Acerca del habla en México
Hay palabras que no necesitan ser dichas pero que uno no puede dejar de decir. Por ejemplo, cuánto me llena de satisfacción el acto que se lleva a cabo en estos momentos. Me satisface y me enorgullece haber sido objeto de este reconocimiento porque algún mérito se me vio para ello, pero sobre todo por la gente querida –amigos, colegas, compañeras y compañeros– que se sienten reconocidos en este reconocimiento porque nos reúnen largos años de tareas y afanes compartidos. En cuanto a mi ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua, también es casi innecesario decir que me abruma pensar en tantos hombres ilustres que pasaron por ella desde sus primeras sesiones efectivas celebradas allá por 1875; tantos filólogos de saber erudito o escritores de brillante pluma a quienes yo debería, desde ahora, esforzarme por emular. Para atenuar ese sentimiento prefiero quedarme en mi casa, es decir, en esta Universidad, y limitarme a decir que, como miembro correspondiente por Puebla, me siento una suerte de heredero del aaestro Salvador Cruz Montalvo, con quien esta Universidad estuvo dignamente representada antes de que yo tuviera este lugar en que hoy se me confirma. Ojalá la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, mi Universidad, pueda sentir que vuelve a estar presente con aceptable decoro en la Academia Mexicana de la Lengua a través de mi persona.
La tarea que ha tenido, y tiene, ante sí una Academia de este tipo no es simple. Las academias nacionales de una lengua multinacional como es el español son, podría decirse, un delicado intento por establecer el necesario equilibrio entre lo local y lo global, entre la norma culta y los usos populares, mejor dicho entre los regímenes de escritura y los regímenes de oralidad, lo cual es tanto como decir entre lo intelectivo y lo afectivo pues la escritura más bien tiende a lo primero, y la oralidad a lo segundo. Pero sin duda también habría que distinguir entre lo nacional y lo regional, pues una nación está a su vez integrada por diversas regiones y son las hablas regionales las que, por tener a la comunicación oral como fuente, aportan el caudal de su creatividad para dar vida a la lengua nacional. Todas las hablas regionales, las de cualquier nación, tienen sus necesidades expresivas, sus formas de elaborar la comunicación, y también sus secretos, secretos que quedan más allá de lo que un aficionado a la lingüística como yo, o incluso un lingüista hecho y derecho, podrían averiguar. Para el caso del español que hablan los mexicanos, sería redundante ponderar el ingenio verbal que en él se despliega pues es harto conocido, y para quien no lo conoce por ser un recienvenido bastaría con una visita a cualquiera de sus tianguis o aun a los sitios urbanos de reunión distendida para entrar en contacto con esa especie de festival lingüístico que ahí se desarrolla. O le bastaría con ver una película protagonizada por Cantinflas, ese modelo insuperable que muestra su destreza en el desvío, su maestría para salir del paso con una rapidez mental y verbal de infinitos recursos. Nadie mejor que él ha practicado la retórica del subterfugio, o el arte de sustraer la realidad que está ante los ojos y reemplazarla por otra, hecha de puros gestos y palabras.
A mí, que llevo exactamente cuarenta años de vida en México, lo que nunca deja de sorprenderme es que esta suerte de continuo regodeo en la producción de giros idiomáticos y piruetas argumentativas esté tan extensamente repartido en su población y alcance prácticamente por igual a todas las clases sociales que la integran. Yo podría decir que casi no he encontrado mexicano o mexicana despojados de agudeza verbal, aunque muchas veces la posición social que ocupan, o la profesión en que se desempeñan, los obligue a una conducta retraída y un habla cautelosa o protocolar. Me explico mejor: en los medios en que me muevo he encontrado a menudo, y por causas diversas, a personas cuya comunicación se muestra afectada por la inhibición o la timidez. Y sin embargo, por los años que llevo de observar conductas y sobre todo modalidades de habla, yo estoy siempre seguro de que esa persona –funcionario, estudiante o prestador de servicios– en cuanto se encuentre en una situación en la que se sienta relajado, en cuanto se afloje la corbata o aun encorbatado se beba algunas copas, se convertirá en una fuente de dichos ingeniosos y argumentaciones invencibles. Los minusválidos verbales son pieza rara en México. Yo diría que el goce de la lengua y la explotación de sus posibilidades expresivas son de hecho un ejercicio continuo. Es como si en su infancia más temprana el hablante mexicano hubiera absorbido, junto con otros jugos nutricios, esa característica habilidad que a lo largo de su vida irá ejerciendo con la naturalidad de quien se mueve en un terreno que siempre le ha pertenecido. Diría eso, y agregaría que, justamente por eso, por ser algo que se transmite o se hereda en la profundidad, tal característica se asienta en un núcleo siempre enigmático. Es claro que más de una vez se ha tratado de explicarla, y no sin razones, como una compensación de otras carencias igualmente profundas, o como la continua búsqueda de espacios de libertad ante una vida signada por la restricción. Esto sería como explicar que las burlas y desfiguros dedicados a la muerte no hacen sino exhibir el deseo de conjurar el temor que la muerte nunca deja de inspirarnos. Se trata de explicaciones verdaderas pero también insuficientes para dar cuenta de lo peculiar de estas conductas y sobre todo del suelo emocional en que ellas se sostienen.
