A Gabriel Zaid
La Academia tuvo su nacimiento en el seno de la amistad […] la amistad cunde entre los trabajos de los hombres consagrados a las letras […]. Los verdaderos amantes de las artes sólo pueden ser amigos. No se puede ponderar hasta qué punto esa amistad suscitada por la contemplación, la inteligencia y el gusto de las bellas artes, puede alegrar, consolar y ayudar al hombre a ser dueño de sus propias ideas. No hay nada más serio y exigente que la alimentación y la transmisión de la propia alegría intelectual. Voltaire[1]
I
Distinguidas señoras académicas:
Distinguidos señores académicos:
Alfonso Reyes (1889-1959) es autor de una obra monumental en su extensión, compleja en sus derivaciones y dueña de un ascendiente que ha ido creciendo en el espacio y con el tiempo. En este año de 2005 se conmemoran 100 años de las primeras incursiones de Alfonso Reyes en la letra de molde, [2] 50 años del inicio en 1955 de la edición de sus Obras completas y 130 años de la fundación de esta ilustre Academia. Dentro y fuera del país, dentro y fuera de las fronteras de la lengua, los estudios sobre la obra de Alfonso Reyes han ido proliferando y, si se le llegan a escatimar virtudes en una vertiente, se le vienen a encontrar cualidades en otra. A pesar de que hace apenas unos años, gracias a la perseverancia acuciosa de su discípulo don José Luis Martínez, director honorario perpetuo de esta corporación, se editaron los últimos volúmenes de sus Obras completas, que constan de 26 tomos y alrededor de 12 500 páginas —un laborioso proceso que duró 38 años—, a pesar de que se han compilado en dos gruesos tomos sus informes y escritos como enviado y embajador bajo el título Misión diplomática [3] a pesar de que ya se han editado e identificado editorialmente numerosos (alrededor de unos cincuenta epistolarios, compilados por un batallón de especialistas—como Fernando Curiel, Claude Fell, Alejandro González Acosta, Zenaida Gutiérrez-Vega, José Luis Martínez, Leonardo Martínez Carrizales, Alberto Enríquez Perea, Héctor Perea, Paulette Patout, Anthony Stanton, Serge Zaïtzeff, entre muchos otros—), y aunque todavía queda pendiente de editar o reeditar decorosamente cierta parte de su obra (principalmente el Diario, hasta ahora inédito en su totalidad, pero en el cual ya se encuentra trabajando un equipo de especialistas proveniente de diversas instituciones), [4] y si bien quedan por hacer ediciones críticas de diversas ediciones y traducciones suyas en prosa o en verso (del Poema de Mio Cid al El panal rumoroso de Bernard de Mandeville), y más allá de que falte reunir en un volumen las diversas entrevistas que concedió (por ejemplo a Emmanuel Carballo, Alfredo Cardona Peña, o a Elena Poniatowska), cabe decir que a estas alturas se puede tener una visión cabal y panorámica de esta que es una de las obras más ambiciosas, renovadoras y complejas de la literatura hispánica e hispanoamericana del siglo que, apenas hace 50 meses, acaba de pasar.
La obra de Alfonso Reyes es sin duda algo —y algo nuevo— que le pasó a la lengua española en la primera mitad del siglo XX. La posibilidad de su sobrevivencia editorial no hubiese podido darse sin la entrega religiosa en la práctica de Alfonso Reyes a su vocación y luego, a su muerte, sin la visión de su viuda Manuela Mota, sin la generosa y abierta constancia de la doctora Alicia Reyes Mota, su nieta y heredera, quien, siguiendo las pautas trazadas por el propio autor, continuó el proceso de clasificación, organización y disposición de los caudalosos archivos del poeta-polígrafo, publicando —entre otras cosas— 36 entregas del Boletín de la Capilla Alfonsina entre 1965 y 1981, [5] amén de autorizar la edición de las numerosas correspondencias. Se diría, sin embargo, que la tarea crítica apenas empieza. Y es que los 26 tomos de este que fue el principal escritor mexicano en verso y en prosa de la primera mitad del siglo XX se fueron imprimiendo entre 1955 y 1993, conciliando en general un criterio cronológico y temático. Primero se editaron 12 volúmenes bajo el cuidado del propio autor; luego, el erudito nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez (1923-1985) editó nueve, y finalmente su discípulo y amigo José Luis Martínez concluyó la edición de los cinco finales para alcanzar así 26. Con todo, “el más fino estilista de la prosa española del siglo XX”, al decir insistente de Jorge Luis Borges, no ha podido ser objeto hasta ahora de una formulación editorial más armónica y transparente, aunque es indudable la fortuna de un corpus tan vasto, que ha logrado expresarse en su casi totalidad.
