Viernes, 24 de Abril de 1964

Ceremonia de ingreso de don Salvador Azuela

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Discurso de ingreso:
Naturaleza de la elocuencia y cuatro semblanzas de oradores mexicanos

Llego a ocupar la silla decimaprimera de la Academia Mexicana Correspondiente de la Española, por la benevolencia de los académicos que votaron por mí. Al maestro Julio Torri, escritor de antología, cuyas enseñanzas enriquecen la conciencia de numerosas generaciones; al erudito doctor Francisco Fernández del Castillo, de la familia ilustre de Ángel de Campo con cuyo sobrino Germán me unieron lazos de intimidad, y a Mauricio Magdaleno, compañero y amigo entrañable de la juventud, figura de la novela y del ensayo en México, mi profundo reconocimiento. Evoco la sombra amada del poeta Francisco González Guerrero, a quien siempre debí estímulo, muerto cuando supe que se disponía a firmar la propuesta a mi favor que presentaron tres eminentes académicos.

No sin explicable timidez, cumplo la obligación estatutaria de presentar el trabajo de ingreso a la Academia, porque aunque con cerca de cuarenta años de cátedra en asuntos de orden histórico y social, vengo a ella con montones de cuartillas escritas de prisa, que se han acumulado a lo largo de más de cinco lustros de labor periodística. Mi gratitud a la ilustre corporación es elemental. Me llama fiel a su tradición de liberalidad: aquí en donde se han reunido don Sebastián Lerdo de Tejada y don Ignacio Aguilar y Marocho, don Joaquín García Icazbalceta y don Justo Sierra para referirme nada más a los muertos que representan el testimonio de hospitalidad que prevalece en la Academia, ante todas las corrientes del pensamiento.

Con emocionada reverencia invoco los nombres de don Rafael Ángel de la Peña, don Manuel Sánchez Mármol y don Luis González Obregón, que en distintas disciplinas dieron lustre a las humanidades mexicanas, predecesores de don Nemesio García Naranjo, en la silla undecimaprimera, que la Academia me ha hecho el honor de discernirme. De don Nemesio, orador y escritor, habré de ocuparme en distintos pasajes de mi discurso, que por lo selecto del auditorio impone en mi caso acudir al exordio clásico de captatio benevolentiae.

Estamos en una época de incontinencia verbal. Todo hijo de vecino hace discursos. Un banquete, un mitin político una asamblea profesional o una sesión de sindicato, son propicios a la oratoria sin freno. Si para escribir hay cierto recato, tratándose de la expresión oral ocurre lo contrario.

Privada de rango ético y de belleza, la palabra pierde dignidad en la tribuna. Arte falso, que se fabrica con todos los recursos del prosaísmo: cadena interminable de lugares comunes, nos da, de tal guisa, la impresión de una tienda de quincallería. Se explica que en los parlamentos del siglo XIX se introdujera el método de guillotina, para limitar el tiempo de los discursos y reducir al mínimo el recurso de la obstrucción, que lejos de fecundar el debate, busca prolongarlo sin término, para que se frustre en una atmósfera de somnolencia y tedio, equivalente a una antesala del infierno.

Ante el torrente de palabrería que el tropicalismo propicia, se añora Ia regla del silencio, rectora de la orden de los cartujos.

Ya el término mismo de orador suena a teatro y es un tanto extraño al encanto de la intimidad, en que florecen las mejores formas de la simpatía. Lo usaré hoy en este plano, un tanto antioratorio.

¿Es requisito indispensable para que el orador cumpla su vocación, que adquiera la disciplina que forma al escritor literariamente? Asunto éste que no se planteará ahora. Ya Fray Luis de Granada se refería a él con indudable acierto. Escritor fue Cicerón en grado excelso y el mismo Fray Luis, José Martí, Antonio Caso y Manuel Azaña, en los países de habla española, para ejemplificar con figuras más próximas históricamente a nosotros, se entregaron a las tareas de la pluma y a los empeños tribunicios, con fervor.

Habrá, empero, que rectificar a Juan de Valdés en su delicioso Diálogo la lengua: no se escribe como se habla. La llaneza del consejo cervantino insuficiente para resolver el problema, como lo hace Valdés. Escribir y hablar son afluentes de un mismo caudal: pero el que discurre en forma oral observa el efecto de su palabra en el auditorio y va modelándola, de modo casi plástico, por las reacciones inmediatas que percibe. El escritor sigue nada más el vuelo libre de su inspiración o desarrolla la doctrina en el estilo que su personalidad le presta, sin tener en cuenta las solicitaciones del momento, cuando se trata de faenas diferentes de las que el periodismo impone.

En el desenvolvimiento del discurso se realiza un choque interno entre el elemento dialéctico y el elemento emotivo. Es el que habla quien debe establecer el equilibrio. La ley del buen gusto lo realiza, contra la superabundancia a que conduce la facilidad para expresarse en formas oratorias.

El orador no es el tipo visual que escribe arengas literarias o discursos de gran enjundia, desde el punto de vista de las ideas. La lectura, por bien matizada que se haga, nunca puede suscitar el estado de ánimo que engendra la emoción oratoria, que brota de los temperamentos auditivos. Ese estado de ánimo equivale, para recurrir a un símil gráfico a una descarga eléctrica, con reacciones espirituales que se crean entre el que discurre oralmente y las gentes que escuchan. El hombre elocuente se convierte, en tales instantes, en inspirado a través de cuya voz cobran forma ansias profundas, demandas y anhelos informulados, pero que sentimos entrañablemente nuestros; regocijos y congojas que de pronto parecen adquirir relieve casi físico, por el milagro de la palabra.

El recitador de discursos tampoco puede catalogarse como tribuno. El gesto estudiado, el modo de decir en tono declamatorio, el ademán típico del actor profesional, no aportan los caracteres de la elocuencia. Hablar en público no es lo mismo que representar un papel en un drama o en una comedia. Y en nuestro tiempo se busca la naturalidad, se huye del amaneramiento. La elegancia y la concisión, por la armonía de forma y fondo, se consiguen a través de las vías de la sencillez, que otorgan el señorío de los recursos verbales.

Los oradores notables nos cuentan de qué suerte la emoción que se exterioriza por su conducto, en los grandes momentos, entraña un misterio. Saber adentrarse en el alma proteica de la multitud es prenda de elegidos, que determina a manera de una cópula entre el tribuno y el auditorio, al condensar el primero ideas, sentimientos, estados de ánimo que antes aparecían difusos e inconcretos. Obsérvese al público que se estremece hondamente por el fenómeno de la inspiración. ¡Qué interés tan vivo se pinta en la expresión de las fisonomías! Los bustos se inclinan ávidos de escuchar y una atmósfera de recogimiento y simpatía tácita envuelve las palabras, que emergen con valor singular, como de novedad y descubrimiento, al remover estratos profundos que llevamos adormecidos.

Para llegar al dominio de la palabra oral, media una larga, difícil elaboración. Se improvisa no más la forma, cuyo manejo exige también muy largo aprendizaje; lo demás es fruto de empeños laboriosos, en una disciplina que exclusivamente se conquista en la tribuna, a través de múltiples tropiezos. La experiencia hace al orador hasta que llega a encontrar aciertos fuera del plan deliberado que lleva. Él sabe de las dificultades que hay que salvar en la etapa inicial, en lucha con las reacciones de los auditorios, que lanzan sobre el primerizo: burlas y críticas duras, muchas veces crueles. Por eso se tiene que adquirir el hábito de afrontar públicos que pueden ser adversos y estar presto a desafiar sus iras y sarcasmos, a combatir la actitud de indiferencia o tedio, con alusiones que mantengan la atención suspensa.

