Señor director de la Academia Mexicana,
señor secretario perpetuo de la misma,
señores académicos,
damas y caballeros:
Aparezco hoy ante ustedes, en esta noche de particular importancia para mí, asediado por el recuerdo vívido de algunos seres desaparecidos, conmovido por la evocación de otros que, por fortuna, siguen vivos, pero que veo ahora sólo en el pasado.
Pertenecer, a partir de ahora, a esta admirable Academia, es una forma, la mejor, de sentirse en casa. Y que no se me juzgue petulante por tal afirmación, ya que sólo pretendo recordar, recordar para mí, que a ella pertenecieron dos miembros de mi familia. El primero en el tiempo, don Rafael Ángel de la Peña, tío bisabuelo, ocupó, casualmente, la misma silla, la número XI, que ahora me corresponde.
Sería redundante hablar de su pericia gramatical y de su ingenio siempre despierto. Otra, la número VIII, estuvo ocupada casi 20 años por el doctor Francisco Carlos Canale, helenista profundo y médico de diagnóstico impar, a cuyo lado aprendí mis primeras letras griegas. A él, medio hermano de mi madre, debo el ejemplo de la vocación y en su hijo, Eleazar, mi padre por el espíritu, admiré la defensa cabal de la honestidad intelectual, la modestia nacida de la verdadera valía y la incorruptibilidad.
No puedo dejar de sentir nostalgia de la vieja Facultad de Mascarones al ver a nuestros tres magníficos doctores don José Luis Martínez, don Manuel Alcalá y don Guido Gómez de Silva, a quienes conocí en aquellos tiempos cuando, con mi prima Margarita Canale, hacía yo (que no ella, experta en esa lengua) mis primeros pinitos de francés.
De tiempos más cercanos recuerdo a mi antecesor, el doctor Salvador Azuela Rivera. Lo tengo presente cuando dirigía el Fondo de Cultura Económica: hombre de gran simpatía, de una sencillez que encubría la seguridad y conciencia de su valor, mostraba siempre una faz amable y parecía tener el consejo atinado al alcance de la mano. Diserto, ameno, el largo trato que por sus estudios y su propia vida tuvo con la historia trágica de México no dejó amargura en él y uno de sus últimos títulos, La aventura vasconcelista, da testimonio de su entusiasmo, de Ias lindes, firmes, nobles, de sus ambiciones y de su rectitud.
No es, en manera alguna, exagerado decir que sin la presencia de Azuela en el análisis de nuestra historia mucho se habría perdido, pues en él alentó, junto a su prurito de justicia y su búsqueda de la verdad, un ponderado temple liberal y bien sabemos los mexicanos cuántos próceres verdaderos han surgido de esta postura pública.
Hay que añadir a los muchos méritos de Azuela en el terreno académico, sus grandes servicios a la administración de la cultura y su apasionamiento por el pasado inmediato, interés atestiguado, entre muchas otras formas, por la concepción y fundación del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana.
No es menos digno de mención el hecho de que lo que se podría llamar “la dinastía de los Azuela” sigue atentando entre nosotros en la persona de don Arturo, que ha sabido cultivar con pareja habilidad las ciencias matemáticas, una prosa maleable, plástica y rotunda, y una visión transfigurada de la realidad que ha enriquecido a la novela mexicana de nuestros días.
Vaya mi mejor recuerdo para el desaparecido doctor Azuela, que hoy vuelve a estar entre nosotros, ameno y sonriente, como si la vida lo animara todavía.
LA OBSCURIDAD LÍRICA
Mucho vacilé en el tema que debería tratar ante tan docta asamblea. Pensé ocuparme del lenguaje poético pero, por razones que pronto saldrán a la vista, he creído mejor circunscribirme a un solo tema de tan vasta red de alucinaciones y bautizarlo “La obscuridad lírica”, pues ésta, aunque igualmente comprometedora, tiene linderos menos remotos. Pero aun así, suplico que en mis palabras sólo se vea un recorrido apresurado por una zona de alta tensión espiritual, una excursión que, por razones de tiempo y circunstancia, se orienta únicamente por los vaivenes del recuerdo y terne encallar en cualquier momento en Ias sirtes de la omisión inexplicable, nacida del olvido.
