a elucidar el misterio. Escribe Paul Valéry: “El hecho esencial que constituye a las naciones, su principio de existencia, el lazo interno que encadena entre ellos a los individuos de un pueblo, y a las generaciones entre ellas, no es, en las diversas naciones, de la misma naturaleza. A veces la raza, a veces la lengua, a veces el territorio, a veces los recuerdos, a veces los intereses, instituyen de manera diversa la unidad nacional de una aglomeración humana organizada. La causa profunda de tal agrupamiento puede ser totalmente diferente de la causa de tal otro.”

El nacionalismo trabaja sobre hechos inevitables. Cada persona recibe una educación: de la familia, de la escuela, de un grupo; cada persona necesita ser reconocida, pertenecer, compartir un destino común. “Natio”, los que nacieron juntos, dice la etimología. Pertenecer a una nación es un lazo doble, el derecho a tener una identidad, recibir protección, así como el deber de conformarse a las costumbres y leyes y, eventualmente, de morir por la patria. “Es una suerte digna de envidia”, rezaba un himno republicano francés que citaba al poeta espartano.

Al mismo tiempo todos tenemos una patria chica, una matria, dice Luis González, y pertenecemos a la humanidad. Sin embargo, la nación, para la mayoría de nosotros, pesa más. ¿Por qué? No sé. ¿Por qué Centroamérica está compuesta de varias naciones y México no? ¿Por qué ahora Croacia y Eslovaquia, cuando ayer no? ¿Y que será de Cataluña y Escocia? No sé. La identidad nacional se ha afirmado y se ha identificado a su Estado propio recientemente. Una serie de olas ha recorrido el mundo, después de la primera ola republicana de Estados Unidos y Francia; siguió la romántica y de las dos juntas nació la ola de independencias del siglo XIX y de 1919, prolongada por la ola de la descolonización después de 1945 y la desintegración de la URSS a fines de 1991. Pero ¿existen Siria e Irak y que propone el Califato?

Por lo pronto sabemos qué es un Estado, qué es una cultura, pero seguimos sin saber que es una nación: ¿un Estado y una cultura, varios Estados y una cultura (europea, latinoamericana), un Estado sobre varias culturas, multicultural? El nacionalismo puede ser un cimiento muy ligero o un concreto reforzado. Según Ernest Gellner, el nacionalismo no tiene raíces demasiado profundas en la psicología humana. Tampoco posee fundamento científico la concepción de las naciones como bellas durmientes de la historia que sólo necesitan de la aparición de un príncipe encantado para transformarse en Estados “nacionales”.

Debemos rechazar ese mito: ni las naciones constituyen una versión política de la teoría de las clases naturales, ni los Estados nacionales han sido el evidente destino final de los grupos étnicos y culturales. Ernest Gellner recuerda que la gran mayoría de los grupos nacionales en potencia (en el planeta se hablan cerca de ocho mil lenguas) ha renunciado a luchar para que sus culturas homogéneas dispongan del perímetro y la infraestructura necesarios para alcanzar la independencia política. Aunque se presente como una fuerza antigua, oculta y aletargada, el nacionalismo no es sino la consecuencia de una nueva forma de organización social, derivada de la industrialización y de una compleja división del trabajo, si bien aprovecha la riqueza cultural y el crecimiento económico, la innovación tecnológica, la movilidad ocupacional, la alfabetización generalizada y un sistema educativo global protegido por un Estado. Nadie ha explicado mejor hasta el momento porque el nacionalismo es hoy un principio tan destacado de la legitimidad política.

Así nuestra naciones con sus Estados persisten en la empresa fundamental que persigue la sociedad de los hombres: agrupamiento de quienes dependen de una misma res publica, adquieren una identidad colectiva, inscriben en un mismo espacio natural sus posiciones y en un mismo espacio cultural sus instituciones, buscan los medios para garantizar su seguridad y su desarrollo y se determinan como comunidad frente a pueblos extranjeros.

Apaciguada y tolerante, la conciencia nacional encuentra un sutil equilibrio entre memoria y olvido, lucidez y amnesia, tradición e imaginación. Si cambia de dosis, y en aquella operación química los historiadores pueden tener, suelen temer una gran responsabilidad- fabrica una humanidad feroz, compuesta de individuos fanáticos.