La búsqueda sistemática del aplauso daña al orador. Lo daña en lo moral porque al subordinarlo a la conquista del éxito, pone una muralla frente a la verdad. En lo estético lo perjudica en grado mayor, porque la lisonja a la multitud es tan censurable como la que se tributa al hombre de mando, y torna el discurso vulgar.

En cambio, expresar una convicción en los momentos de arrebato que produce la elocuencia, vale más que largos años de poder o de fortuna que se logran por los malos caminos de la intriga y la deslealtad. La independencia espiritual, la fidelidad a sí mismo, el coraje que sirve a una buena causa y hasta el derecho a equivocarse, si se alimenta en propósito limpio, dan la autoridad que permite hacer de la palabra oral la instancia última para juzgar a los poderosos del mundo.

La pureza en la intención se fortalece por la economía de la palabra que es la clave del arte. Reposa en saber decir lo que se quiere y es la más compleja de las técnicas, porque sirve de escudo contra el exceso: prueba de mal gusto por falta de dominio verbal que muchas veces conduce hacia veredas o atajos en los que no se quiso caer.

No se puede discurrir con eficacia, cuando falta un propósito nítido, definido. Todos recordamos la angustia del auditorio que sigue al que discursea en forma que parece que no acabará nunca, por no encontrar cómo concluir su oración. Se sufre el aburrimiento insoportable ante el que perora y perora, como náufrago en una vorágine de palabras, sin noción ni control de los modos de decir.

Quien carezca de la energía para contrariar una actitud social equivocada, no podrá tener pleno éxito en la tribuna. Pocas conductas tan plausibles como la del que defiende con fervor sus convicciones. La fuerza comunicativa, la devoción que enciende el entusiasmo y la fe dispuesta al sacrificio, se hacen respetables aun para el adversario. Es el triunfo del espíritu sobre los intereses efímeros.

La lucha educa a los oradores, hasta a aquellos que se apartan de la polémica. No hay otra escuela de elocuencia que lanzarse a la empresa. El tiempo da familiaridad, fluidez y disciplina, con el concurso del buen gusto, la fantasía y la pericia dialéctica, más los libros y la experiencia. A veces, según el público, la oportunidad y el tema, será inadecuado, en circunstancias de intimidad, el discurso vibrante; otras, el estilo expositivo está fuera de tono. No hay que perder de vista que los auditorios responden al requerimiento del orador, cuando éste logra emocionarlos y que convencer no basta.

Aquel que se mueve en la tribuna con desenfado antes de una arenga o de una disertación, sabe que hay circunstancias imprevistas que pueden hacerlo modificar el plan que se propone desarrollar. Un incidente cómico, las características del sitio en donde habla, condiciones inesperadas del auditorio o el hecho de que quienes lo anteceden exponen ideas semejantes a las que proyectó para su discurso. Aquí se complacen los auténticos temperamentos de oradores, lo mismo que cuando se les hace hablar de improviso, fuera de programa, acerca de un tema de su agrado.

No se puede prescindir de las manifestaciones de simpatía, repulsa o indiferencia del que escucha. Se necesita estar dispuesto siempre a esclarecer un pensamiento, en plano propicio a la réplica oportuna. Una burla hecha con ingenio, una protesta, una falla de léxico, tornan ridícula la situación del que ocupa la tribuna. Para hacerse respetar de las multitudes, debe tenerse presente su sensibilidad femenina, presta a rendirse al que las afronta con pasión.

El juicio sobre la elocuencia se pierde en abstracciones, si no estudia la experiencia de los oradores. Con las semblanzas de cuatro mexicanos que pude conocer, ilustraré mi discurso.

La obra de Nemesio García Naranjo se singulariza por la variedad de los géneros que cultivó, con talento que le reconocieron sus contemporáneos. Gran parte de sus trabajos quedan en la prensa diaria y son principalmente artículos de asuntos políticos: pero también se refieren a problemas educativos, artísticos y literarios. De su vida parlamentaria conserva la garra polémica, como escritor hecho en la batalla de las ideas.

Tenía poder creador imaginativo. Así logró una visión biográfica de la personalidad histórica del general Porfirio Díaz, apasionada, pero sincera y llena de desinterés, Defendió a don Porfirio después de que ocupó la Presidencia de la República y siempre hubo de proclamar las razones de su adhesión porfiriana. Don Carlos Pereyra escribió, por eso, que quedaban en México tres porfiristas acérrimos: doña Carmen Romero Rubio Viuda de Díaz, don Victoriano Salado Álvarez y don Nemesio García Naranjo.

En el género teatral escribió aquel delicioso juguete cómico El vendedor de muñecas, La crítica hubo de reconocer sus méritos, al catalogar la comedia en la escuela de don Jacinto Benavente. Acción, diálogo vivaz, correcto dibujo de los caracteres, finos toques de ingenio, han permitido que El vendedor de muñecas, que se estrenó allá por 1933, siga llevándose a escena.

Las memorias de García Naranjo constituyen una de las aportaciones de mayor importancia para el conocimiento íntimo de la época en que vivió. ¡Y qué época aquélla! Las postrimerías del régimen porfiriano, el reyismo, la campaña antirreeleccionista de Madero, el interinato de De la Barra, el triunfo de la revolución armada, el gobierno de Huerta arrollado por la violencia popular y la lucha de las facciones que brota de la hoguera del movimiento revolucionario, hasta el período en que el general Calles pierde la preponderancia.

Con la sensibilidad de su tiempo, la vocación oratoria le impuso el estudio del derecho. Vino a la ciudad de México, a la escuela de los tribunos. Nuestra facultad universitaria atraía a los jóvenes con disposiciones humanísticas, que no encontraban ambiente en los otros planteles de preparación profesional. Era una combinación de lo que es hoy la Facultad de Filosofía y Letras con la de jurisprudencia. La celebridad de García Naranjo empieza por un premio de quinientos pesos, del Liceo Altamirano, a un poema que se compone de diez sonetos, sobre temas del Quijote, en un certamen literario para conmemorar el tercer centenario de la aparición de la primera parte de la novela de Cervantes.

La vieja Escuela Nacional de jurisprudencia, cuando aún ocupaba lo que era convento de La Encarnación, en el actual edificio de la Secretaría de Educación, en la capital de la República, surge en las páginas del memorialista. Nos hace asistir a la cátedra elocuente de don Jacinto Pallares. Vemos pasar a don Emilio Pardo, a don Pablo y a don Miguel Macedo, a don Rodolfo Reyes, a don Jorge Vera Estañol... Entre los alumnos se destaca Antonio Caso, orientada su vocación hacia el conocimiento filosófico. El grupo dionisiaco de La Horda, da el tono bohemio.

La lucha contra la filosofía positivista, elevada a dogma el conocimiento científico, que implantó entre nosotros don Gabino Barreda, se inicia ruidosamente, Recuerda García Naranjo episodios de principios del siglo que ahora resultan novedosos, como la controversia en que Rubén VaIenti atacó aquí por primera vez a Comte. Encabeza la defensa del pensamiento comtiano contra Valenti, en una memorable reunión estudiantil en Jurisprudencia, nada menos que Antonio Caso, formado en la Escuela Nacional Preparatoria.

Traza la semblanza de don Justo Sierra en la que sobresalen la bondad, el talento y la elocuencia del prócer. Y precisamente el estímulo inicial que el escritor nuevolenés recibió de don Porfirio, se liga con él. Conoció al Maestro en una visita que hizo al Colegio Civil de Monterrey, siendo García Naranjo preparatoriano. Don justo improvisó una admirable cátedra de historia universal sobre el tema que le sugirieron los alumnos de la asignatura.

