Con la venia del C. Presidente de la República, que nos honra asistiendo a este acto —nadie, señor Presidente, lo apreciará más que yo—, y con un saludo para las amables personas que ocupan la sala.
A la memoria de mi padre, varón
en quien la escuela del honor y del
deber halló maestro y paradigma.
Señores académicos:
Mal me sabría que al principio de estas palabras, escritas para vosotros, no expresara yo, paralelamente a mi gratitud por la extraordinaria benevolencia de que me hicisteis deudor al traerme a vuestro seno, otro reconocimiento más: el de la paciencia infinita de que habéis dado prueba esperando trece largos años la declaración formal con que hoy, rendido y un poco confuso, respondo al fin a vuestro requerimiento. Pero todavía así, confieso que en estos instantes mi turbación no es poca, y que la siento crecer al darme cuenta de cómo mi actitud de recipiendario puede quizá pareceros heterodoxa en demasía, ya que el discurso a que voy a dar lectura seguramente se apartará, por el contenido, por la calidad y por la forma, de cuanto los usos académicos prescriben para ocasiones como la presente y esperan que en ellas se realice.
Fue en efecto mi propósito, acariciado de mucho tiempo atrás, abordar hoy en vuestra compañía un estudio estrictamente literario, y aun erudito, conformándome así mejor a la índole de esta corporación insigne y a sus costumbres más persistentes. Para ello había pensado leeros, en forma metódica y expositiva, mis notas y reflexiones sobre un tema que bien pudiera titularse La nota liberal en las letras mexicanas, asunto que me seduce desde que empecé a entrever cómo hay en nuestra literatura, junto a los grandes autores y a las principales corrientes de pensamiento y expresión que los abarcan, otras figuras, indudablemente no tan señaladas en el orden literario, aunque a veces lo sean más por la actividad total del espíritu, y otros caudales, éstos de volumen menor, aunque no ajenos del todo a nuestros escritores máximos, que también concurren a dar a la obra común de los literatos mexicanos el carácter de un hecho artístico nacional con perfiles que le son propios. Y aun pensé después, pareciéndome demasiado ambicioso el intento, y superior en mucho a mis fuerzas, reducir modestamente la cuestión a una sola de sus fases y limitarme a analizar frente a vosotros a Los reformadores mexicanos como hombres de letras, gracias a lo cual esperaba yo no abandonar del todo mi deseo de discurrir esta noche sobre la materia escogida.
Me impelía otra consideración más: el recuerdo de don Raimundo Sánchez, mi antecesor ilustre en la silla académica que la suerte y vuestro voto me han deparado. Gramático él en toda la acepción del término, y tan agotadoramente puesto a los estudios filológicos y a su transmisión por medio de la enseñanza, que no le quedaba tiempo ni para escribir —lo que nos irrogó doble pérdida al acaecer su muerte—, ¿qué mejor tributo hubiera yo podido rendir a su memoria que el mantenerme hoy dentro de las reglas académicas más consagradas y rigurosas? Y no quiero decir con esto que don Raimundo Sánchez se comportara como un dómine, ni dentro ni fuera de sus dominios. No. Espíritu abierto a la inteligencia de los gérmenes renovadores que trae consigo toda lengua resuelta a no morir en vida, no ignoraba él la manera de conjugar, lo establecido con lo nuevo a fin de que nuestro idioma, sin apartarse de sí mismo, se enriqueciese y transformase de acuerdo con las tendencias del día. Lo demostró así cuando, al leer su discurso de ingreso en esta corporación, nos dio a conocer, sabiamente y con gran holgura y libertad de juicio, los fundamentos de su doctrina, contraria a un “purismo intransigente y exagerado que mude en fanatismo la pureza de la palabra”, porque eso causaría —nos demostró— el “estancamiento de la lengua y la incapacitaría para llevar a cabo su natural función de reflejar las corrientes, las tendencias y el ambiente de la sociedad”. Es que sin dejar de ser amable su naturaleza, y sonriente su actitud —con aquella timidez que lo corto de su estatura y lo pequeñito de su cuerpo hacían aún más bondadosa y grata—, y sin olvidarse de ser jovial en toda su persona, no obstante el traje negro de que no se desprendía nunca, don Raimundo Sánchez encarnaba como muy pocos, por su recato, por su puntillosidad, por el rigor crítico que aplicaba a cuanto salía de su mano, la silueta de lo académico en toda su perfección. Y a ese ejemplo —digo— hubiera querido yo ajustarme en este discurso, pese a mi evidente ineptitud y a sabiendas de mi falta de preparación para igualar a quien nunca careció de acierto.
Pero todas las cosas tienen un camino natural, a menudo muy distinto del que solemos asignarles por obra de nuestra ignorancia, o por insensibilidad o capricho; y lo natural, tratándose de mi ingreso en esta ilustre academia, es que hable yo de ella y de mí, quiero decir, de la relación que haya podido advertirse mirando simultáneamente a la una y al otro, o, para mayor exactitud, mirándome a mí en el trance de conducirme dentro de ella. De otra suerte tendría yo la sensación de estar dejando en el olvido, deliberadamente y con el ánimo de no explicármelos ni explicároslos, ciertos hechos, recientes todavía, y públicos y harto conocidos algunos de ellos, en los que la Academia y yo hubimos de intervenir con motivo de asuntos para mí inolvidables por la forma en que se produjeron. Y no os oculto que postura tan cómoda no cuadra con mi manera de ser ni con la consideración profunda que guardo a cada uno de vosotros. Más aún: creo que si la adoptara yo, falsearía a mis propios ojos el sentido de esta ceremonia, cuya formalidad exterior sólo se justifica en la medida en que lo merece el valor real de nuestras personas aquilatadas por nuestros actos.
Salta a la vista, en verdad, lo raro de mi situación en la Academia durante los trece años transcurridos desde que por primera vez me cupo el honor de sentarme entre vosotros. Han sido trece años singularísimos para mí por la acogida, extraordinaria cuanto vehemente, que vuestra bondadosa atención dispensó a todo lo que mi atrevimiento o mi arrogancia creyeron oportuno venir a deciros; trece años de un diálogo sin equilibrio, en el que de una parte, la vuestra, se mostró incansable la deferencia al escuchar, y de la otra, la mía, ingrata y con duelo la insistencia en decir; trece años en los cuales, a menudo, por no decir que siempre, he sostenido puntos de vista opuestos a los de la Academia en su conjunto y a los que personalmente profesan los más de los eximios individuos que la componen.
Claro que nuestras discrepancias no han versado nunca sobre puntos lingüísticos escuetamente considerados, o acerca de cuestiones de lenguaje desnudas de las incidencias que les provoca el mundo en que se suscitan. Se han referido más bien al papel, a la ejemplaridad de la Academia como instituto sobresaliente en la vida cultural de la nación mexicana, y a cosas que miran a lo que, genéricamente, podría agruparse bajo el rubro dePolítica de la Academia para la defensa del idioma de México. Pero esto mismo es un indicio de la hondura que he de atribuir al porqué y al cómo de nuestro diálogo, y me señala la conveniencia, y hasta la necesidad, de encontrarles una explicación. Porque la nuestra no ha sido una controversia fácil, ni una tranquila exposición de modos de ver dispares o contrapuestos, sino algo tan movido a veces, y siempre tan dramático en sus ápices, que aun entre nosotros pudo haber dado pábulo a la reflexión de que la Academia y yo —ella desde la importancia de su altura; yo desde lo insignificante de mi pequeñez—, contemplábamos fines inconciliables y nos desconocíamos recíprocamente por nuestro afán de perseguir, en conflicto, empresa que, al negarse entre sí, nos negaban.
¿Cómo, pues, no aprovechar la oportunidad de este acto, inigualable por su trascendencia en lo que a mí se refiere, para comunicaros la interpretación correcta que ha de darse a mi conducta cerca de vosotros? ¿Y cómo no intentarlo yo en términos cuya amplitud y hondura los haga dignos de que se les escuche en la reunión solemne tan generosamente preparada por vosotros para recibirme en público? Esto sin contar con que, procediendo así, pronunciarán mis labios, implícito en la idea si no expreso en la frase, el elogio que la Academia merece por haber franqueado su recinto, rompiendo quizá alguna de sus tradiciones más caras, a un hombre como yo, aparentemente tan reñido con la reflexión y la prudencia, con la moderación y el escrúpulo, con la mesura y la quietud que el mundo en su mayoría cree inseparables de las funciones académicas y de quienes las practican.
Ahora bien, como ninguna explicación mejor se me ocurre —ninguna más concisa y completa— que trazar ante vosotros un esquema de mí mismo, cordialmente os ruego que por unos minutos asistáis con simpatía a los momentos culminantes que decidieron mi vida en sus principales aspectos, inclusive los de escritor. Porque eso sí os revelará, al pintarme en función de mi propia historia, cuáles son el móvil y el sentido de mis actos, y cuál la condición humana que ha de atribuírseme por las raíces de mi conducta, no según el patrón que pretenda medirme a capricho, y cuáles las directrices de mi modesta personalidad conforme a lo que ella encierra de cierto, no a través del cristal con que se la mire. Sabréis, dicho de otro modo, si en verdad soy, como por allí se dice, un hombre en pleito con los valores y prestigios más respetables para toda una parte de la humanidad; un personaje extraño, extravagante, absurdo; una especie de iconoclasta desorbitado, o comunista feroz, o anticristiano inmundo, o ateo proclive, y hasta un inenarrable enemigo personal de la Virgen de Guadalupe; que todas estas zarandajas, y otras no menos divertidas, me suponen los aficionados a lo arcano y tenebroso, seguros de estar tocando con el dedo el fondo de lo insondable. Aunque también puede suceder que, lejos de inmensurabilidades tamañas, y muy natural y contenidamente, resulte yo ser tan sólo un hijo de mi hora y de mi país, o acaso, de aquello que mi país y mi hora tienen de más inquietante, por más vivo y fecundo.