Dado que mi profesión, y aun más que mi profesión, mi vida entera ha sido dedicada al amor a la palabra y al asombro frente a lo que las palabras hacen con nosotros, yo prefiero pensar que el hablante mexicano es un sujeto –individual o social– que transforma las palabras en la misma medida en que es transformado por ellas, que recurre a su poder al mismo tiempo que trata de armarse frente a sus efectos, que las explora gozosamente en la misma medida en que trata de cubrirse de ellas, con ellas.
Las palabras, y el tono de voz con que se las profiere, adquieren matices inesperados, revelan comportamientos, formas de valoración o maneras de representarse el mundo, prometen, amenazan o entusiasman y crean un vínculo entre quienes comparten tales valores y tales representaciones. De ahí que ciertas voces tengan más peso expresivo que otras, que ingresen con mayor o menor energía semántica en la conformación de redes o de constelaciones léxicas. Estas redes o estas constelaciones dan cuenta de un modo social de ser, de desear, de temer o imaginar. Si le pidiéramos a un hablante mexicano que hiciera una selección de las expresiones de mayor carga expresiva a las que recurre en el habla cotidiana, creo que difícilmente dejaría de mencionar voces como cabrón, madre, ahorita, ándale o pendejo. Cualquiera de esas voces, apenas hace falta decirlo, es un centro expansivo, se despliega en funciones gramaticales diferentes, se asocia a otras palabras por analogía, por desplazamiento o por oposición: ahorita da, por ejemplo, orita, oritita, tantito, órale, ni maiz. Creo eso pero creo aun más firmemente que si le pidiéramos a nuestro hablante que de esa selección a la que hemos aludido seleccionara a su vez una, una sola palabra, y que si nuestro hablante está medianamente atento a sus propios hábitos verbales, difícilmente vacilaría o vacilaría sólo por pudor. Según lo que uno oye aquí y allá, en no importa qué esfera social, y según queda establecido, de hecho, por las agudas reflexiones que le han dedicado escritores, antropólogos sociales, lingüistas e intelectuales en general, esa palabra sería chingar, palabra que se sitúa a la vez en un centro y un origen. Esa palabra tiene varias acepciones según la zona geográfica en que se utilice. En México, la acepción de base es la que el Diccionario de la Real Academia Española pone en cuarto lugar definiéndola como una “Voz malsonante” que significa “Practicar el coito, fornicar”. Insistente tanto como insoportable, esa expresión, oída o proferida en México, como ya muchas veces y de muchas maneras se dijo, alude a una suerte de pecado de origen, a una mancha infamante que persiste en el tiempo histórico y que por esa persistencia deja de ser historia para ser mitología: es decir, queda anclada en una profundidad mental y moral de la que parece imposible sustraerse. Ello explicaría que, en relación con esta palabra, el hablante mexicano se sienta interpelado, o más bien desafiado, y que trate de conjurar sus efectos moviéndose entre la blasfemia y la eufemia, esto es, afrontándola radicalmente o solapándola mediante desvíos incesantes. Usada como blasfemia en un arrebato pasional, el verbo chingar, en cualquiera de sus conjugaciones, tiene un efecto cuasi performativo porque su sola pronunciación, brutal, realiza imaginariamente la acción que esa palabra significa. Chingar es palabra que chinga. Más que una palabra, entonces, ella llega a ser un acto ultrajante, un golpe que toma por objeto a alguien a quien el que la profiere busca victimizar. Es palabra que hiende, que abre una herida humillante en un cuerpo vulnerable. Seguramente por ello este uso blasfemo está reservado a ciertos momentos de fuerte tensión confrontativa. Así, resulta más frecuente verla aparecer atenuada o domesticada por usos eufemísticos. Por ejemplo, apocopada en ¡chin! se convierte en una interjección que denota sorpresa o admiración, e incorporada a la frase andar en chinga nos presenta a un sujeto que se agita y se apresura como quien huye acaso llevado por un chingo de obligaciones que pueden resultar puras chingaderas. Por otro lado, el funesto adjetivo chingada se atenúa en palabras de parecida estructura silábica y fonética como “fregada”, “tiznada”, “guayaba”, “patada”, “mañana”. Todos sabemos, entonces, qué se quiere decir y sobre todo qué no se quiere decir cuando se dice “Hijo de la guayaba”.