El problema no es conocer la identidad para mejor preservarla, sino garantizar la diversidad que se manifiesta por medio de múltiples identidades, a la vez sensibles e imprecisas. La idea de civilización exige una sociedad al mismo tiempo abierta y cerrada, en equilibrio constantemente reconstruido entre tres niveles que no se encuentran nunca en forma absoluta, pura, separada: la humanidad, el grupo, el individuo. Ninguno de estos debería presentarse como un absoluto, ya que la persona se sitúa en su encuentro trino. Edmund Burke, en sus “Reflections”, ve la sociedad civil como un contrato muy particular entre tres categorías de personas, de las cuales dos no viven; es una asociación entre los vivos, los muertos y los que están por venir. Así nos pone en guardia tanto contra el desprecio a los antepasados, como contra la indiferencia hacia la posteridad. Eso nos permite rechazar los paradigmas y las “necesidades”, encontrar nuestra libertad en el espacio y el tiempo. Un poco de internacionalismo aleja de la nación, mucho internacionalismo nos devuelva la nación, decía Jean Jaurès.

 

Palabras para el ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua

 

En ocasiones previas, y en diversos foros, he hecho referencia al atributo que diferencia a nuestra especie de los grupos de primates y homínidos de los que descendemos. Me refiero a la capacidad de comunicación con un mecanismo, inicialmente básico, como el que otras especies con estructura social poseen, pero que en la nuestra ha evolucionado en un lenguaje cada vez más complejo en sus contenidos factual y conceptual, simultáneamente al crecimiento de nuestro cerebro y en especial al avance de nuestra evolución cultural.

El momento y la forma —o formas— que pudo haber tenido el origen del lenguaje en nuestra especie no es nada claro al grado de que incluso ha sido calificado por Christiansen y Kirby[1] como el problema más difícil de la ciencia. No sé si esta afirmación es exagerada, pero ciertamente es un problema que se complica enormemente si tomamos en cuenta que ha ocurrido con el acompañamiento de un crecimiento relativo del tamaño del cerebro en nuestros ancestros que no tiene comparación conocida entre los vertebrados, el cual a su vez disparó procesos de socialización, gregarismo y adquisición compartida de experiencias y conocimiento de gran trascendencia, que nos separaron totalmente —quizá en los últimos 150,000 años— como especie, de nuestros cercanos homínidos y ciertamente de los primates.

Junto con los eventos fundacionales de la macroevolución, entre ellos la evolución de los eucariontes, la aparición de los organismos pluricelulares, o el establecimiento de organización social en diversas especies, John Maynard Smith (el genetista y biólogo evolucionista inglés muerto hace apenas una década) y Eörs Szathmáry (un evolucionista teórico húngaro, aún vivo), propusieron en 1995[2] que el lenguaje humano constituye la octava transición central en la evolución, al representar un mecanismo de transmisión de información de una generación a otra a través de escalas espaciales y temporales. Ya Carlos Darwin entreveía en sus estudios el tema, aunque no lo expresó de la forma en que Maynard Smith y Zsathmary lo hicieron. Escribía Darwin[3] en sus notas de campo que “quien entendiese a los babuinos contribuiría más a la metafísica que Locke”.

Estas reflexiones me parecen particularmente pertinentes en la ocasión de mi ingreso a este distinguido cuerpo académico, la Academia Mexicana de la Lengua, que tiene entre otros, el propósito central del estudio de nuestra lengua, su análisis y conservación y la extensión de ese conocimiento a nuestra sociedad.

La Biología, el campo en el que obtuve mi inicial formación profesional, comparte con varias otras de las ciencias que están representadas en esta academia, como la Historia, un componente fundamentalmente ausente en otras ciencias como la Física o la Química: la dimensión del tiempo. Y en esta dimensión temporal, los fenómenos biológicos ocupan escalas que van desde los miles de millones de años —el llamado tiempo profundo— en el estudio del origen de la vida y su evolución hasta la de los microsegundos de fenómenos bioquímicos y de comunicación neuronal. Pero el tiempo no es un simple eje inmutable: qué ocurre en ese trayecto temporal tiene una Influencia determinante en el devenir de esos fenómenos; es decir, la historia se convierte en un componente fundamental de la biología para explicar virtualmente todos los fenómenos biológicos, algo que Theodosius Dobzhansky acertadamente describió con la famosa frase: nada hace sentido en la biología si no es a la luz de la evolución [4].

