Viernes, 26 de Septiembre de 1969

Ceremonia de ingreso de don Antonio Acevedo Escobedo

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Discurso de ingreso:
Circo escritores en olvido

Señores Académicos, señoras y señores:

Pueden ustedes estar seguros de que en pocas ocasiones, como la presente, ese acto previo de modestia, casi de contrición, ineludible en cuantos tienen el privilegio de presentarse aquí a pronunciar su discurso de ingreso, ha revestido acentos semejantes de sinceridad a los que animan las palabras con las cuales comparezco.

Mi arribo a esta Academia ilustre, ya próxima a la celebración de su primer centenario —ingreso sugerido generosamente por don Salvador Azuela, don Mauricio Magdaleno y don Efrén Núñez Mata, y apoyado por los colegas no menos benévolos—, a nadie desconcertó de manera tan honda como a mí mismo, porque se trata, lisa y llanamente, de un hecho insólito.

Cuidado con alarmarse: al decirlo no incurro en un desbordamiento de vanidad, sino en el enfoque de una evidencia. Una evidencia por la cual no me creo obligado a presentar disculpas, pues de resultar afrentosa, lo sería solamente por la torpeza con que la exponga.

Ocurre que, desde el año de 1875 de su fundación, los sillones de esta Academia se han asignado a personalidades altísimas de la cultura mexicana, bien asistidas de conocimientos humanísticos, de varias erudiciones, de títulos profesionales, académicos, no limitados a su simple expedición, sino ennoblecidos por unas arduas, perseverantes vigilias de estudio.

Yo vengo sin título alguno que exhibir. Los que muy a lo optimista pudiera llamar mis estudios, los realicé durante la adolescencia en la imprenta, como cajista en esa aula poética y bienoliente que es una imprenta. El amor a la literatura se me trasfundió por el camino del plomo, al contacto de mis dedos con los tipos metálicos que uno va reuniendo en el componedor, como las notas de una sonata que se resolverán en un pasaje expresivo.

En verdad aseguro a ustedes que el tratar así a la literatura, con un sentido de artesanía estimulado por el amor, con la directa colaboración manual, es como sentirla palpitar en nuestros brazos. Ya lo había escrito antes en un libro mío, y se me perdonará la breve cita: "La primera maravilla que conocí, antes de la Mujer, fue la Imprenta. (...) Cuando aún no disfrutaba de la revelación vital, siempre creí —tan tonto como de costumbre— que las íntimas prendas de la mujer habrían de hallarse impregnadas de un perfume tan... tan así como aquél." Y es que la voluptuosidad no se encuentra alejada de la tarea del cajista. Hablo, claro está, de aquella imprenta donde se carecía de linotipo y la composición se hacía a mano. Los dedos empiezan a tomar los caracteres con cierta displicencia, pero de ahí a poco, a medida que uno va formando disciplinadas filas de renglones y el componedor sostenido en la mano siniestra se contamina de nuestro calor, la destreza manual toma otro ritmo entusiasta y alegre.

Se explicará fácilmente mi asombro casi infantil ante el prodigio de haber transformado en carne de lectura las cuartillas escritas que se me entregaban; cuartillas convertidas, a su vez, en puerta propicia para lanzarse al afán subsiguiente de alimentar la curiosidad devorando libro tras libro, en alternativa desbarajustada de autores, géneros, épocas, temas... ¡Qué lamentable anarquía, cuando no se dispone de disciplinas lógicas! Aunque, viéndolo bien, y muy a lo sincero, ¡cuánto mejor se hubiera empleado el tiempo que se dedicó a tantas lecturas vanas, descifrando el texto de unos ojos elocuentes de mujer, o acariciando la tersa encuadernación de una espalda armoniosa!

No creo que se me perdone fácilmente la falta de merecimientos académicos, ya que provengo de una facultad hasta hoy no reconocida: la Universidad de la Imprenta. Mas si precisara una defensa de mi caso, me permitiría apelar a la clemencia de mis colegas de esta Academia, y pedirles una solidaridad consciente —ésa sí de seguro no rehusada— con sólo recordarles, a ellos que sin excepción han publicado varios libros, cómo de esa oscura Universidad de la Imprenta proviene aquel instante mágico, imborrable para todo escritor, en que son puestas en sus manos las pruebas de la primera obra, con los signos de su pensamiento abiertos a la vida, y plenamente colmados del turbador, del hechicero aroma de la imprenta que ya nunca se destierra del recuerdo.

Fue Celestino Gorostiza, el dramaturgo, ensayista y crítico a quien de manera tan desventajosa vengo a suceder dentro de la Academia, uno de los ejemplares humanos más cabales en cuanto a talento, discreción, distinción, sentido del humor y exquisitez de trato. Cuando se le veía en los años últimos de su vida —siempre hirviente de proyectos culturales y actividad sin tregua—, el hecho de ser un tanto cargado de espaldas daba la impresión de que pre­tendía hacerse disculpar la posesión de esos dones acumulados.

Hace nueve años, en ocasión de que se le abrieron las puertas de la Academia, su ilustre colega Salvador Novo, al contestarle el discurso de ingreso, trazó una semblanza insuperable de su trayectoria en la vida y en la creación literaria. Y se hace ineludible —aunque ’‘segundas partes” etcétera— referir algunas de las circunstancias ya señaladas en aquella oportunidad.