Estas reflexiones que acabo de exponer y que bien podrían extenderse largamente no tienen el propósito de mostrarme como un émulo de Octavio Paz (quien parece haber dicho todo sobre los usos del verbo chingar), y mucho menos posar como un experto en esa materia siempre controversial que es la “psicología del mexicano”. Lo que pretendo es ofrecer una muestra de mi asombro ante el poder que pueden alcanzar las palabras y mi avidez por conocer el peso social que en casos como éste las palabras acumulan.
Es claro que para medir este poder expresivo no habría que detenerse en el nivel puramente léxico sino también observar formas sintácticas, modos de narrar, de pedir, de imponer, en suma, de comunicarse. Por ejemplo, resulta de interés observar la frecuencia con que los hablantes mexicanos recurren al uso del pronombre le agregado a un verbo conjugado, como el caso de “ándale”, o en formaciones más complejas como “quihúbole”. De ese modo uno advierte el continuo recurso a ese pronombre en el intercambio coloquial (búscale, piénsale, ráscale, apúrale), sobre todo cuando este intercambio denota intensidad afectiva. El asombro, la conminación, el deseo de mostrarse seguro y convincente para movilizar al otro, suelen expresarse en palabras que agregan un le. Ese recurso generalmente aparece en formas imperativas que, más que un mandato, sugieren un interés activo por movilizar al interlocutor. Locuciones como “búscale”, “piénsale”, “apúrale”, tienen la particularidad de ser compuestos verbales que incorporan un dativo (complemento indirecto) el que, en estos casos, funciona al mismo tiempo como acusativo (complemento directo) y por lo tanto hay que entender que significan algo como: busca [eso], piensa [lo que te dije], apura [tus asuntos]. Estas locuciones promueven una tensión que vincula íntimamente al hablante con el oyente. Podríamos decir, entonces, que ese le es un espacio de intersubjetividad propicio para reunir a uno con el otro en una disposición o un ánimo que es común a ambos. Así, este rasgo morfosintáctico, esta breve forma pronominal adquiere gran complejidad y fuerza ilocutiva, y contribuye a que la expresión en que aparece, trascendiendo la verbalidad, sea un impulso movilizante pues cuando se recurre a ella se suele hacerlo de manera enfática y muchas veces también reiterativa: “¡búscale!, ¡búscale!”.
Tales consideraciones me permiten volver sobre otra locución que me impresiona como una admirable muestra de la creatividad del genio parlante: órale. En verdad, si a mí me preguntaran cuál es la palabra preferida entre todas las de uso coloquial que escucho a diario, no vacilaría en decir que es órale, locución que es, o al menos eso me parece, una joya idiomática, el producto de una magia operada por el habla. Resultado de una fonetización popular del adverbio “ahora”, la voz “ora” alargada con la flexión “le”, que toma la forma y el lugar del pronombre, produce –y de algún modo hace real– la fuerte ilusión de que el adverbio funciona a su vez como verbo. Como si dijéramos que por virtud de ese compuesto gramatical, aparece ante nosotros un nuevo verbo, único, el verbo ahorar, que significaría poner en presente, instalar, en este momento y aquí, lo que aún es futuro y está en otro lado. En el habla coloquial, “¡órale!” puede ser reemplazado por expresiones como “¡hecho!” o “¡sale!”, lo que significa dar por realizado algo que todavía es un proyecto. Pero la forma “¡órale!” agrega un elemento más, agrega ese espacio de encuentro entre dos sujetos unidos por una misma decisión. Desde luego, también esta expresión es usada para expresar asombro como en: “¡Órale, qué carrazo!”. Pero en este caso lo que se ahora, lo que se instala en este momento ante los ojos, es algo que sobreviene y obliga a incorporarlo como una realidad presente de la que es necesario hacerse cargo. En cualquier caso, el le, ese breve factor morfosintáctico, funciona como un espacio intersubjetivo en el que se explaya una emoción.