La amplitud de las disciplinas representadas en esta Academia habla claramente del papel que el lenguaje debe jugar en la difusión del conocimiento a la sociedad en general. Qué bueno que esto sea así pues la función de la Academia sale del ámbito ciertamente relevante —pero limitado— de la lingüística; aborda desde la Historia no solo de los cambios de la lengua sino de los procesos por los que ella ha ido modificándose y tornándose más rica, así como el análisis sociológico de esos procesos, hasta campos tales como la Medicina o la Astronomía.

El enriquecimiento conceptual y cultural de una sociedad depende en gran medida de la comunicación de ese conocimiento al alcance de todos. En ese sentido habría que mencionar que, al menos en el campo de la Ciencia, la comunidad académica de nuestro país ha hecho un esfuerzo poco común en el mundo. El mejor ejemplo de ello lo constituye la serie más larga de libros originales sobre difusión de la Ciencia en Español, que el Fondo de Cultura Económica inició en 1986 bajo el liderazgo de la física Alejandra Jaidar y originalmente titulado La Ciencia desde México, ahora llamado La Ciencia para todos un esfuerzo con varios de sus colegas (entre ellos Jorge Flores, Marcos Moshinsky, Tomás Garza, Juanjo Rivaud) y en el que tuvimos la suerte de participar e impulsar y que se ha convertido en un verdadero éxito editorial del Fondo, con más de 230 títulos publicados y más de 5 millones de libros con presencia en todo el mundo de habla hispana.

Espero corresponder al honor de mi elección como miembro de la Academia con mi participación en resolver cuestiones de mi campo en los cuales este cuerpo colegiado recibe numerosas consultas y preguntas de miembros de la sociedad mexicana.

Ingreso en compañía de dos notables personalidades académicas y valiosos amigos personales: la primera, la Dra. Juliana González Valenzuela, filósofa reconocida y con quien comparto el privilegio de haber sido formado por preclaros personajes del exilio español: en su caso el Dr. Eduardo Nicol y en el mío el Dr. Faustino Miranda. El segundo el Dr. Jean Meyer Barth, geógrafo e historiador, a quien me une el interés por la defensa de pueblos sujetos a la desgracia de los genocidios perpetrados como resultado de la barbarie humana.

Me siento orgulloso por la pertenencia a esta Academia y a la compañía con la que ingreso a ella, y agradezco profundamente a la membresía de este cuerpo colegiado su generosidad en haberme invitado a pertenecer a ella.


[1] Christiansen, Morten H; Kirby, Simon. 2003. Language evolution: the hardest problem in science?Language evolution (Oxford ; New York: Oxford University Press).

[2] J. Maynard Smith y E. Zsathmary. 1995. The major transitions in Evolution. W.H. Freeman, NY.

[3] Carlos Darwin.1838. Libro de notas M,p. 84.

[4] Theodosius Dobzhansky.1973. “Nothing in Biology Makes Any Sense Except in the Light of Evolution.” American Biology Teacher 35: 125-29.


Respuesta al discurso de ingreso de doña Juliana González, don Jean Meyer y don José Sarukhán por Jaime Labastida

La ceremonia que tiene lugar esta noche en la Academia Mexicana de la Lengua es, por muchos conceptos, insólita, sin duda alguna. Por primera ocasión en nuestra historia, nada corta por cierto, se produce el hecho de que rindan su discurso de ingreso, el mismo día, tres personas. Los tres de primer nivel, los tres inmersos en actividades diferentes: una es filósofa, otro es historiador, el tercero es un biólogo, un hombre de ciencia. Y los tres lo hacen en su calidad de miembros honorarios.

Lo anterior denota, de entrada, el carácter amplio, plural, multidisciplinario, de nuestra institución: todo cuanto guarde relación con la dimensión más profunda del ser humano, digo, con la palabra, con el λόγος(razón y lenguaje a un mismo tiempo), tiene cabida en nuestra Academia.

La AML tiene 36 miembros de número y 36 correspondientes en el interior de la república y en el extranjero. Pero sólo 5 miembros honorarios. ¿Qué significa esto? ¿Por qué? Cada uno de esos 5 miembros honorarios podría también, no cabe duda, serlo de número. Lo impide, acaso, su exceso de trabajo, el que realicen sus actividades fuera del país o el que estén ausentes de modo constante. Sin embargo, la institución estima de todo punto necesario que formen parte de ella. En fechas recientes han sido miembros honorarios de la AML (me limito a mencionar unos cuantos nombres, todos mexicanos): Antonio Alatorre, Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Luis Villoro, lingüista y crítico el primero, poeta y ensayista el segundo, narrador y ensayista el tercero, narrador y poeta el cuarto, filósofo el finalmente mencionado. Todos, escritores de primer rango, cuya presencia en la AML nos era imprescindible. Y su ausencia, un vacío de dimensiones insondables. Además de los tres ilustres académicos que han rendido su discurso de ingreso la noche de hoy, forman parte de esta nómina, escasa y selecta, don Pablo González Casanova, un sociólogo y don Sergio Fernández, un narrador.