El fenómeno de la vocación en Gorostiza se remonta a los días de la infancia en Aguascalientes, cuando la familia residió allá. Cincuenta años más tarde se solazaba Celestino evocándola, en estos términos tan animados y encantadores como una estampa colorida: "Nuestro juego más importante [para él y su hermano José] era el teatro, cuando apenas teníamos los dos unos cuantos años de edad. Disponíamos para ello de un cuarto de nuestra casa donde sólo se guardaban algunos baúles viejos. En la puerta de madera habíamos pintado con pintura blanca de aceite que se nos había escurrido, el siguiente rótulo: teatro-salón napoleón. El equipo lo completaban un juego de tipos de goma con los que imprimíamos los programas y un automovilito de pedales en el que hacíamos el convite por toda la casa y por enfrente de las casas vecinas. La música la tocaba José, con la boca naturalmente, y así realizábamos el sueño que Bernard Shaw nunca llegó a realizar, de salir algún día por las calles de la ciudad al frente de un convite teatral. El precio del boleto era de un centavo y en los días de éxito llegábamos a reunir hasta siete u ocho-centavos.”

Fue la temprana fascinación por las marionetas, al igual que en los casos de Goethe, Byron y tantos otros levantados espíritus, la determinante de la pasión de Gorostiza por la escena, hasta el punto de convertirse en un positivo caballero andante del teatro y sus implicaciones.

A una edad tan colmada de entusiasmo y ardimiento como los veintitrés años, su participación en el Teatro de Ulises —junto con Villaurrutia, Novo, Jiménez Rueda, Owen, Montenegro, Rodríguez Lozano, Castellanos— marca el ingreso al feudo artístico de su elección. Tras velar las armas, diríamos, como actor, no tarda en aplicarse a la traducción de obras extranjeras de calidad, actualísimas, mediante cuyo ejercicio se afinan sus sentidos para la composición dramática.

Es apenas el principio de una dilatada, fructuosa carrera, que a cada paso le brinda incitaciones para servir cada vez mejor a la causa del buen teatro. Sus aptitudes, su situación en diversos puestos por él ocupados, lo llevan a establecer en 1932, en el Teatro Orientación, una marca de renovaciones, de disciplina y rigor estético. Alternativamente actúa como profesor de materias teatrales, impulsa a grupos que experimentan, organiza concursos y aun, ya como director general del Instituto Nacional de Bellas Artes, hace realidad una temporada de tres años consecutivos, durante los cuales la cartelera acoge exclusivamente la producción de dramaturgos mexicanos. Y por si ello resultara insuficiente, dedica al cine durante cierto periodo sus facultades de director y adaptador, con ese acierto y discreción que, en personas como él, no son atributos aprendidos por aquí y por allá, sino dones estrictamente congénitos.

Queda todavía por señalarse su obra como autor teatral, que, al menos en extensión, supera a sus trabajos de ensayista y crítico. En esta última rama, las abundantes crónicas suyas en la revista El Espectador (1930) —donde con Humberto Rivas fue uno de los animadores sobresalientes— lo muestran como fustigador de inepcias y viejos vicios de actuación, pero también como testigo equilibrado y exigente.

La nómina de sus comedías —El nuevo Paraíso, La escuela del amor, Ser y no ser, Escombros del sueño, El color de nuestra piel, Columna social y La leña está verde— nos enfrenta casi siempre a un mundo de realidades mexicanas que, enfocadas desde diversos registros, pone en marcha a unos prota­gonistas impulsados por pasiones muy nuestras y muy auténticas. Ensaya diferentes procedimientos de composición, y si en ciertas comedias se perciben aislados acentos abstractos, de poesía o del inconsciente, en gran número de ellas afloran temas tan trémulos de verdad como algunos desquiciamientos originados en la Conquista, como el mestizaje, como la insolencia y ridiculeces de las clases sociales recién advenidas a la riqueza.

Ya en una época tan remota como la del Teatro Orientación, Jorge Cuesta advertía de qué manera "las exigencias que ha sabido encontrar Celestino Gorostiza para fundar en ellas la vida del teatro mexicano no son vagas, ni confusas, ni caprichosas y fugaces; por lo contrario, están hechas de una clara conciencia de su necesidad y de una lealtad inconmovible a ella". Y en fecha no muy distante de la anterior, Xavier Villaurrutia, al ocuparse de las piezas iniciales del dramaturgo, encontraba que "parten de una tradición dramática que el autor no pudo obtener regalada, como la obtienen los autores europeos. ..; porque no es una hipérbole afirmar que con estas obras, como con muy pocas más, el teatro mexicano contemporáneo logra, de pronto, colocarse en un plano de universalidad sin perder por ello el contenido que la personalidad de su autor, mexicano selecto, ha sabido vaciar en un continente que tiene validez en cualquier latitud espiritual". Nadie, creemos, podrá disputar a Cuesta y Villaurrutia su condición de afortunados augures.

Un largo recuerdo devoto cierre estas evocaciones de Celestino Gorostiza, aquel señorial caballero de las letras y la vida, cuyo sitio aquí no relevo, sino, apenas, suplanto.

Ahora, enfrentado a un asunto literario, me hallo perplejo. Mil años luz me separan de la órbita de las erudiciones. No presentaré mi trabajo de esta noche en términos de confrontas y esclarecimientos que, al margen de cualquier tono despectivo, dejan fecunda estela de provecho a los investigadores de la cultura o del simple cuadro de las letras regionales. No incurriré en tarea de búsqueda y acarreo, insisto —"¡qué andar por entre libros y entre citas!”—, sino me limitaré a lo indispensable. Sólo deseo ceñirme a una intención que estimo justiciera.