En el habla coloquial, ligada al deseo y a las emociones, está siempre la presencia del sujeto, sea el sujeto individual, sea el sujeto social. Es, pues, una forma de la comunicación que busca atajos y desvíos para exponer las pasiones de individuos o de grupos humanos. El Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua, elaborado bajo la dirección de Concepción Company Company, en su entrada “maiz” señala que esta palabra, antecedida de “ni”, significa nada y, como ilustración de su uso, pone el siguiente ejemplo: “Que abro el refri y no había ni maiz”. Aquí, más que el término registrado, a mí me llama la atención la construcción verbal en que aparece. Estamos ante una frase que se abre con un Que relativo. Como sabemos, este pronombre suele tener por función introducir una oración o una cláusula subordinada. Bien mirada, esa frase –o ese que– supone un antecedente, un verbo principal que aquí está elidido. Entonces, lo que queda supuesto es algo como: “Ocurre (que)”, “Pasó (que)”, o “Te cuento (que)”. Todo sugiere que en este caso se ha omitido ese antecedente porque lo que le interesa al sujeto es mostrar el acto realizado (“abro el refri”) y la decepción que le siguió (“no había ni maiz”). En dicha frase, al sujeto le interesa mostrarse obrando y viviendo una decepción, le interesa poner esa decepción en primer plano. De ese modo podríamos decir que el sujeto ha construido su frase como un pequeño espectáculo. Esa impresión se refuerza si observamos que el primer verbo (“abro”) sitúa la acción en un presente y el segundo (“no había”) la sitúa en un pasado imperfecto, en un tiempo durativo. Como si el abrir el refri, el acto de procurarse algo de comer o de beber, ocurriera ahora pero puntualmente, y el sentimiento de frustración durara desde un pasado y señalara al mismo tiempo que a lo puntual de la apertura del refri le siguió una exhaustiva, y por lo tanto más detenida, inspección que dio como resultado la desalentada comprobación de que “no había ni maiz”. Si nos atenemos a la definición de la Poética de Aristóteles, según la cual la característica del drama es que “presenta a los personajes en acción”, podríamos decir que este ejemplo nos pone ante un minidrama. Y es interesante agregar que este ejemplo está tomado de una de las construcciones narrativas más usadas en el español coloquial de los mexicanos.
A este respecto, siempre me ha llamado la atención en primer lugar la abundante presencia de la narración en el habla cotidiana, como si la manera más eficaz de la comunicación fuera la construcción de un relato donde abunda el diálogo directo (“Entonces yo le dije: mira lo lamento pero esto es así, ni modo”); y en segundo lugar me ha llamado la atención el recurso a ese que relativo mediante el cual el narrador parece desdoblarse y observarse a sí mismo obrando y exhibiendo la propia pasión vivida en ese obrar: “Y que se para y que me mira feo y que me dice: ‘fíjate dónde pones tus cosas, buey’; y que yo me paro también y que me le pongo delante y que le contesto: ‘las pongo donde se me da la regalada gana, tú; y no seas menso y ya cierra esa bocota, o te doy un trancazo y te vuelvo a sentar”. En este ejemplo, la recurrencia a ese querelativo introduce en cada caso una oración subordinada regida por un verbo elidido el cual correspondería a suceder: “Sucede [que]…”. Ello abre la posibilidad de una narración estructurada dramáticamente y por eso mismo proclive a las escenas animadas por el diálogo. A una forma de narración, habría que añadir, que crea una suerte de espacio ficcional donde se confunden realidad y deseo. Es curioso observar que el hablante que nos refiere esta escena de confrontaciones verbales es el que siempre pronuncia las frases victoriosas, aquéllas que dejan sin respuesta al oponente. Por cierto, si tratamos de indagar acerca de la efectiva veracidad de tales frases –si insistimos preguntándole– no tardaremos en encontrar que no son exactamente las que nuestro narrador dijo haber pronunciado sino más bien las que siente que hubiera querido, o acaso hubiera debido, pronunciar. La escena, pues, que nos refiere, está modificada por su deseo y eso ocurre, según pienso, porque esta manera de narrar permite recomponerla, de modo tal que pueda entrar en ella no sólo la realidad, lo que verdaderamente ocurrió, sino el impulso afectivo, y también el deber. Por ello lo que él nos está comunicando es una especie de insatisfacción que ahora compensa con el relato que nos hace, esto es, el relato con el que regresa a esa escena para hacer, ahora, lo que no hizo en aquel momento. Es como si en ese modo de narrar el hablante pasara de un tiempo indicativo a un tiempo subjuntivo donde se construye otro escenario, más elástico, más maleable y por lo tanto siempre más propicio a las proyecciones del sujeto.