Roman Jakobson, en Questions de poétique, al hablar del sentido y la función de la poesía en el seno de la sociedad contemporánea, sentido y función que, no por sutiles, son menos imperiosos, escribió, de manera memorable: “La poesía nos protege contra Ia automatización, contra la herrumbre que amenaza a nuestra fórmula del amor y del odio, de la revuelta y de la reconciliación, de la fe y de la negación”.[1]
Estas palabras mías son un modesto intento de corroborar ese punto de vista al tratar de restituir al lenguaje poético, en especial al que no tiene vinculación obvia con lo real, algo de lo que parece habérsele perdido en un mundo que ha declarado guerra sin cuartel a todas las especies vivientes para implantar el impenitente vasallaje a Ia violencia, la materia y el dinero.
No debe verse en ellas lo que no son, pues, corno he dicho, han ido brotando al ritmo desordenado del recuerdo y se reduelen de este origen. Si me atrevo a presentarlas ante ustedes es porque tengo la doble convicción de su amor a las letras y de la indulgencia para aquel que, sin contar con las armas que el rigor académico recomienda, se aventura a deambular libremente por Ias celosas tierras de la poesía. Válgame la devoción, ya longeva, y la constancia, que quizá debería haber producido frutos más evidentes.
No pretendo, pues, hacer descubrimiento alguno, ni mis observaciones aspiran a la normatividad. Se trata simplemente, como he dicho, de un divagar por el huerto cerrado de la poesía y, dentro de este recinto murado, que ojalá siga siendo siempre impermeable al ruido, a la trivialidad y al neblumo, emitir algunas ideas acerca de ciertas formas que adopta la poesía para enunciarnos. No es raro descubrir en la lírica o en lo que ha dacio en llamarse, en sentido lato, “poesía metafísica” (no aludo, por supuesto, a la escuela inglesa de tal nombre), una especie de elipsis del razonamiento, en pro de una formulación sintética que, con suma frecuencia, es sumamente elusiva a la comprensión. Brotada de algo así como una Wesensanschauung, una “intuición esencial”, parece impedir todo acceso razonable a ella, a menos que se intente Ia vía correlativa, esto es, un acto de percepción que tiene un nexo más natural con la visión mística o el empleo mágico de las palabras, que con el discurrir ordenado o la inferencia previsible.
Si intentar definir el lenguaje poético parece empresa descompasada, si no irritante, repetir ese conato frustráneo con la lírica, y en especial con aquella que puede calificarse de críptica, es por completo absurdo. No sólo: sería torpeza grave, porque los elementos de lo real, al igual que los ingredientes de lo vivencial, no tienen, por definición, definición. ¿Podríamos describir, siquiera, la electricidad o el magnetismo o, todavía más cercanos, mi sillón favorito, mi preferencia por el tabaco entrefuerte o mis suposiciones acerca de cuál es la mirada más promisoria de una mujer?
¿Y, al mismo tiempo, qué puede decirse de la vida, del amor, de la muerte, de Dios, que los agote, al contenerlos? ¿No es tal vez el principal atractivo de la existencia, pese a sus rendimientos a menudo negativos, esta indefinición cabal, puesto que hasta las precisiones mayores dejan un resquicio por donde se cuelan, igualmente poderosas y justificadas, la contradicción y la duda?
¿No explica esta parcial incognoscibilidad de lo objetivo (aquí se me puede seguir la traza de realista ingenuo), es decir, esta condición que impide que se lo conozca completo, sin secretos, hasta el meollo, el nacimiento de las ciencias, la creación de Ias religiones, los mitos siempre renovados del amor y los disfraces de la muerte?
La poesía, arte supremo, tiene su sector de silencio. Pero es un silencio de tal sonoridad que sólo se equipara con el ruido inaudible de la nebulosa al explotar o el del insecto que muere: es un acallamiento total, un conticinio, que diría Sor Juana; una noche oscura; una rosa que florece en el poema y gracias a él; un alcanzar, a pesar de las tinieblas, cierta medida de la luz; un deambular, ángel rilkeano, sin saber si está entre vivos o muertos; o moverse, libres Ias amarras de lo real, ignorando si llegamos a la ciudad de Dite o a la visión teológica, casi táctil, de la Trinidad o, finalmente, examinar si, por azar, imprimimos algo de nuestra frugal fisonomía en la noche radical de las galaxias, donde sólo el lugar habrá tenido lugar.
