Viernes, 25 de Marzo de 1960

Ceremonia de ingreso de don Celestino Gorostiza

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Discurso de ingreso:
Las paradojas del teatro

Después de solicitar el benevolente perdón de los señores Académicos por la tardanza —es verdad que obligada por azares y circunstancias de la más diversa índole que no estaba en mi mano evitar— con que acudo a cumplir el honroso deber de dar lectura a mi discurso de ingreso a esta venerable institución, tengo que empezar por disculparme de la falta de méritos que me han traído a ella. Parece natural que todo nuevo académico, movido por un legítimo sentimiento de humildad, se vea impulsado a presentar la misma o semejante disculpa; pero en mi caso es de todo punto indispensable aclarar que no lo hago por seguir una fórmula establecida por la costumbre, ni mucho menos por el prurito de adoptar una actitud de falsa modestia, pues tengo el arraigado convencimiento de no haber realizado en mi vida nada tan apreciable que me hubiera granjeado el privilegio de ser acogido en este docto colegio donde se congregan los hombres de mayor merecimiento moral e intelectual de cuantos se dedican en México al cultivo de las letras, a no ser que para ello se hubiera tomado en cuenta la constancia de mi empeño por contribuir, en la medida de mis cortas luces y capacidades, al desarrollo del teatro en nuestro país, lo cual a mí no me parecía de todos modos suficiente motivo, ya que el teatro mismo es considerado entre nosotros como un arte menor, cuando no, y en veces con cuánta razón, como la oveja negra de la familia literaria. Así lo hice saber con tanta turbación como gratitud —gratitud que aquí hago ahora extensiva a todos los señores académicos que me favorecieron con su voto— a mis queridos y admirados amigos, don Ángel María Garibay, don Antonio Castro Leal y don Francisco Monterde, que fueron quienes me hicieron la señalada distinción de proponerme para llenar una vacante en la Academia Mexicana Correspondiente de la Española, así como a mis no menos admirados y queridos don Jaime Torres Bodet, don José María González de Mendoza y don Martín Luis Guzmán, primeros en adherirse con generoso entusiasmo a esa proposición.

Mi temor de aceptarla era mayor cuanto que se trataba de venir a ocupar la silla en que anterior y sucesivamente se sentaron don Ignacio Mariscal, don Enrique Fernández Granados y, en último término, el nunca bien llorado don Alejandro Quijano, para cuyo elogio no encuentro palabras que puedan dar una idea, así sea remota, de las múltiples cualidades que lo adornaron. Si el mal uso y el abuso no las hubieran despojado de su precioso sentido, diría simplemente que en él encarnaron la filantropía y el altruismo en sus acepciones más netas: amor al género humano; cumplimiento de los deberes morales en favor del prójimo; benevolencia, abnegación en beneficio ajeno; defensa de la igualdad social por sentimiento de justicia; renuncia a toda clase de ventajas y de privilegios, por considerar que los bienes sociales pertenecen o deben pertenecer igualmente a todos los miembros de la sociedad.

Por don Isidro Fabela, uno de sus más entrañables amigos, sabemos que don Alejandro, que había escalado las más altas cimas sociales y cuyas arcas siempre se vieron colmadas por los rendimientos obtenidos en el brillante ejercicio de la abogacía, vivió y murió en la pobreza. Permítaseme suplir mi falta de elocuencia con la emocionada semblanza en que don Isidro nos explica ese extraño fenómeno:

Se desposeyó de sí mismo para darse a los demás. Sus manos tenían la perenne tentación de dar y su corazón el impulso incontenible de querer. Pero como era un Creso de riquezas emotivas y un pobre como San Francisco, en las manos de Alejandro como en las del Santo de Asís ya no florecían sino la piedad y el amor. Y todo es porque fue un generoso irremediable y esencial; es decir un cabal y convencido magnánimo a quien no le costaba trabajo serlo, pues así fue de nacimiento, pero con la estilización que dan los años afinó sus calidades haciéndolas más y más sutiles y delicadas; llegando así a amar la belleza de la bondad y la bondad dulce de la belleza, hasta el grado de transformarse en un incansable donador de sí mismo que se daba a los demás sin extinguirse, porque la fuente clara de sus caridades sólo acabó cuando quebróse el finísimo cristal de su alma y entonces pudo decir lo que decía de sí mismo aquel poeta Rovirio, de que nos habla Séneca: «Ya no tengo sino lo que he dado».

Por mi parte, me atrevo a añadir que en su afán de darse, don Alejandro entregó a sus semejantes el tesoro más valioso de cuantos pueden constituir la hacienda de un hombre de letras: su tiempo. Requerido por la cátedra en que revelaba a sus alumnos los secretos del Derecho y de las bellas letras; por la dirección de instituciones benéficas, artísticas y culturales, preponderantemente la de esta Academia; por las obligaciones sociales inherentes a sus múltiples cargos, de las que él sabía sacar provecho en beneficio de toda clase de necesitados, igual en el orden material que en el espiritual, no dispuso nunca del ocio indispensable para producir una obra tan vasta como seguramente él mismo y todos nosotros hubiéramos deseado; pero su talento, espléndido como todo en él, encontró de cualquier modo la forma de compensarse y compensarnos, dando a sus poemas de juventud y a sus enjundiosos discursos, artículos y ensayos, en los que es fácil advertir la mano maestra del culto humanista, del acendrado erudito y del refinado estilista, la consistencia y la perfección de las gemas de más finos quilates.

Se comprenderá mejor ahora el temor que me embargó al saber que se me señalaba para venir a llenar con mis pobres, escasos méritos, el inmenso vacío dejado por un hombre tan singular y de tanta valía. No obstante, tuve de pronto la intuición de que probablemente el propósito de los señores académicos era el de honrar en mí al teatro nacional, aliviando así una falla de la cultura mexicana que se complace en mantenerlo en una especie de cautelosa cuarentena, tal vez por las circunstancias especiales que lo rodean y a causa de las cuales no todo lo que sucede en él es siempre artístico, ni culto, ni limpio. Me propongo hablar más adelante de esas circunstancias que parecen haber acompañado como un espectro al teatro a lo largo de todas sus andanzas a través del tiempo y que, sin embargo, no han sido obstáculo para que los países que conducen el estandarte de la cultura universal hayan puesto en todo momento sus mejores empeños por hacer de él uno de sus más preciados timbres de gloria. Si en México no acontece otro tanto, resulta evidente que la falta no debe atribuirse al teatro, sino a la cultura mexicana que por alguna razón lo subestima.