Acompañadme, pues, os lo ruego, en el trecho de las breves etapas que componen mi relato, y preparaos a disculparme si os aburro.
Nació a la vida del espíritu quien hoy os habla como colega, en Tacubaya, rincón del Valle de México, hace más de sesenta años. Tacubaya era entonces una villa rústica y señorial. No conocía el drenaje en sus calles ni el alumbrado eléctrico bajo sus techos, pero, en cambio, se deleitaba mirándose a sí misma en la belleza de sus calzadas y sus fuentes y en la lozanía de sus alamedas y sus parques, pues nada suyo carecía de luz. Florida toda ella, por sobre las tapias y las verjas de sus casas, chicas o grandes, se desbordaban los floripondios y las bugambilias, y al abrirse sus portones más anchos o sus postigos más estrechos, se mostraba inmediata la visión, fresca y umbrosa, de algún jardín. El aroma de las flores era su atmósfera. La iluminaban los brillos del sol sombreados por la humedad de la lluvia, o su recuerdo, y el iris de la escarcha o del rocío. Era clara y armoniosa. Enriquecían su silencio el aleteo de las palomas en la transparencia del aire, el graznido de los patos en vuelo hacia la laguna o el canto del jilguero y la calandria y el grito del pavo real. Era elegante, era bucólica. Uno que otro carruaje de hermosos caballos, tranvías diminutos tirados por mulitas veloces, algún jinete, burros cargados de arena o carbón, rebaños de ovejas o vacas, daban tono a la soledad de sus calles, sobre cuyo empedrado corrían o jugaban a lo lejos unos cuantos niños. Era apacible. De tarde en tarde transitaban por las aceras, hechas de baldosas, hombres que no ponían prisa en el andar y mujeres generalmente atareadas y menudas, humildes las más, pero todas con cintas de colores en el pelo y la gracia del rebozo caída a la espalda.
Lo grato y amable no paraba ahí. En torno a la primitiva placidez urbana se extendía, grandioso y sin término, el espectáculo de la belleza natural. Quedaban próximas, casi al alcance de los dedos, las inmensas cortinas de los bosques aledaños, inagotables en su verde ascensión por colinas y lomeríos. Se veía de dondequiera, remota y cercana a la vez, la mole del Ajusco, oscura e incomprensible, pero presidiendo día y noche, con la hosca majestad de su cima, hasta las más recónditas pulsaciones del valle. Y más lejos todavía, pero también más alto y armónico, y reflejándose en la superficie de los lagos como para levantarse a mayor altura y adquirir otra dimensión, completaba las luminosidades de aquel pueblecito un ritmo múltiple, doble de forma y de línea: el juego de colores de los dos volcanes, de cumbres de nieve.
En medio de tanta hermosura, el niño de entonces fue adueñándose de las imágenes que lo rodeaban: aprendía a ver y a sentir, se acostumbraba a lo bello, modelada su alma por el sencillo embeleso de sus vergeles y por lo ingente de sus bosques y sus montañas. Y mientras tanto, aunque en otro orden muy distinto e informulado para él, el espíritu se le agitaba al toque de una emoción que lo predisponía con huella gemela y no menos profunda: la que en él iba grabando la presencia de lo histórico en toda su grandeza.
Porque entraba en su ambiente cotidiano uno de los escenarios más conmovedores que la Historia conoce: la llanura y las arboledas que de pronto, convertidas en bosque, alzaban al cielo el Castillo de Chapultepec, fijo sobre la masa de verdura con la evocadora serenidad de lo que sin moverse vive y viviendo es inmutable; el edificio —ya sin propósito utilitario; misterioso en la hueca superposición de sus cinco hileras de ventanas, estático como un recuerdo escrito— del Molino del Rey; y más arriba, junto a las escarpas de la Casa Mata, medio oculto por los matorrales, el monumento minúsculo —una mujer en miniatura, llorando inclinada sobre un ánfora— conmemorativo del drama militar acaecido allí durante los días 8 a 13 de septiembre de 1847.
Paseaba y corría el niño bajo las frondas de aquellos ahuehuetes; trepaba por las laderas de aquel cerro; se asomaba curioso a la lobreguez de aquel edificio, y traveseaba entre los matorrales de aquel monumento. Todo lo cual hacía latir en él las imágenes inefables de otros cinco niños, héroes en la más pura inocencia de la patria, y daba origen a que la patria misma, de ese modo, se le fuera ya representando —él se la imaginaba como un manto protector— mientras la realidad de las sombras históricas lo impregnaba.
Otras veces, durante sus correrías y sus juegos, el sentimiento patriótico embrionario se le entretejía con la sensación de los toques marciales que bajaban al bosque desde las terrazas del Colegio Militar; y otras —eso empezó a ocurrirle después—, se le volvía elemento inmediato, íntimo de los minutos que estaba viviendo, al fundirse con una aparición periódica y obsesiva por las emanaciones de su resplandor tangible: la aparición del héroe, vivo y al propio tiempo legendario, que habitaba en lo más alto del cerro y del castillo: el general Porfirio Díaz.
A Porfirio Díaz, fulgurante de bordados y medallas de todos los brillos, viripotente por la esbelta robustez de su estatura y lo ancho de sus hombros, el niño lo veía pisar, majestuoso, la alfombra de los escalones que, año tras año, lo llevaban hasta el sitio de honor en las conmemoraciones del 8 de septiembre. Era para él algo único, incomparable, oír así personificados los rumores de su bosque y confundidos con los acordes del himno nacional. Luego, fascinado por aquella figura dominadora, enigmática e impasible, la contemplaba largamente y en silencio, mientras en su interior seguían flotando, durante toda la ceremonia, las dos palabras mágicas: Porfirio Díaz, voz como de triunfo, afirmación invencible de no sabía él cuántos combates. Y al formulársele así, unidas a los nombres que los discursos le traían al oído, su emoción de la patria se le volvía jocunda, lo embargaba una euforia que, inconscientemente, prolongaría él después musitando, al unísono de sus juegos, los nombres gloriosos de los Niños Héroes.
No siempre era allí. En ocasiones, el adalid majestuoso, de paso hacia la casa de su hija, se le apareció de pronto, visible apenas en el fondo de un coche oscuro y sin reflejos por las calles de Tacubaya. Ahora iba solo, vestido de negro y desprovisto de bordados y preseas. Al divisar el carruaje, el niño corría tras él, hasta verlo perderse en el fondo del bosque donde ella vivía. Una vez lo vio entrar, a pocos pasos de su propia puerta, por el amplio zaguán de la casa de don Manuel Romero Rubio. El coche se quedó varias horas, traspuestos los poyos de granito, junto a los arriates cuajados de flores, y esa tarde se iluminaron más las ventanas de la casa, ventanas anchas y altas, y de grandes barrotes dorados. También lo vislumbró otra vez en las cercanías de la mansión de don Fernando de Teresa. Entró el coche por el lado del jardín, que esa mañana parecía más luminoso y alegre: detrás de los muros inmensos, el ferrocarrilito del parque rodaba sin descanso, no dejaba de silbar, iba de una a otra de sus estaciones diminutas, que eran como de juego, aunque pareciesen de veras, y lucían adornadas desde el cobertizo hasta los andenes.
Junto con la armonía de lo bello y lo inmarcesible de la Historia, en el espíritu del niño se iniciaba también lo concerniente a Dios. Su hogar estaba en la calle del Árbol Bendito, así llamada por la increíble altura —don de la gracia divina, según la voz popular— que alcanzaba aquel tronco centenario, y por la inmensidad de la sombra nacida de aquel follaje, cielo perennemente verde sobre tres o cuatro casas. Tenía un santo predilecto —batallador y flamígero—: San Miguel Arcángel, advocación de la iglesia, situada apenas a tres calles, cuyo campanario lo despertaba todas las mañanas y hasta cuyo altar, en el mes de abril, su hermana y sus amigas, inmaculadas en blanco, llegaban a ofrecer flores que no se compraban en el mercado, sino que de los rosales, de los lirios, de los jazmines, las cogían las mismas manecitas que habrían de ponerlas en la peana de la Virgen. Y luego, estaba su escuela. La enseñanza principal era la del catecismo, y la rutina predilecta, rezar el rosario cuatro veces al día, de rodillas sobre los bancos y con gran recogimiento y fervor religiosos.
Naturalmente el niño estaba sacramentado por las aguas bautismales, y había recibido la confirmación nada menos que en la catedral metropolitana y de manos del arzobispo de México don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. Mas por órdenes paternas, terminantes y escritas, no se le llevaba nunca a misa ni se acercó jamás a un confesor. Y no es que el padre fuera irreligioso; al revés: militar bravísimo, todo en la vida lo acometía y ejecutaba inflamado el pecho por la esperanza de la ayuda divina y con el nombre de Dios en los labios. Durante la Semana Mayor, la familia, recluida en casa, rezaba y oraba de lunes a jueves, y el viernes acudía a la iglesia.
Tal religiosidad —que era, conforme a las definiciones del padre, la religión de estar cerca de Dios y lejos de sus ministros— el niño la practicaba a medias. Se atuvo a la orden sobre no confesarse, pero halló modo de asistir a misa —ya que no de oírla, pues de ello no sabía ni entendía lo mínimo—, y consiguió otras aproximaciones al mundo eclesiástico. De madrugada, a la edad de siete años, se escurría de su camita cuando las campanas llamaban a misa de cinco; salía al jardín; saltaba por sobre la citarilla, y, una vez en la calle, subía encarrerado la pendiente hasta la iglesia de San Diego. Allí la bóveda azul, tachonada de estrellas de oro, lo hacía ponerse de rodillas y arrobarse en el misterio del espectáculo divino, incierto en la penumbra del amanecer y oloroso a incienso y a cera. Al fondo, por encima de las cabezas humilladas y entre las lucecitas del altar, cobraban para él todo el relieve de un drama tácito los movimientos, las genuflexiones, los éxtasis del sacerdote, con sus paramentos dorados y sus formas resplandecientes, con su gran libro que iba y venía y con su acólito de turíbulo y campanilla de plata. De vuelta en el jardín de su recreo, no tenía que mentir. Cuando, a las siete de la mañana, su padre lo descubría entre los macizos trasplantando matas o enderezando tallos, hablaban de la madreselva, del plúmbago, del heliotropo.