Y al decir que la poesía guarda este peculiar silencio, aludo exclusivamente al hecho de que ciertas expresiones del idioma cotidiano, ciertas palabras nuestras, se han escapado de sus alvéolos habituales y han venido a este lugar indefinible a convivir con sus congéneres, que también se han apartado del sentido que comúnmente tienen, para habitar su residencia duradera, que les confirió un poema, un momento de Ia lengua en que todo su espesor y su hondura pudieron enunciar, o trasmitir, o aludir a Ia totalidad del poeta, que es testificar, imprimir en el fluir del tiempo, Ia totalidad del hombre.
Allí, en ese silencio formado por el alejamiento de las demás, se agrupan y dialogan, en un sagrado contubernio, estas palabras que van siendo alternamente plurales, solitarias, esquivas, hospitalarias. De ellas nacen los hallazgos emotivos, intencionales, hasta métricos e intelectuales que distinguen al poema verdadero del simple hacinamiento de palabras.
En otro lugar, no podría decir si contiguo o no, aunque tengo iguales motivos para hablar de su cercanía y de su lontananza, están las que Mallarmé llamó les mots de la tribu.[2] Palabras útiles, comunicativas, sonoras, denotativas, cumplen la función primordial, indispensable, primaria, de Ia lengua: tienden el puente de la comunicación, del enfrentamiento, de la confusión y del error.
Es ya lugar común, si se trata de labores de disección del idioma, aludir a la distinción que Saussure estableció entre lengua (langue) y habla (paroIe), pero hay que recordarla. “Lengua es —dijo el genial lingüista— a la vez un producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias, adoptadas por el cuerpo social para permitir la existencia de esta facultad entre los individuos.” [3] Se trata, pues, del edificio lingüístico convencional, establecido, normativo, vinculador, creador de comunidades.
“Habla —añade Saussure un poco más adelante—: el lado ejecutivo lengua> queda fuera de consideración, porque la ejecución no la hace jamás la masa; siempre es individual y el individuo es siempre su amo; la llamaremos habla (parole).” [4]
Habla es, pues, la versión individual, mi enunciación del mundo por medio del lenguaje. Valga provisoriamente decir, sin que los lingüistas se alarmen (ya que mi plática no pretende rigor lingüístico, sino una menuda vigencia poética), que mi empleo del idioma (uso un término menos recargado de tesis, contratesis y variantes) es para hic et nunc, aquí y ahora, pero, en el caso del lenguaje poético, el hic et nunc cobran una especie de poder supratemporal, numinoso algunas veces, o de especificidad indefinible e imprecisable, al cambiar de nivel y contraer permanencia y ejemplaridad, en el sentido directo, ingenuo, del término, pero no adquieren normatividad, porque se bastan a sí mismas en su autonomía irreferente, excepto dentro de Ia estructura en que tienen sentido.
Cierto es que esta ejemplaridad que entrevemos en tal o cual expresión cabal y afortunada, no debe tomarse jamás, ya lo advirtió Jakobson, como si el signo y Ia cosa significada estuvieran ligados de una vez por todas, monogámicamente.[5] De ser de otra manera, la normatividad se adheriría a ellas y su función específica, la revelación, el apocalipsis, desaparecería, desvirtuando, al hacerlo, su existencia y su cometido.
La palabra poética que, en cierto lugar de un poema determinado, ha suspendido sus funciones habituales en pro de un espesamiento intencional que es resultado de un acierto de naturaleza sumamente compleja, donde intervienen, con fuerzas equiparables, los motivos propiamente líricos, personales, la enunciación de Ia realidad y algo más, en que me atrevería a ver algo numinoso, sale, por ello mismo, de la cotidianidad y, de ser útil, hasta necesaria en el habla de todos los días, se convierte en la única que expresa cabalmente ese momento perceptivo que, con tanto acierto, Joyce llamó “epifanía”.
Una vez que ha cumplido esta tarea de privilegio, la palabra regresa a su modesto solio cotidiano, tras haber dado una muestra acabada de sus capacidades de transubstanciación.
Por ello no puede verse nada casual en el hecho de que dichten, en alemán, signifique “espesar, condensar, hacer compacto” y también “hacer poesía”. Rilke supo, en todo momento, qué contestar.