Es ésa, precisamente, la falla que me pareció advertir que la Academia Mexicana Correspondiente de la Española trataba de corregir al honrar al teatro mexicano en mi modesta persona, pues si bien es cierto que en sus venerables sillones se han sentado José Peón Contreras, Balbino Dávalos, Federico Gamboa y Antonio Mediz Bolio, y se sientan actualmente Nemesio García Naranjo, Julio Jiménez Rueda, Francisco Monterde, Salvador Novo y Mauricio Magdaleno, todos ellos muy felices dramaturgos, la verdad es que han sido más bien sus muchas otras cualidades literarias las que los han traído a esta noble institución. Solamente en mi caso no queda lugar a duda de que la honra, que honra más a quien la da que a quien la recibe, se hace pura y exclusivamente al teatro mexicano, en cuyo nombre me congratulo de haber tenido la suerte de ver abrirse las puertas de la Academia de la Lengua para los autores que se esfuerzan por dar a México un teatro digno de su alcurnia espiritual. Y puesto que al teatro debo el encontrarme en este sitio de privilegio, nada más justo que aproveche esta ocasión para especular sobre algunos de sus aspectos más alucinantes, así sea con la brevedad con que lo requieren las dimensiones de este discurso que versará sobre “Las paradojas del teatro”.

Las paradojas del teatro

La paradoja del comediante, que todos vosotros conocéis a la perfección y a la que yo, en consecuencia, voy a referirme solamente a manera de punto de partida, plantea un dilema sobre el que se ha venido especulando a lo largo de dos siglos sin que hasta ahora se le haya encontrado una solución que no sea a su vez otra paradoja. Y es que en ese sencillo dilema se encierra uno de los misterios más abstrusos de la creación estética que nunca ha sido posible reducir a una definición lógica y que hace justamente del teatro un arte tan seductor y fascinante. Diderot se pregunta si el actor debe prescindir de su personalidad para transformarse en el personaje que encarna, si debe sentir, pensar y actuar como éste, o bien si, consciente de su propio yo, debe servirse artificialmente de los recursos de su oficio para provocar en los espectadores una emoción que él no siente. En apoyo de esta última posibilidad, que ilustra con numerosísimos ejemplos, Diderot describe la decoración de un antiguo vaso griego en la que le parece ver la imagen perfecta del teatro: un niño, oculto tras la máscara de un león rugiente, ríe a sus anchas del terror que provoca en otros niños que lloran empavorecidos frente a la máscara. Marcel Marceau, el gran mimo francés que acaba de visitarnos, me confirmaba en reciente charla la teoría que se encierra en esa imagen, al asegurarme que la sensación de esfuerzo físico que algunos de sus actos producen en el público, él la consigue sin ningún desgaste de energía, mediante la simple imitación o la exageración de las actitudes que corresponden a esa clase de esfuerzo. Aquí es donde el problema, saltando por encima de las candilejas, se sitúa entre el público y lo mete dentro de la paradoja. Bien que el espectador, alucinado por el arte con que está construida una obra y por la perfección del juego de los actores, se contagie de la emoción que éstos sienten o fingen sentir. Pero ¿hasta qué punto es posible de que se encuentra en una sala de espectáculos, sentado en una butaca por la que ha pagado un precio, al lado de otros espectadores extraños o conocidos suyos, frente a un escenario iluminado con luces artificiales, y que crea a pie juntillas que lo que sucede en él es cierto? ¿Y si no lo cree, cómo es posible que se emocione con el espectáculo y disfrute de él?

Marcel Marceau hace un número en el que, después de fingir que sube una alta e imaginaria escalera vertical, se dispone a atravesar la escena guardando torpemente el equilibrio sobre un alambre igualmente imaginario. A mitad del recorrido simula que está a punto de caer y entonces el público, a la vez que ríe del absurdo, pues está seguro de que el mismo está asentado sobre la superficie sólida y firme del escenario, lanza gritos de angustia con los que comprueba que se ha dejado ganar por la ficción, que cree en el peligro que Marceau solamente simula. ¿O es que el espectador está simulando también? ¿Qué el premio que concede a la perfección del artificio del actor consiste en fingir por su parte que cree en la verdad de la ficción? Pero… ¿y las lágrimas verdaderas de las buenas señoras que se conmueven con el melodrama? El dramaturgo inglés John Boington Priestley, en un libro publicado últimamente —El mundo maravilloso del teatro—, intenta explicar ese fenómeno haciendo radicar en dos niveles, en dos zonas diversas de la mente que funcionan al mismo tiempo, lo que él llama “la experiencia dramática”, que según él, es una de las más sublimes experiencias de que puede disfrutar el hombre. Una de esas zonas es la que se entrega, la que cree en la verdad del artificio y produce en el individuo el sentimiento de la emoción, en tanto que la otra permanece vigilante, atenta a la realidad que la rodea y consciente de los recursos de la ficción. Esta teoría, aparentemente científica, parece resolver el problema en lo que respecta a la posición del público frente al espectáculo teatral. ¿Pero cómo debe proceder el actor en relación con esa doble actitud del público? De acuerdo con Priestley, sin dejar de ser él mismo, el actor debe transformarse en el personaje que representa. Y he aquí que hemos caído de nuevo en la paradoja. Otro tanto acontece con las teorías de Stanislawsky, quien, como reacción contra una escuela que él consideraba “formalista”, es decir externa, superficial y falsa, pretendía que los actores, por medio de la concentración y de la “memoria de la emoción”, o sea, el recuerdo de las propias experiencias e impresiones parecidas o semejantes a las del personaje. Se sugestionaran al punto de llegar a creerse el personaje que tenían que encarnar, a sentir y pensar lo que ese personaje debía pensar y sentir, como condición sine qua non para que el público pudiera creer en la verdad de su interpretación. Cómo compaginar ese estado de absoluta abstracción con la exactitud con que el actor debe conducirse en la escena para entrar y salir en el momento justo en que debe hacerlo, para caminar, sentarse, descorchar la botella de champaña, disparar la pistola o caer muerto en el segundo preciso en que lo requieren el diálogo y la acción, es el conflicto que Ricardo Boleslawsky trata de resolver al sintetizar las teorías de Stanislawsky en la siguiente proposición que vuelve a ser otra, si no es que la misma paradoja: “El actor debe actuar con un corazón ardiente, pero gobernado por un cerebro frío”.

Posteriormente, Bertolt Brecht, el dramaturgo alemán hace poco fallecido, se burló acremente de esas teorías. “Que un actor —decía— se autosugestione con el objeto de ver una apetitosa vianda donde no la hay y de esa manera pretenda hacérsela ver al público, es algo que no tiene ninguna relación con el arte del actor sino con el oficio del ilusionista”. Proponía, en cambio, para el comediante, una actitud crítica tanto frente a los personajes como frente al público, a quien mejor que sugestionar debería simplemente informar de un modo objetivo sobre su propio concepto de los caracteres dramáticos. Esto implicaría una constante alternativa de ficción y realidad, y equivaldría al procedimiento de los modernos prestidigitadores que explican el truco de la suerte para provocar mayor asombro en el auditorio por la habilidad con que la realizan. En el fondo, esta proposición es la misma de Priestley y entraña idéntica paradoja: el actor debe encarnar al personaje sin dejar de ser él mismo.