Así como de modo casi documental realizó Luis Buñuel una película de profundo contenido,Los olvidados, en donde se pintaba con trazos dignos de José Clemente Orozco la situación infrahumana y de rencor en que se despliega la vida de los jóvenes capitalinos de la llamada baja esfera; del propio modo existe en la historia de nuestra literatura una zona, una especie de limbo en el cual, por opuestas contingencias, se hallan confinados ciertos escritores de no escasa importancia. Baste decir cómo ninguno de los cinco hombres de letras a quienes me referiré aparece citado en la Historia de la literatura mexicana de don Carlos González Peña —es más, ni siquiera en el Apéndice preparado para la recién aparecida novena edición de la misma por el Centro de Estudios Literarios—, no obstante considerarse dicho texto como uno de los más ampliamente utilizados en planteles de todo orden.

Iniciaremos este otro desfile de 'los olvidados” de las letras con Alfredo Ortiz Vidales, un poeta de la contención y el recato, autor de un solo libro, En la paz de los pueblos, aparecido en 1923. Incurre ahí en el tema de la provincia, cultivado con amplitud en la época merced al ejemplo de López Velarde, González León, Fernández Ledesma y, acaso, Rafael López y Martínez Valadez; pero los poemas de Ortiz Vidales acusan un matiz que los mantiene a distancia de sus congéneres. Basta con apreciar en ellos la ausencia de cualquier desbordamiento sensual, de todo amago de sonrisa, y en cambio la persistencia de una actitud pasiva, de mucho tiempo atrás desencantada. Esa gris conformidad con la monotonía, monotonía subrayada por el poeta con tintes próximos a la exaltación, es lo que confiere singularidad a la obra.

La plana aridez del contorno edilicio y humano impide a la pluma del poeta ensayar los tonos luminosos, vibrantes, y por lo tanto se acoge a un estilo apagado, diríamos en blanco y negro —colores elementales—, que en medio de su frialdad nos comunica el perfil neto de las cosas. Parece como si Azorín se hubiera propuesto sentarse a escribir unos versos. Veamos un ejemplo:

 

Con lo fácil del alma, todos sonrisa, gordos ir 
viviendo la vida que nos dieron los ojos y ya 
tranquilo todo, sin violencias, sin gritos llegar 
profundamente a ser hombres sencillos, sin 
ademán, tan hechos deveras hombres buenos 
de manos laboriosas y corazón sin huecos.
Llamarse don Antonio, don José, don 
Francisco; habitar una casa con el suelo muy limpio.
Una casa profunda, bien orientada, blanca, con 
tres, cuatro ventanas misteriosas, y puerta a la 
calle, chiquita, entornada. Al fondo, en la 
mancha tranquila del sol, a medio patio unas 
cuantas macetas llenas de flores, vivo el canto 
del canario. Y nosotros, nosotros,
¿pero nosotros? Ah, nosotros trabajando en un 
cuarto muy grande lleno de luz y fresco.
Afuera de la casa, en el zagúan, de oro una
 plaquita larga, dice: Número tantos.
Notario del Partido Judicial, don Antonio, don 
José, don Francisco Pérez Gil, Montellano...

Podemos reforzar el ejemplo con este otro boceto instantáneo de la quietud:

Que todas las mañanas, a las once, metieran al 
cuarto de tus libros un vaso de agua, y que te lo 
dejaran encima de la mesa o más bien, en lo 
fresco, cerca de la ventana.
Qué gloria no sería con el verde tranquilo de los 
campos sin aire, llegar y lentamente mirar contra 
las nubes el cuerpo cristalino del agua en el vaso. 
Qué misterio, qué goce irlo después tomando, y 
luego, en silencio seguir en donde ibas de tu libro, 
leyendo...

Esta mansa posición de humildad lo aproxima a Francis Jammes y no es despropósito llamarlo "el poeta de la melancolía”. Era Ortiz Vidales —cuya vida se apagó en julio de 1965— el vivo espejo de la melancolía y el ensimismamiento. Cuando compartimos con él tareas en la editorial de la Universidad, transcurrían jornadas enteras sin que abandonara el claustro del silencio. Serán cosas de familia, pensamos, porque la misma dignidad del mutismo —actitud nunca bastante alabada en un tiempo tan gárrulo y estruendoso como el nuestro— la observaban su primo Alfredo Maillefert y su propio hermano Salvador, practicante valioso en el dominio de la prosa.

Tenía razón José de J. Núñez y Domínguez cuando escribía que "quien vea a Ortiz Vidales vagar por las calles, envuelto en los oscuros celajes de la noche, podría decir que es un fantasma, pero no un poeta. Y como el poeta es la poesía. Una poesía diáfana, desnuda de todo género de artificios y oropeles, que ignora lo que es gramática y, principalmente, lo que es literatura”.

Si según este autor desconocía Ortiz Vidales la literatura, en cambio estuvo muy bien enterado de la vanidad de las cosas del mundo, como lo revela este apunte autobiográfico que es todo un acto de desistimiento, sin alarde y sin recelo:

 

Yo soy un pobre hombre sin entusiasmo, triste y como 
pluma, regla de no sé qué pupitre oficinesco, vivo 
metodizadamente guardado, sin moverme, enmedio de la 
gente.
Hubiera yo podido ser cruz, estrella, rosa o gozar de la 
vida señalando la hora de manecilla, tieso, como grave 
persona que ya tiene completa cara de ceremonia.
Pero yo no lo quise, y la vida, la vida, yo no sé, siempre 
tuve una mirada fría juzgándola, y ella, como mujer 
perdida ahora hace burla de mi melancolía.
Por lo demás, es dulce, ¡oh!, sí, es suave, hondo, este 
vivir aislado casi como un ogro.
Este sol, aquel libro, este oro del fondo en el cuarto sin 
nadie, ¿no son deveras todo?