En Occidente, la tradición judeo-cristiana y la greco-latina por igual nos habituaron a esta sacralización de lo verbal. Quizá la mejor manera de comprender el sesgo que este proceso siguió en las dos culturas sea observar el punto de llegada.
El pueblo hebreo, cuya más profunda realidad cotidiana depende de lo sacral, dio a luz a Ia cábala, que es, al mismo tiempo, procedimiento místico, clave adivinatoria, reflexión filosófica, argumentación sometida a guiños y acertijos, predicción, conjuro y método lustral para el espíritu.
Los griegos, cuyo sol mediterráneo produjo la geometría y la democracia, crearon también la retórica, disciplina que no se agota en lograr el convencimiento de los demás, ni en salir victorioso de los más espinosos litigios, sino que se plantea como una red de relaciones plurales, complejas, entre el pensamiento y su manifestación, entre el tema y su expresión.
La exaltada función que el nombre tiene en la cultura bíblica explica, por su parte, el secreto capital de esa religión: sólo un individuo puede pronunciar el tetragrámaton, el nombre profundo, secreto, de Dios, que articula y da sentido a todo el universo; por la otra, corresponde exclusivamente al hombre Ia tarea fundadora, entitativa, de dar existencia a Ias cosas al nombrarlas:
[Y el Señor Dios conformó de Ia ardua a todos los animales del campo y a todas las aves de los cielos y los llevó ante Adán para ver cómo los llamaba y toda alma viviente a la que nombró Adán tiene ese nombre].[6]
En esta robusta cosmogonía, ingenuamente antropocéntrica, la relación que se establece entre el homo nomenclator y el mundo objetivo tiene forzosidad, no sólo ontológica, sino gnoseológica. Los objetos del mundo existen y son conocidos gracias a que el hombre les da tangibilidad e inmediatez al nombrarlos. Sin salir de los linderos de esta lógica directa del pensamiento mágico, podríamos argumentar que “el Nombre” tiene las indispensables cualidades entitativas y que se podrían crear seres ad libitum mediante el simple acto de nombrar.
No muy lejano está el gólem, espíritu tenaz de la materia que, impotente ante el poder superior, lo aplasta por la simple virtualidad que habita en su peso. Pero en su propio caso, el ser brotado de la más cabal elementalidad viene a la vida por la fuerza incontrovertible de las palabras que se le inscriben en la frente ƞƊˣ émet, verdad, para que viva, ƞσ, met, muerto, para que sus fuerzas, descoyuntadas, latentes, retornen a su origen brutal, desordenado, en espera de otro acto epitropaico que las convoque. La palabra da sentido, orden y substancia al cosmos, que sólo se reconoce en la asepsia semántica, en las sílabas de poder. El lenguaje y la magia comparten desde el origen estos temibles privilegios σώη, ha-Shem, “el Nombre” es, por antonomasia, designación de Dios.
Si los griegos, por su parte, crearon en la retórica una especie de espejo fiel de las categorías de su idioma y las estructuras de su sociedad y su pensamiento, no se les escapó la función alterna de la poesía, esto es, la función que no apunta hacia la simple comunicación, nacida de enunciar. Una especie de estremecimiento recorre a las letras helenas desde las bravatas, no por torpes menos válidas, del lón derrotado por Sócrates-Platón, los delirios y las palabras pletóricas de mana, de poder religioso, que usan los iniciados de las cofradías mistéricas o las ménades en el éxtasis enloquecedoramente lúcido de los rituales báquicos hasta la puntual, rotunda afirmación de Dionisio, o de Longino, o quien haya sido el autor del famoso ensayo De lo sublime:
[Porque el estilo sublime no ha de producir convencimiento en quienes lo escuchan, sino conducirlos al éxtasis. Y siempre se distinguirá, por encima de lo que sólo es convincente y agradable, lo que maravilla.][7]
Esta faceta de la palabra poética, que está tan cercana al ensalmo que podría confundirse con él, tiene resonancias místicas inconfundibles y en ese nivel indiferenciado tienen su vigencia y su sentido cabal estos intercambios, estas interfecundaciones que, de tan fecundas, ignoran o, mejor aún, hacen a un lado Ia función que desempeñan y el lugar que ocupan, para desembocar en una insólita, difícilmente repetible eficacia comunicativa, aunque esté delimitada por el receptor.