En cierta época del año eran, al anochecer, las misiones de la hacienda de la Condesa. A ellas los llevaba su madre, con la cual se estremecía y lloraba perdido entre una muchedumbre de señoras ricas, y hombres y mujeres humildes, que gemían de hinojos sobre las piedras del atrio de la capilla y proferían alaridos de perdón. A través de sus lágrimas, el niño veía azorado cómo el padre Diego, desnudo el busto, se flagelaba las espaldas hasta teñírselas en sangre, y cómo la camisa del sacerdote, suelta hacia atrás, se iba poniendo roja, roja y negra, negra y brillante, y cómo se reflejaban allí con destellos, las llamas mortecinas de las velas diseminadas por el patio y los rayos de los reverberos de petróleo que colgaban de las paredes.
Dio entonces el niño en construirse altarcitos y en decir misa para su hermana y sus amigas, hasta que de allí a poco, el padre, intrigado y enterado, ahuyentó aquellas inmersiones en el sentimiento religioso crepuscular y les dio un sustitutivo: el de la lectura. Pero no bastaron para ello los cuentos de hadas, ni el de El caballito de los siete colores, ni el de El príncipe y las tres toronjas; por lo que hubo de recurrirse a la edición infantil de Los mil y un días, a Juan de Dios Peza, a Juvenal y aun a los periódicos diarios y a los corridos populares con dibujos de Posada.
Una vez, revolviendo cajones, el niño halló un instrumento rarísimo, provisto de una aguja móvil que apuntaba siempre en dirección invariable, y dos libros: uno, El Decamerón; otro, El proceso del Mesías. De El Decamerón, leídas unas cuantas líneas, no volvió a hacer caso. De El proceso del Mesías, bello volumen de pastas a colores sobredoradas y con láminas a página entera, se apasionaría durante meses.
Aquella noche el niño sostuvo un diálogo con su padre. “¿Qué es esto?”, le preguntó; mostrándole el instrumento que había descubierto arrumbado. “Una brújula”. “¿Y por qué esto apunta siempre hacia allá?” “Porque allá está el Norte. Cuando crezcas y seas hombre, también tú serás así. Sabrás dónde está tu Norte y no te extraviarás”.
Pocas noches después hubo otro diálogo. A tres calles de la casa del niño acababa de morir un hombre famoso llamado Guillermo Prieto, de quien todos hablaban apodándolo el Romancero. “¿Qué quién era Guillermo Prieto?”, le contestó su padre: “Un gran liberal; con su palabra salvó a Benito Juárez de la muerte que iba a darle un pelotón de soldados”. “¿Y quién era Benito Juárez?” “Otro gran liberal, el mayor de todos”.
Desde entonces, dos frases de aquellas explicaciones paternas se le grabaron indeleblemente, pero las dos ligadas, las dos casi unidas en una sola, sin saber el porqué: “Ser un gran liberal”, “Tener un Norte como las brújulas”.
Al cumplir el niño los once años, la familia se trasladó a Veracruz. Allí el espectáculo del mar —era una visión magnífica y portentosa— le dilató en el espíritu las enseñanzas recibidas frente a las montañas y los paisajes de Tacubaya y lo condujo como de la mano —porque también era aquélla una visión de anchura infinita— al sentimiento y el amor de la libertad. Solo en la playa desierta, y más si eran días de olas y vientos tempestuosos, vivió con la naturaleza el instinto de las gaviotas y con el estímulo de sus lecturas infantiles el individualismo absoluto de Robinson Crusoe y el ansia vengativa y justiciera del Conde de Montecristo. Hubo más: de ahí a pocos meses, la diaria aparición del milagro marino, al que todas las mañanas acudía insaciable desde los balcones de su casa, ahondó en él el surco ya dispuesto a recibir las simientes germinadoras de la cultura. Contemplaba a lo lejos el relieve indescifrable de las islas veracruzanas, y con sólo mirarlo asistía, transportado, a la epopeya oceánica de Cristóbal Colón y sentía despertarse en él, al conjuro de unos cuantos nombres —San Lúcar de Barrameda, Isabel la Católica, La Santa María, La Niña, La Pinta— un desbordamiento intenso, aunque indeciso y vago: era, incipiente, el sentido ecuménico de su patria.
En Veracruz, además, principio del México fundado por Hernán Cortés, las proezas y el dolor de la Conquista renacieron para sus ojos, fueron realidad presente entre el rugir de las olas que veía él lanzarse broncas hacia los arenales de la playa del Norte, y entre el estrépito de las que se destrozaban contra el islote de San Juan de Ulúa. Y aunque totalmente ciego aún a los imponderables efectos de la lengua que se habla desde la cuna, empezó a sentir y entender cómo España era la prolongación espiritual de su patria mestiza, igual que México, entrevisto en su viaje desde la montaña al mar como un país de llanos no siempre feraces, y de cordilleras y cerros áridos las más veces, era el ensanchamiento geográfico de su valle, rodeado de nieves y bosques y humedecido de lagos.
También en Veracruz, bastión secular de las luchas contra los piratas ingleses; escenario, heroico a porfía, de contiendas civiles y guerras contra invasores; plaza cuyo destino dramático se pintaba en las almenas de su castillo arrancado al mar, en los trozos de su muralla hecha de riscos y en sus baluartes ennegrecidos por el tiempo y las borrascas, la presencia del hálito histórico, antes percibido a la sombra de Chapultepec, se marcó en él más profunda y permanentemente. Y también allí, olvidándose a ratos de sus juegos, y ensimismado sobre las mesas de la Biblioteca Pública, Los miserables de Víctor Hugo, México a través de los siglos, El contrato social de Rousseau, los Evangelios sinópticos, la Electra de Pérez Galdós, y así otras muchas obras, previnieron y excitaron en él, adolescente, la inteligencia y las dudas del mundo en que había nacido.
Pero más que nada, o como cauce y remate de todo, en Veracruz, cuna de las Leyes de Reforma y comunidad todavía entonces embebida en el ideario de Benito Juárez, el adolescente fue adquiriendo para sus ideas la misma soltura espaciosa con que hasta allí se habían expandido sus emociones. La Escuela Cantonal Francisco Javier Clavijero, concebida dentro de la pedagogía de Enrique C. Rébsamen, se le ofreció —era laica a la mexicana; pública y gratuita a la perfección— como la antítesis de su escuela tacubayense. Dejó allí de pronunciar rezos cuyos significado o palabras no había entendido nunca por completo, y, poco a poco, bajo la acción de maestros admirables —tan admirables eran que parecían obedecer a distancia los designios del padre—, fue aprendiendo a pensar sin trabas la idea de México, la idea del mundo, la idea del cosmos; un cosmos y un mundo que en nada se parecían a los de su catecismo de los años anteriores, un México cívico y civil. Estos dos términos, “cívico”, “civil”, que muchas veces había escuchado en las exégesis paternas, pero que antes no había logrado entender, lo exaltaron más que si hubiesen sido invención suya. Y entonces penetró hasta el fondo de lo que su padre había querido decirle al hablar de Guillermo Prieto como de “un gran liberal”; y sintió la grandeza de Benito Juárez; y se explicó por qué el cielo empíreo, entidad teológica o metafórica, es factor heterogéneo en las especulaciones terrenas del hombre. Pero, sobre todo, se dio cuenta, complacido, de que nada tenía que reprochar a su Mesías, ni a sus Evangelios, ni a sus transportes emocionales bajo la bóveda de San Diego o entre la penumbra del atrio de la Condesa. Porque ahora veía claro —la idea se le iluminó nítida y transparente— cómo la religión no era cosa del César, sino de Dios, y cómo un sacerdocio que se desvirtuaba haciéndose César en nombre de Dios, o aliándose con el César para fines postergadores de lo divino, profanaba a Dios y prostituía a César y, como tal, era contrario a la verdadera religión y peligroso para la salud de la república.
Arrebatado por todo aquello; seguro de llevar, como la brújula de sus entretenimientos infantiles, un norte dentro de sí, y ansioso de seguirlo, el adolescente de catorce años se asoció con un condiscípulo, y juntos publicaron un periódico, La Juventud, hojita quincenal destinada —no esperaban menos los editores— a influir en las costumbres de su época.
La empresa editorial no duró arriba de cuatro a seis meses, e igual suerte habrían de correr otras semejantes. Pero gracias a esas aventuras, que no por breves o precoces eran menos definitivas dentro de su significado espiritual, el adolescente iba formándose y quedando apto para pisar con pie firme los umbrales de la juventud, esa juventud que propugnaban las incipientes columnas de su periodiquito. Sus directrices más hondas estaban hechas. Podían asaltarle aún, como infinitas veces le asaltaron y seguirían asaltándole y desasosegándolo, dudas e interrogaciones, pero serían las interrogaciones del conocimiento, las dudas de la elección, no las del impulso de la voluntad.