Podríamos continuar extendiéndonos indefinidamente, sin lograr salir nunca del círculo cerrado de la paradoja, sobre las variaciones que los más profundos conocedores del teatro han intentado forjar alrededor de ella, tales como Louis Jouvet, tan lúcido, tan culto, tan equilibrado, quien, tras de analizar concienzudamente sus múltiples y valiosas experiencias personales, tiene que llegar a la conclusión de que “el arte del actor consiste en dejar de sentir lo que se siente para sentir lo que no se siente”, formulando así tal vez la más paradójica de cuantas paradojas se han formulado sobre el oficio del comediante. Y es que sólo por medio de la paradoja es posible vislumbrar, ya que no entender, lo que siendo en sí mismo una contradicción inexplicable, jamás se dejará aprisionar en las rígidas mallas de la lógica y del razonamiento.

Lo que es verdad acerca del arte del actor, lo es con mucha más razón acerca del teatro todo, en el que el actor es ciertamente uno de los factores indispensables, pero nada más uno de los muy numerosos que tienen que contribuir con su oficio y con su artificio para crear la maravillosa realidad del espectáculo dramático. Como el actor, cada uno de estos factores está accionado por el misterioso resorte de una paradoja, de tal modo que no sería exagerado afirmar que el teatro es una suma de contradicciones huidizas e inaprehensibles, que son las que hacen de él un arte tan apasionante y lo convierten en el tema de constantes controversias y de toda clase de polémicas y disputas. Lo teatral es por antonomasia la imagen de la afectación, de la falsedad, de la mentira, de la simulación. Y no podría ser de otra manera, puesto que todo en el teatro tiende a engañar los sentidos y al entendimiento. Falso el cartón de las decoraciones, falsos sus ornatos y sus perspectivas, falsa la seda de los trajes y el brillo de las joyas, falso el arrebol de las mejillas de las mujeres, falsa la luz que las nimba, engañosos sus llantos y sus risas, mentiroso el espacio en que se mueven y el tiempo en que transcurren sus lances. Y sin embargo, con todo este fárrago de espejismos, el teatro debe crear la ilusión de una verdad alucinante, no sólo durante el breve lapso de la representación, sino para todos los tiempos venderos. Son más verdad y nos acercan más a la vida y al espíritu de Grecia la Orestiada de Esquilo o la Medea de Eurípides, que las sólidas piedras que aún permanecen en pie como mudo vestigio de lo que fue un día la grandeza de Atenas. Se hace evidente así la paradoja fundamental del teatro, la que constituye su esencia misma y de la que arrancan todas las otras: el teatro es una mentira destinada a convertirse en la única verdad, en la única imagen verdadera de una época, de una sociedad, de una nación.

Entre esas múltiples paradojas del teatro, ocupa lugar preferente la del lenguaje. Sabemos que existen un lenguaje poético, un lenguaje literario o escrito y un lenguaje coloquial que imita o trata de representar la sencillez y la naturalidad, y en veces hasta la imperfección del diálogo hablado. Es claro que el teatro puede servirse y de hecho se sirve de uno u otro de esos lenguajes, según la índole de la obra, e incluso de dos de ellos o de los tres en la misma obra. Un especialista en el teatro de Shakespeare cuyo nombre he olvidado, aconsejaba a los actores que no declamaran todos los pasajes de las obras de este autor como si fueran poéticos, porque en realidad no todos lo son aun cuando hayan sido escritos en verso. Gran parte de cada una de las escenas está destinada a explicar y a conducir la acción, y por lo tanto esas partes deben ser dichas en tono coloquial, so pena de que el oído del espectador, acostumbrado a la constante declamación, no pueda captar ni diferenciar los momentos verdaderamente poéticos; pero lo que de hecho importa, tratándose del teatro, es que el lenguaje de que se sirve, coloquial, poético o literario, sea ante todo teatral, porque en el lenguaje escénico debe privar el mismo artificio que en los otros elementos del teatro. Quiero decir que debe ser un lenguaje incisivo, que llegue fácil y agradablemente al oído y al entendimiento del auditorio, que logre captar y mantener su interés, y que sea capaz de producir en él una emoción humana o estética. Y ese lenguaje, el lenguaje del teatro, no está formado sólo de palabras, sino de gestos, de ademanes, de símbolos plásticos y dinámicos, de ruidos y de silencios. Al frente de una de sus obras, Luigi Pirandello hizo imprimir este epígrafe que cito de memoria: “Ruego a los actores que no tengan miedo de hacer las pausas demasiado largas. El silencio, cuando se le sabe hacer hablar, es más elocuente que las palabras”.

Por lo contrario, las palabras en el lenguaje del teatro no siempre conservan su sentido literal y adquieren más bien el de la intención y la emoción con que son dichas, de acuerdo con el clima que el autor haya sido capaz de crear en el auditorio por medio de la hábil combinación de las situaciones dramáticas. Una de las más tiernas escenas de amor que se han escrito en el teatro contemporáneo es la del primer acto de Liliom, de Franz Molnar, en la que los protagonistas, una humilde sirvienta y un gritón de feria, sentados en la banca de un parque, dialogan, o más bien monologan cada uno por su parte y sin que los monólogos lleguen a conectarse lógicamente, sobre la preocupación que les aqueja a causa de los empleos que ambos acaban de perder. Cuando el tema de la conversación se ha agotado, y después de un largo silencio, él recoge del suelo el pétalo de una flor, lo huele y observa: —Hay muchas acacias por aquí—. Ella mira alrededor y al cabo de otra pausa replica: —Se caen por el viento—. El pacto amoroso ha sido sellado.

Refiere Plutarco que cuando César oyó por primera vez a Bruto decir un discurso en la plaza pública de Roma, hizo el siguiente comentario: “No sé bien lo que quiere este joven; pero sí sé que lo que quiere, lo quiere con vehemencia”. Y Shakespeare, asiduo lector de Plutarco, en quien encontró siempre una rica fuente de inspiración, hace exclamar a Desdémona frente a la cólera de Otelo: “Entiendo la furia de tus palabras, pero no las palabras”. Las palabras, en este caso, no han tenido más objeto que el de dar el tono, que es lo que importa para el propósito del autor y para el desarrollo del drama. Estas peculiaridades del lenguaje escénico son las que si no divorcian totalmente al teatro de la literatura, sí establecen entre uno y otra un límite indefinido que nos conduce a uno de los más inextricables dilemas del teatro y que crea una de sus paradojas esenciales, porque el teatro escrito en lenguaje literario, que rara vez logra salir en su tiempo del pequeño círculo de las minorías selectas, es en cambio el que alcanza mayor perdurabilidad en las bibliotecas de los estudiosos y de los eruditos, en tanto que el teatro escrito en lenguaje teatral, que logra interesar en su tiempo a grandes multitudes, no consigue, salvo excepciones, proyectarse hacia el futuro. Pero cabe preguntar: ¿El teatro literario, que sólo rara vez es exhumado para vivir de nuevo en la escena, se conserva en las bibliotecas por sus virtudes teatrales o por sus cualidades literarias? ¿Le dan estas cualidades una perdurabilidad teatral o solamente arqueológica? ¿Cumplió alguna vez este teatro la misión para la que fue creado?