Doña Juliana González es una filósofa rigurosa y audaz, al propio tiempo. Se ha desempeñado como docente en la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNAM, en donde, además, ha ocupado su dirección. No puedo ni debo omitir un dato personal estricto: doña Juliana González forma parte de la generación universitaria a la que yo pertenezco, una generación que se ha mantenido fiel a sus intereses filosóficos. Fuimos poco más de treinta los alumnos inscritos en la FFyL el año de 1957. Añado que el número de mi matrícula universitaria denota, con claridad, la cantidad tan escasa de estudiantes que había en la UNAM en aquel año: 575 514 (o sea, que fui el alumno 5 514 inscrito el año de 1957 en el nivel de licenciatura). Pero aquel alud de jóvenes interesados en las arduas cuestiones filosóficas hizo que Luis Villoro, uno de nuestros mejores profesores, asombrado ante ese número, que consideró excesivo, dijera "¡Pero qué va a hacer México con tantos filósofos!"

No sé qué hizo México con tantos filósofos. Lo que sí sé es qué hicieron estos filósofos con México: dedicarse a trabajar de manera seria, profesional, rigurosa y constante, en su oficio. Doña Juliana González ha trabajado, pues, intensamente, en asuntos de ética y metafísica, no en balde fue una de las alumnas más brillantes y fieles del maestro insigne que respondía al nombre de Eduardo Nicol. Del maestro Nicol escuché, el primer día de la primera clase que recibí en la FFyL (la clase era la de Presocráticos), una lección de vida, un ejemplo de rigor profesional, que jamás he podido olvidar. Al término de aquella clase (cada una de ellas, una conferencia perfecta), alguno de los compañeros pidió al profesor que nos indicara cuál sería el libro de texto que habíamos de leer (¡pero qué expresión más horrible, un libro de texto!). Nicol respondió con presteza: "aquí no habrá ningún libro de texto; hay que leer a los autores mismos y arrojarse al agua; el que sepa nadar, añadió, llegará a la orilla; el que no pueda hacerlo, se ahogará". Creo recordar que doña Juliana González se hallaba en ese pequeño salón y que, al igual que yo, recibió el impacto profundo, de ética profesional, de rigor académico, audacia e innovación, que nos legó Nicol.

Doña Juliana González se ha desempeñado como maestra e investigadora en dos grandes áreas: la filosofía griega, por una parte, la ética, lo dije ya, por otra. No puedo examinar, en este breve espacio, todos los aspectos de la tarea filosófica de doña Juliana González. Lo que debo decir es que, por lo que a la ética corresponde, ha señalado que la ética está anclada en la libertad. Frente a la ética estrictamente formal de Kant, doña Juliana subraya que la libertad no está opuesta a la necesidad, sino que es su otro extremo, imprescindible. No hay ética sin libertad, establece: la conducta ética implica una elección y así la conciencia libre se autodetermina. ¿Qué clase de ética propone doña Juliana González? Copérnico arrojó la Tierra hacia los cielos, la arrancó de sus raíces y la convirtió en un planeta más. Galileo destruyó, a su vez, y no sólo con el telescopio, sino también al postular la ley de la inercia, ese movimiento constante en línea recta, la bóveda celeste. Poco a poco, el avance de la ciencia y de la filosofía ha desplazado a los dioses del sitio inmóvil que ocupaban: desaparecieron del espacio no menos que de la conciencia. Pascal ya no es capaz de escuchar, como Pitágoras, la música de las esferas celestes; por el contrario, a Pascal le aterra el silencio eterno de los espacios infinitos. ¿Qué clase de ética podrá ser la que carezca del fundamento anterior, una Tierra sólida, un dios omnipotente? En el caso de la ética y la libertad que le es intrínseca, ¿qué hacer? Si Dios no existiera, dice Fiodor Mijailovich Dostoievsky en Los hermanos Karamazovtodo estaría permitido. ¿Se puede concebir una ética carente del fácil asidero de un dios? Si dios no existiera (si dios hubiera muerto), ¿todo estaría permitido? La ausencia de Dios en la conciencia de los hombres, ¿conduce a la negación, a la muerte? ¿Se puede concebir una ética sin dios? ¿Una ética sin dios, diferente sin embargo a la ética desgarrada que propone el existencialismo de Sartre, inmerso en la angustia y en la muerte? He aquí el grave problema de la ética contemporánea: ¿cuál es el límite de mi libertad? ¿Todo está permitido? La respuesta que ofrece doña Juliana González se desplaza en este horizonte. Hay un límite, una frontera, que la libertad del hombre no puede traspasar, haya o no haya dios, existan o no existan dioses: el límite lo traza la conciencia propia. La base de la ética es la libertad: ésta es la condición ontológica del hombre y el pilar de la ética de Juliana González.