Así lo recibe, un año después, la Escuela Nacional Preparatoria de la ciudad de México, a la que asiste desde el primer día con entusiasmo fervoroso. Porque si de ella no habría de atraerlo ni estimularlo la doctrina filosófica positivista, injerta en toda aquella enseñanza, sí lo cautivarían pronto y persistentemente el estudio de las ciencias en la escala comtiana y la actitud varonil de la inteligencia en que aquel ciclo instructivo y formativo parecía inspirarse. Presentía en todo ello, cuando no lo advirtiera definidamente, una postura mental clara, un método intelectual diáfano, cosas ambas afines con él, que desde niño había aprendido a mirarlo todo a la luz de una atmósfera capaz de comunicar a la propia masa del Ajusco transparencias suaves y entonadas. Se sentía guiado por una inteligencia provisionalmente desentendida de cuanto escapara al mero conocimiento de las verdades científicas, universales aunque transitorias en su formulación.
La Preparatoria de entonces, además, era la escuela superior del liberalismo mexicano, liberalismo allí humanístico y amante de cuanto trascendiese a cultura. Sus intérpretes de aquella hora, a ejemplo del esclarecido Justo Sierra, mantenían puro como el agua al surgir bajo la roca el credo de los grandes reformadores de México, pero a la vez lograban que la propensión hacia todo pensar noble y generoso compensara, en parte al menos, el rigor con que doctrinariamente vedaban la filosofía.
Dentro de tal ámbito transcurrieron los cinco años de sus tareas preparatorianas, a par de las cuales, y a solas muchas veces con sus reflexiones, como antes con sus ensueños frente al mar de Veracruz, el joven estudiante buscó calmar en Platón la máxima inquietud de sus ideas, mientras iba acrecentándosele por sus maestros una reverencia que habría de guardarles para siempre. No a uno, sino a todos, les debería el haberlo iniciado en el amor de las ideas claras y en el horror de las nebulosidades con que a menudo se pretende suplantar el verdadero conocimiento. Álgebra y geometría era toda la Preparatoria de aquellos años, y si sus enseñanzas ambulaban por entre abstracciones, éstas no procedían, por cierto, de la sola sonoridad abstracta de las palabras o de sus denotaciones y connotaciones indefinibles.
¿Apuntaba ya en él una vocación franca y resuelta? Probablemente sí. A los trece años supuso que su destino, a semejanza del de su padre, estaba en el Colegio Militar; pero lo sacaron de su error los consejos paternos, igual que cuantas veces se acercó a pedirlos. Las verdaderas inclinaciones se delinearían después y en forma muy distinta. Ya adolescente, se situaba dentro de un espejismo histórico: alzar un día la bandera cívica que le heredaran otros. Luego se dispuso a convertirse, independientemente de la profesión u oficio que escogiera para ganarse la vida, en un maestro, un guía, un censor. Pero todo eso no era más que presunción imaginativa y calenturienta. Lo que en verdad dio en aguijonearlo más cada día, aunque a solas y en silencio, como todo hasta allí, fue una curiosidad general, curiosidad sobre lo inmediato y lo remoto, sobre lo divino y lo humano; y, de hecho, pocas cosas lo detenían tanto como el placer de entregarse al ritmo de lo bello en la contemplación del arte y de la naturaleza, en lo que se ve y se oye y se palpa, o en lo que sólo se intuye en raptos de elevación interior. Esto último se le acentuó al fin de tal modo, que acabó por entregarse, ilusionado, a la idea de poder él asir algún día, remediando sus limitaciones, en lucha con su torpeza, vencedor de su desconfianza, los instantes de lo bello, de lo intenso, de lo emocionante y conmovedor, momentos siempre evanescentes y engañosos, y de llegar a poseer la aptitud de fijarlos en el papel por medio de las letras.
De ser, pues, otra la hora, otro el panorama social y político que la inercia de su actitud íntima le mostraba, la devoción y el ejercicio de las letras hubieran normado su vida desde entonces. ¿Pero le correspondía a él ponerse al margen del torrente que a la sazón estaba formándose en México? ¿Le cabía inhibirse, contemplativo o creador, de cuanto aquel torrente anunciaba y exigía desde 1906? A otros, evidentemente sí, pues son indiscutibles los fueros que otorga la vertiente de cada personalidad; a él no, y por idéntica causa; porque el ejercicio de esos fueros se convierte pronto en férreo carril de la conducta.
México estaba generando todo un nuevo clima de alcance social y político, y a las consecuencias de ese clima no podían escapar los predispuestos: los señalados material o espiritualmente por la acción de la historia. Porfirio Díaz, aquel semidiós del niño que se asomaba al mundo entre los vergeles de Tacubaya y la maleza de Molino del Rey, se había desfigurado. No era ya el adalid fabuloso, inasequible en sus otros, pero nunca ausente de las emociones patrias; ya no el debelador legendario de todos los sufrimientos nacionales. Se había convertido en hombre de carne y hueso, mientras el dolor popular, de que el niño no tuvo noticia, pero que, rondándolo, había estado ahí, acallado y sujeto al orden, permanecía constante. Ni era ya tampoco el caudillo liberal continuador de la obra consumada por Juárez y Lerdo y Ocampo en Veracruz. De tanto mirarse a sí mismo, y de tanto consentir en que sólo hacia él se mirase, o de exigirlo, se le había enturbiado la idea de su origen y de su razón de ser. No percibía ya la realidad material y espiritual del país a quien gobernaba, sino lo que los años habían pintado sobre la realidad para enmascararla; ni se percataba del imposible de que la vida se anulase manteniéndose inmóvil, y de que voluntariamente dejaran de existir los resortes sociales herederos de aquellos otros que, al hacerlo a él necesario en su hora, todavía lo justificaban. La ficción y el emblema vacíos habían proliferado y florecido a su alrededor. Atentos, él y cuantos tenía cerca, al mérito de las condecoraciones con que se le premiaba su virtud, y con que se interpretaban sus virtudes, habían acabado por creer que las condecoraciones eran la realidad; realidad el aplauso con que se las colocaba y se las admiraba en el pecho; realidad lo que de México decían quienes le escamoteaban el poder para usarlo en provecho propio. Una loa había adquirido validez de juicio permanente e indestructible: la entonada por las prósperas colonias extranjeras, que, felices de explotar a sus anchas la miseria mexicana, lo cantaban a todo lo ancho de los continentes hasta erigirlo en uno de los grandes constructores mundiales del sigloxix político, económico y social. Ni siquiera se concebía ya discutible el valor ditirámbico del apotegma, tan falso como indolente, que lo declaraba, a perpetuidad, el augur irremplazable de los destinos de México, el recipiente total de las inteligencias nacionales, la suma de las voluntades del país. Y él obraba como si, en efecto, fuese una entelequia objetiva externa a él, sensible para cuantos él gobernaba, su deseo de que nada cambiase, nada se moviese, nada alentase, porque siendo buena su obra, resultaría eviterna.
Que aquello fuera cierto o no, importaba poco. Porque en la esfera política —impulsos, actos, acontecimientos— lo que cuenta como factor no es la verdad; cuentan las apariencias y representaciones, auténticas o falsas, que la verdad toma y con las cuales la verdad actúa; que, a la postre, no otra cosa influye en las voliciones de los conjuntos humanos.
Y tal fue el caso de aquel joven estudiante, ya casi un hombre, que desde sus libros de la Preparatoria, y luego desde las aulas de Jurisprudencia, volvía la mirada, cuándo con inquietud, cuándo con interés, pero nunca sin pasión, hacia el curso que tomaban las postrimerías del régimen porfirista. Dos hechos, minúsculo el uno en apariencia, pero revelador para quien había jurado culto a la libertad, así la libertad se tornase tumultuaria e indomeñable, y limitado el otro a las proporciones de un episodio guerrero, pero dramático y tremendo por sus repercusiones personales, fueron para él los últimos toques en la determinación de su conducta.
Pasó el primero en 1908. A los alumnos de su escuela, y a los de las otra escuelas superiores, se les había ocurrido, próximo el 16 de septiembre de aquel año, conmemorar con discursos callejeros y una procesión de antorchas los fastos de la Independencia. Pero, aunque libre del menor pecado, tamaña originalidad de pensamiento no la tuvieron por juiciosa los funcionarios escolares. ¿Recordar a los héroes insurgentes con algo distinto del consabido desfile militar a ojos de oficiales y jefes, o diverso del tradicional grito nocturno, inofensivo por informe, pese a sus algaradas turbulentas? Él y los demás organizadores del patriótico empeño comparecieron a explicarse ante los directores de las escuelas, quienes, convencidos, contestaron: “No, no hay nada malo en esto, pero tenemos que consultar”. Y en efecto, se consultó con el Jefe del Departamento de Enseñanza Superior, el respetabilísimo Alfonso Pruneda, quien a su vez dijo: “No, no veo razón para que tan simbólico acto no se realice, pero tengo que consultar”. Y se consultó entonces con otro venerado director de la educación mexicana, don Ezequiel A. Chávez, en aquel tiempo Subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, quien también respondió: “No, no descubro motivo para oponerse, pero tengo que consultar”. Y fue y consultó con el ministro, don Justo Sierra, gran amigo de los jóvenes; y también fueron a explicarse con él los organizadores, a quienes el ministro dijo: “Muchachos, les asiste la razón, pero tengo que consultar”. Y ocurrió así que Justo Sierra, maestro de todas las generosidades y libertades del espíritu, auscultador del alma libérrima de su patria, hubo de consultar con el Presidente de la República si podían o no considerarse lesivos del orden y la paz reinantes en el país los discursos y la procesión de antorchas que los estudiantes querían dedicar a los héroes de la Independencia. Pero todavía hubo algo más. Don Porfirio, algo receloso al notar la simpatía de su ministro hacia unos jóvenes dispuestos a meter ruido, resolvió decidir por sí solo y con pleno conocimiento de causa. “Tráigame usted a esos muchachos —contestó a don Justo—, para que hable yo con ellos”. Por donde una mañana luminosa, mañana azul y de sol, don Porfirio Díaz recibió en la terraza del Castillo de Chapultepec a los organizadores de la manifestación patriótica.