Thierry Maulnier, uno de los más sólidos dramaturgos y críticos teatrales contemporáneos, en reciente estudio sobre las tendencias poéticas y literarias de ciertos autores franceses del presente siglo, escribía:

El teatro es la palabra. Pero muere precisamente allí donde es la palabra solamente… El personaje se ha convertido en portapalabras, la confrontación de las ideas se ha sustituido al choque de las voluntades y de las pasiones, las palabras que atacan y que acarician, que bendicen y que sufren, que acumulan tanto en Shakespeare como en Racine toda su fuerza y todo su peso como en la punta y en el filo de una lanza, se han instalado muellemente en el desbordamiento lírico… La tragedia es lenguaje, pero deja de ser tragedia cuando es solamente lenguaje. La tragedia es toda teatro. Un poema dialogado puede ser un bello poema dialogado, pero no es teatro. Un monólogo imprecatorio contra la perfidia de la mujer, la injusticia de la sociedad o la crueldad de los dioses, puede ser un buen monólogo pero no es teatro. El autor, el actor que dejan de estar en situación, se salen del universo teatral. Quien pierde la situación lo pierde todo. Lo ‘creíble’, lo ‘necesario’ de que hablaban los clásicos, no es otra cosa más que la exigencia de la situación; lo que es creíble en la situación, es lo que es necesario en la situación. A causa de que un texto teatral no es un texto para decirse, sino un texto para representarse, es por lo que la esencia del arte del comediante —contrariamente a lo que creen ahora buen número de directores e incluso de autores que llevan demasiado lejos el respeto a su propio texto— no es el arte de decir un texto, sino el de vivirlo. De vivirlo en un plano superior al de las palabras, que es donde se encuentra la realidad teatral.

Habremos de aceptar que la poesía es no sólo conveniente, sino indispensable para el teatro, a condición de que sea una auténtica poesía dramática, una poesía teatral. El teatro no acepta componendas ni mucho menos se resigna a quedar relegado por las otras artes que se aproximan a él con el único propósito de brillar a costa suya. Cuando la decoración, el marco en que una obra debe desenvolverse, trata de ser pintura o arquitectura, podrá pasar a figurar en las monografías de lujo y hasta en las salas de exposiciones, pero en el teatro sólo habrá contribuido al fracaso de esa obra. Cuando un músico escribe una ópera tan sólo como un pretexto para lucir sus talentos musicales sin fundirlos con los valores dramáticos del libreto, puede estar seguro de que su música será escuchada tal vez durante muchos siglos en las salas de concierto; pero su ópera habrá pasado a formar parte del repertorio de las óperas muertas. Del mismo modo, cuando un dramaturgo intenta asegurarse la inmortalidad dando a su obra una calidad poética o literaria que no nazca naturalmente del choque de las fuerzas en conflicto y de la pasión de sus personajes, estará escribiendo para las bibliotecas y para las antologías, pero no para ese público que noche a noche acude a las salas de espectáculos desde los más diversos rincones de las ciudades, en espera de ver consumarse el milagro, el difícil milagro del teatro que en ocasiones se realiza a través de las obras más humildes, de esas que raramente alcanzan una inmortalidad a la que no aspiran y que una vez cumplida su misión caen en el olvido para dejar el lugar a las que vendrán detrás sorteando los riesgos y los obstáculos de que están sembrados los caminos del teatro, a consumirse, para mantenerlo vivo, en el fuego de la escena. De esta manera cada obra, inmortal o perecedera, contribuye con su propia combustión a crear el sereno y luminoso universo del teatro, en el que brillan por igual los astros mayores y menores, los cometas, los satélites y las estrellas fugaces. Fue sin duda la contemplación de la belleza de este universo la que hizo exclamar a Goethe: “Una obra mediocre medianamente representada, no deja de ser un espectáculo maravilloso”.

Lo natural de ese universo ilusorio es vivir en estado constante de crisis. Es, desde sus orígenes, un eterno condenado a muerte. En cada centuria, en cada década, en cada lustro, aparece por cualquier parte algún profeta sombrío que anuncia su desaparición inmediata. Como consecuencia concomitante, surgen aquí y allá los expertos que hacen el diagnóstico, culpan tan pronto al público como a los empresarios, a los autores, al Estado y a los actores, y proponen los remedios infalibles a la enfermedad. Los remedios rara vez son aplicados y no obstante el teatro sigue viviendo a través de los siglos. Y es que el teatro es una aventura constantemente renovada que empieza cada día y que, como toda aventura, conduce con frecuencia al fracaso y rara vez al éxito y aun entonces, ¡ay!, con cuánta fugacidad. Así como su estado perenne de crisis establece la paradoja de que el teatro, como Santa Teresa, vive muriendo, lo efímero de su éxito nos lleva de la mano a esta otra: la fugacidad del éxito del teatro es la que hace su eternidad. Nada menos estable, en efecto, menos duradero, que un éxito teatral, así se prolongue por muchos meses o por varios años. Al fin y al cabo, no quedará de él sino el recuerdo imborrable en aquellos cuya imaginación logró herir; pero nada material, nada tangible, nada ponderable. No puedo resistir al deseo de transcribir aquí la arenga que Gastón Baty, el ilustre director francés del primer tercio del siglo, dirigió a los actores de su compañía:

La belleza de un drama es como el relámpago, magnífica y breve. Desde el día en que el primer cerebro recibe el germen fecundo hasta la hora en que el telón se levanta, ¡cuántas meditaciones, búsquedas y esfuerzos, y de cuánta gente! Nada quedará. Melancolía de los decorados polvorientos, de las ropas ajadas, de los textos muertos. Así nace el árbol de una pequeña semilla. Obstinado, de estación en estación levanta cada vez más alta su cabeza hacia el sol y extiende más lejos sus raíces hasta las aguas oscuras. A fuerza de resistir el ardor de las canículas, las tempestades del otoño, la nieve y el hielo, se hace merecedor de venir a calentar y a iluminar nuestros hogares. Algunos instantes, su flama danza; sus brasas bosquejan un mundo enrojecido que hace soñar a los hombres. Después, el viento dispersa sus cenizas. Pero para nosotros, compañeros, es bueno imaginar esto: el árbol, tal vez se ha empeñado pacientemente en vivir sólo en espera de ese minuto en que su flama debía danzar.

