Miércoles, 22 de Abril de 2009

Ceremonia de ingreso de don Alfonso Rangel Guerra

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Discurso de ingreso:
La pérdida de la mansión dorada. Notas sobre un olvidado poema de Alfonso Reyes

Señor director de la Academia Mexicana de la Lengua, 
don José G. Moreno de Alba; 
señor secretario, don Gonzalo Celorio;
señoras académicas y señores académicos; 
señoras y señores: 

Una deuda moral me mueve a explicar, con estas palabras iniciales, el antecedente del acto que hoy nos reúne. Don Manuel Alcalá, quien fungía en 1989 como secretario perpetuo de la Academia Mexicana de la Lengua, tuvo la amabilidad de dirigirme unas líneas, escritas el 9 de noviembre de ese año, para comunicarme que, a propuesta de don José Luis Martínez y por unanimidad de votos, la Academia me había designado, en sesión celebrada el 28 de septiembre del citado año, miembro correspondiente, con residencia en la ciudad de Monterrey. Como es natural, el acontecimiento me produjo una gran satisfacción y me sentí muy honrado por este acuerdo, pero dudé de poseer los méritos suficientes para recibir tan alta distinción; al mismo tiempo, tuve la certeza de que pronto habría oportunidad de manifestar, al director y al secretario de la Academia, así como a todos sus miembros asistentes a aquella sesión, mi agradecimiento por tan significativa deferencia a mi persona. Pero prevaleciendo en mí la apreciación de no poseer los méritos ya mencionados, poco más tarde me informé de que los miembros correspondientes no tenían la obligación, a diferencia de los de número, de presentar discurso de admisión, circunstancia que me liberó de dicha obligatoriedad. En estas condiciones, pensé que en el futuro podría acogerme a la decisión de realizar la citada comparecencia como una opción a considerar. Lamentablemente esto no condujo a una decisión debidamente asumida, y todo esto quedó impreciso en el ámbito de la voluntad, como una mera posibilidad.

Así fue como, de manera insensible, se fueron acumulando los años sin modificarse la situación. No obstante, en mi interior empezó a generarse un reclamo; es decir, un reclamo contra mí mismo, porque si bien no existía de mi parte la obligación formal de presentar un discurso, poco a poco fui percatándome de que propiamente no se trataba de cumplir una exigencia, sino más bien de satisfacer, desde una posición estrictamente moral, la necesidad que debía imponerme de realizar el paso eludido, por atención, respeto y reconocimiento a todos los que habían participado en el acuerdo de mi incorporación a esta ilustre casa, y particularmente a quien tuvo la cortesía de proponer mi ingreso ante el pleno de la corporación, así como a quien amablemente me lo comunicó por escrito. Pasó entonces lo que frecuentemente ocurre en estos casos: las circunstancias del trabajo dominan el uso del tiempo y otras obligaciones, las de todos los días, se fueron imponiendo con el consiguiente resultado de postergar aquello que hubiera querido cumplir satisfactoriamente. Y fueron acumulándose los meses, y también los años, de modo que ahora podría explicarme, cambiando el sentido, con lo que Alfonso Reyes logró expresar tan sabiamente en un verso, donde expone con esa vastedad de significado y brevedad en la expresión, que solo son posibles en el lenguaje poético: “los caminos de la vida no llevan a donde voy”.[1] En estas condiciones, me armé de la voluntad necesaria para poder romper el cerco de la inercia en la que solemos envolvernos cotidianamente y obtener la satisfacción del cumplimiento del deber. El resto fue posible gracias a la generosa disposición del señor director de la Academia, quien amablemente acordó lo necesario para la organización de este acto, que ahora deseo expresamente dedicar a la memoria de don José Luis Martínez y de don Manuel Alcalá, así como a la de todos los que participaron hace ya tantos años y no están ahora con nosotros, y también a los que todavía nos acompañan y estuvieron presentes en aquella sesión en que aprobaron anónimamente mi ingreso a la Academia. Paso en seguida, para concluir estas palabras iniciales, a una breve reflexión que estimo necesaria para completar y finalizar tan larga introducción.

Cumplir ahora, y con tanto retraso, el viejo propósito de ninguna manera significa estimar que ya se poseen los méritos que en un tiempo anterior consideré me eran ajenos. Pero también reflexioné en que si la vida nos asigna en ocasiones retos difíciles de cumplir, quizá deban enfrentarse, porque además pueden representar la posibilidad de otorgar, ante esa instancia superior que los impone, un significado merecedor de corresponder a la existencia misma. Afirmar que es la vida la que plantea estos retos es una forma generalmente aceptada para referirse, en forma abierta y dilatada, a lo que suele ocurrir en circunstancias especiales y propiciadas de alguna manera por el acontecer personal; en otras palabras, lo que la vida nos ordena se desprende finalmente del ámbito personal de cada uno, y por esto tales acciones deben ser consideradas como ineludibles, pues cuando su significado se alcanza en las realizaciones individuales, es en estas donde podría encontrarse la posibilidad de descubrir su sentido y su posible valor, que sólo pueden obtenerse en los saldos que la vida concede; y también porque esto podría llegar a otorgarse, o quizá no, en algún momento futuro. Queden estas palabras en el entorno que las genera, de manera que años y vida, en su transcurrir, permitan además juzgar con alguna indulgencia la suma del tiempo acumulado como antecedente de este acto. Deseo terminar tan largo preámbulo con mi agradecimiento a don Adolfo Castañón por haber aceptado contestar este discurso. Y, sin más, paso a exponer las palabras a cuya presentación hemos sido convocados.

“Escribo un signo funesto”: Así empieza Alfonso Reyes su breve crónica titulada “Días aciagos”, donde cuenta las circunstancias vividas por él y su familia en la casa número 44 de la calle de las Estaciones, en la ciudad de México, provocadas por los enfrentamientos de los seguidores del general Bernardo Reyes y los de Francisco I. Madero. La crónica es muy corta, apenas unas pocas páginas donde cuenta lo ocurrido los días 3, 7, 15 y 16 de septiembre del año de 1911. Eran tiempos inmediatamente posteriores al regreso a México del general Reyes después de su estancia en Europa, y muy cercanos también a la salida de Porfirio Díaz del país, en el barco Ipiranga. Puede añadirse que era el tiempo en que se inició la etapa final en la vida del general Bernardo Reyes, pues pocos meses más tarde su situación se complicó por los muchos errores cometidos por él y quienes lo apoyaban, llevándolo a su rendición en el municipio de Linares, Nuevo León, a su encarcelamiento en la ciudad de México, y finalmente a la trágica culminación con el desenlace fatal del domingo 9 de febrero de 1913, al ponerse en ejecución el plan establecido de abandonar, mediante apoyos diversos, la prisión de Santiago Tlatelolco para dirigirse a Palacio Nacional con el propósito de derrocar al gobierno legalmente constituido.