Se hizo amigo don Nemesio de los escritores de la Revista Moderna. Por ser sobrino del general Francisco Naranjo, soldado liberal de la Reforma, pudo relacionare con el poeta Jesús E. Valenzuela. Lo describe cuando empieza a declinar la época de auge económico del gran Mecenas y lo mismo a Díaz Mirón, Luis G, Urbina, José Juan Tablada, Ernesto Elorduy y Rubén M. Campos, quienes aparecen en la tertulia principesca de Valenzuela.

Con buen humor relata cómo empezó su carrera tribunicia, en el Colegio Civil de Monterrey, que él tanto amaba, por una serie de conferencias. Lo escogió su profesor de cosmografía don Federico de la Garza y el tema fue el sistema solar. Documentándose en la literatura astronómica de Camilo Flammarion, que todavía alcanzamos los estudiantes de mi época preparatoriana, obtuvo el primer triunfo en la tribuna, inesperado para él.

En la cátedra de literatura del Colegio, se le seleccionó después como conferenciante. Entonces disertó sobre la oratoria parlamentaria, acaso con una premonición de sus días de lucha en la Cámara de Diputados de la XXVI Legislatura Federal. Preparó la conferencia en el conocimiento de algunos oradores ingleses y franceses, estos últimos de la época de la Revolución de 1789, en libros como el de Lamartine sobre los girondinos y el de nuestro don Francisco Zarco en torno al Congreso Constituyente de 1857. El resultado fue de caracteres espectaculares, por los aplausos que recibió.

Estudiante aún, viaja por Europa en forma casi novelesca. Obtiene el grado de licenciado en derecho y se prepara para consagrarse a la historia, a la literatura y a la enseñanza. La política lo arrebata. Un panegírico de Morelos en Cuautla, en septiembre de 1907, afirma su reputación tribunicia. El exordio lleva el sello peculiar de las arengas de don Nemesio: “Morelos engarzó en la historia épica de México las siete letras de la palabra Cuautla, como quien engarza siete diamantes en una diadema”.

Por circunstancias muy personales, García Naranjo tuvo oportunidad de conocer a don Porfirio Díaz. Recibió la protección directa del dictador, que lo llevó a la Cámara de Diputados. Un sentimiento de gratitud hubo de ligarlo al caudillo oaxaqueño en actitud similar a la que guardaron José María Lozano y Francisco M. de Olaguíbel.

La política trastorna la vida del memorialista. Cuenta de qué suerte a manera de un soplo fatal, extraño a su voluntad, lo empuja a la oposición al maderismo. Acaba por formar parte del grupo beligerante del “Cuadrilátero”, al lado de Querido Moheno de Olaguíbel y Lozano, de quienes hace una descripción magistral y llena de admiración.

Reconoce en Madero las dotes del gran ciudadano que sacudió al pueblo para enfrentarlo a un régimen que parecía inconmovible. A lo largo de hechos vividos por él, seguimos paso a paso el proceso que conduce a la caída del régimen porfiriano. Hay pasajes impresionantes en que revive la tremenda requisitoria de Diódoro Batalla en la Cámara de Diputados, a punto de que renunciara el general Díaz a la presidencia y la fulminante réplica de Bulnes, con la elocuencia implacable del parlamentario, que se complacía en desafiar a auditorios hostiles, con su agresividad verbal y sus sarcasmos. La historia de la Cámara de Diputados de la XXVI Legislatura Federal, es uno de los capítulos más apasionantes del México moderno y García Naranjo lo profundiza con la visión que nos. da. Admiradores de la hazaña cívica de Madero, no vamos a juzgar hoy al huertismo.

Al llegar a la Secretaría de Instrucción, durante el régimen de Huerta. García Naranjo renueva radicalmente el bachillerato e introduce un plan de estudios que cancela el positivismo, bajo el signo de influencias inspiradas en Bergson y Boutroux, abriéndose una nueva época del pensamiento nacional. Cuatro discursos que muestran su escuela tribunicia, merecen recordarse en relación a esta época.

Cultivaba un estilo oratorio, como forma del arte de declamar, hijo de la tradición clásica, en el que se conjugaban voz, gesto, modulación, presencia y ademán. Era la de García Naranjo, por encima de todo, sensibilidad de orador, que en la plática íntima emergía vigorosa. Para valorizarlo como gran tribuno que fue, es elemental colocarlo en el marco de su época. La exuberancia y el énfasis que formaban parte de su personalidad, explican por qué se incorporó a la corriente de Emilio Castelar.

Fue excelente articulista. Consagró lo mejor de su existencia, desde antes del tremendo fracaso de su carrera política, durante cincuenta años, al ejercicio del periodismo. Nos referimos aquí al periodismo en una acepción libre de todo propósito peyorativo. Así el periodista se torna en intérprete de la vida diaria y prepara la tarea del historiador, porque aporta los materiales de primera mano que permitirán juzgar el presente que empieza a convertirse en pasado. Día a día, don Nemesio escribía sus juicios sobre cuestiones nacionales o internacionales, en cuartillas fáciles y brillantes, con frecuencia cargadas de espíritu polémico. Hizo de su tarea un ministerio decoroso.

Procuró mantenerse fiel a sí mismo. Consciente de que un destino político adverso lo había empujado hacia caminos en que el éxito era lo único a lo que ya no podría aspirar, desde los treinta años de edad sufrió la sanción con entereza. Cuantos lo tratamos quedamos vivamente impresionados de cómo el tiempo había depositado en el alma del escritor de Lam-pazos, un dejo de serenidad filosófica y de tolerancia.

En enero de 1903 llegó García Naranjo a la ciudad de México para estudiar derecho, No fue compañero de José María Lozano en las mismas ciases. El entonces juvenil orador de Jalisco era alumno de cuarto año de jurisprudencia y se destacaba en primer término con Ricardo Gómez Robelo y Abel C. Salazar. Había estado recluido en la cárcel de Belén, porque fue uno de los redactores del periódico La Protesta, que se publicaba para atacar a los “científicos”, y en particular a su jefe don José Yves Limantour. Secretario de Hacienda del general Díaz, por un grupo cuyo director era Rodolfo Reyes, hijo de don Bernardo, a la sazón titular de la cartera de Guerra y Marina. Tal fue el antecedente de la calda política del general Reyes. La prisión sufrida por Lozano, cuya inteligencia le daba singular relieve entre los estudiantes, lo hizo el alumno más popular de la Escuela de Derecho.

El viaje que parece novela, hecho en 1906, por García Naranjo a Francia en compañía de José Pallares, hombre de talento que la fatalidad devoró, hermano del abogado don Eduardo, levanta el escándalo entre sus compañeros. Cuenta en sus memorias de qué modo estudiaban a los grandes escritores franceses, en París, él y Pallares. Al oírlo platicar, ya de regreso a la patria, José María Lozano le reprochaba, con burla,  el desperdicio de juventud que aquello había significado.

Pertenecía Lozano al grupo de La Horda y llevaba vida de bohemia. Allí estaban Jesús Urueta, Diódoro Batalla, Francisco M. de Olaguíbel, Rafael Zubaran Capmany, Hipólito Olea, Jesús T. Acevedo, Ricardo Gómez Robelo, Alfonso Teja Zaire. En las reuniones dionisiacas, García Naranjo relata que Lozano ponía pausas trascendentales para discurrir acerca de asuntos de cultura, al estilo socrático.