Se trata, no puedo omitir decirlo, de una ética optimista, que pone el acento en la posibilidad de la realización personal, al propio tiempo que de la colectiva. No puede haber ética sino en compañía de los Otros. Para doña Juliana González, como para Nicol y para Platón, no puede haber una ética racional, apoyada en la razón (en el λόγος que es a un mismo tiempo palabra) sin el vínculo más estrecho con el amor, con el ἔρος. De aquí deriva doña Juliana una ética contraria a la que postula el existencialismo sartreano, no menos que a la ética del sufrimiento. Doña Juliana subraya que son la vida, la salud, el amor, la felicidad, a la vez el medio y el fin de la ética. Por tal causa, de manera necesaria, esas reflexiones la llevaron hacia la ética médica y la bioética, espacio donde se ha convertido en voz autorizada.

En su discurso, doña Juliana González dice que ha cobrado “conciencia de la indisoluble relación que hay, en el presente, entre los grandes problemas éticos y los extraordinarios logros que, desde la mitad del siglo pasado hasta el presente” nos ofrecen “las ciencias de la vida y la bioética”. Se trata, pues, de una filósofa que ha anclado su pensamiento y su reflexión en la vida moderna. Por esto, asume que la teoría de la evolución es trascendental para la ética contemporánea.

Por su parte, el historiador Jean Meyer, que ha hecho de México su segunda patria, ha desarrollado una investigación de primera magnitud sobre hechos que la historiografía oficial, de modo deliberado, soslayaba: son hechos que avergüenzan a la conciencia nacional. Fue así que, muy joven, en un país que apenas empezaba a conocer (pero también a amar), Jean Meyer investigó la llamada Guerra Cristera, herida dolorosa, incomprendida en muchos aspectos. Su manuscrito original tenía 1 600 cuartillas; convertido en libro, se despliega por más de 1 100 páginas (y en 3 volúmenes). Al publicarlo, en 1973, Meyer tenía 31 años: era un joven francés, por completo desconocido, tanto en México como en Francia. El tema que abordaba, lo dice él mismo, era tabú y, para colmo, lo publicó una editorial, Siglo XXI, que tenía fama de publicar libros de orientación contraria a la que Meyer le daba a su texto. Sin embargo, el libro, que recibió un nombre de resonancia épica (alude a la Ilíada, qué duda cabe), fue recibido con gran respeto por los historiadores mexicanos, ya que mostraba una investigación audaz, prolija, en muchos aspectos abrumadora. El libro, afirma Meyer, lo transformó.

Cada uno, dice Don Quijote, es hijo de sus obras. A su vez, don Jean Meyer señala que “ha sido engendrado por la Cristiada —tan es así que vive en México y es mexicano”. Lo dice en la Advertencia a la 14ª edición, de 1994. Esa confesión no le fue suficiente, sin embargo: diez años más tarde, en 2004, escribió un nuevo texto, que tituló Pro domo mea: La Cristiada a la distancia, en el que reconoce lo mucho que ha cambiado la perspectiva histórica sobre el fenómeno cristero que, de haber sido satanizado, ha pasado a convertirse en una especie de lucha popular contra todas las agresiones del poder. Dice Meyer: “de guardia blanca de los hacendados malditos, de asesinos de los santos maestros de la escuela socialista, los Cristeros pasarían a ser los hermanos de todos los guerrilleros del mundo”. Y escribe esta frase, lapidaria: “No merecían tanta abominación ayer, tampoco les corresponde semejante gloria hoy”. Me gustaría subrayar que el libro de Jean Meyer rompió un paradigma y nos obligó a valorar los aspectos ocultos, malditos, de la Revolución mexicana, considerada casi un monolito de mármol, una masa sólida de bronce.