En el caso de la mística, poesía especialmente lesionable y convulsa, ¿fue antes la intención poética o la vigorosa realidad interior de la fruición divina?, ¿o, por lo contrario, hemos de dar prelacía a la plegaria sobre el simple hechizo humano del canto?
Y todos cuantos vagan,
de Ti me van mil gracias refiriendo,
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.[8]
Momento particularmente agudo de la mística occidental, acierto verbal más admirable cuanto más sencillos son los elementos que lo conforman, la propia iteración fonética tiene un sesgo mágico, alucinante, que no hay que dejar de advertir, pues vincula a San Juan con climas espirituales tan lejanos a él como el tantrismo y los procedimientos de los chamanes, para demostrar el paralelismo, hasta fraternidad, de la expresión de ciertas realidades interiores.
Si, como lo han dicho los estudiosos, con Jakobson a la cabeza, la palabra poética es “autotélica”, es decir que cumple su función en sí misma, yo no querría ver en ello sino un lado de la hoja: la palabra cobra, mejor sería decir recobra, su sitial: irreferente por sí misma (de esto ya nos han dicho todo los lingüistas contemporáneos), arbitraria, contaminada por el azar, habitada por las convenciones, se sobrepone a estas limitaciones y se convierte, a pesar de todo, para un círculo determinado de hablantes, en la forma expresiva por antonomasia, la forma idónea que externó esa especie de intuición holística que, en el mundo de los hombres, es la imagen cabal de la verdad ontológica.
El lenguaje poético, sometido a estas tensiones, nacido de ellas e inexplicable en otro medio, es, por ende, un caso extremo de la lengua y del habla. Cercano a Ias dos, las trasciende, pues, paradójicamente, rompe los vasos generales de las leyes genéticas, la función, la estructuración y procedimientos de un idioma determinado (¿cómo explicar el mondets empor de Rilke, ese “lunea o enlunece o aluna arriba”, que franqueó los límites del sustantivo y lo puso en movimiento, “averbándolo” a su conveniencia?) y, sin dejar de ser expresión especializada, caso límite del especializada, caso límite del principio de individuación, alude a la conciencia general, pero embiste contra la totalidad, pues sólo se deja captar y disfrutar por una minoría de sintonía afín, esto es, niega su condición de habla, de idiolecto, al habitar, ocupar, hasta sitiar, su campo de cultivo, su sitial inalienable, su zona minada de severidades y exigencias.
¿Y qué decir ahora, ante una corporación cuyo desvelo capital es la lengua, de los neologismos que nacieron para no penetrar en el caudal del habla, sino llevar una existencia anómala, rehenes de su propia novedad y de su irreferencia?
¿No es un desafío leer ciertos poemas de Jlébnikov, Huidobro o Vallejo, para sólo citar casos extremos de innegable solvencia poética? Recordemos los valientes adjetivos ΠpaßʋoΠßeƬƝKoßwň “verifloreciente”, COMHeHeKpƝaɌ, “alidubitativa” y otros más, de Velímir Vladímirovich Jlébnikov [9] y confrontémoslos con ciertas páginas alucinantes de Altazor o Trilce, donde nos encontramos, por ejemplo:
Al horitaña de la montazonte
La violondrina y el goloncelo
Delcolgada esta mañana de la lunala
Se acerca a todo galope
Ya viene la golondrina
Ya viene la golonfina
Ya viene Ia golontrina
Ya viene Ia goloncima
Viene la golonchina
Viene Ia golonclima
Ya viene la golonrima
Ya viene la golonrisa
La golonniña
Ia golongira
La golonlira
La golonbrisa
La golonchilla
Ya viene la golondía…[10]
O el fulminante desgarramiento existencial del “cholo Vallejo”, cuya alienidad respecto a la poesía en general, si se me permite esta expresión poco feliz, estriba, más que nada, en un sabio maridaje de habla cotidiana, pueblerina, y un misterio verbal irrepetible:
Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos
pura yema infantil innumerable, madre.
Oh tus cuatro gorgas, asombrosamente
mal plañidas, madre: tus mendigos.
Las dos hermanas últimas, Miguel que ha muerto
y yo arrastrando todavía
una trenza por cada letra del abecedario.
……………………………………………...