La disciplina humanística de seminario, que Lozano adquirió en su nativo Jalisco, hubo de permitirle el conocimiento directo de los clásicos latinos. Llegó a México bajo el imperio del positivismo. El método científico de la filosofía de Augusto Comte afirmó su personalidad. Cuando lo tratamos en 1930, era un tipo de gran magnetismo. Lo primero que nos impresionó de su figura fue el porte de distinción. La voz grave, el ademán elegante y expresivo, el gesto a tono con la idea, concurrían a prestar a su elocuencia un corte señoril. El prognatismo acentuaba la fisonomía de Lozano, que se destacaba en la tribuna por el brío de la inteligencia, la emotividad y la fluidez de la palabra, el dominio en el arte del matiz y la estatura aventajada, con aquella cabeza tan interesante que los años cubrieron de plata.

Decía discursos y conferencias. Por más que le ha querido separar los géneros —el uno por el ímpetu lírico y el valor plástico y sonoro de la palabra, estimada como un fin en sí mismo: el otro, por su poder para convencer y los atributos en la exposición amena y didáctica—, ello no es fácil de darse con rigurosa autonomía. Y he aquí cabalmente el ejemplo que nos ofrece José Ma. Lozano, magistral orador y conferenciante.

La primera vez que lo escuchamos fue al inaugurarse el parque Jesús Urueta, en 1922. Dijo entonces una de sus más hermosas arengas. Se encontraba en la madurez del talento tribunicio. Exaltó generosamente a su amigo de la juventud, con una simpatía superior a las discrepancias que los apartaron, en la política militante del país. Sostuvo una tesis, no por discutible menos original y sugestiva; para él, el rango estético de la palabra puede lograrse en condiciones ajenas al proceso ideatorio, como obra de arte puro, de la que Urueta era un testimonio admirable. El soplo de la gracia daba al verbo de Lozano una Fuerza que fascinó al auditorio.

La manera de construir sus discursos nos recuerda a Churriguera. Se nos antoja que la elocuencia del tribuno del “Cuadrilátero” discurre bajo el mismo signo que produjo la ornamentación opulenta de las fachadas y los altares de nuestras iglesias y palacios del siglo XVIII. Su capacidad metafórica era fruto de una fantasía oriental superabundante, antitética de las formas clásicas.

En un acto de contrición, que dimanaba de lo más profundo de su temperamento, en los últimos años afirma su amor a España. Durante la juventud, influida por la temperatura de las po8trimerias del siglo XIX, dispara las flechas de su aljaba contra el gran pueblo. La experiencia propia le enseñó la generosidad del carácter de la patria del Quijote. Por ella explica el ascendiente de la cultura grecolatina en el arte, la filosofía, el derecho y la política, y del sentido ético cristiano de la caballerosidad en la conducta, en nuestros pueblos de habla española.

La formación literaria de Lozano se afirma en el cauce amable que Francia trazó. En un banquete que el Ayuntamiento de la ciudad de México dio en honor del comediante francés Pierre Magnier, el orador se mostró deslumbrado por el ingenio galo, que mil años trabajan como si fuera una magnífica piedra preciosa y seducido por el encanto de la música elemental del Cantar de Rolando, de los corales épicos de Víctor Hugo y de las romanzas refinadas y dolientes de Paul Verlaine.

Inglaterra le inspira una conferencia documentada, que dice en el teatro Arbeu. Analiza con perspicacia los antecedentes del régimen parlamentario, hasta llegar al advenimiento del Partido Laborista. No era partidario del colectivismo de Marx; pero se le puede definir como un social demócrata, desde el punto de vista de la doctrina, porque sostiene que la democracia conduce al socialismo que él acoge con el criterio de la reforma y no de la revolución social y muestra sólida cultura en derecho político. En materia agraria había sido partidario del pensamiento del norteamericano Henry George.

Cuba representa para Lozano una tierra próxima a su corazón. En la isla de la estrella solitaria, pasó por la prueba tremenda de la adversidad. A la sombra de las palmas, ante el paisaje tropical exuberante, su apego a México se depura y afirma.

El destierro de Cuba determina en la vida de José María Lozano una crisis. Evoca el amor de Antígona, que necesita el ambiente de la tragedia para cumplir su destino. No conoce pena más terrible que el alejamiento forzado de la patria. En la plenitud de su existencia, con posibilidades intelectuales de rango superior, padece sufrimientos familiares desgarradores, sin renegar de México, adherido a él fuertemente por las cunas y las tumbas.

Miembro del “Cuadrilátero”, interviene en la XXVI Legislatura, en compañía de Nemesio García Naranjo, Francisco M. de Olaguíbel y Querido Moheno. La generosidad del maderismo hizo posible una atmósfera civilizada que permitió que estuvieran representadas todas las corrientes de la opinión pública, en las Cámaras Federales. Fue en uno de los primeros debates, al defender su credencial, que ya consideraba perdida, cuando Lozano pronunció el admirable discurso conocido en nuestra historia parlamentaria con el título de “El canto del cisne” y convocó a los renovadores a luchar juntos, cuando exclamó: “Nos veremos en Filipos”.

En el fondo —lo confirman sus visitas a la Casa del Obrero Mundial—, por la sensibilidad y la inteligencia, había sido un revolucionario. Veía en la Revolución de noviembre un complejo proceso de cristalización social de la República. Sostenía que a ella se debe al planeamiento escueto de los genuinos problemas del país, que no supieron entender los sabios oficiales de la dictadura. La comparaba a una caldera en ebullición, de la que habrá de surgir el metal definitivo de la patria.

La novela Los de abajo, de mi padre don Mariano Azuela, dio a Lozano tema de una conferencia mexicana que no conocimos, dicha en varias ciudades de la provincia mexicana y en el sur de los Estados Unidos y que mi amigo el general Antonio I. Villarreal escuchó con agrado, allá por 1930.

La hábil táctica del régimen porfiriano atrajo a muchas de las mejores cabezas de la juventud. A la hora de la derrota, entre los pocos leales figura Lozano. Así fue a dar al huertismo, después de sostener que en el empeño histórico de la integración nacional, don Porfirio Díaz había cumplido una tarea similar a la de Luis XI en Francia, frente al particularismo de los feudales.

Supo llevar su infortunio de caído político con suprema dignidad. Al asistir al concurso estudiantil de oratoria que se organizó en la ciudad de Guanajuato, en 1930, durante el viaje tuve oportunidad de oír a Lozano en la intimidad. Me impresionó mucho y no temo decir que con mayor profundidad que en la teatralidad de la tribuna, sentí al hombre purificado por el sufrimiento. No puedo olvidar aquel encuentro que todavía me hace pensar en los pecadores conscientes de la frágil arcilla de que estarnos formados, capaces de entender las desventuras humanas, frente a los profesionales de la austeridad rígida, que acaban de fariseos.

Me referí al panegírico que Lozano consagró a Jesús Urueta. La admiración que lo anima late en las páginas en que nuestro gran paisano de Jalisco reconstruyó por escrito el homenaje. Es una muestra del hombre que está de vuelta de las pasiones políticas, que la Revolución encendió intensamente. Las diferencias fueron fundamentales; pero la amistad entrañable, que venía de la juventud, no disminuyó el afecto mutuo.

Urueta se dedicó a la vida del arte con todo el fervor de su temperamento y la fineza de su sensibilidad aristocrática. El espléndido panegirista de Rodin, el exégeta del genio apolíneo de Grecia, queda como una figura de leyenda al que sus contemporáneos otorgaron el principado de la palabra, muy al estilo convencional de la época.