A él, que nunca había visto de aquel modo al héroe de su infancia, frente a frente y estrechándole la mano, lo empavoreció al pronto contemplar a medio paso la figura que, niño, había aprendido a concebir como el súmmum de la grandeza encarnada en un hombre: su emoción fue sólo comparable a la que tuvieron los griegos al ver tendido en el polvo el cadáver de Héctor. Riguroso y solemne, sugeridoramente vestido de negro, delante de él se erguía don Porfirio Díaz con imponente dignidad. Pero el pavor se le desvaneció pronto, porque tanta era la compostura y tanto el esmero visibles en aquella persona, que hasta las arrugas del charol de los zapatos, altos y de una pieza, le dieron la impresión de ser artificiales.
Uno a uno, sus compañeros y él fueron exponiendo los motivos y la intención del acto cívico que proyectaban, tras de lo cual don Porfirio, que los había oído con escrutadora atención, consintió en lo que le pedían, mas no sin una advertencia. “Muy bien —les dijo—; hagan su desfile y digan sus discursos, pero tengan cuidado, mucho cuidado; porque hay en este pueblo atavismos dormidos que, si alguna vez despiertan, no surgirá ya quien sepa someterlos”.
Al salir de aquella entrevista, todos iban gozosos. Pero meditando él después sobre las palabras, de entonación casi hierática, que había escuchado, pensó para sí: “Los atavismos mexicanos que por orden de Porfirio Díaz no deben salir del sueño son el ansia que la nación siente por encontrarse a sí misma”.
El otro suceso le aconteció el 19 de diciembre de 1910, a los treinta y nueve días de iniciarse el movimiento armado contra la dictadura porfirista. Herido su padre, que era coronel del ejército federal, en el Cañón de Malpaso, donde peleó heroico y en condiciones innecesariamente adversas, fue llevado a Chihuahua, y allí, en el último diálogo, poco antes de morir, habló de esta suerte al hijo: “Dispuso el general que saliera yo a batir a los alzados, sin tomar en cuenta que mi batallón, deshecho en el desastre ferroviario de Sayula, casi no tenía más que reclutas. Para que me entiendas: en el tren íbamos enseñando a la tropa el manejo del fusil. No obstante, tan fácil se creía la victoria de mis pobres soldados, que algunos señores chihuahuenses —son de los más ricos— me trajeron fotografías de los jefes rebeldes.´Así —me decían al dármelas— sabrá usted si éstos están entre los prisioneros que coja y los mandará fusilar, pues la mala yerba hay que arrancarla de cuajo´. Y añadió en seguida: A propósito. ¿Dónde dejé esos retratos? ¡Ah, sí! en el cofre aquel. Cógelos y guárdalos tú… Y oye: no creo que sea esa la mala yerba…”.
Tales fueron las últimas palabras que le oyó: palabras de absoluta sencillez y naturalidad, y claras y definitivas en su intención, como todas las que le había escuchado siempre; palabras dichas sin énfasis ni amargura, y sin que la emoción que las estaba dictando se trasluciese en una sola de sus sílabas.
Cinco meses después tomaría él parte en las turbulencias maderistas de la ciudad de México, las que el 24 y 25 de mayo de 1911 dejaron muertos y heridos en el Zócalo y en la avenida Juárez, y de ese modo dio entrada en su vida a la política, y con ella, tinte definitivo a sus actividades de intelectual y escritor.
Lo primero, del orden práctico, no tuvo mayor importancia que hacerle abrazar una carrera diversa de la que se proponía. Lo segundo fue mucho más allá: lo forzó espiritualmente, metiéndolo por una senda de la que no podría escapar nunca. Porque de allí adelante —y eso duraría cinco, diez, quince años— sus pasos y vicisitudes de revolucionario y político lo pondrían en contacto con todo un mundo de posibilidades literarias, mundo que, al abrírsele hacia tal perspectiva como el suyo propio, lo confirmaría en su idea de que nada era superior al empeño de dar vida artística a las esencias y contemplaciones del hombre, buenas o malas; pero mundo también que, espectador él y a la vez actor, le crearía estados de conciencia destinados a reflejarse en su obra, si llegaba a intentarla. La Revolución y la política habrían de mostrársele como un escenario de figuras alternativamente hombres y agonistas, personas de la realidad de cada día, que lo abarcaba a él junto con los otros, y personajes enmarcados ya en los cuadros de la historia, que su mano debía guardarse de tocar temerariamente.
En realidad, inequívoca la Revolución como mandato para su comportamiento de aquella hora, se le mudaba en interrogación trágica tan pronto como intentaba pasar del acto a la idea. No conseguía poner de acuerdo, con las verdades que estaba viviendo, ni su conciencia patriótica sobre lo inmediato y actual ni su concepto histórico de México. Y si sufría por lo uno, lo otro lo angustiaba. Porque, en cuanto a lo actual, le servía de contrapeso la evidencia de lo que México había sido moralmente bajo las fuerzas sociales y políticas que trataba de aniquilar la Revolución: un México de brutalidad e injusticia para los inermes y los débiles; un México en el cual no siempre perpetraba el despojo, o el atentado, o el crimen la mano que habría de aprovecharlos, lo que añadía a lo inicuo más iniquidad: la de la premeditación, la hipocresía y la ventaja. Pero semejantes valoraciones relativas no lo apaciguaban; las quería históricamente absolutas, conforme a la exigencia de su sensibilidad más íntima. El punto era éste: ¿Cómo se reflejaría la imagen de la Revolución, cómo las de sus hombres, en el espejo de la historia mexicana? ¿Sería posible limpiarlos de sus impurezas —a ella y a ellos—, y aun de lo que en algunos caudillos, quizás los más salientes, se señalaba como verdaderas deformidades? ¿Se les podría abrillantar hasta hacerlos dignos de lucir, creadores de un México nuevo, con las mayúsculas de oro que en los tableros patrios recuerdan a los héroes mayores? ¿O había él de convenir, para oprobio de todos, en que era la insensatez, era el crimen, era la infamia, quien traía a México el bien, mientras la virtud se ponía a salvo de los riesgos, incapaz de alcanzar y procurarse lo que el mal estaba consiguiendo? Porque no ignoraba que lo más inteligente y culto del México de aquellos días fallaba inflexible contra toda la Revolución y todo lo revolucionario. Pancho Villa, por ejemplo —nombre el más condenado verbalmente y en idea—, no era, según los dirigentes de la sociedad mexicana de entonces, más que un bandolero, un vulgar salteador de caminos; y sin embargo, él había visto a Pancho Villa ganar las grandes batallas que harían posible el triunfo de la Revolución. Emiliano Zapata, el otro predilecto de los juicios condenatorios inapelables, era sólo el Atila del Sur, un devastador, un degollador insaciable en sus atrocidades; y, sin embargo a él, Zapata se le aparecía como el sostenedor, único durante años y contra la furia de todo un régimen social en armas, del principio revolucionario que luego se consideraría básico e intocable. Y la pregunta se le venía rápida al pensamiento: si esas enormes tareas, irrealizables sin el concurso de una aspiración nacional, quedaban encomendadas a los bandoleros, ¿dónde había que ponerse para estar al lado de los hombres de bien? ¿O es que hacía falta el mal para la obra, mal que, entonces, no debía ser denunciado, sino glorificado?
Hondo problema, por las dudas morales que le suscitaba, y grave por las consecuencias que había de tener en su posible obra de escritor. Porque desde esa hora su urgencia de convertir en valores literarios lo que había visto y vivido en la Revolución tropezaría con el preliminar, insoslayable, de contestar la pregunta que lo atosigaba: habiendo estado cerca de aquellos hombres, habiéndolos conocido en toda su desnudez, y a la Revolución en toda su crudeza, ¿le era lícito intentar pintarlos, en lo que de individual tenían los unos y la otra, con trazo equiparable, por su propósito estético, a la grandeza de la propia aspiración revolucionaria, que él había hecho suya? Y en torno a la necesidad de darse una respuesta afirmativa habrían de girar sus cavilaciones de varios años.
No le fue fácil disipar sus dudas, entre otras causas porque, a su entender, el asunto no admitía un análisis superficial. El solo planteamiento de la cuestión anduvo siempre muy lejos de presentársele con la nitidez simplista que después le daría, diciendo: “Si los principales autores de la Revolución no hubieran sido tan defectuosos como fueron, la Revolución no habría llegado a ser lo que es”. Porque para hablar de tal modo le faltaba el concurso de un imposible: que la materia revolucionaria, vista por él directamente y en su estado natural, no hubiese chocado con las definiciones patrias que había recibido, como en quintaesencia, a través de la alquimia de la historia. Hubo, pues, de someterse a una prolongada suspensión del juicio, para no absolver a ciegas ni caer en la retractación de su entusiasmo de otros días, o en la negación de su propia conducta, o en el desconocimiento de lo que antes reconoció.
En su primer destierro —el que duraría cinco años después del triunfo de Carranza sobre Villa— acomete un ensayo de coordinación histórica y política nacional, pensando que así ha de revelársele la virtud unificadora de lo mexicano en el curso de su evolución, y que a lo largo de esa hebra podrán engarzarse, con igual resplandor que los hechos y los hombres de 1810 a 1821 y los de 1856 a 1867, los de 1910 a 1915. Pero fracasa en el intento, en parte por incapacidad, y en parte porque lo esteriliza el ver convertirse en ideas imágenes que lo cautivan como hombres, y en diagramas y especulaciones teóricas hechos que para él viven como acontecimientos. Luego necesita asistir a la liquidación del carrancismo, que observa a distancia; y de nuevo en su patria, ha de volver activo a la política, y de ésta otra vez al exilio, para intentar el camino opuesto: hacer, con miras a lo que busca, el retrato de sus hombres y la pintura de sus escenas, urdidos los unos con las otras y tramando todo mediante un procedimiento tal que, dando unidad al conjunto, y librándolo de ser historia, o biografía, o novela, le comunique la naturaleza de los tres géneros en proporción bastante para no restar fuerza al principio creador ni verdad sustantiva a lo creado. Pero esta otra senda, aunque grata por sus posibilidades literarias, y satisfactoria por sus realizaciones, tampoco le resuelve el problema de fondo, antes se lo agrava; porque interpretada así la Revolución, no se hace justicia a sí misma, con ser histórica y artísticamente ciertos los elementos primordiales de la pintura.