Madre, y ahora! Ahora, en cuál alvéolo
quedaría, en qué retoño capilar,
cierta migaja que hoy se me ata al cuello
y no quiere pasar. Hoy que hasta
tus puros huesos estarán harina
que no habrá en qué amasar
¡tierna dulcera de amor,
hasta en la cruda sombra, hasta en el gran molar
cuya encía late en aquel lácteo hoyuelo
que inadvertido lábrase y pulula ¡tú lo viste tanto!
en las cerradas manos recién nacidas.[11]
Y llego ahora, en este ahora de Vallejo, Huidobro y López Velarde, para aludir sólo a latinoamericanos, al punto más esquivo e indócil de esta enumeración apresurada. ¿Dónde funden sus corrientes las aguas aparentemente mansas del lenguaje popular y los remolinos de la lengua que, por su peso específico y la misión que el poeta le asigna, puede llamarse justamente iluminada? ¿Son cotos cercanos los que habitan poetas tan disímbolos como Homero y Apollinaire, Virgilio y Allen Ginsberg, Ady y Sabines?
En esta, como en tantas otras cosas, debo confesar Ia quiebra de mi solvencia. La única conclusión que se avecina al acierto es que la lengua y el habla, pese a su distancia y sus exigencias específicas, se dan la mano en ciertos momentos imprevisibles y crean una realidad diferente, inaccesible para la mayoría, difícil para los entendidos e irrepetible por definición. Estos momentos de tan exigua contextura y aparición tan reacia confieren al lenguaje común un correlato que me atrevería a llamar sobrehumano y que tiene una vinculación soterrada con la oración, el delirio de los sentidos, la visión profética y la sílaba iterativa del encantamiento. Siempre cegadores, tienen la virtud de pasar inadvertidos para muchos, pero el ardimiento que los calcina sin menoscabarlos quema sin dejar huella y de su propio fuego sigue viviendo.
Muchas gracias.
BIBLIOGRAFÍA
Biblia Hebraica Stuttgartensia , Elliger, Rudolph, Weil (Kittel), Deutsche Bibelgesellschaft, Stuttgart, 1977.
DE LA CRUZ, Juan, Obras de... (Cántico espiritual), Apostolado de la Prensa, Madrid, 1954.
DE SAUSSURE, Ferdinand, Cours de linguistique générale (edición crítica pre parada por Tullio de Mauro), Payot, París, 1979.
HUIDOBRO, Vicente, Altazor, Visor, Madrid, 1973.
JAKOBSON, Roman, Questions de poésie, Editions du Seuil, París, 1973.
LoNGINO, De lo sublime, en Aristóteles en 23 volúmenes, vol. XXIII: The Poetics; “Longinus: On the Sublime”, William Heinemann Ltd., Londres, MCMLXXIII.
MALLARMÉ, Stéphane, Oeuvres complètes, texto establecido y anotado por Henri Mondor y G. Jean-Aubry, La Pléiade, París, 1945.
TRIOLET, Elsa, La poésie russe, edición bilingüe, antología reunida y
anotada con la dirección de..., Seghers, París, 1965.
VALLEJO, César, Obra poética, Américo Ferrari, coordinador, Archivos, UNESCO, México, 1989.
[1] Jakobson, 1979, p. 125.
[2] Mallarmé, 1945, p. 189.
[3] De Saussure, 1979, p. 25.
[4] Ibidem , p. 30.
[5] Jakobson, 1979, p. 116
[6] Génesis, 2, 19.
[7] Longino, MCMLXXIII, p. 124.
[8] Juan de Ia Cruz, 1954, p. 475.
[9] Triolet, 1965 (La tentación del pecador), 257.
[10] Huidobro, 1973, pp. 60-61.
[11] Vallejo, 1989, p. 195.
Señor director de la Academia, don José Luis Martínez,
señores académicos,
damas y caballeros:
I
“... yo nunca tuve vergüenza de no saber otras lenguas con perfección, sino de ignorar la mía, y la mía quisiera saber hablarla; que no es hablarla sacarla de su dialecto y genio”. Eso escribía Lope de Vega en 1626 —tal vez en enero—al licenciado Francisco de las Cuevas.
Don Ernesto de la Peña está en la buena compañía de Lope. Conoce nuestra lengua como Dios manda. Ya se han percatado ustedes de ello al escuchar su docto discurso sobre “La obscuridad lírica”.
El “Fénix de los Ingenios” no era monolingüe. A propósito de lo que aprendió en la Universidad de Alcalá, escribe:
Favorecido, en fin, de mis estrellas,
Algunas lenguas supe, y a la mía
Ricos aumentos adquirí por ellas.