El indudable mexicano que es don Jean Meyer conserva, sin embargo, una raíz francesa y ha escrito otro libro ejemplar, en el que también se aparta de los lugares comunes, que no son pocos, de la historiografía oficial: Yo, el francés, cuyo subtítulo es La intervención en primera persona. Se trata de una serie de biografías y relatos, desde ángulos personales, de oficiales y soldados que formaron el cuerpo expedicionario francés, que invadió y ocupó nuestro país en el siglo XIX. Los textos son, no cabe duda, fascinantes: muestran facetas de carácter íntimo en el curso de esa guerra: desmitifican el supuesto heroísmo de los combatientes y exhiben, en no pocos casos, las crueldades que realizaron. Debo señalar otro texto: Le livre de mon père ou une suite européenne. En él se revela la raíz alsaciana, francesa por lo tanto, de don Jean Meyer. Es un libro de amor filial y de vínculo profundo con esa región en vilo que es la Alsacia (que un día amanece renana, alemana, y otro día francesa).

En su discurso, don Jean Meyer plantea la oposición entre la universalidad y la nación. No desdeña ni la una ni la otra. Es más, en tanto que acepta la enseñanza de don Luis González, también reclama para sí el orgullo de pertenecer a la patria chica, la matria, término caro a don Luis: de ahí, en Meyer, su raíz alsaciana que no lo aleja, empero, ni de la nación ni de la comunidad internacional.

Don José Sarukhán es el mayor, el más importante de todos los darwinistas mexicanos. Aclaro: no es darwinista en el sentido de que sostenga, sin cambios, las tesis del gran hombre de ciencia que fue Charles Darwin. Lo es en el sentido radical en que lo es todo biólogo comprometido con la ciencia, hoy. Sarukhán advierte, así, el carácter decisivo de la revolución darwiniana, aquello que nadie puede soslayar: cuánto y de qué manera las tesis de Darwin destruyeron paradigmas y provocaron una de las transformaciones mentales más profundas y permanentes de las que se guarde memoria. Darwin, el hombre, y su libro, El origen de las especies, dice don José Sarukhán, revolucionaron la ciencia y el pensamiento. Asegura José Sarukhán: “ninguna obra científica ha igualado la repercusión de la obra de Darwin en la ciencia, la política, la religión o la filosofía”. He aquí el nudo de la cuestión: asumir la revolución darwiniana es adoptar un compromiso total con la ciencia. No hay ni puede haber, en el mundo contemporáneo, ningún hombre de ciencia (mejor aún: no puede haber ningún hombre, simple y llanamente), que no arranque de las tesis darwinistas para ampliar el espacio inagotable del conocimiento. Ser darwinista es la condición primera, insoslayable, para ser hoy hombre de ciencia. En ese sentido radical, don José Sarukhán es un hombre de ciencia moderno, riguroso y honesto.

Lo anterior no significa, de ningún modo, que Sarukhán acepte todas y cada una de las tesis de Darwin, lo digo de nuevo. Si la revolución lograda por Darwin marca un hito, un antes y un después en la historia no sólo de la ciencia sino de la conciencia humana, no significa que sus tesis se sostengan, intactas. Por tal razón, hoy se habla de neodarwinismo, de la síntesis entre las tesis originales de Darwin y las aportaciones de la ciencia contemporánea. José Sarukhán es consciente de los aportes de Darwin y, al propio tiempo, de sus limitaciones. Así, Sarukhán subraya que Darwin no conoció las leyes de la herencia establecidas por Gregor Mendel, mientras que de ellas se vale la moderna teoría de la evolución. Tampoco, es obvio, pudo conocer la genética actual ni la biología molecular. Es lo que ocurre en todas las ciencias: nuevos y decisivos aportes ensanchan los límites de la teoría inicial. Sin embargo, los avances siguen la ruta originalmente trazada por su precursor.