Cerca de las nueve de la mañana de ese domingo 9 de febrero de 1913, el general Bernardo Reyes cayó acribillado frente a la puerta de honor de Palacio Nacional. Su hijo Rodolfo, que lo acompañó desde la salida de la prisión, y tanto lo impulsó en el plan trazado para esa mañana de domingo, lo vio galopar con decisión hacia la puerta de honor de Palacio.

–Te van a matar– le gritó a su padre, y este, sin detener el galope de su cabalgadura, le respondió:

–Pero no por la espalda [2] – y en ese momento se iniciaron los disparos provenientes del interior del Palacio, y la metralla terminó con la vida de este hombre, que ese día pudo haber cambiado la historia del país.

Lo ocurrido frente a Palacio, la desaparición brusca y trágica del general Bernardo Reyes, sumió a la familia en el dolor y la mantuvo enclaustrada en su casa. Poco se sabe sobre lo ocurrido inmediatamente después del sepelio del general. Mientras Rodolfo Reyes se mantenía estableciendo comunicaciones con los personajes involucrados en la situación política existente, Alfonso Reyes renunció el 28 de febrero de 1913 a la secretaría de la Escuela de Altos Estudios, en la misma Escuela donde fue profesor fundador de la cátedra de Historia de la Lengua y la Literatura Española; a partir del 1 de abril el cargo se convirtió en honorario hasta el 31 de julio. Ese día, el 31 de julio, recibió su título de abogado y al día siguiente fue nombrado segundo secretario de la Legación de México en Francia. También ese día se le nombró comisionado ad honorem de la Secretaría de Instrucción Pública de México en Francia. En cuanto a su obra literaria, con fecha “México, abril de 1913”, sin indicación del día, escribió un poema titulado “Noche de consejo”. El poema se contiene en el cuaderno número 6, pp. 78-79, que formaba parte de los utilizados por Alfonso Reyes para escribir sus poemas, y donde en un principio también incluyó prosas y narraciones, y que, por remontarse su uso al año de 1901, él llamó “Cuadernos pueriles”. Este poema es lo primero que escribió después de la trágica muerte de su padre, y el último antes de salir de México el 10 de agosto de ese año, para embarcarse en Veracruz en el vapor Espagne, rumbo a Europa.

Un dato más debe añadirse en relación con el poema “Noche de consejo”: le antecede en tiempo un breve ensayo, titulado “El hombre desnudo”, publicado en la revista Nosotros, de la ciudad de México, correspondiente al mes de febrero de 1913. Al final de este ensayo, Alfonso Reyes apuntó la fecha en que lo escribió: “7 de febrero de 1913”.[3] Es decir, este ensayo fue escrito por Reyes dos días antes de la trágica muerte de su padre. Si él hubiera estado enterado del plan establecido para ese domingo 9 de febrero, es decir el levantamiento de su padre contra el gobierno, es difícil pensar que hubiera tenido disposición de ánimo para ponerse a escribir un ensayo. Lo más probable, entonces, es que él, al igual que la familia, con excepción de su hermano Rodolfo, ignorara los planes de su padre, situación que adquiere visos de certeza si recordamos lo escrito por Alfonso Reyes sobre la actitud de su padre a propósito de sus intervenciones en asuntos de orden político: que “no le gustaba que sus hijos menores pretendieran aconsejarlo”. A una comunicación que él le mandó a su padre a La Habana, antes de su llegada a México, este le contestó “con cierta severidad, que […] le recomendaba abstenerse de formar teorías políticas infantiles y de meterse en lo que no entendía”. [4] Todo esto permite suponer que ni él ni su familia fueron enterados del plan establecido.

El poema del que vamos a ocuparnos ahora no menciona directamente la muerte del general Bernardo Reyes, pero contiene referencias que permiten afirmar que se está hablando, en primera persona, de la pérdida que ha sufrido el poeta. Como ya se dijo, el poema se titula “Noche de consejo” y contiene 40 octosílabos distribuidos en tres estrofas de 14 y 12 versos:


Noche de consejo 

Nave de la medianoche 
que, en las fatigas del tiempo, 
llevas a la borda atada 
la cólera de los vientos; 
boya de los desengaños, 
balsa de los contratiempos: 
a todos los navegantes 
hoy prevenirles intento 
que estoy mirando en los astros 
amargos presentimientos, 
que hay un azoro, un espanto 
en la mitad del silencio 
y una perenne inquietud 
nos contempla desde el cielo. 

De la adusta medianoche 
sobre el témpano de hielo, 
flotan cual polares osos 
mis perdidos pensamientos. 
Ayer yo tuve canciones 
para saludar contento 
al arroyo de mi fuente 
y al árbol de mi sendero. 
Hoy, en frío y soledad, 
tan aterido y señero, 
¿quién dirá que soy el mismo, 
quién dirá que soy el dueño 
de aquella mansión dorada, 
morada de mis recuerdos? 

Por ladrón lo he merecido, 
por adelantarme al tiempo, 
por violentar con premura 
la miel de cada momento. 
Porque, al potro de la vida, 
acicates del anhelo 
son como brazos alzados 
para gobernar el cielo.
¡Bien nos decías, Villon, 
y qué bien que lo recuerdo: 
–Mozos, que perdéis la más
bella gala del sombrero! 

Como es fácil observar después de su lectura, el poema no ofrece uno, sino varios enigmas. Podría decirse también que todo el poema es un enigma. Intentemos, pues, despejar esta oscuridad contenida en lo que aquí se narra, pues, como suele ocurrir con los romances, en este se cuenta una historia donde se habla de una sucesión de acontecimientos cuya significación no se nos entrega fácilmente.