Apenas alcanzamos a escucharlo. Una mariana de 1918, hizo el elogio de Federico Chopin, el músico de los nocturnos, los valses y las mazurcas, que conservó vivo el aroma espiritual de su nativa Polonia, con una frescura exquisita y un romanticismo depurado en alambiques de sobriedad. Antes de iniciarse el recital de un pianista francés, Mauricio Dumesnil, Urueta discurrió con palabra rítmica, para exaltar el interés al auditorio, por la fascinación de las imágenes luminosas y el plástico prestigio del discurso, dicho en tono cadencioso, mientras el orador se paseaba con soltura por el escenario del viejo teatro Arbeu. Parecía poner alas en las palabras, que a veces sentían pasar resplandecientes, o destacarse como talladas en mármol, a golpe de cincel.

Otra ocasión lo oímos en el teatro Iris, por la misma época, improvisar con parquedad, en estilo fácil y armonioso, con el acento peculiar de su elocuencia melódica. Recibía Urueta las palmas académicas que Francia le otorgaba en premio a su simpatía entusiasta por la cauta de la libertad, con Antonio Caso y Enrique González Martínez.

Quienes tuvimos el privilegio de conocer a Urueta, así haya sido en su última época, al leer sus discursos comprendemos la tragedia del orador. Por más que en el caso medien disposiciones literarias que son evidentes, nada puede volver a dar vida a las horas de mágica inspiración tribunicia. Ya traducido en forma escrita, se siente que falta al discurso el soplo vital de quien lo dijo. Es imposible recrear todos los tributos personalísimos del orador: dicción, gesto, ademán, pausas y la manera de despertar la corriente de simpatía y entrega del artista y el auditorio, por la conjugación de los imponderables que producen la elocuencia.

Concurrimos, siendo preparatorianos, a los funerales de Urueta, en el panteón de Dolores. Era a fines de marzo de 1921, en una de esas mañanas características del Valle de México, en las que el paisaje se destaca nítido bajo un cielo de transparencia luminosa, con la belleza de los volcanes en la lejanía. Martín Luis Guzmán leyó una oración que constituye uno de los análisis más certeros de la figura del tribuno. Alfonso Teja Zabre, con un epígrafe de Gabriel D'Annunzio, hizo un hermoso elogio lírico, y evocó en su discurso las palabras finales de la conferencia sobre Homero: “y a todos nos dice, jóvenes, a viejos: escuchad, ¡oh niños!, el combate de Aquiles y de Héctor. Este canto es bello”. Al acto asistió la plana mayor del gobierno de la república. Urueta había fallecido como nuestro Ministro Plenipotenciario en la Argentina y se le hizo un sepelio solemne. Todos nos retiramos conmovidos.

Artista pulcro que modelaba el verbo con la gracia armoniosa que anima los frisos de la arquitectura helénica, no fue nunca un juglar de la tribuna. Y cuando hubo que seguir el camino del renunciamiento y de la lucha, abandonó el Mirador de Próspero, en donde contemplaba la vida rodea-do de presencias luminosas, en los libros y en el arte, para descender a la arena de la política, mezclarse a las pasiones y poner en obra un evangelio de amor a la República. El prosista de la Revista Moderna, el propagador de un parisianismo decimonónico muy fin de siglo, el creyente en el ideal helénico de la línea, la luz, y la forma, era sobre todo un patriota y un gran ciudadano.

Confesamos nuestras reservas sobre el helenismo de Urueta. No era dueño de un conocimiento filológico profundo, como el de Pedro Henríquez Ureña, a quien alcanzamos en la Escuela Nacional Preparatoria. Los aciertos del orador modernista estimamos que son fruto de un temperamento estético e intuitivo, en este capítulo de su obra.

Se le acusó de afrancesado no sin razón: no obstante, amaba nuestro idioma y andan por ahí artículos de controversia en que alude a su devoción por el español “brioso como los corceles, resistente como las arma-duras y sonoro como las artillerías”.  

Quienes lo escucharon en sus mejores tiempos, hablan de la oración fúnebre en el homenaje oficial a don Justo Sierra, en que en una noche de lágrimas escribió el discurso para no perder el dominio de su pensamiento.

A la hora en que el huracán revolucionario sacudía la barca de los destinos nacionales, allí estaba limeta en el timón, cerca del anhelo sencillo y limpio de los oprimidos. Fue partidario de las reivindicaciones sociales, cuando serlo era un peligro. Amó a la Revolución con pureza y desinterés. Y su espíritu exquisito, hecho para el ambiente de aulas, y ateneos, cobró vuelo magnífico como tribuno del pueblo, en propagandas cívicas y convenciones de carácter democrático. Por eso fue maderista.

Sufrió pobreza y persecución. Cuando llegue la hora de hacer el balance de la Revolución mexicana, Urueta será de los que se salven del naufragio.

Vivió grandes horas de artista y de ciudadano, en un medio adverso, de pobre temperatura para el civismo: pero porque aceptó entera la responsabilidad, en actitud sonriente y ágil, generosa siempre, pasará como uno de los valores formativos más eminentes de la República.

Entre los alumnos de la Escuela Nacional de Derecho que se destacaban, al inscribirse García Naranjo en el plantel en 1903, aparecía Antonio Caso. Su temperamento filosófico se revelaba ya con dotes tribunicias excepcionales, que pudo aplicar a la política militante. Se le empujó a la última campaña reeleccionista del general Díaz, pero no pudo desoír el llamado de su vocación y acabó por consagrarse a la docencia, con relieve único en nuestro país.

Recuerda el caso del filósofo francés Enrique Bergson. Las conferencias que daba en el Colegio de Francia atraían un auditorio en el que las mujeres elegantes abundaban por la calidad y la belleza de la exposición bergsoniana.

Los discípulos de Antonio Caso jamás olvidaremos su figura en la tribuna o en la cátedra. La gran cabeza pensadora; la melena que arrebataba el vuelo poderoso del numen; llena de bondad la mirada; la voz sabia en matices e inflexiones; acusada la barba, índice de carácter. Parecía bajo el dominio de un demonio interior. A nadie hemos conocido con mejores dotes desde el punto de vista de la emoción oratoria. Tal era el juicio de José María Lozano, que en el viaje a Guanajuato escuchamos de sus labios.

Era un temperamento beethoveniano. Decía que el gran hecho estético de la sensibilidad cristiana era la Novena Sinfonía, afirmación original aunque no se puede aceptar sin reservas. Congruente con la misma actitud, lo más importante de la historia, para Caso, era el arte y el espíritu de sacrificio.

En las ceremonias universitarias llegaba a la tribuna y se instalaba como el piloto que gobierna un bajel, en medio del océano de cabezas juveniles. Antes de que comenzara, en un silencio promisorio, parecía que la temperatura iba en ascenso. Como era de la estirpe de constructores morales, el verbo le servía para expresar un mensaje. “Un flechador intrépido apuntó a una estrella. Como en la leyenda imperial del sagitario azteca saltó vibrante la saeta para el vuelo. Nuestro anhelo la clavará en el Sol”.

La elocuencia de Caso era de tipo magisterial. Nada más lejos de la pedantería. Las lecciones que daba en las Facultades de Derecho y Filosofía y Letras de la Universidad Nacional, mantenían suspenso al auditorio juvenil. Y jamás faltó una voz de estímulo para aquél que sobresalía por el talento, la inspiración artística o el rango en la conducta.