En un libro ameno y preciso, Las musas de Darwin, Sarukhán pone en relieve las contribuciones hechas por el autor de El origen de las especies e indaga, a un mismo tiempo, por las fuentes de que se alimenta: vienen de múltiples disciplinas y son producto de diversos autores, entre otros, Charles Lyell en geología, Thomas Robert Malthus en economía política… Sarukhán destaca, por supuesto, el impacto que a Darwin le produjo la lectura de las teorías demográficas de Malthus. Advierte que la ciencia es de carácter interdisciplinario y se nutre de toda clase de materias. En este caso, la teoría de la evolución recibió un influjo decisivo de una ciencia que era, por entonces, una novedad: la Economía política, ciencia de la macroeconomía (de modo más específico aún, de la naciente demografía). De esas ciencias, Darwin dedujo tesis fundamentales: la lucha por la existencia; el dato, insoslayable, de que las especies producen un número superfluo de descendientes: sobreviven los más aptos. Esto genera, por necesidad, la variedad de los individuos, razón por la cual aquellos que se adaptan mejor a las condiciones del medio son los que finalmente sobreviven: ellos transmiten los caracteres que adquieren a su progenie.

El impacto que estas tesis produjo fue inmediato: el hombre se consideró, a partir de ese momento, uno más de los productos de la incesante evolución de las especies. Sin duda, es el producto más alto del proceso evolutivo, pero guarda, con toda humildad, los estigmas de sus antepasados en cada una de sus células. El ser humano no sólo es una síntesis específica de gases y minerales, sino que también ha heredado la capacidad de adaptación que tienen las especies anteriores, desde los protozoarios hasta el hombre. En este aspecto, don José Sarukhán es consciente del vínculo que existe entre azar y necesidad. Por tal razón, subraya que la ciencia contemporánea es una ciencia de la probabilidad y no de la certeza absoluta.

Don José Sarukhán muestra, en Las musas de Darwin, todo aquello que este científico obtuvo al asimilar las teorías de sus contemporáneos. Narra igualmente el trabajo de campo que realizó, a lo largo de los casi cinco años que duró el viaje del Beagle. Debo añadir que el libro de don José Sarukhán es mucho más que esto. Es un relato de la vida de Charles Darwin (tanto la dedicada a la ciencia como la de su entorno íntimo, donde destacan su esposa, Lyell, Huxley, Wallace, muchos más).

La trayectoria de don José Sarukhán no se limita a sus aportaciones directas a la investigación científica. Por igual ha desempeñado, se sabe bien, con rectitud y sabiduría, el cargo más honroso a que pueda aspirar todo universitario: fue Rector de nuestra máxima casa de estudios en dos periodos sucesivos. Por si lo anterior aun fuera poco, a su empeño se debe la creación de un organismo intersecretarial que protege la fauna y la flora de nuestro país: la Comisión para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio), que se dedica a la conservación y el desarrollo de la biodiversidad nacional, rica, como pocas, en el planeta. Don José Sarukhán ha podido desplegar allí, en toda su amplitud, sus indudables dotes de ecólogo.

Hoy, don José Sarukhán ha puesto el énfasis en el hecho de que, a diferencia de los primates y los homínidos de los que indudablemente descendemos, nuestra especie, la especie llamada homo sapiens sapiens, posee un instrumento específico: el lenguaje, acaso la octava transición central del proceso evolutivo, que se apoya en el desarrollo de nuestro cerebro y que es capaz de transmitir, de una generación a otra, la experiencia acumulada por nuestra especie en el curso de los millones de años que lleva de habitar nuestro planeta.

Permítaseme finalizar estas palabras diciendo que, además de su amor por Darwin, don José Sarukhán ha mostrado su amor por otras investigaciones sobre la fauna y la flora de nuestro país. Ama los códices Badiano y Florentino, la obra del protomédico de Felipe II, Francisco Hernández; conoce la Real Expedición Botánica a Nueva España, dirigida por Martín de Sessé y José Mariano Mociño; no olvida las aportaciones de Alexander von Humboldt. Añado que, en buena medida, comparto con él esos amores, tanto así que, a sus instancias se debe que la magna exposición sobre Darwin, que coordinó él mismo y que tuvo lugar en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en 2014, contó con una sala dedicada a la expedición de Sessé y Mociño, apoyada en textos cuya publicación pude coordinar, lo que agradezco desde lo más hondo de mi corazón.

En nombre de todos los miembros de la AML, queridos amigos doña Juliana González, don Jean Meyer y don José Sarukhán, les doy la más cordial bienvenida a su nueva morada académica. Los recibimos con los brazos abiertos.

Muchas felicidades y muchas gracias.

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