Conocía o leía latín, italiano, francés, portugués, catalán y salpica sus obras con expresiones alemanas y flamencas. Con todo, le va a la zaga al nuevo académico. En efecto, de niño se inició en el griego con su tío materno don Francisco Carlos Canale. Años después, en 1949, demostró sus conocimientos de esa lengua en examen sustentado, en nuestra Facultad de Filosofía y Letras (“Mascarones”), ante don Demetrio Frangos. Sus conocimientos de latín los demostró en dicha Facultad ante don Agustín Millares Carlo. Ahí también, como alumno especial, cursó la carrera de letras clásicas y otras asignaturas.
En esa misma Facultad estudió lengua y literatura rusas con el profesor Boris Popovitzky, y, con el maestro Mariano Fernández Berbiela, lengua árabe.
En El Colegio de México hizo estudios de sánscrito y de lingüística indoeuropea con el inolvidable doctor Pedro Urbano González de la Calle, y de chino con el profesor Yang. Por lo que al hebreo toca, lo estudió con el doctor Dezso Lang en la Escuela Monte Sinaí.
Otras lenguas antiguas y modernas, occidentales y orientales, las ha estudiado independientemente. Soy testigo de Ia perfección con que habla y escribe el francés, el italiano, el portugués, el inglés y el alemán.
Por su conocimiento de lenguas modernas, se desempeñó como perito traductor oficial en la Secretaría de Relaciones Exteriores. Peritaje reconocido por el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal y por el Tribunal Fiscal de la Federación.
II
Profundo conocedor de varias lenguas, don Ernesto de la Peña ha puesto sus dones al noble y difícil arte de Ia traducción. En efecto, si ella “no se hace con primor y prudencia, sabiendo igualmente las dos lenguas, y trasladando en algunas partes, no conforme a la letra pero según el sentido, sería lo que dijo un hombre sabio y crítico, que aquello era verter, tomándolo en significación de derramar y echar a perder”.
No es mío este juicio sobre la traducción. Es de alguien que sabía de esos menesteres: el sabio maestrescuela y canónigo conquense que en los Siglos de Oro se llamó Sebastián de Cobarruvias (sic) y Orozco.
Obedecen a ese juicio, en el terreno humanístico y literario, las traducciones del nuevo académico. Menciono algunas: Anaxágoras, Hipócrates, secciones del Arthasastra, Rainer María Rilke, Gérard de Nerval, Stéphane Mallarmé, Paul Valéry, Allen Ginsberg, T. S. Eliot.
Nuevo San Jerónimo, está empeñado ahora en su “opus magnum”: la traducción directa al español de los textos hebreos, arameos y griegos de la Biblia. Ya está por salir la de los Cuatro Evangelios. Tendremos la primera versión mexicana de Ias Escrituras cuanto le dé cima a esa ingente labor.
III
Polifacético, se ha dedicado a enseñar y difundir la cultura, a la crítica literaria y a la obra de creación e investigación. Por lo que toca a la enseñanza y difusión cultural, ha impartido, de manera privada, cursos de griego clásico y de Biblia. En el Instituto Cultural Helénico tuvo las cátedras de literatura griega, de Biblia y de religiones orientales. De lengua alemana y de técnica de la traducción, dio un curso en el Instituto de Intérpretes y Traductores. Bajo el patrocinio del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, dictó un curso de Historia Antigua de Israel e Instituciones Bíblicas.
Diversos ciclos de conferencias lo han tenido ocupado, sobre la Biblia y los símbolos de la Semana Santa. Con una sólida cultura musical, Wagner las óperas de Strauss y la Biblia en la música han sido terna de ciclos de conferencias, tanto para la Asociación Filarmónica Bartok, como para Encyclos, A. C. Socio fundador de ésta, es ella una institución dedicada a la difusión de la cultura humanística por medio de conferencias.
Yo he tenido la fortuna de escucharlo como comentarista de la televisión cultural en los canales 13, 20 (de cable), 2, 5 y 8. Este último actualmente 9.
Por lo que atañe a su crítica literaria, ella ha sido recogida en El Sol de México, en la columna “Al pie de la letra” de Excélsior y en la sección “Labyrinthos” del suplemento cultural de la revista Siempre!