Consagró toda su vida el magisterio, como si fuera un apostolado. Quiso formar y no deformar; abrió a los jóvenes de par en par las puertas de su propia personalidad. Las dos prendas más altas de su espíritu platónico lo ayudaron en la noble tarea: la exaltación por la belleza y la valentía moral.

Por su jerarquía en el orden superior de la conciencia, por su autoridad comprensiva, la juventud lo amaba y lo seguía con fervor. En contacto con ella, su alma grande se mantuvo fresca y abierta a las inquietudes nobles de la vida. Fue continuador sagaz y albacea intelectual de don Justo Sierra, en la esfera docente. En múltiples aspectos se le parece y en particular por la simpatía comunicativa y la amabilidad de la inteligencia.

No era el dómine de agrio gesto y mentalidad angosta. Gustaba de las cosas sencillas, profundas y elementales; el paisaje fino de esta zona del altiplano; el paso rítmico de una mujer hermosa; la conversación con amigos dilectos; los juegos de la luz en las copas de los árboles próximos y en !as cimas de las montañas remotas: el delicioso “no hacer nada, en que se hacen tantas cosas”

Como su maestro don Justo Sierra, podía convocar, en la cátedra, a los hombres y a los pueblos desaparecidos. A don Justo rendía un culto religioso y de él decía “que era un platónico porque como Platón era un amante. Sabía amar con fuego divino lo mismo las grandes cosas que las cosas pequeñas”. El sentido histórico de Caso se ejercía en función del heroísmo. Sus héroes alcanzaban tal jerarquía por la virtud, la inspiración estética o el talento. “A veces la gloria, como la muerte misma, besa con suavidad a sus adeptos, les oprime largamente los labios y las sienes y los deja ungidos en silencio, para la inmortalidad”. Y su elocuencia nos producía el cosquilleo de la médula. Así nos enseñó el poder de la palabra. Peregrinamos con devoción tras él, por aulas y teatros.

Prefirió vivir recluido en el refugio de sus libros, lejos del estrépito vulgar del mercado. Intervino en una revolución filosófica paralela a la revolución política y social, que produjo una nueva época de la ideología nacional y cuando se pretendió avasallar a la Universidad por una declaración oficial ordenancista, afrontó todos los sacrificios y su pobreza franciscana sirvió de espejo.

Denunció los extravíos de la civilización tecnológica y la idolatría del Estado. Una de sus preocupaciones de la última época de su vida era el rescate de la personalidad humana. Construyó una doctrina de la persona y abogó por el ideal ético de la ciudad justa.

En el fuego de la palabra, el espíritu magnánimo de Caso se consumía en un proceso de purificación interior.

Su rango de maestro es la antítesis del capataz. Corresponde Antonio Caso a la jerarquía moral de los descubridores de vocaciones que construyen con el soplo inmaterial del espíritu.

Los cuatro varones de que he hablado esta noche, se educaron en una atmósfera de libre discusión, obra liberal egregia. Y es que nuestras más importantes instituciones educativas se organizan per el diálogo, que crea la disciplina civilizada del trato normal con aquellos que no piensan o creen como nosotros que complementa el principio elemental de que podernos equivocarnos.

Jesús Urueta refinó su estética tribunicia al volver al pueblo al que amaba “porque el pueblo es religioso y serio” y por ello lo comparaba al genio, al amor, al mar y a los bosques. Los contemporáneos de Urueta recuerdan la vibración emotiva con que hablaba de las chusmas sagradas de Hidalgo. En el corazón de la patria sentía estremecerse sus fibras fuertes y dolorosas. Para loarlas con dignidad, quería el alma de Don Quijote y los exámetros de Víctor Hugo.

Antonio Caso extendió la palabra en función de las convicciones que trascienden a la conducta. Gustaba citar aquel pasaje del anónimo sevillano que propone “igualar la vida con el pensamiento”. El ejercicio dialéctico permite al filósofo convencer; pero si además convierte la palabra en arte, entonces persuade porque emociona. Así era Antonio Caso, pensador y esteta.

De la enseñanza clásica de griegos y latinos, provienen la poética y la retórica. Aristóteles escribió páginas perdurables acerca de la poesía y del arte de hablar y escribir. Cicerón y Quintiliano ahondaron en las meditaciones aristotélicas. Mucho tiempo estuvo de moda renegar de esta herencia remota y ahora, por ventura, se hace el rescate en lo que presenta de valiosa. He invocado en el exordio de este trabajo a Fray Luis de Granada.

Su retórica es una filosofía de lo bello que contiene múltiples sugestiones que se refieren al orden del discurso, a la distribución de las ideas y de las imágenes, a la entrega que exige la improvisación y a los límites en que cabe enmarcada. De la estética de sencillez, claridad y orden que postilla Fray Luis de Granada, podernos llegar así hasta Juan Ramón Jiménez: “Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas...”

El arte que va de la invención a la composición y a la elocución, requiere la observancia de normas que aparecen en el tránsito que se realiza para cumplir el propósito que anima al discurso. Exordio, cuerpo doctrinal y conclusión, integran el plan.

Los argumentos importan mucho al servicio de una doctrina o de un ideal; quedan fríos y secos, corno si no tuvieran alma, sin el soplo que crea. Es “el divino fervor” de que habla Fray Luis de Granada, la inspiración. En las relaciones cotidianas el lenguaje obra como instrumento necesario para la comunicación entre los hombres. Alcanza jerarquía en el momento en que por la palabra se obtiene la expresión en la belleza, y que culmina en la elocuencia.

La tribuna de la ciudad griega y del foro romano, el púlpito de la oratoria sagrada, el parlamento y el mitin, que prepara los comicios en la democracia constitucional, crean las posibilidades de ejercicio de la palabra oral. Y también en la austera sobriedad de la cátedra o en el rigor de la academia, encuentra su ámbito.

El logos de los griegos, como el verbo del Evangelio, buscan la síntesis del pensamiento y de la palabra. Una síntesis no satisface por la integración de elementos meramente intelectivos; sólo se cumple por la norma superior de la armonía que obedece a una especie de orquestación de los elementos sensitivos y racionales, para fundirlos, depurándolos de la escoria verbal.

Por la palabra nombrarnos a los seres y a las cosas. Sin darnos cuenta, ella nos sirve a manera de varita mágica. A su conjuro el mundo adquiere sentido. La palabra es el arma de los poetas y de los iluminados. Las más amables enseñanzas del Evangelio se expresan en la poesía de las parábolas y ningún filósofo griego llega a obtener el toque de la gracia, como Platón en los Diálogos.

La palabra se permea del lirismo y sirve para expresar en formas articuladas y musicales el misterio cósmico, En los momentos de elevación mayor, llega el mensaje poético que permite liberar fuerzas éticas o estéticas, que torturan muchas veces al que las lleva consigo, hasta que las expresa y entonces siente que el torcedor íntimo se serena.

Por la palabra los pueblos se organizan y las leyes se declaran y aplican; realizase el trabajo de los sabios, los filósofos y los artistas; se inicia la guerra y se firma la paz. Las grandes revoluciones las prepara y consuma la palabra, semilla que abona el silencio.

Declarar que la elocuencia ha muerto es muy fácil. Nuestro tiempo, ciertamente, dispone de recursos técnicos nuevos, de amplitud considerable; pero el arte cuando es genuino no desaparece, simplemente se transforma para obedecer a la circunstancia histórica, sin perder autonomía. Quizás nos encaminemos hacia una elocuencia más íntima y recogida, con cierta sobriedad que permita que el viejo debate entre filósofos y retóricos —Sócrates y Gorgias—, que viene de Grecia, se resuelva al fin.