Acaso esta razón pueda explicar la impaciencia o el asombro de algunos lectores ante una obra inconmensurable; acaso ella sea capaz de dar cuenta de la proliferación vertiginosa de antologías, analectas y selecciones que van cundiendo desde los años en que el mismo Alfonso Reyes vivía hasta, por ejemplo, la Antología temática. Recoge el día escogida por Alfonso Rangel Guerra (1997), una Ventana inmensa, la antología poética prologada por Octavio Paz y preparada por Gerardo Deniz, o la serie de analectas que ya anuncian para este año y los futuros el Instituto Tecnológico de Monterrey, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fondo de Cultura Económica bajo la égida de Carlos Fuentes, para no hablar de antologías singulares como El cielo no se abre, Semblanza documental de Alfonso Reyes, preparada por Fernando Curiel. Esta lluvia antológica de letras alfonsinas, que abarca por ejemplo desde los ensayos filosóficos, la poesía y la narrativa hasta las viñetas eróticas,[6] traduce la dificultad de asimilar adecuadamente el vasto corpus, y seguramente continuará en el futuro hasta que el tiempo vaya redondeándolo en sus diversos cantos esenciales. Antológica lluvia, por cierto benéfica, pues, gracias a ella, Reyes es uno de los lectores más leídos y comentados en la calle y en la plaza, dentro y fuera de la academia universitaria, y gracias a esa lluvia no se ha roto el hilo de la lectura y la relectura que va acercando al autor al cauce de la tradición.[7] De hecho, se puede decir que el nombre risueño y cordial de don Alfonso funciona como un “ábrete-sésamo” que, por todo el orbe, latino e iberoamericano, franquea puertas y crea filiaciones y amistades. No otra cosa quieren decir los ocho volúmenes de Páginas yMás páginas sobre Alfonso Reyes que, bajo la atención compiladora de Alfonso Rangel Guerra y James Willis Robb, [8] ha realizado El Colegio Nacional, editor por cierto de una buena parte de los epistolarios. No otra cosa quieren decir los diversos estudios y discursos que los miembros de esta Academia Mexicana de la Lengua y de otras academias le han dedicado.
La arquitectura de dichas Obras completas sólo empieza a aclararse hacia los últimos tomos, cuando se van ordenando los diversos libros de y sobre creación, teoría literaria, cuestiones helénicas, prosa de ficción y marginalia —“notitas”, como diría algo desesperado el propio Alfonso Reyes: “Yo me muero de notitas. Quisiera, en un gran desperezo, organizar todo”—.[9]
Esta situación editorial también es causa de que hasta la fecha y a pesar de los contados libros sustanciales escritos sobre Alfonso Reyes —como lo son laGuía para la navegación en los mundos de Alfonso Reyes de José Luis Martínez; los de Alfonso Rangel Guerra: Las ideas literarias de Alfonso Reyes (1989); el de Bárbara B. Aponte, Alfonso Reyes and Spain (1985), misteriosamente todavía no traducido al castellano; el de Ralph Ellison, Alfonso Reyes y el Brasil (2002); el de Paulette Patout: Alfonso Reyes y Francia (1978, 1990); la tesis todavía inédita como libro de Alberto Enríquez Perea: Alfonso Reyes y el nacimiento del Nuevo Estado Brasileño (1930-1936)— no se cuente aún con una obra crítica, integral y sistemática digna de la envergadura del autor y capaz de abarcar en un solo cuerpo sus diversas vidas: la literaria, la política y diplomática, la doméstica y amorosa, la viajera y errante; para calcar la traza propuesta por Chateaubriand, otro acaudalado príncipe de la experiencia.
Entretanto, cabe decir que para abordar la obra de este “Erasmo americano”, como lo llamó Julio Cortázar, en su actual o en futuras formulaciones editoriales resultará indispensable remitirse a los siguientes instrumentos:Alfonso Reyes digital. Obras completas y dos epistolarios CD Rom, publicado por la Fundación Tavera y el Fondo de Cultura Económica en 2002 [10] donde se alojan, digitalizados, los textos íntegros de los 26 tomos de las Obras completas, editadas por el Fondo de Cultura Económica, la primera parte del epistolario cruzado por Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes entre 1907 y 1914, el epistolario con Julio Torri, amén y a más de una introducción extensa y de una bibliografía exhaustiva de José Luis Martínez y de unos ensayos aproximativos de su heredera Alicia Reyes y del de la voz.