Ahora bien, en estos relatos de vida, tan frecuentes y en los que tan frecuentemente se escenifican diálogos y en los que se argumenta y contraargumenta, así como en los otros usos del habla aquí evocados, la voz cobra un protagonismo decisivo. La voz que nos habla y que, hablando, reproduce otras voces. Porque es la voz, en este caso la manera peculiar de entonar el español, lo que parece cargar con el mayor peso significante. El mismo relato dicho con otra voz es otro relato, crea otras identidades, modifica la presencia de los personajes. Así, para lo que nos interesa, siempre será difícil, por no decir imposible, conocer o dar a conocer el español de México si no reconstruimos una imagen de la voz, esto es, del modo de entonar la lengua. La entonación es una marca de identidad y pertenencia. Incluso se podría decir que un buen conocedor del modo de hablar de los mexicanos podría reconocer, por la sola entonación y sin necesidad de atender a las palabras pronunciadas, de qué región es el hablante, a qué grupo social pertenece. El modo de entonar una lengua, subrayo, es en general percibido no sólo como una marca de identidad sino también de pertenencia: a un estado, a un territorio, a una ciudad, a una clase y, en el extremo a una familia. Así, alguien sabría reconocer, por la sola entonación de las frases, si el que habla es un chilango, un veracruzano, un tabasqueño, o un sinaloense. Esto lleva a pensar que es en el nivel fónico donde se alojan los rasgos decisivos de una identidad local. En la pronunciación está el sujeto, la persona presente y única con su coraje o su complacencia, con su entusiasmo o su temor, en una palabra, con el mundo de afectos que toma forma en su boca pero antes en sus humores vitales.
Astucias léxicas; torsiones sintácticas; estrategias argumentativas; retóricas de la dramatización; recursos a la hipérbole pero sobre todo a la atenuación; itinerarios narrativos en los que el narrador se desdobla y se observa con distancia e imaginariamente se admira o se corrige, actúa como si su lugar fuera el de su interlocutor, o bien coloca al interlocutor en su lugar, se hace otro, cambia la voz para que cambie la escena, para que la palabra adquiera un nuevo matiz; modos diversos con que la palabra hace del mundo un espacio subjetivo: los ejemplos podrían prodigarse pero todos partirían de un mismo centro de irradiación: el mundo afectivo del hablante. He ahí la fuente, el destino, el horizonte.
Y ya que hablamos de afectos, lo que en este discurso he perseguido y lo que quisiera haber logrado es dejar un testimonio de mi dedicación apasionada al estudio del idioma y a las incesantes maneras con que los hablantes lo procesan y lo entregan tanto en los espacios geográficos como en los espacios sociales y mentales. Pero es una pasión que ahora debo refrenar porque estoy frente al tiempo y el tiempo también tiene la suya, una pasión que, en su caso, se expresa de un modo dual: como fuga y como límite. El tiempo quiere pasar y también quiere que lo que está pasando se acabe. Así, mi tiempo de exposición ya ha pasado y ahora debo ceder gustosamente la palabra al director adjunto de la Academia Mexicana de la Lengua, a Felipe Garrido o, más académicamente dicho, a don Felipe Garrido, un hombre que es todo entrega a la vocación por la palabra noble, serena y constructiva, como cualquiera puede ver en su actividad de escritor, de editor, de traductor, de antologador, de formador de escritores y de lectores. Un admirado amigo que recientemente ha obtenido, con todo merecimiento, el Premio Nacional de Lengua y Literatura. Es para mí un orgullo que él sea el encargado de cerrar este acto y de entregarme lo que necesito para ingresar formalmente a la Academia Mexicana de la Lengua. Con él los dejo y ahora ocurre que cierro mi boca, que abro mis oídos, y que soy todo atención a sus palabras.
Es un alto honor, una prueba de confianza y de grande amistad que me honra y que mucho agradezco, que don Raúl Dorra me permita responder a sus palabras en esta ceremonia que celebra su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, y que haya conspirado con quien debía hacerlo para que esto ocurra aquí, en su casa, en este recinto, emblemático de aquella que, gracias a los inescrutables designios del seguro azar, ha venido a ser su alma mater, la madre providente de su vida intelectual, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.[1]
Don Raúl Dorra, electo en 2011, es el cuarto miembro correspondiente que la Academia Mexicana de la Lengua ha tenido en el estado de Puebla. Los dos primeros fueron, en esta misma ciudad, don Enrique Gómez Haro, electo en 1921, y don Enrique Cordero y Torres, electo en 1955; el tercero fue don Salvador Cruz Montalvo, electo en 1976, en Tehuacán. La Academia Mexicana de la Lengua se siente muy honrada, enormemente complacida de que don Raúl Dorra sea uno más de sus miembros. Las palabras que acabamos de escuchar, “Acerca del habla en México”, dejan constancia de sus conocimientos, su capacidad como expositor, su pasión por la libertad y el lenguaje, y aun su sentido del humor: todos lo hemos escuchado calificarse, hace un momento, con retórica humildad, como un simple “aficionado a la lingüística”.