El primer enigma que nos presenta el poema está en el verso inicial: ¿a qué se refiere Alfonso Reyes cuando menciona la “Nave de la medianoche”? El sentido que pudiera tener esta metáfora es que se trata de la nave de los sueños; por extensión, puede decirse que se trata de la nave de la imaginación, es decir, la nave de la creatividad, o, también, la nave que conduce hacia la creatividad. Para decirlo brevemente, es la nave que conduce a la poesía, pudiendo entenderse esto en sus dos sentidos: es una nave que lleva hacia la poesía, y al mismo tiempo es una nave que transporta la poesía. Esta navegación por el mar de las palabras y de la imaginación alcanza la expresión poética. Esta nave singular navega también por la vida, pues vida y poesía caminan juntas, y no otra cosa nos quiere decir el poeta cuando se refiere a las “fatigas del tiempo”, pues la poesía intenta revelar o expresar lo que la vida contiene en el suceder temporal. Y entre esas “fatigas del tiempo” que son finalmente las de la vida, la nave tiene esa singular capacidad de transportar consigo “la cólera de los vientos”, o sea todo eso que de una o de otra manera significa la vida: conflictos, problemas, agresiones. Consecuentemente, la poesía es capaz de revelarnos o descubrirnos aquello que suele acompañar a la vida; y por eso, al transitar la nave de la poesía por la vida, también es capaz de mostrarnos esas cóleras que visitan a esta, entre las cuales, indudablemente, se cuentan los desengaños que suelen acompañarla, pues esta nave singular es además una boya que nos permite descubrirlos; y también la nave es una “balsa de los contratiempos”, ahora para sobrellevarlos, pues estas son circunstancias adversas, acciones indebidas o desventuradas.

Y al mismo tiempo, el poeta conductor de la nave poética comunica una intención: quiere prevenir a todos los navegantes, es decir a todos los poetas lo que ha advertido en el cielo: rasgos perturbadores que es necesario conocer. El poeta desea comunicar algo preocupante, pues dice que está mirando en los astros “amargos presentimientos”, y los cuatro últimos versos de la primera estrofa completan el mensaje que desea transmitir el poeta: “que hay un azoro –dice–, un espanto / en la mitad del silencio, / y una perenne inquietud / nos contempla desde el cielo”. Todo esto es preocupante, pues observar tal expresión en los astros y en el firmamento es signo de que algo se ha violentado en el orden cósmico, de tal magnitud que provoca espanto y azoro en quienes se percatan del fenómeno.

Esta primera estrofa, introductoria, prepara las condiciones para desarrollar el conflicto que se presentará en el resto del poema. Pero todavía no sabemos lo ocurrido capaz de trastornar el orden celeste. La segunda estrofa está escrita en primera persona, el poeta, es decir, del que habla en este poema. No se trata ahora de continuar la navegación nocturna, sino de explicar lo que ocurre. “De la adusta medianoche”, comienza a hablar el poeta, empiezan a desprenderse sus reflexiones. El calificativo aplicado a la medianoche obedece a que esta es austera, es decir, carente de alegría, y, consecuentemente, sus pensamientos comparten la condición adusta de la medianoche, pues además de extraviados, sus pensamientos son solitarios, como osos polares sobre témpanos de hielo. ¿Y en qué piensa el poeta? Piensa en lo que antes tuvo y ahora ha perdido. “Ayer yo tuve canciones –dice– para saludar contento / el arroyo de mi fuente / y el árbol de mi sendero”. El agua, fluyente y tranquila, es símbolo de belleza y paz, como también lo es el árbol, al que antes podía saludar. A ambos, el agua y el árbol, ya no los tiene, o mejor dicho, ha perdido la tranquilidad y la paz, pues hoy –continúa el poeta– “en frío y soledad / tan aterido y señero / ¿quién dirá si soy el dueño / de aquella mansión dorada, / morada de mis recuerdos?” Ni fuente, ni árbol, ni canciones que cantar; sólo frío y soledad padece el poeta, porque ya no tiene la “mansión dorada” donde habitaban sus recuerdos. Todo lo perdió, pero todavía no sabemos por qué.

La tercera y última estrofa nos ofrece la explicación de lo sucedido, la causa que ha llevado al poeta a la precaria situación que ahora padece. El poeta utiliza bruscamente una declaración categórica y sin ocultamiento, declarando en el verso con el que empieza la tercera estrofa: “Por ladrón lo he merecido”, y sigue a continuación lo que ocurrió: se considera ladrón “por adelantarme al tiempo / por violentar con premura / la miel de cada momento. / Porque, al potro de la vida, / acicates del anhelo / son como brazos alzados / para gobernar el cielo”. Siguiendo la exposición que ofrece el poema, la culpa del poeta consistió en pretender obtener, antes de tiempo, lo que este otorga paulatinamente y en su momento; es decir, la madurez poética, que solo se obtiene a lo largo de la vida. Y entonces el poeta concluye con cuatro versos finales, dedicados a introducir un elemento nuevo e inesperado, pues da la razón a un poeta francés del siglo XV, al reconocer la sanción impuesta a los mozos que optan por practicar el robo: “¡Bien nos decías Villon, / y qué bien que lo recuerdo: / –Mozos, que perdéis la más / bella gala del sombrero!” Ya nos referiremos más adelante a los versos de François Villon, pero ahora necesitamos detenernos para ver este poema en su conjunto, y particularmente su segunda estrofa en su parte final. Para quien lee el poema “Noche de consejo”, surge al menos una suposición: si la pérdida sufrida es lo que aquí se dice, el tamaño del castigo excede con mucho la falta cometida, y entonces caemos en la cuenta de que aquí también se está utilizando un procedimiento para ocultar algo. Si esta suposición no está equivocada, es necesario releer el poema para intentar develar lo que aquí se oculta. Y lo que encontramos en esta nueva lectura nos permite precisar que la situación de tristeza y soledad del poeta proviene de la pérdida que ha sufrido, y cuando nos dice que ya no tiene las canciones con las que anteriormente cantó al agua de su fuente y al árbol de su sendero, no debemos pensar que esta es la pérdida sufrida, sino que la verdadera pérdida es la causante de que ahora se mantenga en frío y soledad; es decir, lo que ha perdido el poeta es algo más importante y superior: es la “mansión dorada, / morada de mis recuerdos”. Pero, nuevamente, nos percatamos de que aquí sigue ocultándose algo y que sólo descubriéndolo podremos penetrar el significado de esta parte del poema.