Entonces, a la vista de sus dos intentos fallidos, es cuando comprende que para entender y sentir al México revolucionario con toda su trascendencia moral y bajo su verdadera luz, no necesita barajar conceptos políticos o leyes sociológicas, ni ver a los protagonistas en algunos de sus hechos aislados, así sean proezas fantásticas o intimidades candorosas que los retraten fielmente en el momento elegido. La cabal respuesta a sus interrogaciones la encontrará siguiendo en su vida, en sus móviles y en las consecuencias de sus motivaciones y su carácter, a quienes hicieron la Revolución y la personificaron según los conoció él, pues ello equivaldrá, al menos en su concepto, a la depuración derramada por los siglos sobre las otras etapas afirmativas de la historia mexicana, igual que acontece con la historia de cualquier pueblo y a despecho de las debilidades que a todo hombre aquejan.
Y no se piense por esto que a lo largo de sus lucubraciones se le hubiera escapado la idea de que la Revolución, considerada enjutamente en su totalidad de hecho histórico y como suceso despersonalizado, no requería justificaciones éticas. Si había acontecido, era porque tenía que acontecer, y si se había mostrado bajo ciertas modalidades, era porque no le correspondían otras. Ni se le ocultaban tampoco muchas generalizaciones históricas, cada una suficiente, con su mero enunciado, a dejar a la Revolución Mexicana limpia de toda culpa respecto a sus medios. Le bastaba para ello volver los ojos a tres o cuatro de los principales fenómenos sociales que habían cambiado la vida entera de una parte de la humanidad, como la erección del imperio romano, base política de la cultura de Occidente, o la sacudida bárbara animadora de la civilización cristiana, o la constitución del imperio católico español, o la formación de la anfictionía económica que habla inglés; junto a todo lo cual, los peores extremos de la Revolución de México eran tan veniales como reducida su órbita dentro de la historia de las concentraciones y dispersiones del hombre.
Mas no era ese el caso suyo. A él, que había andado en la Revolución, y quería convertirla, sin trabas morales, en tema de una obra literaria, no le bastaba mirar en perspectiva el hecho revolucionario y sentirse allí partícula de generosidad o de miseria, de justicia o de dolor. Buscaba el conocimiento profundo de su conducta y la tranquilidad de su conciencia como coautor de actos revolucionarios y como compañero, lejano o próximo, de los protagonistas de aquellos actos, aun cuando se tratara de los peores conforme a las valoraciones comunes y corrientes. Para él, el dato inmediato —que, partícipe en lo bueno y en lo malo de la Revolución, no podía desconocer ni disfrazar— eran los individuos, las personas entre quienes se había movido, y con quienes había actuado y vivido y convivido, así como las acciones cotidianas de esos hombres en lo que tuvieran de públicas y notorias. Y nada de lo que cerca de ellos vio lo había hecho variar de conducta hacia la Revolución ni hacia los revolucionarios, antes lo había mantenido, respecto de ella, invariable en el favor, y respecto de ellos, consecuente en la comunidad o en la intimidad, cuando no en la subordinación y la obediencia. ¿Cómo, pues, cohonestar en su pensamiento, con el hecho de sentirse enrolado para una causa orientada hacia el bien y emprendida en nombre del bien, que no lo apartaran de ella los innumerables actos y sucesos que parecían ponerla en manos aparentemente sólo dispuestas a complacerse en el mal? En otros términos, necesitaba, para no ser una contradicción ante sí mismo, explicarse la existencia y la grandeza de los Pancho Villa y de los Emiliano Zapata —los dos revolucionarios más característicos—: pero explicárselas no como fatalidades históricas a la vez deplorables y útiles, sino como algo que lejos de resultar, en su concreción íntegra, opuesto a la idea de México, era plausiblemente concebible dentro del marco mexicano, concebible en la forma de grandes personalidades cuya aparición no requería disculpas individuales ni nacionales, ni tenía por qué suscitar rubores, antes estaba en armonía con lo máximo que México había dado de sí.
Tal explicación, por supuesto, no debía esperarla de estudios psicológicos ni de raciocinios sobre la diversidad de los tipos humanos, sin cuya jefatura son imposibles las grandes conmociones transformadoras de los pueblos. Se la daría el camino directo: emprender de nuevo la senda de la Revolución, sólo que ahora imaginativa y literariamente y desde el interior del alma de los principales personajes revolucionarios, o del principal de ellos por lo más discutido, o por lo más difamado en nombre de la verdad o la mentira, o por lo más abominado con razón o sin ella, pero con tal que fuese indiscutible por la grandeza de sus hechos. ¿Y quién mejor que Pancho Villa, en el cual veía él converger todos esos caracteres y otro más; que no habiendo salido Villa vencedor en la lucha interna por el botín de la Revolución, eso lo dejaba sin amparo frente a los juicios que le armaban todos? Era, pues, la figura de Pancho Villa la que tenía que poner otra vez en acción, a Villa a quien debía recrear, elaborando con lo eventual y transitorio de su existencia efectiva valores estéticamente necesarios y permanentes, y quedarse entonces con esa verdad, que sería inconmovible en las proporciones en que lograse consumarla, porque toda verdad literaria es una verdad suprema que por sí sola existe.
De tal modo, la inteligencia del drama revolucionario —como la de todos los dramas— se reduciría para él a la razón de ser de los personajes; y si el papel de éstos aparecía grande en la Revolución, bastaría eso para que él los declarase insustituibles e indiscutibles en su grandeza, y para que los colocara en la perspectiva histórica de la patria —gracias a una especie de catarsis— sin necesidad de juicios absolutorios o apologías ensalzadoras. Porque para él, toda grande obra que se consumaba gracias a los recursos de una personalidad, elevaba los recursos de la personalidad a la categoría de la obra y redimía a la personalidad de sus aparentes imperfecciones, fuesen las que fueren; lo que lo autorizaba a creer y decir que entonces ninguna de esas imperfecciones, o flaquezas, o deformidades, era anatema para negar a nadie, ni para privar a nadie, por un supuesto decoro histórico y para tranquilidad de los enamorados de una patria ficticia, de lo que en verdad se hubiera hecho y en verdad se hubiera sido en la patria auténtica. Antes al contrario, de allí podría partir, apoyándose, por ejemplo, en el caso de Pancho Villa, a la formulación de ciertas conclusiones de valor histórico. Aceptaría ésta desde luego: que la Revolución Mexicana no hubiera podido ser obra de hombres sólo idóneos para el mejor desenvolvimiento de un orden establecido, hombres morigerados por definición y apegados a la permanencia tranquila de las costumbres. Se propondría esta otra: que, biológicamente, parecían ser inseparables la gran vitalidad que en muchos individuos es productora de las vehementes virtudes de la acción o de la creación, y cierto desenfreno en el móvil individual regulador de la conducta, desenfreno que choca con las normas de templanza que la mayoría, sin dotes extraordinarias para nada, posee por idiosincrasia, practica por falta de nervio o finge por ausencia de valor. Se haría esta reflexión más: que la Revolución Mexicana no procedió iluminada por una preparación ideológica, sino que había surgido desde lo más hondo de los atisbos o adivinaciones de lo que se llama instinto, y que, naturalmente, a los más instintivos, a los menos transformados por la educación y la cultura, quedaba reservado hacer en ella lo que no era obra de cultura ni de civilización. Se le ocurriría también: que eso explicaba cómo los antecedentes sombríos, primitivos y montaraces de un Pancho Villa —en lucha desde siempre con la sociedad— fueron factores inherentes a la personalidad trastocadora de quienes traerían un México nuevo, por lo que resultaron indispensables los caudillos y guerreros ignaros, sin cuyo concurso no había venido el desquiciamiento nacional preparatorio de los logros de la Revolución. Se diría asimismo: que sin esos hombres, encarnación viva —porque en su sangre la traían— de la ineficacia social que los había producido, la aspiración idealista y superior de los revolucionarios por apostolado, por concomitancia, por moralidad o por rebeldía —el de los Madero, los Carranza, los Ángeles, los Alvarado, los Diéguez, los Obregón, los Sarabia, los Villarreal— no habría llegado a imponerse tomando sustancia y forma. Y llegaría a esto último: que todo ello hacía pensar como en un antecedente predestinado, según lo calificarían los adeptos a la historia providencialista, en los siglos de injusticia y maldad sociales que se habían necesitado para producir un Pancho Villa, fenómeno cuya elocuencia pasmosa advertía él con sólo considerar el caso insólito y hasta único, de los atributos personales de Villa. Porque estimaba ya extraordinario el hecho de que habiendo crecido Villa en la miseria y la ignorancia más absolutas, y habiendo tenido que ponerse desde la adolescencia en lucha con la sociedad y convertirse en bandolero por obra de sus desgracias, hubiera sido capaz de subsistir así en espera de que algo le deparase otra suerte; y se admiraba al ver cómo Villa, al unirse al maderismo, no sólo se había librado de la existencia que traía, sino que supo llegar a ser pronto, por la intuición y los frutos de su genio militar, el primero entre los generales revolucionarios, al punto de concitarse, no obstante su apego a los anhelos populares más generosos, la malquerencia de quienes, para acabar con él, fingían no entenderlo; y se asombraba, finalmente, de que, a la postre, Villa hubiese tenido que combatir con el ejército de Carranza por una parte y con el de los Estados Unidos por la otra, sin sentirse vencido nunca, ni desfallecer, abroquelándose incluso con sus heridas, y sin dejarse atrapar o matar por ninguno de los veinticinco mil hombres que andaban cazándolo con la consigna de capturarlo vivo o muerto.