El disco compacto permite por supuesto hacer calas y búsquedas sistemáticas en el caudal impreso de las Obras completas y las correspondencias ahí incluidas, y no puede pasarse por alto su existencia ya que, más allá de incluir las obras de nuestro gran poeta y humanista (el único hasta ahora presente en la Biblioteca Andrés Bello de Polígrafos Hispánicos, dirigida por don Xavier Agenjo Bullón junto con Isidoro de Sevilla y Marcelino Menéndez y Pelayo), está anunciando con su existencia misma los albores de una nueva edad editorial y digital. El CD Rom es heraldo de un cambio radical de paradigma del orden crítico y libresco sólo comparable —como ha señalado Ivan Ilich en En el viñedo del texto, Etología de la lectura: un comentario al “Didascalicón” de Hugo de Saint-Victor (1993-2002)—[11] a la revolución editorial que significó para la cultura del libro la invención de la página con títulos y capítulos y el advenimiento de la “tecnología” del índice alfabético, entre otros instrumentos, que trajeron consigo una revolución silenciosa pero de incalculables efectos en la transmisión del conocimiento libresco y de la práctica de la lectura individual y colectiva. Contar con dicho género de herramientas para el mejor conocimiento y trabajo de la memoria literaria mexicana abre necesariamente puertas y horizontes que la edición tradicional artesanal, metálica y mecánica no sabría soslayar, del mismo modo que la edición en disco compacto de un texto como el delDiario Histórico de México 1822-1848 de Carlos María de Bustamante, preparado por Josefina Zoraida Vázquez, revolucionará el conocimiento de la historia de México durante la Independencia y a principios del siglo XIX. La aparición de estos disquitos prodigiosos y de lo que los entendidos nombran hipertexto abre muchas puertas y alienta la fantasía editorial, como por ejemplo, la de que el día de mañana, con los cimientos que esta traza digital supone, no sólo se editen antologías por así decir “perfectas” o más metódicas en su respaldo e investigación documental sino que, más allá, se llegue a publicar algún día el Diccionario de Alfonso Reyes cuyo modelo ya se tiene, sin ir más lejos en el Dictionnaire de Michel de Montaigne,[12] publicado hace unos meses.
Las otras aproximaciones sinópticas de las que no sabría prescindir el estudioso de la vida y la obra de Alfonso Reyes son la semblanza biográfica escrita por su nieta, Alicia Reyes, que a lo largo de los años se ha ido reeditando (1976, 1989, 1997, 2000). La ya mencionada Guía para la navegación de Alfonso Reyes (1992) de José Luis Martínez,[13] donde el crítico literario desmenuza las vetas que sigue la obra de Reyes en sus diversos géneros y estaciones. La cuarta es la breve y reveladora vida de Alfonso Reyes escrita por el historiador mexicano Javier Garciadiego. Esta última, publicada en una serie de gran tiraje y dirigida al gran público, tiene menos de 150 páginas (el autor ha tenido tiempo de ser breve); expone y ordena un aspecto poco trillado. Me refiero al perfil político, civil y público del creador infatigable de instituciones, a la estampa de Alfonso Reyes como actor civil, hombre de acción y aun acaso como estadista, según ya se desprendía de la colección de informes diplomáticos editada hace unos años.[14] Acucioso conocedor de la historia nacional en el periodo de las revoluciones armadas que sacudieron a México en los albores del siglo y de la vida universitaria en ese periodo, el autor de Alfonso Reyes,[15] es capaz de abordarlo desde la perspectiva original de las vastas redes y tramas políticas que le tocó devanar. En esta vida se enfatiza ya no la revolución que significó la obra de Alfonso Reyes para la prosa en lengua española y su papel clave en el proceso de la difusión didáctica de los saberes especializados —humanísticos o no— (como ha señalado recientemente el poeta José Emilio Pacheco),[16] sino en las vidriosas decisiones que tuvo que vencer nuestro escritor, como político, como hijo de un político y como parte de una familia inevitable y fatalmente, si no fatídicamente, involucrada en el intermitente orden público y político de México, para lograr entronizarse como uno de los grandes constructores y arquitectos institucionales de la cultura mexicana y como uno de los mexicanos eminentes, como diría Enrique Krauze siguiendo a Lytton Strachey.