Pues bien, este poeta de acento tan exclusivo, tan antirretórico y tan sincero, padece exilio en los tratados literarios y en las antologías. Tan sólo el vigilante estudioso Porfirio Martínez Peñaloza lo enjuicia en su libro Algunos epígonos del modernismo y otras notas, y entre los florilegios apenas lo incluyeron Luis G. Urbina en su antología Lírica mexicana (Madrid, 1919), Cayetano Andrade, en la Antología de escritores nicolaítas, y Manuel González Ramírez y Rebeca Torres Ortega en Poetas de México (1945).

Otros olvidos hemos de registrar. El de José Villalobos Ortiz, por ejemplo. No abundan nuestros datos acerca de su personalidad humana. Originario de Lagos de Moreno, Jalisco, residió en León, Guanajuato, y murió oscuramente.

Tras publicar un tomo de poemas de inspiración rústica o bucólica desconocidos por nosotros, y en el que tal vez secundara la manera de Othón, en 1939 Francisco Orozco Muñoz, aquel refinado catador de esencias literarias y vitales, le editó en México un volumen de breve título, Amor, donde resaltan los esmeros tipográficos que caracterizaron a tan excepcional prosista.

"Éste —dice Orozco Muñoz, ya en función de prologuista— es un pequeño libro de amor. De especial amor, que en él no asoma el amor común del hombre por la mujer, sino el amor de un poeta por todo lo creado en el rincón de su provincia, en el que siempre ha vivido: la torcacita, el madrugador, el girasol, las tunas, la granada, el rosal, el agua en cascada, la luz, la luz extremosa, la misma sobre las cosas que en lo íntimo del corazón del solitario escritor.”

Villalobos Ortiz no es poeta de do de pecho. Ya se ve que, en acatamiento a la norma pregonada alguna vez por León Felipe —y no siempre seguida por este mismo—, resuelve 'cantar cosas de poca importancia”. Y como son cosas nimias, cotidianas y frágiles, elige un género sumario, el del hai-ku, en el cual se desenvuelve con la prestancia de tantos y tan celebrados poetas nuestros especializados en su cultivo.

En esto radica precisamente lo insólito del libro Amor. Muchas veces, cuando nos deleitamos en la lectura de una colección bien realizada de haikai, donde los breves relámpagos de la sensibilidad se suceden a lo espontáneo, pensamos que dentro del poeta alienta un pintor en potencia, sólo que, desprovisto de crayón o pincel, sabe utilizar las palabras como elementos eficaces de creación plástica. Así son los trazos evidentes en los haikai de Villalobos Ortiz, entre los cuales elegimos unas muestras:

La mañana

 

En la pizarra del cielo,

¿qué irá a pintar la 
mañana, que ha 
borrado los 
luceros?

La hiedra 

Amaneciendo,
Dios echó en su 
follaje puños de 
cielo.

La torcacita 

Pajarito de barro 
que ha de ser, si se 
cae del nido se va a 
romper...

El girasol

  ¿Qué dirá al sol, 
parado de puntitas, 
el girasol?

En el baño

No sabe, el 
gorrión, que tira, 
jugando, diamantes 
al sol.

La luna de día

Se le fue a un 
rapaz, anoche, en 
el pueblo, su globo 
de gas...

Una paloma

¿A qué niña el 
viento arrebató de 
la mano el 
pañuelo?

El remolino 

Se santigua una 
vieja,y el remolino, 
que es el diablo, se 
aleja por el 
camino.

Las reses en el 
tren

Ven, asombradas, 
la vergonzosa fuga 
de las montañas...

El leñador 

Cuando él se 
acerca, el corazón 
del árbol se encoge 
y tiembla.

La nuez 

Cada mitad,
parva tortuga
que ya echa a 
andar...

El burro 
aguador

Vio el agua azul 
del pozo y piensa, 
resignado, que va 
el cielo en su 
lomo...

El sapo

Él piensa ahora ser 
mañana sochantre 
de la parroquia

Las ranas 

Se avergüenzan las
 ranas porque las
 ven desnudas, y se
 echan al agua.

La creciente

Sobre las olas 
turbias —
borreguitos 
ahogados— van 
los copos de 
espuma...

La corta pero significativa producción poética de Villalobos Ortiz se ha volatilizado entre nuestros críticos y antologistas. No creemos hallarnos en posesión de todos los datos, mas parece que aquí nada más se le ha incluido en "Hojas del cerezo/Primera antología del haikai hispano”, de Alfredo Boni de la Vega, publicada en la revista Ábside en el año de 1951. En ella se reproduce una docena de sus deliciosas estampas, sin ningún juicio crítico.

En una obra de mayor aliento y consideración, El haikai en la lírica mexicana, estudio ampliamente documentado y debido a la doctora puertorriqueña Gloria Ceide-Echeverría, de la Eastern Illinois University, se examina con agudeza la producción de cuantos poetas nuestros han incursionado en tan específico terreno... ¡con excepción —precisamente— de Villalobos Ortiz! Mentimos en escala moderada, porque en la bibliografía se cita la ya aludida contribución antológica de Boni de la Vega, pero sin alusión ni comentario concreto. Suerte infortunada la de nuestro autor.