Señor Presidente de la República:

Honra usted con su presencia el recinto de la Academia y se honra a sí mismo, de esta suerte. Permítame recordar a un joven de gallarda figura y sombrero de anchas alas mosqueteras, que hoy preside la vida política de la Nación y hace más de treinta años acudía al teatro Hidalgo de la ciudad de México, a las justas de la elocuencia. Ya desde entonces pensábamos que hay una causa eterna: la universalidad del bien, de la verdad y de la belleza. 


Respuesta al discurso de ingreso de don Salvador Azuela por Mauricio Magdaleno

Tempranas excelencias intelectuales, morales y cívicas señalaron la aparición de Salvador Azuela en el fluir de una generación a la que sorprendió el hecho armado de 1910 en plena niñez. Quiero decir que a mitad de la tercera década del siglo figuraba ya en la planta docente del Colegio de San Nicolás de Hidalgo de Morelia, ciudad a la que lo lanzaron rebeldías propias de aquella época y de aquellos jóvenes en los que respiraba la gran crisis de la Revolución, bajo cuyos torcedores se formaron.

Azuela, formado espiritualmente en la ciudad de México, como tantos otros mexicanos provenientes de la provincia, es hijo de una de las más linajudas provincias de la República: aquella que atravesó en un resoplo de novela y de magia el fantasioso Alvar Núñez Cabeza de Vaca y a la que puño de Guzmán llamó Nueva Galicia. De su tierra, de su particular lugar de origen, dijo un día un su famoso conterráneo, el padre don Agustín Rivera, liberalote si los hubo y campeón de la libertad de pensamiento: “He vivido en París, en Londres, en México: pero en ninguna parte tan contento como en este rincón de Lagos”. Por eso, entre otras razones, todas de peso, nos es grato evocar, evocando el alma de su tiempo, a aquel cristiano ejemplar que pasó, frecuentemente, por horroroso hereje.

Familias de mediocre y honrado pasar cuyos jefes leían ávidamente Regeneración en 1907 y 1908 y 1909 y hacían correr la inflamada doctrina entre los tendajos y los mesones, familias de fuerte e imperioso varón y tierna y sacrificada matrona: un trajecillo dominguero que, merced al milagro de alforjas y sucesivas adaptaciones, va pasando del mayorcito de los hijos al que le sigue, y de éste al que le sigue, hasta rematar en hilacha que la economía maternal no da de baja del todo sin antes arrancarle los definitivamente últimos servicios como trapeador; un vencido y repintado ajuar austriaco que fue lujo señorial de antepasados de allá cuando un loco diabólico mató a cuchilladas, en Guadalajara, al general Corona: y los floridos tiestos cuyos tepalcates engulle a escondidas, la doméstica descalcificada por cuatro meses de embarazo.

El ánima que vivifica esta nimia escenografía está preparada para oír el trueno, aunque se desate muy lejos. Cuando se desató, empezaron los años, los largos años de rezar y rezar, mientras el intrépido varón desaparecía y reaparecía en el oleaje de la lucha, y el resplandor de Madero, y el bárbaro crimen que fue combustible del incendio, y la necesaria expiación de todos, y los mesones convertidos en cuarteles ora de villistas, ora de carrancistas, ora de cualquier otra facción que barría parejo con todos. Todo se perdió en la catástrofe y en la desmantelada sala se veló lo mismo al carrancista que al villista, porque eran sangre de la misma familia. El doctor, que al triunfo del maderismo fue, por unos meses, alcalde de la ciudad, vio, luego, dispersarse la partida en la que le tocó afiliarse y fue a dar, fugitivo, al otro lado del río Bravo. En el destierro escribió, para poder subsistir, una especie de rapsodia trágica, Los de abajo, destinada a alcanzar gloria duradera.

Cuando el doctor logró volver a la patria se refugió, con los suyos, en esta capital, e instaló humildísimo consultorio en la barriada de Tepito, aquella famosa barriada de los monipodios y las trapisondas que nutrían, entonces, la nota roja de los periódicos. Después de atender al pobrerío, el doctor escribía novelas. Las escribió durante toda su vida, hasta 1952, en que finó, tardíamente recompensado por la gracia oficial a la que tanto huyó y que le sabía a desabor de ceniza. El hijo de aquel intransigente ¿iba a ser un adocenado de las quincallerías del fácil éxito? No lo fue; se debía al metal de los suyos y a él respondió, en plena adolescencia, y sufrió, por contrariar ordinarieces encumbradas, el castigo natural de un rebelde: forjarse en la dura necesidad, escuela en la que se graduó por peldaños ilustres.

Exiliado en Morelia, Salvador Azula fue el alma de grupos, entonces juveniles, que hoy, en la madurez, están en plena circulación. En 1928 era ya secretario general de la Universidad de Michoacán. Participó, echando todo por la borda, en una campaña electoral memorable en cuyas vaharadas fraguaron fuerzas cívicas que México habría de aprovechar: la de José Vasconcelos, el mismo que lo expulsó de la Preparatoria, siete años antes, cuando era el brillante secretario de Educación Pública. Cuando todo acabó, Salvador Azuela se reintegró a lo suyo y empezó a enseñar en la Universidad Nacional Autónoma de México las disciplinas de su preferencia. Ha servido, desde entonces en algunas de ellas sigue sirviendo aún, para beneficio de las nuevas mareas juveniles— en la Escuela Nacional Preparatoria, en la Facultad de Jurisprudencia, en la Escuela Nacional de Comercio y Administración, en la Facultad de Filosofía y Letras. En otra hora de borrasca ocupó la secretaría de la Universidad.

Su ininterrumpida colaboración en varios órganos de la prensa, de 1942 al día de hoy, maduró su vena de ensayista y lo adiestró en el examen de todas las cuestiones sociales de nuestro tiempo. Goza fama de apasionado y tiene, en efecto, el don de inflamar sus letras y su verbo cuando lo hiere una actitud adversa a sus ideas o a su concepto del hombre y la hombredad. La pasión, sin embargo, no puede inflamarse en vano y exige un aval: el de la autoridad moral que emana de la probidad. Sin su inmensa probidad, hace mucho que su fuerza polémica se habría desmoronado al no responder su palabra sino, quiero decirlo en verso del áureo poeta, a “baja y fútil pirueta en maroma”. ¡Y cuántas piruetas en maroma andan por ahí y discursean y jadean y bufan! Comulgones de lo utilitario suelen recusarlo por demasía de idealismo: yo tengo para mí, y lo digo sin ambages, que la peor demasía del idealismo es oro celeste al lado de chaparros pragmatismos en que se escuda, frecuentemente, la necesidad de justificar lo injustificable. ¡Y vengan muchos idealismos generosos que demanden excelencia, decoro, pulcritud!

No todo ha sido contienda. Azuela ha servido diligentemente a México en distintas comisiones de la UNESCO: ahora mismo dirige los trabajos del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución, que lleva publicados treinta y tres volúmenes de otras tantas materias de interés mexicano. En 1950 la Universidad Nacional le concedió el grado de doctor en Derecho: en 1953 la de Michoacán, la de su fecundo exilio juvenil, le otorgó el título de doctor honoris causa: en 1957 el gobierno del Estado de Jalisco le impuso la insignia “Manuel López Cotilla”, honrando en él la conducta erecta y el pulcro patriotismo del magisterio.