Reyes no sólo tuvo que superar las circunstancias personales, familiares y aun nacionales derivadas de la muerte trágica o bochornosa del general Bernardo Reyes el 9 de febrero de 1913, fecha en que inició la Decena Trágica, que culminó con el sacrificio del presidente legítimo, Francisco I. Madero junto a por lo menos 50,000 otros mexicanos; Reyes además tuvo que resolver en los años posteriores, ya fuera del país y del sistema, no pocas dificultades prácticas y disipar las ambigüedades derivadas de la reciente institucionalización mexicana a la que terminaría sumándose a partir de 1921 —a instancias de José Vasconcelos, entonces al servicio de Álvaro Obregón—, al tiempo que iba creando una obra caudalosísima y excepcional por sus virtudes críticas, estéticas y éticas y que, apenas ahora, gracias al tesón de él mismo, sus herederos, albaceas literarios y estudiosos, podemos apreciar en su panorámica vista. Bajo estas luces, habría que matizar las fáciles críticas de que aún hoy, por ejemplo en la pluma del ilustre Mario Vargas Llosa, ha sido objeto Alfonso Reyes por su vinculación con el poder.[17]
Una pregunta que debería hacerse todo editor futuro de la obra de Alfonso Reyes se refiere a los criterios de ordenación de su obra, y si cabe seguir —o se han seguido ya, al menos parcialmente— las pautas editoriales que él mismo manifestó en 1926, mitad en serio, mitad en broma, en la “Carta a dos amigos” (Genaro Estrada y Enrique Díez-Canedo) a quienes piensa entonces nombrar albaceas (la irónica realidad haría que sus amigos fallecieran antes y se le adelantaran en su encuentro con la muerte). En esa carta, Reyes expresa que es necesario tener en cuenta ciertos lineamientos editoriales: a) libros “verdaderos que hay que respetar como están; poemáticos cíclicos”, por ejemplo Visión de Anáhuac, sobre la cual advierte: “Nadie la toque”; b ) obras de agregación casual; c) “verdaderos libros inéditos”. Luego sugiere: “Muchas otras combinaciones pudieran intentarse; por ejemplo: agrupar todo lo relativo a México…”;[18] y pone como ejemplo un título y un proyecto que lo acompañará como tal desde entonces hasta su muerte: la antología de escritos mexicanos que en 1926 se titulaba: En busca del alma nacional, con un título al gusto de una época que invocaba a cada paso “el alma” de los diferentes pueblos —desde el “alma rusa” hasta el “alma portuguesa”—. El proyecto recibiría otros títulos: el último sería Horizontes mexicanos, como se bautizaría a la selección que en noviembre de 1959 —según consta en el Diario inédito— trabaja con el entonces joven editor y escritor Gastón García Cantú. En busca del alma nacional era el lema de una antología futura y no realizada en vida por el autor, donde se reunirían sus diversos papeles mexicanos; es decir, tanto las obras necesarias (Visión de Anáhuac o Ifigenia cruel) como los papeles de “agregación casual” (por ejemplo —añadiríamos hoy nosotros— los diversos discursos fúnebres que escribió para ir despidiendo a sus amigos). El lema En busca del alma nacional no era nuevo. Reyes lo había expresado ya en la “carta-prólogo” al libroLa tierra del faisán y del venado (1922) del yucateco Antonio Mediz-Bolio (1884-1957).