Efímero como es el éxito en el teatro, brilla de tal manera entre los rayos de los reflectores, su resplandor es de tal manera vivo, suscita tantas y tan variadas ideas, opiniones y comentarios, que no sólo nada ni nadie logrará borrarlo del recuerdo de los seres que lo presenciaron, sino que este recuerdo se irá afirmando y agigantando al transmitirse de unos hombres a otros y de una a otra generación, hasta alcanzar la inmortalidad. Resulta comprensible que siendo la fama que da el teatro tan clamorosa y tan intensa, hombres y mujeres se arriesguen a probar fortuna en él, y acudan a él, fascinados por su luz, dispuestos a quemarse en su flama, a sacrificar en ella su bienestar, su tranquilidad y hasta su honra. Una mujer que fracase en el teatro puede salir de él convertida en una meretriz, roída por la amargura, mordida por la maledicencia y por la calumnia. Una mujer que triunfe, puede convertirse y de hecho se convierte en una reina, tales son el poder que ejerce sobre las multitudes y la sumisión que obtiene de sus admiradores; sólo que para llegar a ello, ¡cuántos desvelos y cuántas desazones, cuánta paciencia y cuánta desesperanza, cuán profundos desgarramientos en esa interminable lucha sin cuartel!

Dije antes que el teatro es una aventura que se renueva cada día. Debo añadir ahora que es una aventura costosa, en la que juega un papel muy importante el dinero que todo lo mancha y todo lo pervierte. Parece lógico que la aventura atraiga a los aventureros. No sólo a los autores, a las actrices y a los actores que obedeciendo al dictado de legítimas vocaciones aspiran a hacer en el teatro una limpia carrera artística, sino, sobre todo, a los logreros, a los tahúres que aguardan un golpe de la fortuna, a los parásitos que se conforman con recoger las migajas del festín, a los fracasados, a los impotentes y a los resentidos, a más de esa prolífera laya de aduladores, pedigüeños y chantajistas que explotan la vanidad, los sueños y las debilidades de los artistas, y que al sembrar entre ellos la discordia, el rencor y el odio, convierten al teatro en un mefítico pantano poblado de toda clase de peligros y asechanzas. No, no es éste el pantano de Díaz Mirón que algunos plumajes cruzan sin mancharse. En el pantano del teatro, tanto la obra como el artista verdaderos tienen que sumergirse, empaparse, calarse hasta los huesos y perecer en él o resurgir engrandecidos y glorificados, pero endurecidos por esa liga de impureza necesaria para la consistencia de los metales, de la que tampoco puede librarse la vida auténtica. Así surge el “dulce cisne del Avon” del ambiente de truhanerías que rodea al teatro isabelino y que él se ve obligado a compartir para poder sacar triunfante su obra de las acometidas de los rivales, en medio de los pistoletazos con que Ben Jonson solía deshacerse de sus enemigos y después de ver morir acuchillado a su amigo Christopher Marlowe en una de las tabernas de la peor ralea en que la gente del teatro tenía que buscar alivio a las humillaciones que los poderosos se complacían en infligirle. Consciente de las culpas con que se ha manchado, Shakespeare, que según uno de sus biógrafos más serios y acuciosos acostumbraba retratarse a sí mismo en sus protagonistas y se complacía en hablar por boca de ellos, se confiesa y trata de justificarse en los versos con que Agripa hace el panegírico de Antonio:

Nunca un espíritu más selecto
gobernó a la raza humana; pero vosotros, dioses
nos dais algunos pecados
para hacernos hombres.

Se deduce claramente la paradoja que concierne a este ingrato aspecto del teatro, del que no me habría ocupado si antes no hubiera ofrecido hablar de las circunstancias que lo rodean y a causa de las cuales el mundo de la cultura mexicana tiene buen cuidado de mantenerlo a prudente distancia. Dije también que a pesar de esas circunstancias que lo han acompañado a través de todos los tiempos y sin cuyo estímulo parece que no podría vivir, los países que sostienen el estandarte de la cultura universal han puesto siempre sus mejores empeños por hacer de él uno de sus más preciados timbres de gloria, pues ha sido precisamente en las épocas en que más desenfrenadamente se han desbordado las pasiones dentro del teatro, en las que pueblos y gobernantes, disimulando sus faltas, le han prestado el mayor interés y le han extendido su protección hasta el punto de hacer de él una de sus más respetables instituciones nacionales. En el apogeo de sus triunfos militares y políticos, al tiempo de refrendar el estatuto de la Comedia Francesa instaurada por Luis XIV en la nación donde poco antes Molière, acosado por sus acreedores, pasaba de una cárcel a otra, Napoleón afirmaba que el teatro es el legítimo orgullo de Francia. “He dicho con frecuencia y lo repetiré muchas veces —insistía Goethe por su parte— que la causa final y la consumación de toda actividad natural y humana es la poesía dramática”. A propósito de estas palabras, Frank Harris, el conocido biógrafo de Oscar Wilde, de Bernard Shaw y de William Shakespeare, hace el siguiente comentario: “Los ingleses no parecen comprender todavía la arrogancia y la profunda sabiduría que hay en esa frase, pero, de una manera oscura y medio consciente, comienzan a darse cuenta vagamente de que la hazaña más grande que han realizado hasta ahora en el mundo, ha consistido en producir a Shakespeare”. Pese a sus imperfecciones y a sus pecados, a sus problemas y a sus contradicciones, pese, en fin, a todo lo que hace del teatro una misteriosa paradoja desconcertante e inaprehensible, o tal vez a causa de todo ello, hay pueblos que lo han amado y que lo aman hasta el fanatismo, y que han hecho de él una religión laica, una religión sin dios, porque él mismo es un dios a un tiempo sonriente e implacable, cruel y generoso, bárbaro y sublime.

Pido perdón a los señores académicos y al amable auditorio que ha tenido la paciencia de escucharme, por la imperfección con que he desarrollado un tema tan delicado y tan rico en posibilidades como es el que me propuse tratar. Tal vez, igual que César cuando escuchaba por primera vez a Bruto, no hayáis podido entender muy bien lo que he querido decir, pero seguramente os habréis dado cuenta de que mis palabras estaban inspiradas por el amor al teatro y por la gratitud que ha despertado en mí el noble gesto de la Academia de la Lengua que, al abrirle sus puertas, le abre a la vez el camino de la comprensión y del estímulo de la cultura mexicana.


Respuesta al discurso de ingreso de don Celestino Gorostiza por Salvador Novo

Nada podía constituir un más grato encargo a mi desempeño que contestar con unas palabras de bienvenida a nuestra Academia, el magnífico discurso con que en ella ingresa quien aparte los méritos literarios de que su modestia hace caso omiso, subordinándolos al teatro en que es reconocida autoridad, ostenta a mis ojos y tiene conquistado en mi afecto, desde hace muchos años, las virtudes morales e intelectuales que florecen en una amistad que nos ha llevado, nacidos en el mismo 1904, a recorrer, juntos a veces, a veces cada cual por su lado, los mismos mágicos, alucinantes, agobiadores y gloriosos caminos de ese mundo de la paradoja al cual en su discurso acaba tan hermosamente de asomarnos Celestino Gorostiza.