Para alcanzar dicho significado necesitamos detenernos en otro elemento, que puede permitirnos despejar el enigma, pero que no está en el poema que comentamos. Cuatro meses después de haber escrito este poema, o casi cinco, Alfonso Reyes se encuentra en París, ejerciendo el cargo de segundo secretario de la Legación de su país en Francia. Estando en París, en octubre de 1913, escribe una página dedicada a recobrar la imagen de la Casa Degollado que fue la casa de su niñez, imagen recogida íntegramente en su libro Parentalia, en Crónica de Monterrey, segundo libro de memorias. En la imposibilidad de recoger todo el texto, por su extensión, reproducimos sólo la primera parte:

No he tenido más que una casa. De sus corredores llenos de luna, de sus arcos y sus columnas, de sus plátanos y naranjos, de sus pájaros y aguas corrientes, me acuerdo en éxtasis. De esa visión brota mi vida. Es raigambre de mi conciencia, primer sabor de mis sentidos, alegría primera y, ahora en la ausencia, dolor perenne. Era mi casa natural, absoluta. Mis ojos se abrieron a ella antes de saber que las casas se venden, se compran, se alquilan; que son separables de nuestros cuerpos, extrañas a nuestro ser, lejanas. Las casas que después he habitado me eran ajenas. Arrojado de mi primer centro, me sentí extraño en todas partes. Lloro la ausencia de mi casa infantil con un sentimiento de peregrinación, con un cansancio de jornada sin término. Me veo, sobre el mapa del suelo, ligado a mi casa, a través de la sinuosa vida. Su puerta parece ser la Puerta que anhelo. [5]

Esta casa, que tanta significación tuvo en la infancia de Alfonso Reyes, es, sin duda, la “mansión dorada” a que se refiere el poema “Noche de consejo”, y es, seguramente, la mejor representación que pudo encontrar para referirse a su padre sin nombrarlo, pues esta es, sin temor a equivocarnos, la intención del autor en este poema de ocultaciones sobrepuestas. Aclarado el significado de la metáfora utilizada para encubrir la figura del padre, surge de nuevo otra incógnita, sobre la razón expuesta para explicar la pérdida del padre, pero esto lo veremos más adelante, por la necesidad que ahora tenemos de aclarar los versos de François Villon.

Ya vimos cómo explica el poeta la causa que provocó la pérdida de su padre y también cómo concluye el poema, dedicando sus últimos cuatro versos a recordar lo que dijo el poeta François Villon a los jóvenes descarriados. ¿Por qué apoyarse en un poeta de otra época y otra lengua para expresar literariamente el castigo impuesto? Villon fue un poeta del siglo XV que dejó en su “Testamento” un conjunto de baladas y una de estas es la dedicada a los jóvenes descarriados, refiriéndose a los que han decidido tomar el camino del robo, pues, como se explica en el poema, acostumbran ir a Montpipeau, o a Rueil, sitios que en la jerga de la época significaba que habían optado por el camino del robo con engaño, o el robo con violencia. El poema de François Villon se titula “Belle leçon aux enfants perduz” y se inicia con los dos versos utilizados por Alonso Reyes: “Beaux enfants, vous perdez la plus / belle rose de vo chapeaux”.[6]

¿Qué es lo que pierden los jóvenes descarriados? Pierden la plus belle rose de vo chapeaux, que Alfonso Reyes traduce elegantemente como: “la más bella gala del sombrero”. No hay constancia de que la traducción sea de Alfonso Reyes, pero no tenemos duda en atribuirla a él. ¿Y cómo puede entenderse lo que es esta pérdida? Se trata del atributo o adorno que da belleza al sombrero de estos jóvenes; es decir, lo que los engalana y les otorga la belleza y elegancia de su figura. En el verso francés es una rosa la que adorna la prenda superior, el sombrero de los jóvenes. Por el error de su conducta son castigados y pierden lo mejor de su apariencia. ¿Y qué es lo que pierde el joven Alfonso Reyes, lo que generaba su orgullo y su tranquilidad, si no es la mejor prenda de su vida, que era su padre? Sorprende que en el proceso poético que llevó a Alfonso Reyes a escribir este poema, haya encontrado en los versos de François Villon la escritura justa para externar, y al mismo tiempo ocultar, la expresión de su castigo, es decir su pérdida, con algo tan lejano en el tiempo como un poema en francés del siglo XV, que además concordaba con la falta cometida según el contenido del poema.

Si interpretamos bien el poema, lo que nos dice es que Alfonso Reyes perdió a su padre como castigo por haber pretendido obtener, antes de tiempo, los dones de la poesía. Al menos, esto se desprende de una atenta lectura del poema. Pero ya hemos visto que la lectura directa de “Noche de consejo” no permite penetrar en su significado oculto. Y aun evitando la consideración de que el castigo impuesto es excesivo en relación con la falta cometida, no podemos evitar la pregunta: ¿cuándo cometió Alfonso Reyes esta falta? ¿Cómo la cometió? Para poder acercarnos a la respuesta tenemos que traer aquí otros elementos que nos permitan aclarar lo que todavía aparece oscuro. Para esto, tenemos que situarnos de nuevo fuera del poema y transportarnos 40 años después de la tragedia del 9 de febrero de 1913 y de la escritura del poema en abril de ese mismo año. Vayámonos al 19 de mayo de 1953, día en que Alfonso Reyes decide comunicarse por escrito con su amigo de juventud Martín Luis Guzmán y le escribe una carta. Esta tiene en el margen superior derecho la mención “Muy confidencial”, y dice lo siguiente:

Mi querido Martín Luis: Algún día convendrá que todo se sepa, aunque sea después de mi muerte, y quisiera dejar constancia de cierto caso, antes de que desaparezcamos los testigos. Inútil decirle que no me propongo cometer ninguna indiscreción, sino sólo conservar la respuesta de Ud. para que mañana se conozca la verdad.

 

Tal vez usted lo recuerde: mi padre llevaba varios meses en la prisión militar de Santiago, y don Francisco I. Madero no sabía materialmente qué hacer con él. Un día usted me visitó –y creo que venía usted acompañado de Pedro Henríquez Ureña–, para comunicarme, por encargo del ingeniero Alberto J. Pani, que Madero me mandaba decir que si yo, y no otra persona de la familia, le daba mi palabra de que mi padre estaba dispuesto a retirarse a la vida privada, en ese mismo momento quedaría en libertad.

 

Yo tuve entonces la pena de contestarle a Ud. que yo no era la influencia familiar dominante, sino que era tenido por un muchacho “picado de la araña”, dado a la poesía, que vivía en las nubes y “no entendía de cosas prácticas” (como se decía por aquellos días a cada rato), y que no estaba en condiciones de obtener de mi padre semejante promesa, por lo mismo que ya espontáneamente lo había intentado varias veces y sólo había merecido represiones por “meterme en lo que no entendía”.

 

Le ruego que ratifique o rectifique mis recuerdos, si no le incomoda. De lo contrario, deje mi carta sin respuesta, que todo quedará entre nosotros. Haré más: le llevaré esta carta en persona, y la destruiré si en algo le desagrada.

 

Siempre muy suyo

 

Alfonso Reyes

 

Av. Industria 122

 

Zona 11, México, D.F.