[…] Un pueblo se salva cuando logra vislumbrar el mensaje que ha traído al mundo: cuando logra electrizarse hacia un polo, bien sea real o imaginario, porque de lo real y lo imaginario está tramada la vida. La creación no es un juego ocioso: todo hecho esconde una secreta elocuencia, y hay que apretarlo con pasión para que suelte su jugo jeroglífico. ¡En busca del alma nacional! Esta sería mi constante prédica a la juventud de mi país. Esta inquietud desinteresada es lo único que puede aprovecharnos y darnos consejos de conducta política. Yo me niego a aceptar la historia como una mera superposición de azares mudos. Hay una voz que viene del fondo de nuestros dolores pasados; hay una invisible ave agorera que canta todavía: tihuic, tihuic, por encima de nuestro caos de rencores. ¡Quién lograra sorprender la voz solidaria, el oráculo informulado que viene rodando de siglo en siglo, en cuyas misteriosas conjugaciones de sonidos y de conceptos todos encontrásemos el remedio a nuestras disidencias, la respuesta a nuestras preguntas, la clave de la concordia nacional![19]
(Dejo de lado y entre paréntesis las afinidades entre estas frases de Reyes escritas en 1922, y algunas de La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos). Cuatro años después, en 1926, Reyes retoma la expresión como un lema que acompañaría aquella hipotética analecta que solo realizaría parcialmente 30 años más adelante en el breve libro-manifiesto que abre la colección “México y lo mexicano”, dirigida por Leopoldo Zea: La X en la frente (1952),[20] que lleva el título, por cierto, no de un ensayo homónimo sino de una frase que se encuentra incrustada en el ensayo “La interrogación nacional”, escrito en 1930, astucia editorial que le ha costado algunos dolores de cabeza a los libreros. Dos años después, en 1932, Alfonso Reyes se vería forzado a recapitular sus relaciones con la “cuestión mexicana” en la carta abierta dirigida a Héctor Pérez Martínez “A vuelta de correo”. Haciéndose eco de unas opiniones de Ermilo Abreu Gómez, este joven periodista y político había reclamado a Reyes en un artículo altisonante y vidrioso que no se ocupase suficientemente, ni en su obra ni en Monterrey. Correo literario de Alfonso Reyes, de México ni de la literatura mexicana, y que menos se decidiera a tomar partido en las polémicas guerrillas que entonces, en el sentido militar, divertían a la república literaria mexicana enfrentando a los escritores del movimiento conocido como Contemporáneos, contra los autores montados en el discurso nacionalista y desde luego en sus presupuestos económicos y políticos. Guillermo Sheridan en México en 1932: La polémica nacionalista ha reunido más de un centenar de diversas voces para estudiar ese momento desde un acucioso prólogo que ayuda al lector de hoy a comprender mejor esa hora lamentablemente perdurable.
En su carta-ensayo “A vuelta de correo”, el hasta entonces pacífico y salomónico Alfonso Reyes estalla y expone con vigor su punto de vista sobre esta falsa cuestión que levantaba y aún levanta —bajo diversas máscaras— polvo y ámpula. El valor crítico del ensayo va más allá de las circunstancias de aquella fatigada polémica que en realidad venía de años atrás y en la cual se entrelineaba el supuesto afeminamiento de la literatura mexicana que ya a Francisco Monterde le había tocado atajar en 1924 para encarecer la condición viril de la literatura mexicana a través de la obra de Mariano Azuela. El ensayo no solo resulta indispensable para comprender el proceso por el cual Reyes llega a afirmar un canon ético y estético de la literatura mexicana y aun hispanoamericana sino para comprender la economía íntima del quehacer literario de Alfonso Reyes, quien buscaba alcanzar, por así decir, una forma clásica con sustancia y experiencia vividas en un país de países tan nuevo y tan viejo como México.
Desde muy joven, al poeta-polígrafo nacido en Monterrey lo cautivó el genio magnético de la geografía y el paisaje mexicanos. Uno de sus primeros ensayos es el que dedica a “Los poemas rústicos de Manuel José Othón” y que recoge en 1910 en las Conferencias del Ateneo, junto con los de otros ateneístas como Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos y Carlos González Peña. El joven Alfonso Reyes admira en Othón dos actitudes paralelas y complementarias: la adhesión contemplativa a la naturaleza como fuente de inspiración y devoción íntima y la voluntad figurativa y escultórica del lenguaje. La descripción del paisaje en Othón resulta así, a los ojos del joven Reyes, una oportunidad de realización interior y exterior, ética y estética y aun retórica y religiosa, como si hubiese leído al poeta chino Wang Wei —bien conocido de Octavio Paz— y supiera que solo es posible pintar un rayo de luz cuando este se ha creado previamente en nuestro interior.
Reyes seguirá abundando en esta indagación visionaria de la naturaleza, acaso influido por las lecturas del romántico Chateaubriand, en el ambicioso y conciso ensayo “El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX”. Ahí el poeta-crítico irá contrastando las voces de los poetas y las tradiciones literarias de que surgen con la experiencia y la intuición, a la vez geográfica e histórica, de que lo que sucede verdaderamente en la historia adviene en realidad en la geografía y lo que abre el camino del autoconocimiento personal, civil y social ha de pasar antes por la exploración misma de la tierra, los hombres y sus expresiones.