Me veo, sin embargo, en la necesidad de desvanecer la modestia con que el nuevo académico pone aparte de las letras, que declara no haber cultivado, el teatro a cuya devoción atribuye su presencia entre los literatos que aquí se congregan. Sin la palabra: sin la letra; sin, en fin, la literatura, el teatro no alcanza la madurez, ni se habría asegurado la inmortalidad, la perennidad, la posibilidad diferible de constante resurrección, que logra al restituirse, de la escena en que floreció, al texto escrito en que fue semilla fecunda y destilada, acendrada, por el escritor, por el dramaturgo; por el escritor de teatro que si alguna diferencia guarda con el poeta o con el novelista, es una diferencia que exalta, que enaltece, las virtudes del escritor teatral por encima de las que adornan al escritor “puro”. Porque si bien ambos tipos de escritores quintaesencian la vida y reaccionan frente a su mundo, el que expresa en teatro su convicción; el que por medio del teatro formula su protesta o su sueño, trasciende la ambición egoísta y limitada del poeta y de su monólogo, para forjar con la palabra una imagen del mundo y de sus hombres que resulte en una “imitación de los hombres en acción” —sin duda más esforzada, difícil y altruista, que la “expresión de un hombre en meditación”.

Hecho este reparo a la modestia de nuestro colega; torpemente expresada mi persuasión de que todo buen dramaturgo aloja a un buen escritor, séame permitido evocar, sobre el testimonio de los recuerdos personales más emotivos, la brillante carrera profesional, dentro de las letras contenidas esencialmente en el teatro del joven que en 1926 emprendió con otros de su edad la aventura del teatro. Muchos de entonces nos han dejado ya: Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen. Los que quedamos, tenemos el deber, modestamente histórico, de preservar los datos que mañana sirvan a la investigación de la etapa en que participamos. El Grupo de Ulises conjugó la curiosidad, la inquietud juvenil, de poetas como Villaurrutia y Owen, de pintores como Agustín Lazo, Rodríguez Lozano, Julio Castellanos. Como en todo suele ocurrir en México, era preciso hacerlo todo nosotros mismos: traducir las obras, montarlas, dirigirlas, actuarlas. Nos entregábamos con fervor a esta tarea de equipo, conjurados y cautivados por el entusiasmo de Antonieta Rivas Mercado. Fue entonces, en los felices veintes, cuando primero apareció entre nosotros Celestino Gorostiza. Su hermano José, el altísimo poeta a quien tenemos el honor de contar también entre los miembros de esta Academia; un poco mayor en edad que Celestino, no era ajeno a la atracción del teatro. Si no temiera traicionar el secreto olvidado de unos veniales pecados de mocedad en que todos incurrimos, os confiaría que Pepe también escribió para el teatro, cuando aquella mexican spitfire que era Lupe Vélez nos congregaba a la contemplación estimulante, y por lo visto inspiradora, de sus firmes jaletinas en acelerada rotación. Pero José no fue más adelante en el teatro, para fortuna de la poesía.

Celestino, en cambio; en quien la vocación literaria pienso que habrá resuelto voluntariamente emanciparse de toda sospecha de relación con la de su hermano, se entregó desde un principio y totalmente al teatro. Como los demás del grupo, tradujo y dirigió, planteó las producciones, intervino en su realización. Como los demás del grupo, sintió desde un principio la necesidad de adquirir y perfeccionar una técnica que sin en todas las disciplinas artísticas es indispensable, lo es aún más en el teatro, donde el dramaturgo ha de poseer una propia, dominar la suya el director, conocer su oficio los actores.

Aquel primer esfuerzo común —que ha venido a rendir frutos a tantos años de distancia—; aquel sueño que con hacer conocer bien actuados a los autores modernos del teatro extranjero perseguiría la meta de contar con autores nacionales y con un teatro mexicano valioso, fue Celestino Gorostiza el único en perseguirlo en pureza después de extinto el breve fuego de Ulises. Fundó, ya él solo, el Teatro Orientación, verdadero taller de teatro, forja experimental, en el bueno y verdadero sentido de esta equívoca palabra, de actores, directores y dramaturgos, muchos de los cuales, ahí empollados, han enriquecido la escena mexicana, y tratado de dignificar el cine nacional. Del conocimiento íntimo y cotidiano del teatro y sus múltiples problemas, llegó al ejercicio de una vocación, oportunamente madurada, de dramaturgo.

De sus primeras obras —El nuevo Paraíso, 1930, publicada por la revista que daría a nuestra generación su nombre de ContemporáneosLa escuela del amor, estrenada en 1933 en el entrañable Teatro Hidalgo; Ser o no ser, estrenada en el mismo teatro en 1934; y Escombros del sueño, estrenada en el Teatro de La Paz de San Luis Potosí en 1938, hablaron a su tiempo y con la brillante inteligencia que les distinguía, Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia. Sus agudas caracterizaciones aparecen recogidas en el prólogo de Antonio Magaña Esquivel al segundo tomo de Teatro mexicano del siglo XX del Fondo de Cultura Económica, donde este juicioso crítico expone con brevedad y encomia con justicia la tarea desempeñada por Celestino Gorostiza en aquella época.