En otra zona, que llamaríamos la de "los semiolvidados”, se encuentra una diversa categoría de escritores —prosistas o poetas indistintamente— y los citaremos en el orden cronológico de la aparición de sus obras características.

Es el primero Justino Sarmiento, un oscuro profesor veracruzano nunca apartado de su provincia, que en 1933 publicó su único libro novelesco, Las perras, impreso en una imprenta incógnita del puerto de Veracruz.

El autor expresa en una corta advertencia preliminar que, de haber algún mérito dentro de la obra, éste recaería en sus elementos vernáculos, en el empleo de los giros verbales de su contorno. Y rebasa los límites de la modestia, de este modo: "En la hermosa lengua de Cervantes, los mexicanismos resultan impurezas. Pero en este mole literario que con la humilde suavidad de un indio de mi pueblo ofrezco a mis paisanos, los mexicanismos son el chile y el ajonjolí que dan picor y gusto a las presas de totol [de guajolote].”

Sarmiento estaba equivocado. Lo mismo ocurrirá a quien, ante el estilo coloquial y desgarbado de la cita precedente, califique la novela sin previa lectura. Porque si bien los diálogos y el habla le imparten un sabor legítimo, privativo, su valía reside en la manera magistral de desenvolver el relato, en la pintura del paisaje y las almas; pero, sobre todo, en la intensa temperatura pasional de madre e hija, las dos obsesionadas por el amor del huésped. La obra alcanza la más honda culminación dramática.

Tenemos después a Cipriano Campos Alatorre. Su novela Los fusilados aparecida en 1934, cuando, después del Génesis representado por Los de abajo de Mariano Azuela, las ficciones sobre temas de nuestra revolución se encontraban en auge y salían unas tras otras las producciones de Rafael F. Muñoz, Gregorio López y Fuentes, Jorge Ferretis, José Rubén Romero, Mau­ricio Magdaleno y aun las del propio Azuela; la aparición de Los fusilados,decíamos, fue una nota excepcional. Sus escenas parecían aguafuertes de sombrío patetismo; el lenguaje mostraba un intenso arraigo popular; el novelista, que de ahí a poco moriría, era dueño de una seguridad inverosímil para sus veinte años vividos en un ambiente de miseria y soledad.

Ermilo Abreu Gómez ha trazado una semblanza humana de Campos Alatorre, el desvalido, con trémula comprensión. Y cuando alude a los valores formales de su obra, afirma: "Pocas veces había leído páginas, de un joven, que revelaran tanto sentido literario, tanta capacidad para captar en un solo trazo un aspecto de la vida. Las escenas, los hechos, las descripciones, todo estaba ahí casi desnudo de tan sobrio. Los pasajes se sucedían rápidos y, al mismo tiempo, sin perder el cordón umbilical. Todo vivía con plenitud."

Viene, luego, el caso de Rafael Cuevas, un poeta nacido bajo el signo de la originalidad. En su libro Presencia del mundo (1935) se nos aparece despreocupado, reacio a someterse a patrones métricos y lugares comunes, y siempre atento a no perder un visible ánimo lúdico. Aquí lo encontramos en un marco marino, pleno de brisas confortantes:

Por la sabiduría montante de la mar sueño la 
perla y oigo al caracol.

En estas libres playas, a tanto y tanto sol, el 
tacto se me irisa y el ojo da en cantar.

La mar vende sirenas. Una quedó varada, 
larguísima, sin precio, las pupilas de acero, 
entre dos infinitos limitada, la mente por el 
friso de la nada y la nariz abierta al aire 
limonero.

Pero su voz suena más auténtica cuando se sujeta al propósito, seguramente sustentado en inspiración velardeana, de dar con expresiones inusitadas, novedosas. Como éstas:

Rondo por mi ciudad como un intruso a 
quien defiende el pulcro anonimato del 
íntimo cantar. (...)

No he de perder, en el último asalto, un cielo
 sostenido por peinas de carey, mil palacios
 que ceden fábulas al cobalto, la catedral 
sobre el bochorno del asfalto y el sol, que 
todos miran como a un rey.

Con mármol, tezontle y cantera
alcé una casa enmedio del paisaje,
cien álamos compré
por dar a mi ciudad leve ropaje
y, con gran devoción, pinté su ojera.
Por don fatal, mis dedos inventores —¿cómo 
iba yo a cuidar tanta belleza?— realizaron 
magníficas labores y bruñeron basaltos, cual 
si fueran el cinturón de la naturaleza.
A mansiones de honor di, por amparo,
valientes arcos giratorios,
hasta formar un cielo cuyo faro
—rosetón en portal de desposorios—
guiaba diminutos bergantines
cargados de amapolas, sonrisas y abalorios...

Genaro Fernández Mac Gregor recuerda a Rafael Cuevas como "el compañero de Mascarones, el cerebro atormentado por la lucha entre el deseo y la fe, alumbrado por lampos de poesía plasmada en obras incompletas y raras, como su vida sensual y bohemia”. Y al redondear el retrato lo describe "un poco alocado, de inteligencia despierta, no menos que los sentidos, gran lector, que me llevaba a su solariega casona de Vergara a ver la escogida biblioteca de su hermano mayor [el Padre Mariano Cuevas]”.

En 1942, el año de su muerte, aparece otro libro de poesía, Amapola del tiempo, donde lo vemos sometido —ortodoxamente sometido— al tiránico molde del soneto, modalidad no muy adaptable al juego y los desplantes.