Por lo que ve a su obra de creación, debo mencionar cuatro libros suyos. Las estratagemas de Diospublicado por Domés en 1988 y que le valió ese año el Premio Villaurrutia. Va ilustrado por Fernando Leal Audirac. Como Alá manda, lleva un epígrafe en caracteres arábigos. En nuestra lengua dice: “Y no están a salvo de Ia estratagema de Dios sino los que corren a su pérdida”. Es la aleya o versículo 99 de la séptima sura del Corán. Las páginas “Receta para la confección de ángeles” lo ponen en la buena compañía de Eugenio d’Ors con su Introducción a Ia vida angélica. Pienso que a Borges le hubiese gustado saborear el libro.
La Editorial Diana le publicó Las máquinas espirituales. En 1990, ilustrado por Felipe de la Torre, ve la luz El indeleble caso de Borelli. Mineralogía para intrusos es un volumen de la Colección “Luz Azul” que edita el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Incansable, tiene en revisión un libro de poemas y en marcha algunas novelas.
En cuanto a la investigación —polifacético siempre— trae entre manos un largo estudio sobre las herejías en México y tres ensayos. Uno sobre Marcel Proust, otro sobre las Bylinas, es decir, la poesía épica rusa, y uno más acerca de Kautilya, teórico hindú de la política.
IV
A esas obras que he mencionado, se suma ahora el docto y bien escrito discurso con el que nos ha enriquecido y encantado. Conocedor de Ia máxima de Gracián de que “lo bueno si breve dos veces bueno”, se ha constreñido —por mor de la cortesía— a no excederse en el tiempo. Que todos hubiésemos deseado haber seguido escuchándolo. Y ello en otras facetas del tema. Por ejemplo, ese discurso del abate Henri Bremond del 24 de octubre de 1925 en sesión pública de las cinco Academias francesas. Se publicó al año siguiente con el título ya clásico de La poésie pure. Ese mismo 1926 salió su libro Prière et poésie. Pensando en ellos tal vez, don Ernesto habló al final de su discurso de “una vinculación soterrada con la oración”.
Pero sé que tiene en el telar la ampliación de su discurso con las ideas del abate Bremond. Ideas que han hecho correr ríos de tinta de las plumas de Paul Valéry, Robert de Souza, Clément Moisan y otros.
V
Tengo para mí que don Ernesto es un vivo ejemplo de la sabiduría popular de los refranes y de la de un filósofo. “De casta le viene al galgo el ser corredor”, dice Ia variante de un proverbio. Y ¡qué casta tiene él en nuestra casa!
Con el sabio discurso que le hemos escuchado pasa ahora a ser el sexto académico numerario en ocupar Ia silla número XI. El primer académico que la honró de 1875 a 1906 —y segundo secretario perpetuo— fue su tío bisabuelo don Rafael Ángel de Ia Peña. Prolífico escritor, sobresale en su obra su Gramática teórica y práctica de Ia lengua castellana, que vio Ia luz en 1898. Por la importancia de esta obra, la ha reeditado nuestra Universidad Nacional Autónoma en 1985 como número 89 de la Nueva Biblioteca Mexicana. Lleva una sustanciosa introducción de nuestro colega don José G. Moreno de Alba. Pone él de manifiesto la importancia y actualidad de esa Gramática. Así, cuando asienta que “Hay puntos concretos en que De la Peña corrige con acierto a Belio, como es el caso de construcciones en que el relativo cual parecería tener valor especificativo, aun siendo sujeto, valor que, según De la Peña, Bello no ejemplifïca convincentemente”. Tema, señala en nota el autor de la introducción, que fue ampliamente visto por el ilustre gramático en su “Estudio de los relativos”.
Otro distinguido antepasado en la Academia fue su tío materno —el que lo inició en el griego, dice— don Francisco Carlos Canale, tercer tesorero y cuarto académico —de 1915 a l934—en la silla VIII.
Dejando el adagio y viniendo a Leibniz, yo veo en lo que acabo de señalar no tina casualidad sino, forzando un poco el contexto, una armonía preestablecida.
VI
Muy grato es para mí poderle decir a don Ernesto de la Peña —a nombre de todos sus colegas—que con su docto discurso, y por todos sus méritos, se le abren ahora Ias puertas de Ia Academia Mexicana. Bienvenido, querido Ernesto.
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