Desventuradamente para los propósitos del escritor, lo más impetuoso de la vida, y quizá de su esfuerzo, se le había ido en aclarar estados de conciencia y en abordar por fracciones, y en forma de ensayo, una obra que sólo se habría realizado con toda plenitud emprendiéndola desde un principio con la visión y el brío que da el ánimo artístico libre de estorbos ajenos a su naturaleza. Y le había acontecido algo peor: que ese mismo imperativo que lo forzaba, no por vocación, aunque más irresistiblemente que una vocación, a engolfarse y consumirse en las fortunas y adversidades de la política, traducida con frecuencia en afanes periodísticas, vendría obligándolo a diferir, siempre de un día para otro, la ejecución de los empeños suyos: los de las letras puras y simples. De ello, tal vez, lo habría librado el descubrir a tiempo cómo la dualidad de su actitud, nacida de una aparente divergencia de solicitaciones, no era en el fondo más que una sola y misma cosa, capaz, por tanto, de expresarse en una sola y misma forma. Pero esto, tan claro para él posteriormente, no supo verlo en hora oportuna.
Señores académicos: Temo haber apurado vuestra paciencia, si bien no dudo de que me perdonaréis en gracia a la espontánea sinceridad de mis palabras. ¿Qué quizás holgaba mi larga exposición? Pudiera ser. Mas no me tomaréis a mal que, dándome a conocer más allá del punto en que, para mi honra, ya me conocíais, haya querido disipar en vuestro ánimo, por si la hubiere, cualquier duda acerca de la claridad de mi intención en todo cuanto hasta aquí he hecho, o en lo futuro haga, entre vosotros. He querido mostraros que dentro de la Academia, entidad no baladí para las actividades culturales mexicanas, mi conducta ha respondido siempre a lo que pienso y siento acerca de México, y que si a veces, obrando así, os he alterado, no ha de atribuírseme a capricho o arbitrariedad ni, menos todavía, a que me anime algún demonio perturbador. Notad que así como dentro del curso central de mi vida no he podido convertirme, por inducciones incontrastables, en el escritor sólo literato que a mí me anunciaba mi vocación, de igual modo, en mis actividades académicas, he debido ceder a veces al influjo de esas mismas causas; peripecia, esta última, que no ha de lamentarse. Yo, al menos, candorosamente, la doy por bienvenida, pues no deja de halagarme una cosa: que siendo aquí el último casi en todo, y muy particularmente en los merecimientos, no esté ni con mucho a la zaga como el suscitador de las inquietudes que han traído cierta novedad a nuestra organización corporativa. Aludo a la revisión y completa transformación del estatuto que rige las relaciones entre las diversas academias del habla castellana, punto, lo recordaréis, sobre el cual insistí, y por el cual batallé hasta la borrasca, aferrado a mi convicción de que siendo México un país independiente de España, su academia no debía existir como un apéndice colonial de la Academia Española. Me refiero también a la modificación de algunos de nuestros artículos estatutarios, y particularmente a la de uno de ellos: el que en sus términos anteriores suponía cierta desviación del espíritu y la letra de las Leyes de Reforma, el venerable cuerpo jurídico incorporado a la Constitución Política de México nada menos que por uno de los académicos más insignes, “el ilustre presidente liberal mexicano don Sebastián Lerdo de Tejada”, conforme dice con acierto y justicia, en su reseña histórica preliminar, nuestro Anuario.
En fin, heme aquí, con vosotros y ante vosotros, y tal cual me elegisteis: ni gramático o erudito laborioso y sabio, aunque los secretos de mi idioma y el conocimiento de su literatura me cautiven, ni hombre de letras como me hubiera gustado ser: entregado día y noche a la obra del arte por el arte mismo. Soy apenas un aprendiz de escritor y de novelista, en esto último atenaceado siempre por las categorías, vivas y prontas a manifestarse, que me definen como un mexicano abierto a las resonancias de todas las horas positivas de mi nacionalidad y que me gobiernan con el rigor de un credo cívico porque, para mí, es un credo en el cual se identifica mi patria, y se honra y se enaltece. Creo, con infinita reverencia y ternura hacia la rama vencida en el origen de mi estirpe, en el genio político de Hernán Cortés y en la pureza evangélica de los primeros frailes que subieron hasta la altiplanicie de la Anáhuac; creo en las virtudes ejemplares, casi telúricamente primigenias, y en el estoicismo y la sensibilidad, de la raza que halló expresión sin paralelo —suplicio y dolor que evocan para contraste el encanto de las flores— en la ordalía de Cuauhtémoc; creo en la fecundidad de la madre España, preconizadora del concepto universal del hombre, creadora de naciones allí donde la codicia del colonizador pudo no dejar ni rastro de los pueblos sometidos; creo en la grandes de los mártires que hicieron la independencia de mi patria en acatamiento a un idealismo dispuesto al sacrificio, no por las conveniencias de un oportunismo egoísta y turbio; creo en la obra de los reformadores mexicanos, a quienes debo el haberme vuelto tan respetuoso de la idea de Dios, que no me atrevo a pensarla en voz alta, ni menos sacarla a la plaza pública y cometer allí la irreverencia de darle forma a imagen y semejanza de mí mismo, y creo, por último, en la ejemplar devoción de cuantos supieron ofrendar su vida por la integridad y el bien de la tierra mexicana y por mantener incólume la noción del deber, adalides inmortalizados unos por el recuerdo, héroes anónimos otros de quienes sólo queda, tenue, el polvo que pisamos.
Bien pudiera deciros, al acogerme hoy a vuestro reposo, que no vengo de las aulas ni de las bibliotecas, sino del trajín de la calle; pero acaso sea más exacto y justo que me recibáis como a viajero, ya un poco fatigado por los embates de un vivir ardiente, que ha avanzado hasta aquí después de recorrer con los latidos de su corazón los caminos históricos de México, ásperos aunque luminosos.
El admirable discurso que acabamos de escuchar, así muestra la alta calidad de un escritor, como pone al desnudo, en sus evoluciones consecutivas, un espíritu.
Me une a Martín Luis Guzmán, desde hace más de cuarenta años, amistad noble y fiel. Claro que, cuando le conocí, ya estaba lejos el chiquillo que en la quieta, umbría, melodiosa Tacubaya de antaño, nació a la vida interior; lejos también el adolescente que bajo el sol tórrido de Veracruz vio asomar su vocación de periodista, y, más tarde, en las aulas de la Preparatoria, tras de cimentar su cultura, la no menos decidida por las letras.
Nuestro mutuo conocimiento data de mucho después: de los años que precedieron inmediatamente a la Revolución; de los años en que empolló nuestra generación literaria en el ámbito de lo que fue el Ateneo de la Juventud.
Pero todo lo que presuponía aquel lento desenvolverse de que hace un instante nos daba cuenta, reflejábase al través de su carácter y de su íntimo modo de ser. Una inteligencia sagaz y dúctil; hidalguía y rectitud; sinceridad y consecuencia consigo mismo; amor al pueblo y preocupación constante por los problemas nacionales; en suma: comprensión sutil, firmeza en el pensar y profundo respeto hacia el pensar ajeno. Algo, en fin, muy distinto y muy distante del hombre reñido con la reflexión y la prudencia, con la moderación y el escrúpulo; del personaje extravagante, absurdo, al que él mismo, con genuino rasgo de buen humor, acaba de referirse, y conforme al cual le imaginan quienes no le conocen; sino, antes bien —y le cito al pie de la letra— hombre que venía a ser, tan sólo, un hijo de su hora y de su país.
Caso singular. Ocurrió que, antes de trabar amistad con Martín Luis Guzmán, tuve noticia y pude valorizar a la que pudiéramos llamar figura central, capital, de la relación que nos ha hecho: al coronel Guzmán, su padre. Era el coronel D. Martín L. Guzmán —así, siguiendo al nombre la “L” inicial solamente— un prestigiado y austero jefe de nuestro Ejército. Encontrándose al frente de su cuerpo de ejército en una plaza del Norte, tuvo que venir a México, y aquí le aconteció un hecho no frecuente: compró un billete de la lotería, y se sacó el primer premio; premio no de millones, como ahora se estila, sino de miles, simplemente de miles de pesos, aunque lo bastante para constituir apreciable fortuna. ¿Y qué pasó entonces? Cosa que, sin duda, nunca ha pasado; es a saber: que el coronel cobró el premio; que adquirió, con mínima parte del dinero obtenido, modestos regalos para su esposa e hijos; que volvió al lugar donde su regimiento estaba de guarnición, y que, en seguida, proporcionalmente, repartió íntegro el caudal ganado, entre sus tropas, de teniente coronel abajo, sin conservar ni guardarse para sí un solo centavo.
Tal hecho, al conocer yo a mi amigo, hizo que le estimase aún más, sabiendo de qué linaje procedía. Y no me engañaba la aproximación afectiva que de tales seres yo hacía. Martín Luis era un muchacho sencillo y pobre. Acababa de fundar su hogar; rudamente, trabajaba para vivir; ejercía la cátedra; fiel a su casa y encerrado en ella, leía, escribía y jugaba con sus hijos, risueño y gozoso.