Hagamos una especie de recapitulación, referida a los escritores aludidos, a quienes se considera semiolvidados. Decíamos que el principal testimonio del aparente repudio en el cual se les mantiene consiste en su omisión dentro del texto de González Peña, por más que en elDiccionario de escritores mexicanos, publicado por la Universidad Nacional, tampoco figuren. Faltan asimismo —con la somera excepción de Campos Alatorre— en la más recienteBibliografía biográfica mexicana de don Juan B. Iguíniz.

Este quinteto de hombres de letras es evocado, apenas, en unos cuantos artículos ocasionales que brillan un día y se ocultan en el polvo y silencio de una hemeroteca, si bien les va. Diríase que Justino Sarmiento alcanzó mejor fortuna cuando Francisco Monterde analiza su obra mediante un estudio recogido en el tomo xvii de las Memorias de la Academia, y cuando Leonardo Pasquel compone un prólogo para la reedición de Las perras —¡enhora­buena!— dentro de su dilatada colección Suma Veracruzana. Esporádicamente se dedican recuerdos a Cipriano Campos Alatorre, y no está por demás insistir en la validez consagratoria del juicio de Abreu Gómez antes apuntado. La parquedad de opiniones sobre Rafael Cuevas, entre las cuales cuentan las de los poetas Enrique González Martínez, Jesús Arellano y Miguel Bustos Cerecedo, se compensa con los hondos, fieles atisbos que de su personalidad humana y estética dejó consignados Genaro Fernández Mac Gregor en sus Carátulas y en la autobiografía El río de mi sangre.

Me atrevo a proponer una hipótesis para explicar el desvío injusto que envuelve a estos espíritus creadores.

Todos ellos —excepto Rafael Cuevas, enamorado de la aventura y del dulce quehacer erótico— vivieron en la penumbra, a solas con su soledad, en diálogo con el silencio, despojados de ambición. Alentaron en una etapa paleolítica respecto de la norma tan generalizada hoy día entre buen número de escritores, que se desenvuelven en una onda de adulaciones y festejos, planean con la eficacia de un estratego toda una campaña de publicidad en torno a su persona, sus hábitos, sus lances amorosos, sus peleas reales o ficticias, tienen agentes propios en redacciones de diarios y revistas, y, en fin, se organizan como autoridades en public relations."Arenas forman los montes y los minutos el año", dice un viejo proverbio de Oriente, y la reiteración de un determinado nombre acaba por franquearle el pórtico de la popularidad.

Hay otra causa factible para esclarecer, de modo contradictorio, este asunto del oscurecimiento de aquellos autores: la falta de editores responsables, o al menos reales y solventes, bajo cuyo signo aparecieran publicadas las obras antes aludidas. Porque vamos a ver: ¿Qué entidad metafísica fue aquella "Confederación de Productores Mentales" bajo cuyo amparo editorial salió a luz el libro En la paz de los pueblos? Parece una broma. El volumen de Villalobos Ortiz, aunque de presentación impecable, carece de pie de imprenta; lo mismo ocurre con la primera salida de Las perras de Sarmiento. Los fusilados de Campos Alatorre se imprimieron en la ciudad de México, pero la divisa editorial resulta apócrifa a todas luces: "Edición Sur/Oaxaca." Y el libro inicial de Rafael Cuevas, Presencia del mundo, aparece en el escenario de manera vergonzante, sin padre impresor visible.

Hombres desprovistos de la visión pragmática moderna para "triunfar en la vida” literaria a codazos; desconocedores de las exigencias del clamor y el artificio social; sin otra preocupación que ensimismarse en su íntimo recinto, ellos encontraron natural aquello de que el libro, ya ungido con los santos sacramentos de la imprenta, fuera a parar exclusivamente en manos familiares y amistosas. Se olvidaron de pagar la prima para la adquisición de un seguro contra el olvido.

Es deseable, y lo sugerimos, que futuros estudiosos de las letras mexicanas reparen en sus justos términos la inadvertencia observada hacia los escritores hoy recordados. No cometieron sino un pecado venial, involuntario, subordinados a la costumbre de su tiempo; pero su actitud hizo realidad la remota expresión de Shakespeare: "Lo demás es silencio."


Respuesta al discurso de don Antonio Acevedo Escobedo por Mauricio Magdaleno

Al llamar la Academia a su seno a Antonio Acevedo Escobedo tras un acto electoral en el que se expresó su unánime beneplácito, gana para el ejercicio de sus actividades un singular concurso de escritor. Quiso Antonio que yo contestase su discurso de recepción: ¡allá se lo haya! Declaro de entrada, más por consideración a su sutil talento en el que la gracia y la proporción alcanzan esencias del más espirituoso destilado, que per lazos de cofradía o de proximidad de letras alborotadas en mi caso, que no nos unen afinidades de cuerdas literarias, y ni falta que nos ha hecho!, porque por sobre cualquier particularidad de cuerdas nos unen lazos muy gordos de vida.

La formación literaria de Acevedo Escobedo ha sido siempre un misterio para mí, y me atrevo a suponer que también para algunos de ustedes, digamos los menos duchos o nada duchos, como yo, en desintrincar una madeja de oficio cuyo orden no gobiernan las convencionales disciplinas del canon ortodoxo. El mozalbete que llegó a esta capital allá por 1925 traía por todo bagaje —aparentemente, desde luego— los frutos de su provinciana escuela primaria, buenos frutos, en todo caso, para emprender una larga carrera de las muy doctas que rematan en título, maestría y hasta doctorado. La verdad es que su carrera, la de escritor, se la hizo él solo, con una voluntad torrencial y solitaria. Acevedo Escobedo es un asombroso autodidacto que se forjó su instrumental en fragua propia y ambiciosa, hasta ganarse, finalmente, la eminencia.