Puede afirmarse que después de la entrega personal de esta carta, Martín Luis Guzmán aceptó contestarla y proporcionar a su amigo la evidencia que pedía. Pero un poco de dos meses después de la entrega de la carta, Alfonso Reyes escribió de nuevo a su amigo Martín Luis Guzmán, para decirle: “Le llevé en persona cierta carta, hablamos de ella y usted me ofreció contestarme. ¿Su respuesta?” Es evidente que Reyes tenía mucho interés en recibir esta respuesta, solo para archivarla y dejar un testimonio ajeno a él, pues, como le dijo a su amigo al inicio de su carta, “Algún día convendrá que todo se sepa, aunque sea después de mi muerte”. La esperada respuesta llegó 15 días después, el 13 de agosto de 1953:

Mi querido Alfonso:

 

Por falta angustiosa de tiempo –así vivimos y así morimos– no había contestado su carta del día 19 de mayo. Perdón.

 

En efecto, creo recordar, y como usted sabe, mi memoria no es mala, que un día –poco antes de los sucesos que la voz popular designaría con el nombre de Decena Trágica– conversé con usted, por encargo del ingeniero Alberto J. Pani, acerca del problema que el padre de usted, preso entonces en Santiago, le creaba al gobierno. Posiblemente Pedro Henríquez Ureña me acompañaba en aquella ocasión, pero de esto no estoy seguro, aunque sí recuerdo que antes o después de hablar yo con usted comenté con él el asunto.

 

El caso era el siguiente: Don Francisco I. Madero o el ingeniero Pani, o los dos –aquí el recuerdo me falla–, pensaban o sabían que Rodolfo, su hermano de usted, no era una buena influencia al lado de su padre, y creía que si la influencia de usted se sustituía a aquella, la conducta política de don Bernardo no seguiría sujeta al influjo de quienes la extraviaban. Mirando así las cosas, y queriendo hallar a la cuestión una salida que a la vez fuese útil al país y benévola respecto a don Bernardo, el presidente le mandaba decir a usted por mi conducto que si usted se comprometía, bajo su palabra, a conseguir que su padre se retirase a la vida privada, desde luego se le pondría en libertad. Más o menos usted me contestó en los términos que consigna la carta a que me refiero: que no era usted la influencia preponderante, ni mucho menos cerca de su padre, y que creía usted muy difícil obtener de él la promesa de que se apartara de la política, o por lo menos del tipo de política a que lo habían llevado sus consejeros, porque eso ya lo había intentado usted inútilmente y sin conseguir más que el reproche familiar de “estar metiéndose en cosas que no entendía”.

 

Si esta precisión histórica le es útil, puede emplearla como quiera, mi querido Alfonso.

 

Suyo siempre

 

Martín Luis Guzmán

Recibida esta respuesta, nada más se dijo sobre el asunto, pues Reyes sólo quería archivar este testimonio, para el propósito antes señalado. En estas cartas cruzadas por Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán está la clave del poema “Noche de consejo”, no sólo por lo que en ellas se dice, sino además porque son un testimonio expresado 40 años después de ocurridos los hechos, a petición del mismo autor del poema que comentamos. El sentimiento de culpa padecido por Alfonso Reyes –del que bien se percató Fernando Curiel, editor de esta correspondencia– debió de ser muy intenso, tanto como fue prolongado en el tiempo, para que se manifestara muchos años después de lo ocurrido, y además propiciado por el deseo de que quedara un testimonio que corroborara que aquella falta existió, sin que nunca más pudiera saberse si pudo ser evitada la tragedia ocurrida el 9 de febrero de 1913.

Y finalmente regresamos a la causa de la pérdida sufrida, que en el poema queda encubierta detrás de la metáfora utilizada mediante la “mansión dorada / morada de mis recuerdos”.

No puede saberse cuándo conoció Alfonso Reyes el poema de François Villon, si fue anterior o posterior a la tragedia familiar y tampoco si su lectura propició el surgimiento de la argumentación que el poema nos ofrece. Se buscó la obra del poeta francés en la biblioteca de Alfonso Reyes y no encontramos una, sino tres ediciones diferentes de la poesía de Villon, pero de las tres, dos son de fecha posterior a la del poema: una segunda edición, del año de 1914 y a cargo de Lucien Longnon, revisada por Lucien Foulet, y la otra es de 1926, en edición de Auguste Longnon. El tercer ejemplar, editado por Garnier Frères, curiosamente no tiene fecha de edición, pero es posible que sea anterior a 1913, y en él aparece una pequeña seña, a lápiz, puesta al inicio del poema, es decir en los dos versos utilizados por Reyes para terminar su poema “Noche de consejo”. Esto no permite aclarar cuándo conoció los versos de Villon, pero confirma que esto fue en un libro de su biblioteca, sin que podamos precisar la fecha de adquisición de dicho libro. Quizá estaba ya en la memoria de Reyes cuando decidió incorporar estos versos al poema “Noche de consejo”, o si por el contrario esta memoria propició el nacimiento del poema. Lo que sí puede asegurarse es que Alfonso Reyes ya sabía lo que expondría en el cuerpo del poema, para explicar por qué la pérdida sufrida podría ser motivo de un poema y cómo explicarla. Afirmamos esto sólo como una mera hipótesis, y con ese carácter la exponemos a continuación. La respuesta que dio Alfonso Reyes a Martín Luis Guzmán, para que este la transmitiera al ingeniero Alberto J. Pani, y este a su vez la hiciera del conocimiento del presidente Madero, fue producto de la experiencia personal que Reyes tenía de la actitud de su padre, cuando este le escuchaba algún comentario o juicio político, referido a lo que hacía o decía, afirmando que no se metiera en lo que no entendía. Reyes quizá no se dio cuenta, o sólo fue hasta después cuando se percató con certeza de que quien le pedía su palabra y ofrecía la libertad de su padre era el mismo presidente de la República, don Francisco I. Madero, y nadie más. Quizá si Reyes hubiera reflexionado en esta circunstancia, y aceptado hablar con su padre, es posible que otra hubiera sido la actitud del general Reyes, como también es válido pensar que la petición podría haber sido inútil y su padre hubiera rechazado otorgar la promesa de retirarse de la política, comprometido como estaba en el plan trazado para el 9 de febrero. Pero esto ya nunca podrá saberse, y su hijo ignoraba lo que debía suceder en esa fecha, y la oferta del presidente de la República nunca llegó a conocerla el general. Esto, inevitablemente, sembró en Alfonso Reyes primero la duda y después el sentimiento de culpa.