También yo celebro su ingreso a la Academia, y me congratulo de tener esta ocasión de hablar ahora, cuando nos encontramos congregados en torno a los trabajos y las palabras de don Raúl Dorra, al amparo de su probada bonhomía y de sus desvelos, con ese sentimiento de alivio y ciega esperanza con que, en una noche de tormenta, uno se aproxima al luminoso optimismo de una hoguera que crepita oscuras fórmulas de consuelo. Pues, por muchos años, para sus alumnos, sus compañeros y sus amigos dentro y fuera de esta Universidad; para quienes hemos tenido la fortuna de escucharlo, de leerlo y, más aún, de conocerlo, don Raúl Dorra ha sido eso: un guía, un faro, una luz.
Entre muchas otras cosas, las palabras, lo más humano de lo humano –dice nuestro amigo común, don Adolfo Castañón-, los textos y los libros que las palabras y los silencios construyen son fogatas, antorchas, fraguas, veladoras, cirios, faroles, anafres, hornos, lámparas votivas. La brasa intermitente del tabaco. Les propongo que veamos los trabajos de don Raúl Dorra de ese modo. Como una serie de fuegos que él ha ido encendiendo para mitigar su profunda desolación y para satisfacer su insaciable necesidad de entender el gran libro del mundo, al través del enorme sistema de vasos comunicantes que en todo tiempo y lugar ha vinculado la oralidad con la escritura y con los lenguajes no verbales.
Acabamos de escuchar, al escritor Enrique Pimentel, en una por necesidad apretada reseña de las obras de Raúl Dorra. Al recordarlas me deslumbra, en la imperfecta memoria que guardo de muchas de ellas, la asombrosa profusión de lumbres que este hombre ha encendido y que nosotros seguimos en busca de luz y calor; de claves que nos pemitan conocernos y edificarnos.
Está claro que yo veo en sus obras formas que arden; desde el fugaz resplandor del cerillo que se extingue apenas se enciende, hasta la piedra vuelta brasa en la lava y la zarza inextinguible desde donde habla el Espíritu.
La domesticación del fuego es un parteaguas en la historia de los hombres, y muchas antiguas culturas imaginaron mitos que cuentan cómo lograron robarlo a los dioses, siempre temerosos de sus creaturas. Para los zapotecos, en los valles de Oaxaca, el humilde tlacuache metió la cola en una hoguera y salió corriendo con el rabo en llamas para llevarles el fuego; de ahí que su cola no tenga ya pelos y sea de color cenizo. Para los sapé, de la amazonia venezolana, Kumafari el joven hundió los brazos en la tierra y dejó que de ellos brotaran dos arbustos para engañar al zopilote y quitarle el ascua divina. Un titán, Prometeo, desafió a los dioses para poner el fuego en manos de los antiguos griegos.
Yo sé que estos mitos disfrazan un robo mayor. No es el poder sobre el fuego lo que realmente nos acerca a la naturaleza divina. Lo que en verdad confiere a los hombres la capacidad de crear, lo que nos hace semejantes a los dioses, es el lenguaje, que nos permite trascender el espacio y el tiempo y acumular experiencias, sueños, conocimientos, creencias, leyes, divagaciones.
Asevera don Raúl Dorra, en Lecturas del calígrafo que, fija la mirada en el trazo que su pluma estampa, el calígrafo deja que las palabras dibujadas en la página tomen la iniciativa en el hablar, las deja que discurran entregadas a su propia manera de tratar los asuntos que ellas tratan. ¿Quién podría reprocharle al calígrafo si, por ejemplo, concentrado en el trazo de sus letras escribiera, aquí o allá, una palabra por otra, cambiara alguna frase? El calígrafo promueve una suerte de espera del decir de las palabras, pero es inocente de lo que ellas dicen, hacen. Emulando, pues, la inocencia del calígrafo, yo he dejado y he movido, he tratado lo ajeno como propio y lo propio como ajeno, he llevado a algún autor a poner en su novela lo que él ostensiblemente había desechado, he practicado el arte de la conjetura cuando no el de la confusión. [2]
Confusión que tiene su origen en un paulatino ir difuminando las fronteras que a veces separan la crítica literaria, semiología, literatura, historia, lingüística, biografía, y que permite aspirar a que se cumpla el antiguo deseo de asumir la identidad del otro.