Sus letras lo son por manera orgánica; quiero decir que desde la niñez navegó entre ellas. Antes de que las ejercitara en el pliego escrito, se familiarizó con ellas como tipógrafo. Un libro de otro tipógrafo, paisano suyo, le trae el olor de viejas imprentas y el amable recuerdo de viejos impresores: “Me resulta gratísimo en lo personal —escribió recientemente— encontrar citadas ciertas imprentas desaparecidas en las que presté servicios de cajista durante mi adolescencia, como las de don Alberto E. Pedroza, Jesús Gallegos, Pablo Suárez del Real, Juan Montes... Pero el placer sube de punto cuando surgen los nombres de compañeros y amigos arraigados a fondo en mi afecto, a pesar de los años transcurridos. Todos ellos, con el componedor en la mano, han sido testigos silenciosos del vivir social y político en aquella comarca.”

Todos nosotros, de un modo u otro, hemos pasado por la imprenta; el perfume de sus tintas nos es familiar, y si no llega a tanto, nos es, al menos, gustoso. Acevedo Escobedo lo respiró amorosamente al pie de los chibaletes, formando la caja en que paró millares y millares de pequeños tipos de metal que un día después saldrían a la calle convertidos en noticia, en crónica o en esquela. Tan hondo lleva aquel menester que a evocarlo consagra su último libro, donoso como todos los suyos: Entre prensas anda el juego. Otro día ya no más paró, sino que escribió sus primeras cuartillas en un diario local de nombre Renacimiento; fue cronista de cine y más tarde jefe de información. ¡Encantadores periodiquitos de provincia, formados a mano, en los que el suceso lugareño asumía, frecuentemente, dimensiones cósmicas y que los señores de estranguladores cuellos duros y gruesas leontinas de honorables quilates leían de cabo a rabo en sus establecimientos o en los sofás de la plaza principal!

La capital vivía locamente el cascabeleo de los veintes, en cuyo turbión murió la última seronda flor de la vieja época; en un libro muy posterior de marcas volanderas —Letras de los 20’s— Acevedo Escobedo registraría el palpitante pulso de aquella hora en que se convirtió en inquilino de estos rumbos. Se metió monstruosamente en el trato de los libros; ninguna literatura, clásica o moderna, le fue ajena. En 1929 forma en el cuadro juvenil de El Universal Ilustrado, en cuyas páginas germinaron tantos otros empeños al calor generoso de Carlos Noriega Hope. De allí pasó a escribir por varios años en Revista de Revistas, alternando el cuento con el ensayo, la noticia literaria con la reseña de libros.

Dueño de una prosa donairosa, suelta y penetrante, en la que lo vernáculo ajustó con lo universal en un feliz concierto, su sello se hizo imperiosamente presente un día de 1935, al aparecer Sirena en el aula. Libro delicioso de fantasía, humor y voluptuosidad por todas las cosas de este mundo, preciso y regalón, su temprana sazón consagró inmediatamente letras de tan sorprendente tonalidad. Si torrencial había sido la formación de Acevedo Escobedo, su mies más parecía —más parece— por su miniado conceptual, esencia avara que suelta sus jugos con la plétora de unos cuantos granos de anís. No el tallado monumental ni el vuelo sinfónico: un concentrado apenas de talla, unos difíciles ritmos de concierto de cámara.

Asoma en Sirena en el aula, a trasluz y como sin comprometer el secreto de su hilaza, un acento aromado de provincia. Provincia en toda la fuerza unitaria de lo mexicano, germinal y redaño de ojo de agua: Aguascalientes, allá en el repliegue más transparente del antiguo reino de Nueva Galicia. Muchos, casi todos los lares del mapa nacional la aventajan en tamaño físico: en equilibrio humano, en gracia castiza, en garra sentimental, ninguno. Entonces —me refiero al tramo de vida que pasó en Aguascalientes Acevedo Escobedo— era un villorrio encantador merced a cuyas aguas termales medraban centenares de huertas ubérrimas y sanaban dolencias contumaces de la carne. Había un río que parecía de veras un señor río y una columna en el centro de la plaza principal donde en la primera década de la pasada centuria levantó su ingrata efigie Fernando VIL En sus mesones se concentraban las arrieradas de muchas leguas a la redonda, provenientes de Jalisco y Zacatecas; a las arrieradas sucedieron las huestes de las facciones revolucionarias que buscaron un acuerdo en las tormentosas jornadas de la Convención de 1914, y que, por descontado, no sólo no se entendieron, sino que sellaron allí lo que habría de ser un mar de sangre. Destino de las revoluciones, en México y en todas partes del mundo: abrir surcos de lumbre para dar a luz nuevas semillas de patria.

En otro libro de preciosas estampas, Los días de Aguascalientes, Acevedo Escobedo recoge aquel aire de palomas melancólicas y un humo de atardecer en el que siente, con razón, que se confunde México mismo. El párrafo es breve, pero no tiene pierde: "El olor del humo vegetal en el campo —escribe— es uno de los aromas que se recuerdan toda la vida. Si no nos contuviera el temor de ser tildados de patrioteros, diríamos que esas frágiles columnas azules, elevándose por encima del ambiente que nos es familiar, representan el espíritu de nuestra cuna, de nuestra gente, de nuestros afectos, que suben a confundirse en la altura con la total alegría de la tierra, y a nosotros nos envuelven en un aire de nostalgia indecible.” Patriotismo, digo yo, que se recata, patriotismo esencial que se expresa con excusas en la antirretórica de Acevedo Escobedo.