En el drama dialéctico de la renovación teatral —dice Magaña Esquivel— con igual actitud de inconformidad y disidencia que ostentaron el Teatro de Ulises y Escolares del Teatro, toca al de Orientación (1932) desplegar la tarea que representa la culminación del ciclo de precursores, la adopción definitiva de los modos y maneras del moderno teatro europeo. Para ello, su creador y director, Celestino Gorostiza, se halla dotado como ninguno en aquel momento.
El Teatro de Orientación vive la etapa más difícil y prolongada de la renovación. Es otro paso para ligar, en lo económico, el teatro al Estado, y en lo cultural, el teatro a la inteligencia de lo universal. Varias características distinguen a esta empresa de Gorostiza, aparte su acción más persistente, su vida más larga: el repertorio extranjero con que cubre su primera y segunda temporadas se acomoda al paso de la producción universal, y nuevos autores mexicanos aparecen en la tercera fertilizando su vocación, devotos de la dramática más ajena a España; ensaya, pone a prueba y devuelve rediviva la actuación escénica, con nuevos actores que aprenden a conocer el territorio que es propio del comediante, y eleva el papel del director, lo independiza, le otorga la autoridad necesaria para someter las partes a la unidad, al movimiento, al ritmo, a la natural fluidez progresiva de la obra; convoca a un nuevo público, que trata de hacer suyo y de conservar por derecho de conquista; persigue restituir a la puesta en escena su condición de equilibrio real, objetivo, sintético, y a la dirección, la escenografía, la actuación, su importancia como proyecciones que conspiran al juego misterioso de relaciones e interdependencias, cada una con su carga de verdades.
El Teatro de Orientación hace pensar en el verdadero tipo de teatro experimental, que ensaya definir las formas de la nueva dramática y de lo puramente escénico. Si no ha dado la verdad, ‘si no es el teatro, es ya una imagen del teatro’. Es cierto que el concepto de la dirección escénica ya convivía en el oficio del comediante, desde Molière, pero la vegetación que impide ver el bosque a quien está en él, había ido cubriendo los ojos y empañando el espíritu del actor-director de la vieja escuela española que ejercía la dirección sólo para su lucimiento personal o el de su primera actriz, grandes divos; y el viejo espectador de los teatros comerciales iba a ver a su actriz o a su actor preferidos, y no al personaje que éstos encarnaban; el público había perdido así su capacidad de elemento catalizador de la existencia funcional de la obra. El aporte realista, en el siglo xix, que alteró no sólo el concepto de espacio y el arte de la escenografía, sino las ideas acerca de la actuación y sus áreas, trajo consigo las nuevas nociones de la dirección escénica. Es la hra en que Gordon Craig y Reinhardt, Copeau y Stanislawsky, Meyerhold y Piscator significan las más altas señales del dominio, de la autoridad del director sobre el conjunto de detalles que es la representación, partes alícuotas de la unidad. Conforme a sus enseñanzas, Gorostiza afronta el misterio de la realización escénica con la idea responsable de ensayarla como una ciencia viva y eficaz, y se convierte en el joven maestro de los nuevos comediantes —Clementina Otero, Carlos López Moctezuma, Josefina Escobedo, Víctor Uruchúa, Stella Inda, Carlos Riquelme, entre otros— y en el ejemplo de aquellos directores que vendrán después, aunque no lo imiten”. Y más adelante: “Junto a Villaurrutia, celestino Gorostiza, en esta época de Orientación, se distingue por el juego de elementos oníricos que introduce en la acción —La escuela del amorSer o no ser, y poco después, Escombros del sueño—, por los conflictos de conciencia que enuncia y que son, como en Pirandello, problemas unilaterales, problemas no precisamente, o no sólo, de la vida sino del teatro. Era, como él mismo dice, su época de revisión, de experimentos, de hallazgos. Viene de traducir a Lenormand, Pellerin, Achard, Molnar, O’Neill. Conoce las normas, los riesgos, las limitaciones de la escena, por su ya probada condición de director. ‘Celestino Gorostiza —dice Jorge Cuesta— demuestra que, en el teatro, es la vida quien obedece; pues, arrancada a sus propias cadenas, es entregada al azar, y queda a la merced de los dioses’. Su obra dramática se revela ‘construida con un cálculo que no enfría la pasión’. Más tarde, después de un silencio de varios años que lo ocupan el cine y el estudio, afianzará sus raíces dramáticas en esta porción de tierra firme y adoptará los sentimientos de convivencia mexicana, la libertad responsable de fijar las relaciones sociales y penetrar el infierno interior del complejo mestizo, en El color de nuestra piel (Premio Ruiz de Alarcón 1952 de la Agrupación de Críticos de Teatro), y la ironía catártica de los recién llegados a la opulencia, en Columna social (1955).

Como a casi todos los escritores mexicanos, las tareas obligadas de la docencia y del servicio oficial, aunque en su caso éste haya sido siempre congruente con su vocación, han mermado el tiempo que Celestino Gorostiza habría apetecido consagrar por entero a su obra propia. En medio de ellas, sin embargo, h producido, después de Columna social, un drama histórico, La leña está verde, en que la Malinche, Cortés, la Conquista, son por primera vez pulsados y entendidos a la luz de una psicología no sólo eminentemente teatral, sino positiva y brillante, en cuyo tratamiento nuestro dramaturgo luce una sólida madurez.

Quien por tantos años ha buceado en mar undívago y siempre recomenzado del teatro, es natural que al exponernos hoy su paradoja nos deleite con la revelación de muchos de sus cautivadores misterios en la medida en que el misterio puede ser revelado. Sin ánimo de glosar punto por punto los muchos que abarca y recorre el discurso que acabamos de aplaudir, quiero sin embargo señalar a vuestra atención las reflexiones que suscitan aquellas interrogantes, aquellas paradojas, en él expuestas.

De la paradoja del comediante, que lleva dos siglos de ofrecer a los actores el dilema aparentemente irreconciliable de sentir para hacer sentir o de no sentir para hacer sentir, Celestino Gorostiza nos lleva a advertir la segunda y no menos asombrosa paradoja implícita en la actitud del público, que a su vez puede sentir o no, pero que ha pagado un precio (entre nosotros congelado como las rentas) por emocionarse; que está supuestamente consciente de la ficción a que sin embargo se entrega y que se sentiría defraudado si no se le engañara correctamente. Cita en seguida las explicaciones que Priestley ofrece del fenómeno al hacer radicar en dos niveles, en dos zonas distintas de la mente que funcionan al mismo tiempo, la “experiencia dramática”: una que se entrega, cree en la verdad del artificio y admite la emoción, y otra que vigila, en actitud crítica, la realidad que es marco de aquella ficción.

Los psicólogos reconocen dos formas, o dos grados, de la atención: la atención primaria, deliberada, consciente: yo estoy en el teatro. Vamos a ver cómo lo hacen; y la atención secundaria, convocada por las revelaciones sucesivas del espectáculo apenas iniciado después de aquel glorioso instante de súbito silencio en que la luz amengua en la sala, se descorre el telón, y la atención primaria queda reducida a la puerta abierta por la que es posible entrar a arrobar la atención secundaria o inconsciente del espectador. Se habrá producido entonces el máximo milagro del teatro: se habrá alcanzado el Einfühlung: el contagio emocional: la vinculación, la cópula, entre la escena y el público. Es el momento sublime en que la imitación de la vida cobra una plena vida. Pero cuán frágil, delicado, quebradizo, huidizo, es este instante de comunión que ha logrado desposar al autor, acaso muerto, con el público más heterogéneo, merced a unos actores cuya responsabilidad en la preservación de este vínculo es incalculable. Un estímulo discordante —visual o auditivo—, una nota falsa, por mínima que sea, romperá el encanto, y restituirá la vigencia de la atención primaria y consciente por encima de la secundaria. Ya no les creeremos a esos actores. El Einfühlung —la empatía, como podemos aproximadamente traducir este término —se habrá irreparablemente roto.

¿Qué ha de hacer el actor —se pregunta Celestino Gorostiza— en relación con esa doble actitud del público? Vuelve así a enfrentarnos a la paradoja del comediante, que Priestley analiza, y que Stanislawasky y sus continuadores, exegetas —(y aquí lo podemos decir: calumniadores) — tratan de llevar a la fórmula, más eficaz como proverbio que práctica como consejo a los actores, de un corazón ardiente gobernado por un cerebro frío. Cita las discrepancias violentas de Bertolt Brecht con el stanislawskismo, y concluye esta fase de su exposición por la mención de las conclusiones a que Louis Jouvet, de larga y gloriosa experiencia, llega a aconsejar que el actor deje de sentir lo que siente para sentir lo que no siente.