Leo unas líneas, porque me urge traer aquí otra muestra de la espesa, rica, demorada, cuidadosa escritura de don Raúl Dorra. Leo unas líneas, pues, que tomo de “De amor y melancolía”, uno de los cuatro discursos, el dedicado a Poe, que recoge el libro que ya mencioné:
[…] En una habitación amplia y suntuosa –espesos cortinados color púrpura, paredes y pisos afelpados, chimenea donde las brasas tratan ¿vanamente? de corregir el frío– un hombre sentado sobre un cojín de terciopelo verde comienza a adormecerse, o está dormido ya. El hombre, dotado de la sensibilidad del poeta, ha pasado largas horas leyendo, sobre antiguos folios, historias y leyendas de otra edad; leyendas seguramente tristes, adecuadas a la melancólica disposición de su ánimo. Historias y leyendas que se prolongarían y hasta quizá confundirían en el brumoso pasadizo que conduce hasta ese sueño en el que el hombre lentamente se ha adentrado. La habitación se vacía; sus muebles y sus muros se deslizan y comienzan a borrarse cuando se oyen unos golpes en la puerta. Todo ahora se detiene. ¿Es en el sueño que escucha, ahora, aquellos golpes o, por el contrario, tales golpes lo arrancan de su sueño en ese instante donde todo es, o debería ser, silencio? Lento, sonambúlico, el hombre no siente contrariedad por aquella interrupción: el llamado, ejercido con una suavidad de tal modo noble y tímida, lo ha convencido de que se trata de un distinguido visitante, de un alma delicada a la que el frío y las sombras retrasaron o quizá extraviaron. Decidido a corresponderle con un trato hospitalario, ignora el esfuerzo que le causa levantarse, alza la voz para pedir al recién llegado que disculpe su tardanza, y se encamina hacia la puerta. Llega, la abre. De par en par abre la puerta pero afuera hay sólo oscuridad, un viento helado. Sus ojos se demoran en el lóbrego abismo de esa noche. Atónito, o quizá todavía sonambúlico, cree oír que la oscuridad le está devolviendo un nombre, un nombre de mujer que, de ello está convencido, sólo los ángeles pronuncian: Leonora. ¿Le ha traído la noche esa estremecedora palabra? ¿O se trata sólo del rumor del viento, un invisible agitar de frondas a través del cual sus oídos han imaginado sílabas ya impronunciables, las que, al sucederse, han terminado por formar el nombre de la amada muerta?[3]
Siento también la necesidad de dar muestra del agobio que marca sus ficciones, donde tal vez se encuentra su más íntima, su más personal expresión. La canción de Eleonora o “El cantar de Ismael”, por ejemplo.
En La canción de Eleonora, dondeNoé Jitrik encuentra una perturbación total, “se pierde el aliento; es como si nuestra propia garganta se secara con la angustia de la palabra que no cesa”.[4] Un grupo de personajes va de un lado a otro en un mundo destruido por una explosión nuclear, en busca de agua. Habla Lippias, el director de un circo que los engloba a todos, el gran impostor, como lo llama Francisco Prieto,[5] quien ve en este personaje una imagen de Dios:
-El negocio de siempre. Buscan un Dios: necesitan del gusto del pecado. Necesitan que brille la figura de un ídolo para andar a la sombra y manejar los hilos. Quieren ser los ministros de mi iglesia, los dueños del poder y de mi imagen. Todo esperan de mí, todo me lo pidieron, que cure paralíticos, que limpie a los leprosos de sus llagas, que arroje a los demonios, esos trucos malsanos que deparan espanto y servidumbre. Se mueven en la noche, horadan, merodean, fabrican ilusiones miserables.
. . . . .
-Comenzaron a temerme cuando advirtieron que mi capacidad de ayuno era infinita. Golpeaban el sarcófago al amanecer. “Lippias, te morirás; abandona ya, Lippias.” Yo llevaba cien días, ciento cincuenta días. Yo era para entonces la atracción; el circo se movía alrededor de mí.
. . . . .