Seguramente no todos en su provincia —léase: unos cuantos— conocen las excelencias deSirena en el aula y Los días de Aguascalientes: algún eco habrá llegado por allá, en todo caso; lo que sí hace de Antonio un auténtico cantor local es su farsa ¡Ya viene Gorgonio Esparza!Milagros del estro popular, alma del barullo y el corrido, alma brava e hilarante —frecuente simbiosis en las letras de Acevedo Escobedo— del genio de los barrios, de un barrio, el de Triana: así como suena, así como en Sevilla. En Aguascalientes, Gorgonio Esparza es actualmente un mito: un mito en el sentido de mitología. Me consta que el grandioso disparate forma parte del herido grito de Aguascalientes, como su feria de San Marcos y su sabrosa uva. ¡Venturosa provincia que provoca pregones tan entrañables!

Tan entrañables como los rasgos del discurso que acabamos de escuchar y en el que no cuenta ninguna laya de magnificencia: ceñido, una vez más, a la tradicional manera de Acevedo Escobedo. Sus olvidados —Alfredo Ortiz Vidales, José Villalobos Ortiz, Justino Sarmiento, Cipriano Campos Alatorre, Rafael Cuevas— dan fe de una intervención: la de rescatar y justipreciar nombres injustamente postergados. Ha dicho con judicial puridad Acevedo Escobedo: 'Todos ellos —excepto Rafael Cuevas, enamorado de la aventura y del dulce quehacer erótico— vivieron en la penumbra, a solas con su soledad, en diálogo con el silencio, despojados de ambición. Alentaron en una etapa paleolítica respecto de la norma tan generalizada hoy día entre buen número de escritores, que se desenvuelven en una onda de adulaciones y festejos, planean con la eficacia de un estratego toda una campaña de publicidad en torno a su persona, sus hábitos, sus lances amorosos, sus peleas reales o ficticias, tienen agentes propios en redacciones de diarios y revistas, y, en fin, se organizan como autoridades en public relations.”

A Alfredo Ortiz Vidales, el de los tiernos versos de En la paz de los pueblos, a José Villalobos Ortiz, amoroso cantor de lo nimio —lo nimio suele ser lo intemporal—, y a Rafael Cuevas el dePresencia del mundo, de soterrado y sensual timbre; a uno y otro y otro se les tiene —cuando ocasionalmente se les tiene— por poetas menores. No sé si lo serán; no sé, inclusive, si el raro rubro de "poetas menores” signifique algo más —o algo menos— que una estatura, una dimensión, un capricho a secas, una estupidez. De oropeles se visten las vedettes y el oropel se resquebraja pronto, así lo ponga a brillar el chorro de luz de eficaces candilejas; el pájaro solitario canta su canto sin la menor preocupación escénica. En todo caso, la publicidad no hace, a la larga —a la larga que está por sobre todas las trampas— mayor o medio o menor a un poeta, así jadeen y se revuelvan los del conciliábulo de la farsa de esta herida época de fanfarrias de hojalata.

Los otros dos de este quinteto de postergados dejaron en la novela una huella que no ha borrado ni borrará el olvido: Justino Sarmiento, el de Las perras, y Cipriano Campos Alatorre, el de Los fusilados. Yo los siento tan vivos como para responder bizarramente a las más logradas excelencias que haya alcanzado el género en nuestros días y en nuestra patria. El mismo Acevedo Escobedo reconoce que a Las perras no le ha ido tan mal: el justísimo comentario que le dedicó Francisco Monterde en un ayer reciente tuvo la virtud de avivar muchas curiosidades; el benemérito Leonardo Pasquel lo reeditó, también recientemente, en su colección Suma Veracruzana. Después de todo, en México eso es algo así como irle a uno lo menos mal posible. Cuanto a Los fusilados de Campos Alatorre, no entiendo por qué razón no figura en alguno de los dos gruesos tomos de La novela de la Revolución Mexicana: pertenece a esa típica familia literaria en la cual campa con acento estrujante. Doncel que apenas abría su flor la publicó en 1934, y, pese a lo flaco de la edición, arrebató el interés de aquella hora en la que aún no se apagaba el hervor de nuestro gran estremecimiento social. "El novelista que de ahí a poco moriría —acaba de expresarlo Acevedo Escobedo—, era dueño de una seguridad inverosímil para sus veinte años vividos en un ambiente de miseria y soledad.” Conviene recordar que un compañero nuestro, Ermilo Abreu Gómez, trazó la semblanza de autor y novela con la cálida exactitud que le es propia. Por lo que ve a Antonio Acevedo Escobedo, baste y sobre afirmar que merece un aplauso por elegir por tema de su discurso esas figuras que, más o menos olvidadas, carecen inclusive de data en libros y diccionarios especializados.

Se impone el punto final y lo voy a poner. Estoy seguro de responder al sentimiento de nuestra institución al saludar al autor de Sirena en el aula con todos los honores debidos a su ministerio de escritor. Aquí está su sitio; su sola presencia lo inviste de la sincera autoridad de quien ha bregado por dar vida palpitante a sus letras. Y nada más, para no exceder la sobriedad de su matrícula. Ésta es tu casa, Antonio.

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