¿Un actor, en efecto: es un artista, como su congenial engreimiento le induce a la jactancia de suponer? ¿O es un simple instrumento, como el engreimiento a su vez congenial de los autores, y el todavía más agudo de los directores, se complace en decretarlo? Quizás se alcanzaría la conciliación, el término medio aristotélico, si los actores comprendieran que su pretensión al arte es subjetiva, mientras que su deber como instrumentos es objetivo: más claramente dicho: que los límites de su creación artística se contienen dentro de sus instrumentos de expresión —su cuerpo y su voz—, pero que una vez puestos al servicio de un texto y enderezados a conjurar la empatía con un público, éste sólo debe percibir, sin análisis, la perfección del instrumento que le depara la emoción; que lo comunica con un puente con el poeta dramático del cual el actor es el siervo y el simple intérprete. Si el actor es capaz de disociar y asociar este doble carácter suyo: esta doble y noble función de su oficio, logrará un equilibrio vigilado, ni exento de pasión sincera y contagiosa, ni excedido en la frialdad de su juicio acerca del personaje a quien por unas horas aloja en su cuerpo de artista y en su mecanismo de instrumento.

Son tantas las reflexiones a que induce la cautivadora materia del discurso que hemos escuchado, que proseguirlas me llevaría más allá de los límites razonables de una respuesta académica cuyo solo objeto es el de abrir ancha y gustosamente las puertas de esta corporación a quien hoy ingresa en ella. No puedo, empero, concluir sin detenerme un instante en la paradoja del lenguaje a que tan brillantemente se refiere nuestro nuevo colega. “El lenguaje del teatro —nos dice— no está formado sólo de palabras, sino de gestos, de ademanes, de símbolos plásticos y dinámicos, de ruidos y de silencios”. Y nos recuerda que Pirandello reconocía que el silencio, cuando se le sabe hacer hablar, es más elocuente que las palabras.

Al escuchar estas reflexiones, recordaba yo, conmovido, el discurso con que nuestro llorado presidente, Alfonso Reyes, tomó aquí mismo posesión de su cargo. Dijo entonces que el lenguaje, comunicación, es sólo el más históricamente reciente, y de ningún modo el más valioso ni eficaz de los instrumentos de comunicación de los hombres. Un gesto, una mirada, en efecto, convoca o rechazan, crean un amor o desatan un odio. Adán y Eva ¿necesitaron del lenguaje?

Celestino Gorostiza nos señala, aparte la función limitada del lenguaje hablado o escrito para el teatro, la muy importante circunstancia de que en el teatro las palabras ni siquiera revelan, sino que suelen ocultar, o desmentir, lo que con ellas se dice: el “subtexto”, que dicen los stanislawskis: la intención, veta oculta, corriente eléctrica de la acción, disfraz o declaración de las emociones.

Y así como la palabra no basta a hacer el teatro, tampoco sus demás elementos lo integran si no es en aquel equilibrio que es condición del hombre apetecer, y misión del teatro alcanzar para comunicarlo a la sociedad a que se dirige, y cuya imagen recoge, no como un neutro espejo: sino como la tela, o el muro, en que un pintor retrata a sus modelos: seleccionando, condensando, subrayando: creando una nueva y mejor realidad artística.

Del erudito e inteligente prólogo de Américo Castro a alguno de los comediógrafos españoles del siglo de oro, recuerdo el raciocinio a que le condujo el cotejo de dos circunstancias del teatro que aparecen inconciliables, pero a las cuales el talento de Castro pudo hallar clara explicación. Asumido que el teatro, como solía decirse, es un espejo de costumbres, el crítico se preguntaba por qué la austeridad del Padre Mariana lo culpaba de no reducirse a reflejarlas, sino contribuir a distorsionarlas. La fórmula feliz que Américo Castro encontró para explicarse el encanto popular del teatro de Lope consiste en reconocer que en él (y la observación es válida para todo otro teatro de arraigo, de impacto popular) lo estático es real —o realista— y lo dinámico es imaginario —o idealista—. Que el teatro nos conduce —en el breve término de dos horas— del desequilibrio inicial de una situación que reconocemos, a una solución de nuevo y mejor equilibrio que sin su auxilio no habríamos encontrado, y que es, aunque imaginaria o ideal, satisfactoria como justicia poética cumplida.

Esta imitación de la vida: este estatismo de realidad a que entre el autor, el director, los actores y el escenógrafo imparten la dinámica de la imaginación: que habla por gestos y silencios, que calla en palabras: que nos sacude entre el terror y la compasión aristotélicos para devolvernos sublimados a la realidad vulgar de nuestras vidas conscientes, conquista, nos lo ha expuesto Celestino Gorostiza, una gloria efímera y paradojal que es apenas el premio fugitivo al servicio que el teatro ha rendido a su momento. Descubierta la penicilina; generalizado el divorcio, Espectros y Nora quedan derogados en su máxima vigencia teatral de inmediato impacto, por más que perduren como obras maestras del teatro ibseniano. Es el momento, triste, en que el drama ha dejado de ser vida para empezar a ser literatura.

Pero el teatro conoce su destino —y lo afreta gustoso. Ha venido haciéndolo desde Esquilo, y acompañando a la humanidad en su éxodo infinito: incorporando, absorbiendo y quintaesenciando, profético, las mil formas que asume su evolución social, religiosa, moral: registrando y embelleciendo la lucha sin esperanza de los hombres contra los dioses; de los plebeyos contra los tiranos; del hombre contra las fuerzas ciegas de la naturaleza; del hombre contra su semejante: del hombre dentro de sí mismo. Ha creado al héroe clásico, Edipo o Prometeo, y ha incorporado con el cristianismo un libre albedrío que entrega al hombre las riendas de su destino y la posibilidad de una victoria romántica. Sabe que vivirá poco, pero tan intensamente, que no le arredra, sino que le estimula, la brevedad de su vigencia.

A esta religión, a este culto, a esta paradójica imagen de la vida, que participa gustosa de la efímera condición de la vida real, tanto como de su perennidad; que consuena con ella y la acompaña porque acata las leyes universales de su dialéctica; que vive como ella en crisis constante, y como ella plantea y dirime el conflicto de voluntades que es la esencia de su aspiración hacia la justicia; al teatro, en fin, espejo de costumbres, sueño catártico, culminación de la cultura de los pueblos, nuestro nuevo colega ha consagrado con ejemplar tesón todos los años fecundos de su existencia. En justo reconocimiento de los méritos de tan brillante carrera, la Academia Mexicana de la Lengua le ha llamado a su seno. Sea en ella muy bienvenido. Y permítaseme concluir este saludo con que estrecho la mano de un viejo y entrañable amigo, con la formulación ferviente de un voto porque así como ahora la Academia admite y reconoce, aplaude y propicia al teatro mexicano en Celestino Gorostiza, así otras instituciones despierten por fin a la persuasión de que si bien ha podido lamentablemente reconocerse que los pueblos tienen el teatro que se merecen, la premisa puede positivamente invertir sus fecundos términos cuando el teatro sea dotado de medios y rodeado de circunstancias propicias a su inherente aptitud para crear el público —el pueblo— que el teatro merece.

 

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