-Nadie puede vivir si no es desde la muerte de los otros. Ustedes lo aprendieron. No alcanzaría el agua. Si la hubiera ofrecido, animales y hombres la habrían disputado sin piedad; cada cual planearía un exterminio. Al final el más fuerte de nuevo triunfaría; el astuto al final se alzaría con todo. Decidí ser el fuerte, ese hombre astuto. ¿Me reprochas?[6]
En el final, Laura, una vidente ciega, logra sacrificar a Lippias cercenándole la garganta. Eleonora intenta evitarlo, pero no lo logra. En esta terrible novela, Eleonora, que vive buscando al hombre que ama, es la única oscura fuente de esperanza, pues va embarazada; su amor tendrá un fruto.
En “El cantar de Ismael”, un largo cuento que es un eco de Rulfo, Sixto Paredes, fusilado porque se ha alzado en armas, mientras toma conciencia de su muerte, camino al inframundo, le narra a Ismael, su hijo, cómo él, a su vez, estuvo al lado de su propio padre, que agonizaba después de haber sido empalado:
-Lo vi sobre aquel palo agonizando hasta que fue de noche. Levantado en la noche, aquel palo y tu abuelo fueron la misma cosa, un cuerpo largo y solo, inexplicable. Lágrimas que bebí, fuego vivo, fuego que andaba en mi pecho. Y se abrían las aguas y sonaban, y hubo una luz violeta y alumbraba la tierra. Él ya estaría muerto cuando le alcé mi voz, entre el llanto y la rabia y las heridas, cuando le dije padre, por qué usted lo consiente, por qué usted permitía que algunos infelices le amarraran sus manos y luego le quebraran toda la carne adentro; por qué escondió la voz, por qué no alzó la gente en la pelea. Y tu abuelo, Ismael, estaría ya muerto debajo de los arcos del poniente, su sangre se alumbraba de aquella luz violeta, y yo le dije entonces las palabras que digo y él nada contestó, él guardó su silencio y me miraba, yo tenía sus pies sobre mis ojos, él más luego me dijo: me he pasado la tarde esperando la hora, que sonara; no ha sonado la hora. Estoy tan confundido; yo no sé lo que pasa.[7]
También en “El cantar de Ismael” hay, pese a todo, un oscuro mensaje de esperanza: Sixto Paredes cree que ha sonado la hora, que ha llegado el momento de la rebelión. Hace falta que me detenga; cada uno de ustedes tendrá que completar estas lecturas por su cuenta.
El fuego es, pues, una imagen de la escritura y, al igual que el profeta, don Raúl Dorra ha sido arrebatado por el fuego. Su vida de entrega a la indagación de las palabras y de los discursos no verbales le ha ganado un lugar entre quienes escriben en nuestro tiempo, en la Benemárita Universiad Autónoma de Puebla y en la Academia Mexicana de la Lengua. Quiero proponerles que este hombre de mirada especialmente penetrante, que nunca tiene prisa y que de manera sobresaliente nos ayuda a comprender las fogatas que son los textos, de aquí en adelante, como sus compañeros de la Academia Mexicana de la Lengua, sea reconocido como uno más de esos hombres y mujeres a quienes llamo los guardianes del fuego.
[1] En mi nombre, y en el de la Academia Mexicana de la Lengua, agradezco aquí la compañía y las participaciones de quienes estuvieron a mi lado en el estrado: el maestro Manuel de Santiago, director de la Biblioteca Lafragua; la maestra María del Carmen Martínez Reyes, vicerrectora de Docencia, con la representación del señor rector de la BUAP, don José Alfonso Esparza Ortiz; el doctor Ygnacio Martínez Laguna, vicerrector d Investigación y Estudios de Posgrado; y el escritor Enrique Pimentel.
[2] Raúl Dorra, “La mirada en el trazo”, en Lecturas del calígrafo. Siglo XXI, México, 2011, p. 7.
[3] Raúl Dorra, “De amor y melancolía”, en Lecturas del calígrafo. Siglo XXI, México, 2011, p. 56.
[4] Noé Jitrik, “Un texto que no da respiro”, en Sábado, suplemento de UnoMásUno, núm. 203, 26 de septiembre de 1981, p. 19.
[5] Francisco Prieto, “La Canción de Eleonora, de Raúl Dorra”, en Proceso, 1ª de junio de 1981, pp. 55-56.
[6] Raúl Dorra, La Canción de Eleonora, Joaquín Mortiz, México, 1981, pp. 146, 147, 153.
[7] Raúl Dorra, “El cantar de Ismael”, La Palabra y el Hombre, núm. 22, abril-junio de 1977, pp. 78-91.
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