Quiso significar la Academia, al llamar a su seno a Salvador Azuela en reemplazo del finado Nemesio García Naranjo, que llenó un largo, vario e infatigable capítulo de su historia, que la elocuencia sigue siendo, con vigencia tan activa como eminente, materia del ministerio de la lengua. García Naranjo fue uno de los grandes tribunos de un México que finó antes de que él finara: Salvador Azuela es, a su vez, uno de los más logrados maestros de la palabra de la generación fraguada en la inspiración de la Revolución. La representa en su mejor expresión humanística, por la seriedad y reflexión de su pensamiento.

Azuela es el nombre de una casta a la que pertenece nuestro nuevo compañero —señalada y noble casta, por cierto—, pero configura en su acepción prístina una forma de experto quehacer. El vocablo azuela se refiere a desbastar: azuela es una herramienta de carpintería que sirve, en efecto, para desbastar. En el caso del académico cuyo ingreso celebramos, implica un orden de desbaste de jerarquías intelectuales por el ejercicio oral. Condición y herramienta se fundieron en él en precisa acta funcional. A Azuela lo arrebató el poder comunicante de la palabra desde la mocedad. Fue, si cabe decirlo y sin exclusión de otros elocuentes, el elocuente de una generación que llega hoy a su plena madurez, heredera de las preocupaciones morales y la temperatura emotiva de la Revolución mexicana. Desde años de tempranas actividades, Azuela fue un inspirado de la elocuencia. No llegó a ella por vía de la cátedra y la conferencia: era consustancialmente un elocuente e hizo de ambas donosa consagración de su verbo. Hombre de doctrina, imprimió a la palabra la responsabilidad de una ceñida función moral. “El orador que no sirve a una idea superior, por cabal que sea el dominio de la forma —dice Azuela—, no cumple su tarea, ya que tiene por misión apelar a las conciencias de sus contemporáneos para moverlas en el sentido del bien, de la verdad y de la belleza”.

Se quiere decir que la palabra carece de horizonte distante, y que por sobre el mero dominio formal y la destreza del oficio es tanto más valedera cuanto con mayor fidelidad responde a su compromiso humanístico. Hinchazón y tarabilla, “baja y fútil pirueta en maroma” o, a lo más, huera retórica, es la palabra proferida en el ágora que no se dirige a influir en la conducta social y a obrar en ella y determinarla. La palabra, para llenar su responsabilidad, ha de cargarse de la honda respiración de la época e impregnarse de los estremecimientos del ser colectivo al que expresa, pero de darles cara, también e intrépidamente, cuando los avasallen o deformen impulsos espurios o pasiones malsanas: para decirlo con lenguaje de Azuela: “Quien carece de la energía para contrariar una actitud social equivocada, no podrá tener pleno éxito en la tribuna”.

El olvido o la falsificación de tan comprometedora condición trae aparejado, a fin de cuentas, el abuso de la palabra, que es mal social de carácter pernicioso. Ayuna de los poderes que la hacen mágica, subvierte el linaje eminente de la elocuencia. Al hombre lo hizo la palabra, y si ésta es bastarda acaba averiándolo y la avería empobrece, por la sandez del atentado, el concierto pensante de la comunidad. La palabra del orador no se da en la boca ni en la garganta, sino en la raíz del espíritu, que es sacra raíz de todas las elevadas manifestaciones de la actividad de la especie. Cuando Antonio Caso explicaba la música de Beethoven y hacía sentir a su auditorio el calosfrío de lo sublime, significaba un orden de valores que, por su heroísmo, lo poseía de contagiosa inspiración y hacía palpitar en los espíritus —en la raíz sacra de los espíritus— el aliento de lo extraordinario que late en los menos prevenidos y aflora cuando se le convoca como él sabía hacerlo. Como de un ilustre poeta escribió Azuela una vez, en letras que respiran, como todo lo suyo, la tonalidad riel discurso. Caso pudo “darse la satisfacción del que ha contribuido a hacer mejores a varias generaciones”.

Porque mientras mayor es la incontinencia verbal de la época menos cuenta la palabra ilustre, oráculos apresurados han dictado, una y otra vez, sentencia de muerte a la elocuencia. Concurre a la razón del fallo cierto laxo desgano de amplias orquestaciones, cierta ausencia de nido que da por proclive todo lo que no se acomode a la parvedad —en los más casos estudiada y falsa parvedad— del miniaturista. Sin embargo, el que responde al vacío de los mistificadores de la elocuencia con la implantación obligatoria del simple murmullo de lo antielocuente —que cuando es legítimo alcanza, también y por modo natural, excelencias magistrales—, niega una parte, la mayor para mi gusto, del poder heroico de la palabra. Después de todo, aun los libros nacidos del gran arrebato, de la elocuencia han hecho y siguen haciendo lo suyo, y seguiremos leyendo u oyendo de pie —como proclamó Vasconcelos, elocuente impar del idioma—, porque nos arrancan de la actitud normal, a Homro, toda la tragedia griega, Platón, Dante Alighieri, Shakespeare, Chateaubriand, Hugo, Rolland. Y no hablo de Martí porque su prosa no es para ser leída en poltrona dominguera, sino para declamarse y transportarse; por eso era un tribuno nato, un enviado asombroso que hizo de la palabra unción religiosa.

¿No es eso la elocuencia, acaso, pese a todas sus peripecias? El apasionado elocuente que era Papini escribió en uno de sus más famosos libros, y no del todo sin razón: “La elocuencia desagrada a los modernos, lo mismo que la tela de rojo vivo a las señoras de las ciudades y como el órgano de iglesia a los bailarines de minués”. Al fin y al cabo, tal vez las tonalidades inauditas del viento seguirán llenando el valle y la montaña de sinfonía, aun-que la oruga requiera, simplemente, para su peculiar comunicación con su esfera, del murmullo aledaño de la yerba.

El sustancioso discurso de Salvador Azuela invita a un extenso incursionar por territorios de la pertinencia de la palabra que no se ajusta al tiempo previsto en una simple respuesta, que se supone ceñida al canon de la bienvenida. Una vez, memorable vez en que Azorín cumplió con su ingreso en la Academia Española, leyó un libro entero, uno de sus más hermosos libros, por cierto: no sé si quien le contestó leyó otro libro: me figuro que no. Aquellos señores las gastaban así y había tiempo y contento para llenar una noche con las delicias, siempre reparadoras, de los nobles recreos del espíritu.

Las cuatro semblanzas (pie consagra Azuela a otros tantos tribunos de México a que alcanzó cuando señoreaban sus mejores facultades —Nemesio García Naranjo, José María Lozano, Jesús Urueta y Antonio Caso— desprenden un fuerte aire de vida que singularizó una época, la que nos es. inmediatamente precedente. Se solaza evocándolos y nos hace disfrutar de su solaz. No todos correspondieron a una coincidencia de ideas y a la índole de sus opiniones, pero en lodos coincidió la probidad y la excelencia de la palabra. No se trata de que Azuela se haya dejado ganar por entusiasmos fáciles, ni mucho menos, al revivir temples que le fueron adversos en su juventud; el juicio póstero, cuando lo coronan las verdades fundamentales, impone, por sobre la militancia que fue barrera infranqueable en el pasado, el respeto a lo que nos une a todos y nos hace familia: la limpieza de la conducta que lava sombras y querellas de facción, el magisterio, la entrega a los deberes de la inteligencia —ardua entrega que no suele redondear un pasar próspero— y la común pasión de México.

La Academia saluda en Salvador Azuela un timbre que honra sus actividades y lo recibe y lo recibe en sus seno con justa satisfacción, una satisfacción un tanto más viva cuando esta casa que ocupa el ejercicio de la palabra, la consagra esta noche rendido reconocimiento a la presencia del doctor Adolfo López Mateos, presidente de la República y alto señor de la palabra.

 

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