Es evidente que Alfonso Reyes desconocía los planes de su padre y no pudo sospechar lo que se preparaba para el domingo 9 de febrero y los riesgos que esto implicaba. Cuando Alfonso Reyes supo lo ocurrido en el Zócalo, con el sentimiento de dolor debió surgir el de culpa, y con ese sentimiento en su interior debió de escribir dos meses después el poema “Noche de consejo”, quizá con el propósito de expresarlo de alguna manera y así alejar ese sentimiento de culpa. Pero ante la imposibilidad de declararse culpable, por omisión, de la tragedia sufrida, pues nunca se tuvo certeza de cuál pudo haber sido la reacción de su padre ante la oferta presidencial, en su elaboración del poema Alfonso Reyes optó por dar un giro a los acontecimientos, y el haber mantenido ante Martín Luis Guzmán su respuesta con base en su propia experiencia, es decir, estimar que era inevitable el rechazo de su padre a la propuesta recibida por provenir de su hijo, que según él no entendía cosas de política, como argumento para negarse a intentar el esfuerzo y hablar con él, Alfonso Reyes convirtió esta decisión en una autoafirmación de su condición de poeta, es decir, interpretó su actitud como un autorreconocimiento de su condición de poeta, pues además hizo suya la declaración de su padre, de que el hijo era poeta y nada sabía de cosas prácticas, declarándose así en el poema como un creador de poesía, cuando este don era algo que podría otorgarle la vida con el paso del tiempo. No hay otra explicación para estos versos, donde el poeta se culpa a sí mismo de haber cometido la falta de autoafirmarse como poeta.

En el archivo de Alfonso Reyes se guardan los cuadernos iniciales con prosa y verso donde hay textos fechados desde el año de 1901, cuando tenía apenas 12 años de edad. En estos cuadernos acostumbró escribir su poesía, “sistema –escribió Alfonso Reyes en su diario, en julio de 1924– que abandoné para adelante”. En el cuaderno número 6, como ya se explicó antes, está recogido el poema “Noche de consejo”, escrito con algunas palabras tachadas y corregidas, y algunas pequeñas variaciones en el texto, tal como aparecieron en el libro Huellas, del año de 1922. Pero en la parte superior izquierda hay una nota, también tachada, de fecha “febrero de 1920”, que dice: “Esto no entra al libro”, lo que debe significar que en esa fecha Alfonso Reyes había decidido no incorporarlo al libro Huellas, decisión que debió modificar posteriormente, pues el poema sí entró al libro, quedando ubicado en las páginas 181-182. Salvo las tachaduras y correcciones ya mencionadas, la versión del poema que aparece en Huellas no difiere de la versión que años después aparecerá en Obra poética, de 1952, donde Alfonso Reyes reunió por primera vez toda su poesía. En esta edición, la modificación más importante está en la metáfora de la casa paterna, que en la versión original era “sonora casa” y luego pasó a ser “mansión dorada”. Así aparece también en Constancia poética, ordenación realizada por él mismo para el volumen X de las Obras completas. Merece señalarse que en el libro Huellas el poema “Noche de consejo” está fechado sólo con el año, pero en la Obra poética, de 1952, y en Constancia poética, de 1959, sí aparece con la fecha de mes y año: “Abril de 1913”. Otro aspecto más debe quedar mencionado sobre la fecha, pues en el texto manuscrito original, si bien aparece fechado “Abril de 1913”, en el cuaderno número 6 el poema se encuentra situado entre “Tonada de la sierva enemiga”, poema fechado en “París, 1913”, y “Voto”, respuesta de Alfonso Reyes al poema que Francisco González Guerrero le entregó en el andén de la estación de ferrocarril de la ciudad de México, al partir a Veracruz para embarcarse a Europa, el 10 de agosto de 1913, también fechado “París. Octubre de 1913”, mientras que en la edición de Obra poética, de 1952, y de Constancia poética, 1959, el poema “Noche de consejo” es el último de los escritos en la ciudad de México. La colocación de “Noche de consejo”, en el cuaderno 6, con la fecha situada en la ciudad de México, pero entre dos poemas fechados en “París, 1913”, puede significar que se escribió en París y que sólo por error se ubicó su escritura en la ciudad de México, o más bien puede deberse a un olvido y que, habiendo sido escrito en México, dejó de escribirse en su momento en el lugar correspondiente del cuaderno 6 y se escribió más tarde en París, en el sitio donde aparece escrito, en el citado cuaderno. En todo caso, el hecho de que en ambas ediciones de la obra poética reunida, de 1952 y 1959, aparezca como el último poema escrito en México, en abril de 1913, permite aceptar como correcta esta ubicación.

Finalmente, añadamos que Alfonso Reyes hizo otro ocultamiento del significado del poema “Noche de consejo”, además del título mismo, que es otro encubrimiento de su significado, cuando ordenó el material que conformaría el libro Huellas, al dividirlo en cinco partes, si bien después consideró que esta división no le hizo bien al libro, sino que por el contrario desconcertó a algunos lectores. La primera parte la llamó “Voluntades”; a la segunda le puso el subtítulo “Intentos”; a la tercera la llamó “Acuerdos”; la cuarta fue “Traducciones”, donde incluyó la traducción de un poema del francés del siglo XII, un poema de Oliver Goldsmith, otro más de Robert Browning y finalmente uno de Stephane Mallarmé, “El abanico de Mlle. Mallarmé”; la quinta y última parte del libro la tituló “Burlas” y aquí colocó Alfonso Reyes su poema “Noche de Consejo”. Así aparece en la edición de Huellas, de 1922, nueve años después de su escritura. Pasaron 30 años más para que apareciera por segunda vez en prensa, en su Obra poética, de 1952. Después, en 1954, lo incluyó Alfonso Reyes en la pequeña publicación Nueve romances sordos, en Alcance a Huytlale, II, número 13, con 24 páginas, y por último en Constancia poética, volumen X de sus Obras completas, que Alfonso Reyes ya no pudo ver, pues el libro se terminó de imprimir el 11 de diciembre de 1959 y él murió el 29 de ese mes y año, y necesariamente la distribución del libro fue después de terminarse el trabajo de encuadernación.

Por último, recordemos lo que escribió Alfonso Reyes el año de 1926, que nos ayuda a comprender su vida y obra, y en esta su testimonio vital: “No me deja desperdiciar un solo dato, un solo documento, el historiador que llevo en el bolsillo”.[7]

Monterrey, abril de 2009

 


[1] “Cuatro soledades”, Constancia poética, Obras completas, X, FCE, México, p. 163.

[2] Rodolfo Reyes, De mi vida. Memorias políticas, 1913-1914, Biblioteca Nueva, Madrid, 1930, p. 238.

[3] Revista Nosotros, febrero de 1913, pp. 443-444.

[4] “Inédito de 1925, de acuerdo con la transcripción de Cuadernos Americanos”, en Rogelio Arenas Monreal,Alfonso Reyes y los hados de febrero, UNAM / Universidad Autónoma de Baja California, México, 2004, p. 289. También se encuentra en Mi óbolo a Caronte, est. prel., ed. crítica, notas y selección de apéndices Fernando Curiel Defossé, Col. Memorias y Testimonios, Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, México, 2007, p. 202.