Ya había estallado la Revolución, y aun transcurrido su primera etapa. El coronel Guzmán fue una de las primeras víctimas. Gravemente herido en la acción de Malpaso, como ya sabéis, sucumbió a sus heridas, sacrificándose al deber, siendo consecuente con su misión de soldado. Parecería, pues, extraño, cómo el hijo de aquel jefe militar no sólo se afilió a la Revolución, sino que, al peligrar los destinos de ésta por obra de la repulsiva felonía, abrazó la causa revolucionaria con firmeza y fervor. La contradicción entre los actos de padre e hijo es más aparente que real. Uno y otro pensaban lo mismo; uno y otro procedían lo mismo. En su lecho de agonizante, el padre, hablando de los rebeldes que habían ido a combatir, y que no pocos capitalistas atemorizados le señalaban como bandidos, había dicho a su hijo: “No lo creo”. Y tan rotundo “no lo creo”, tanto como anteriores consejos y enseñanzas, a la vez que honrada convicción, determinaron y justificaron la acción revolucionaria del hijo.
Al par que una hermosa pieza literaria, el discurso que hemos oído a Martín Luis Guzmán es un documento de elevado valor psicológico. En él se plantea lo que fue en las conciencias el drama de la Revolución. Toda o casi toda la juventud intelectual de mi tiempo, antes de sobrevenir aquélla, era adversa al viejo régimen imperante. Al producirse el estallido revolucionario, unos de los jóvenes letrados, siguiendo la línea oposicionista, a la Revolución se afiliaron; otros, los menos, la combatieron; el resto, mantúvose en expectante apartamiento.
Martín Luis Guzmán fue de los primeros. Recluido hasta allí en su pensamiento, presto emprendió la acción. Sin medir peligros, abandonando la quietud de su hogar, esquivando asechanzas, voló a la frontera para ponerse al servicio de la causa. Largo batallar; sangre y dolor en contemplación constante; la vida en frecuente riesgo; con los hechos militares, las incidencias políticas. Al fin, el triunfo.
El hombre templado en la acción y fiel a lo que consideraba los dictados de su deber, desde aquel momento tenía trazado un camino que tal vez no sospechó. Inquieto por naturaleza, espíritu revolucionario innato, su vida le llevaría por varios y duros caminos: uno de ellos, el destierro, o, para mejor expresarlo, los destierros. Él, que tanto amaba a su patria, viose a menudo alejado de ella.
Mas esto no alteró ni desnaturalizó lo que era su recio carácter; un carácter hecho de una pieza. En tierra extraña trabajó, luchó, siempre sonriente y sereno. Tan pronto tornaba a México, como, a resultas de los embrollos políticos, volvía a salir. Vida inquieta la suya, reflejo de su propia inquietud. Pero vida consecuente en un ideal y con severas reglas de conducta. Recordando acaso la frase de su padre al aludir a la brújula: “Guíate por ella, que siempre mira al Norte, y así no te perderás”, era el arquitecto de su propio destino.
La actividad de Martín Luis Guzmán, en el curso de su existencia, después de la batalladora era revolucionaria, se concentró en lo que distaba de ser incierta, sino, al contrario, fue firme vocación: el periodismo y las letras. El hombre de acción hermanaba íntimamente con el periodista. Periodista ha sido y es, descollante, tanto en el ejecutar como en el dirigir. De igual suerte que funda periódicos y revistas, escribe crónicas, editoriales o artículos; hábil, fácil en el discurrir, le asiste perfecto sentido de la actualidad para interesar y atraer. Pero digno de señalarse es, asimismo, que el hombre de acción, identificándose con el hombre de letras, inspiró también toda una obra literaria y en ella está de cuerpo entero.
En su mayor parte, casi totalmente, la obra literaria de Martín Luis Guzmán se inspira y se informa en la Revolución Mexicana; por donde, haciendo cuenta del valor técnico, de las excelencias de lenguaje y estilo, de la originalidad, cabe afirmar de él que es el más grande escritor que produjo la Revolución.
Al publicar sus primeras obras —A Orillas del Hudson y La Querella de México—, ya el escritor se hallaba maduro. Había tenido la prudencia —como vulgarmente se dice— de pasar el sarampión en casa. Nada de vacilaciones ni de tanteos; ningún tropiezo. Poseía un estilo propio, inconfundible; un modo personal, original; su prosa se había asentado, era elegante, tersa, clara, castiza y troquelada en moldes severos. Su pensamiento se presentaba sin titubeos, acomodando en cabal armonía la idea con la forma.
En uno de esos dos pequeños libros —en La Querella de México— mostraba ya Guzmán su inclinación a lo histórico. Sería tal inclinación decisiva; sería profunda.
Ciñéndose al rigor de la historia, pero con la fina atracción del novelista, compone una interesante biografía: Mina el Mozo, héroe de Navarra. Pocos libros habrá que a éste superen en tal género. El autor anima con enérgico trazo la figura del héroe, desde su nacimiento hasta su muerte, con una vivacidad, con una sobriedad, con una gracia pintoresca inigualables. Se apasiona de Mina, lo comprende y lo sigue, como si estuviese identificado con él. Creeríase que entre los dos —biógrafo y biografiado— existe una secreta afinidad. Los enlaza el valor, la audacia, el amor a la libertad; la inquietud, sobre todo.
Tras de Mina el Mozo, la obra entera de Martín Luis Guzmán se consagrará a la Revolución Mexicana.
Débesele el libro más pujante y vívido, el más dramático y cautivador que acerca de la Revolución se haya escrito: El Águila y la Serpiente. Libro de memorias ciertamente; libro de memorias en el que relata Guzmán los sucesos en que fue actor y testigo desde que escapó de la ciudad de México, a raíz de la usurpación, para unirse a las fuerzas revolucionarias, hasta que fue evacuada la capital por las tropas y el gobierno convencionistas. Pero el hecho es que este libro de memorias se antoja también novela por el corte estético que el autor da a los más diversos incidentes; por el continuado tramarse de las más variadas escenas; por el primor de narraciones y descripciones; por la fluidez y grato sabor de los diálogos; por la abundancia de magistrales retratos y el pulular aun de mínimas figuras en el curso de tan movida historia. Episodios de profunda dramaticidad; trágicos acaecimientos; los vaivenes e intrigas de la política; coloridos cuadros de costumbres; relatos salpimentados de fina ironía, llenan los breves, incisivos capítulos de El Águila y la Serpiente, obra rotunda y de cabal maestría.
El novelista se apartaría del memorialista, aunque no de la Revolución, para escribir La Sombra del Caudillo; novela política, evidentemente de las mejores que registre la historia de nuestras letras. Alcanza aquí Martín Luis Guzmán absoluto dominio de su arte. A la gallarda concisión del estilo; a la excelencia de la prosa, que por su brillo y reciedumbre se antoja metálica; a la aguda perspicacia del análisis y a la perfecta y acabada pintura del ambiente, asócianse la verdad, el brío con que se exponen las dolorosas realidades de una de las más sombrías épocas de la posrevolución: aquella en que con mayor ímpetu, cruel y trágico, se caracterizó la lucha por el poder, la apetencia de poder, cualesquiera que fuesen los medios para tenerlo.
Al cabo, el historiador, el memorialista, el novelista, se fundirían en una sola y misma persona para producir la creación más extraordinaria que haya salido de tan ágil pluma. Refiérome a las Memorias de Pancho Villa. Ya el título lo dice: las memorias no son de Guzmán, sino de Villa; pero, siendo de Villa, no dejan de ser de Guzmán. Valiéndose de los documentos que logró allegar; fiando, sobre todo, en su íntimo conocimiento del extraño personaje, al que muy de cerca conoció y trató, tanto como por serle familiares el escenario y, en parte, los sucesos en que de cerca o de lejos hubo de participar, el escritor se introduce en la persona misma del terrible guerrillero, y por él y con él actúa y le hace actuar, poniendo en sus labios el animado relato de su vida. Es Villa quien narra, con su propio lenguaje y particular manera; con su rudeza y peculiar modo de ser y de sentir. Y, ¡prodigiosa transmutación!, el memorialista fingido nos da una certera visión del sujeto actuante; sujeto feroz y bravío, como, en tal cual lance, generoso; alma siniestra por cuyas tenebrosidades se deslizaban, a las veces, rayos de luz.
Claro que esta dualidad memorialesca tiene sus inconvenientes; entre otros, el de no saber el lector a qué atenerse. Si bien es el protagonista quien habla, y siempre o casi siempre a su favor, ¿será él, o será el real y efectivo autor quien discurre y piensa? Esta circunstancia menoscaba, a no dudarlo, el valor del libro como testimonio histórico; por más que no disminuya, ni en un ápice, el que tiene como elaboración literaria. Desde este punto de vista, es, en verdad, maravilloso. A lo largo de mil páginas, las Memorias mantienen despierta la atención del lector y le subyugan en forma apasionante. Hasta logra el memorialista que, en determinados episodios, su personaje nos sea simpático y nos convenza con sus razones, aunque sin conseguir que estemos del todo con él.
Pero concluyamos; que ya temo haber fatigado vuestra atención.
Tales son la personalidad y la obra del insigne escritor que, tras de pertenecer de años atrás a esta corporación como socio Correspondiente, ahora toma asiento en ella a título de Individuo de Número. Por lo entero y noble de su personalidad; por la finura de su ingenio; por sus relevantes cualidades personales y literarias, Martín Luis Guzmán es justamente estimado y querido entre sus colegas. Aun podría yo afirmar todavía más: que por los eminentes servicios que ha prestado a nuestra Academia en las tareas técnicas y eruditas que le son propias, goza de gran prestigio en esta Casa.
Sea en ella cordialmente bienvenido, y hagamos votos por que encontrándose nuestro amigo en plenitud de vida y maestría en el ejercicio de su arte, aún pueda acrecentar, con nuevos frutos de su vigoroso ingenio, el tesoro de las letras patrias.
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