[5] Alfonso Reyes, Parentalia. Crónica de Monterrey, Obras completas, XXIV, FCE, México, p. 513.

[6] La traducción es probablemente de Alfonso Reyes. El poema puede encontrarse en Rafael Bertrand, François Villon, Luis Miracle Editor, Barcelona, 1950, pp. 426-427; y también en Testamentos de François Villon, est. prel., notas y trad. Rubén Abel Rechez, Centro Editor de América Latina, Biblioteca Básica Universal, Buenos Aires, 1984, p. 289.

[7] Alfonso Reyes, “Carta a dos amigos”, Simpatías y diferencias, Quinta serie: Reloj de sol, Obras completas, IV, FCE, 1958, México, p. 475.


Alfonso Rangel en la Academia por Adolfo Castañón

I

Tengo el alto honor y el gusto de dar la bienvenida a esta Academia Mexicana de la Lengua a don Alfonso Rangel Guerra, cuyo discurso de ingreso “La pérdida de la Mansión Dorada. Notas sobre un poema olvidado de Alfonso Reyes” acabamos de escuchar. Si basta una uña de la garra para juzgar la calidad del león y una página para ponderar a un escritor, los asistentes a este acto de ingreso podrán fácilmente estimar los motivos que suscitaron su elección. Pero antes de comentar su discurso cabe preguntar: ¿quién es don Alfonso Rangel Guerra?

Nacido en 1928, don Alfonso Rangel Guerra despertó muy joven a la curiosidad literaria e intelectual. Se recibió como abogado con la tesis La cosa juzgada en el proceso civil y luego hizo estudios de posgrado en París, Francia, adonde iría a tomar clases de literatura francesa moderna y de literatura comparada, disciplinas que desde siempre lo atrajeron. Al volver al país y a la ciudad de Monterrey –a la que siempre ha sido fiel y de quien es biógrafo desde su libro: Monólogo de la ciudad (1996)–,[1] tuvo que buscar una nueva situación; empezó dando clases en la Facultad de Filosofía y Letras, fue luego director de ella y pronto secretario general de la Universidad de Nuevo León, puesto al que fue llamado por el escritor, periodista y entonces rector José Alvarado. Al salir éste de la rectoría por motivos de índole administrativa y política, Alfonso Rangel Guerra fue llamado a ser rector de esa casa, en febrero de 1962, cuando apenas tenía 34 años, puesto que ocupó hasta el 4 de octubre de 1964. Desde ahí comprende la lección del exrector Raúl Rangel Frías acerca del ser de la Universidad y de la necesidad de comprender que ésta “debía ser mucho más que una institución formadora de profesionales” (p. 53).[2] Pasa los siguientes años, de 1965 a 1971, como secretario general y miembro del Consejo de Rectores de la ANUIES, cuando es llamado para reorganizar la Universidad de Nuevo León y concebir una nueva legislación para ella. Luego, ha ocupado otros muchos puestos relacionados con lo que podría llamarse la ciencia de la administración educativa, sobre la cual, sobra decirlo, ha escrito artículos, conferencias e incluso un libro.

Alfonso Rangel Guerra debe parte de su formación a la Escuela de Verano de la Universidad de Nuevo León, donde tuvo la oportunidad de tomar cursos con Alfonso Reyes, José Luis Martínez y José Gaos, de quien terminaría editando el Epistolario y papeles privados en las Obras completas editadas por la UNAM.

Como ensayista y escritor, Alfonso Rangel Guerra tiene cuatro vertientes: la estrictamente literaria y ensayística, que culmina en la obra tan útil como bien armada Las ideas literarias de Alfonso Reyes [3] –de la cual por cierto el discurso que acabamos de oír podría formar parte como un eco y un anexo–; la de cronista e historiador, como muestra la obra ya mencionada Monólogo de la ciudad o su prólogo a la biografía El general Bernardo Reyes, de E. V. Niemeyer; la de editor y prologuista, de la que cabe resaltar su edición de la serie Páginas sobre Alfonso Reyes y la antología de escritos mexicanos titulada Recoge el día, del mismo Reyes; el Epistolario de José Gaos y de las Obras completas de Agustín Yáñez por El Colegio Nacional; la de lector y autor de conferencias sobre diversos temas y asuntos de historia literaria hispanoamericana; en fin, la de autor de numerosos textos relacionados con la teoría, la práctica y la historia de la educación en México.

II

Alfonso Reyes anduvo cargando a lo largo de muchos años el recuerdo ensangrentado de la muerte de su padre, el general Bernardo Reyes, la mañana del domingo 9 de febrero ante la puerta Mariana. Esta memoria, rumiada como un amargo pienso a lo largo de las décadas, se le transforma a Reyes en una materia del sentido que, más allá de la circunstancia personal y de la tragedia familiar y civil, se alza como un destino de su propia avasalladora vocación poética y literaria. Vocación no política ni partidaria, la artística y contemplativa de Reyes se alimenta de la historia, pero en última instancia la sabotea, pues sabe demasiado bien que su carro sólo es –como en el cuadro de Brueghel– un carretón de paja y que en ella no hay lugar ni para la trascendencia poética ni para lo sagrado. Él sabe demasiado bien que la materia del sentido es ante todo materia de lo sagrado, es decir materia poética. Y que al romperse el techo de la casa queda expuesto a la intemperie y a lo sagrado y –en cierto sentido– queda salvado, el orden mágico de esa casa avasallada por la historia.

“La pérdida de la Mansión Dorada. Notas sobre un poema olvidado de Alfonso Reyes” es, más que un ejercicio, un ensayo de restitución y un homenaje a lo que podría llamarse la responsabilidad intelectual del poeta Alfonso Reyes, de quien el joven Rangel Guerra fue amigo desde los años cincuenta, como consta por las diversas menciones que hace de él en su Diario. Como acabamos de escuchar, el poema “Noche de consejo”, fechado en México en abril de 1913, fue la primera o una de las primeras cosas que escribiría el joven Alfonso, unas cuantas semanas después de la muerte de su padre, acaecida en la mañana del domingo 9 de febrero de 1913, fecha en que se inicia la llamada Decena Trágica.

La exégesis, comentario y paráfrasis que hace Rangel Guerra de las tres estrofas –dos de 14 y una de 12 versos– de los 40 octosílabos que contiene el texto, ayudan a despejar y a situar el contenido y la sustancia enigmáticos del poema. En la edición de Huellas (1922) [4] “Noche de consejo” lleva una indicación, bajo el título y entre paréntesis: “(En sordina)” que desaparecerá en las ediciones ulteriores. Como se sabe, la sordina es lo que se coloca a los instrumentos de cuerda o de otro tipo para atenuar su sonido y, en el orden militar, las trompetas puestas “en sordina” sirven para entonar marchas de duelo o luctuosas. De otro lado, cabe subrayar que la alusión a Villon [5] “Bien nos decía Villon, ¡oh, qué bien lo recuerdo…” en el poema que Marot tituló Belle leçon aux enfants perdus no es aislada ni es la única de Huellas. François Villon está cerca del joven Reyes: “y Villon me quiere bien”, dice en “Sátira de la compañía”, y cerca de la Edad Media francesa y española en la trama poética del joven Reyes, como demuestra la traducción “Del francés del siglo XIII del castellano de Covey” que nos presenta al muy joven Reyes no sólo como un aspirante a trovador, sino en cierto modo un sui generis “prerrafaelita”. Recuérdese que Dante Gabriel Rossetti fue uno de los traductores de François Villon al inglés. Doy lectura nuevamente al poema llamando la atención sobre los tres actos de que consta este microdrama lírico: exposición, clímax y desenlace o lección.


Noche de consejo[6] 

Nave de la medianoche 
que, en las fatigas del tiempo, 
llevas a la borda atada 
la cólera de los vientos; 
boya de los desengaños, 
balsa de los contratiempos; 
a todos los navegantes 
hoy prevenirles intento 
que estoy mirando en los astros 
amargos presentimientos, 
que hay un azoro, un espanto 
en la mitad del silencio, 
y una perenne inquietud 
nos contempla desde el cielo. 

De la adusta medianoche 
sobre el témpano de hielo, 
flotan cual polares osos 
mis perdidos pensamientos. 
Ayer yo tuve canciones 
para saludar contento 
al arroyo de mi fuente 
y al árbol de mi sendero. 
Hoy, en frío y soledad, 
tan aterido y señero, 
¿quién dirá que soy el mismo, 
quién dirá que soy el dueño 
de aquella mansión dorada, 
morada de mis recuerdos? 

Por ladrón lo he merecido, 
por adelantarme al tiempo, 
por violentar con premuras 
la miel de cada momento. 
Porque, al potro de la vida, 
acicates del anhelo 
son como brazos alzados 
para gobernar el cielo. 
¡Bien nos decías, Villon, 
y qué bien que lo recuerdo: 
–Mozos, que perdéis la más 
bella gala del sombrero! 
México, abril, 1913.–H.RS. 

Rangel Guerra no se limita a la paráfrasis, inteligente, de un poema difícil y cifrado. Para redondearla y realzarla acude a un documento, a una carta “muy confidencial”, y sui generis que Alfonso Reyes le pide responda el 19 de mayo de 1953 a su amigo de juventud Martín Luis Guzmán y que éste termina contestando el 13 de agosto de ese mismo año. No daré lectura a este par de documentos. Me limito a mencionarlos para subrayar la pertinencia de la lectura hecha por Rangel Guerra del texto del poema y para recalcar que acaso la pérdida de “aquella mansión dorada morada de mis recuerdos” culminó para Reyes con la muerte de su padre pero que en realidad y en rigor, según expresan tanto el juego de cartas entre Reyes y Guzmán como el texto poco conocido en el que Reyes alude “a una comunicación que él le mandó [a don Bernardo] a La Habana, antes de su salida a México, y a la que éste le había contestado “con cierta severidad, que le recomendaba abstenerse de formar teorías políticas infantiles y de meterse en lo que no entendía”.

Para decirlo llanamente, el poeta había sido expulsado de la ciudad y de la virtud política y civil desde el momento en que su padre le echaba en cara “formarse teorías políticas infantiles” y “meterse en lo que no entendía”. Es probable que Alfonso Reyes haya rumiado estas palabras antes y después de la muerte del general, ya que en cierto modo lo condenaban al destino del poeta expulsado de la ciudad por Platón y lo mantenían a raya y a distancia del orden de lo civil y lo político. Esta expulsión de la ciudad, Reyes se la había ganado a pulso y parpadeo desde edad muy temprana, según consta en el testimonio de Luis G. Urbina, quien conoció a Reyes en 1901, cuando éste tendría unos 11 o 12 años y reconoció en su chispeante mirada la de un lector ya inspirado, crítico y sagaz. El poeta niño de 1901 llegaría a ser el arconte letrado de 1953, decidido a cuidar la verdad y el honor de la familia desde la doble trinchera de la lírica y de la historia. ¿No cabe suponer que la trama trágica del 9 de febrero de 1913 fue auspiciada oblicuamente por el propio general a sabiendas de que moriría en la fi esta de las balas “pero no por la espalda”, para citar sus últimas palabras? ¿No cabe imaginar que el general Bernardo Reyes quería salvar a toda costa a su hijo de la sangre pisoteada para que fuese él, desde la poesía, el que salvara con sus letras el honor de su familia, que él había puesto trágicamente en riesgo junto con su propia honra por lealtad a Porfirio Díaz?

Esas y otras preguntas más ha levantado en el aire don Alfonso Rangel Guerra con su consistente y brillante discurso de ingreso como académico de número.

Sepa usted, muy apreciado y querido amigo y maestro, que las puertas de esta casa no sólo están abiertas para usted y sus letras, sino que esta morada es también y para siempre la suya, pues en sus manos tiene las argentinas llaves que nos acaba de mostrar.[7] ¡Sea bienvenido!

 


[1] Alfonso Rangel Guerra, Monólogo de la ciudad, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, 1996, 81 pp.

[2] Celso García Guajardo, Ensayo de una vida, conversaciones con Alfonso Rangel Guerra, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, 1996, 104 pp.

[3] Alfonso Rangel Guerra, Las ideas literarias de Alfonso Reyes, El Colegio de México, México, 1989, 343 pp.

[4] Alfonso Reyes, Huellas 1906-1919, Editorial Andrés Botas e Hijo, México, 1922, 195 pp.

[5] François Villon, œuvres, editadas por Auguste Longnon, cuarta edición revisada por Lucien Foulet, Librairie Honoré Champion Éditeur, París, 1967, 172 pp.

[6] Alfonso Reyes, “Noche de consejo”, en Obras completas. Repaso poético [1906-1958], tomo X, Fondo de Cultura Económica, Letras Mexicanas, 3ª reimpr., México, 1996, pp. 65-66.

[7] Alfonso Rangel Guerra, Interpretaciones / Testimonios / Cartas, presentación, Reyes S. Tamez Guerra, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, 1996, 104 pp

 

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