Estos ejemplos permiten tal vez entender por qué a Alfonso Reyes no le resultaba fácil cumplir aquella cita editorial con la antología mexicana que venía anunciando desde años atrás —y que alguno de sus amigos, por ejemplo el Abate González de Mendoza, había pensado hacer con el título Al servicio de México—. Y es que Reyes, a lo largo de su longevidad escrita y de sus diversas edades literarias (de 1905 a 1913 en México; de 1914 a 1924 en España; de 1927 a 1938 en Argentina y Brasil; de 1939 a 1959, desde su instalación definitiva en México hasta su muerte), no dejó nunca de crear un tren de obras en verso y en prosa —poemas, narraciones, ensayos, viñetas— donde el horizonte de la cultura mexicana se tiende como una puerta que le permitirá al escritor no solo interrogar y enriquecer su raigambre nacional y aun continental, sino también y sobre todo seguir su propio impulso creador y ensayar técnicas, estilos, modos y aires idóneos para ir expresando el caudal de su vocación multiforme. México pasó de ser un asunto para transformarse en un método, en una actitud de la sensibilidad del escritor activo y contemplativo, fraguada a golpes y a sangre (“¿Qué será de México? —le dice a Pedro Henríquez Ureña en 1914—. Creo que todos están manchados y que es irremediable que sigan matándose”). Una actitud o método que va más allá de lo accesorio y decorativo y que en cierto modo se le transformaría —a él, escritor de tiempo y vida completas— en una oración perpetua, en una plegaria incesante; es decir, en una devoción solo menor a la religiosa con que asumió la práctica misma de la literatura. Gabriel Zaid, a quien está dedicado este discurso, ha llamado la atención sobre “Los poemas religiosos de Alfonso Reyes”,[21] enfatizando la vertiente escéptica y algo pagana del otro regiomontano ilustre. Años antes, la puertorriqueña Concha Meléndez[22] en su estudio sobre la poesía de Reyes había señalado la relación entre el sentido de la soledad y el sentido religioso en sus poemas. A esas reconstrucciones me permitiría yo añadir o sobreponer otra: la que buscaría desentrañar en la experiencia literaria de Alfonso Reyes una devoción o piedad santificadora del lugar y de los genios del lugar que lo vieron nacer. Acaso no sea casual que, una de las escasas veces que aflora en la cascada de páginas alfonsinas la palabra Cristo con una inquietante carga afectiva, sea en el poema que le dedica a su padre el general Bernardo Reyes. El poema fue escrito casi 20 años después de su muerte (adviértase, con José Emilio Pacheco, que, a diferencia de la gran mayoría de los escritores modernos, Reyes no odió sino que adoró a su padre, sobre todo después de su muerte):
† 9 DE FEBRERO DE 1913 [23]
¿En qué rincón del tiempo nos aguardas, desde qué pliegue de la luz nos miras?
¿Adónde estás, varón de siete llagas, sangre manando en la mitad del día?
Febrero de Caín y de metralla: humean los cadáveres en pila. Los estribos y riendas olvidadas y, Cristo militar, te nos morías…
Desde entonces mi noche tiene voces huésped mi soledad, gusto mi llanto. Y si seguí viviendo desde entonces
es porque en mí te llevo, en mí te salvo,
y me hago adelantar como a empellones, en el afán de poseerte tanto.
[Río de Janeiro, 24 de diciembre de 1932.]
Dos años antes, en 1930, Reyes había escrito la breve Oración del 9 de febrero que sólo se publicaría póstumamente. Pasada en limpio, en Brasil, años después de la muerte patética del general, la Oración es, junto con el poema, una sutil muestra del proceso extremo de mitologización a que la piedad filial condujo al escritor. La expresión “Cristo militar” es asombrosa y recuerda un ensayo del propio Reyes escrito en 1919 donde se habla de “la derrota que hace triunfar: Cristo —no cabe la menor discusión— fue derrotado militarmente; se entregó sin combatir, que es el colmo de la derrota”. [24] Pero Bernardo Reyes, no se entregó sin combatir, sino que buscó la muerte con las armas en la mano, y su comparación con Cristo suena por lo menos exagerada.
El poema arrastra como sombra la Oración del 9 de febrero (1930). Esta “oración” —el título es significativo— la editó en 1969, diez años después de su defunción y a instancias de doña Manuela Mota, su viuda, Gastón García Cantú. Ahí Alfonso Reyes explaya las fuentes y rituales de esa “religión personal”, si se me permite la expresión —algo más parecida a la de los romanos que a la de los griegos— que partiendo de un oficio de piedad hacia los antepasados, la parentalia de Ausonio, seguía las voces de los genios del lugar habitado por los seres queridos y, en fin, impregnaba la visión del país-paisaje de un inaplazable sentido ético, crítico y estético. Esa liga pegajosa —la voz es de E. M. Cioran— con el país no sólo ayuda a entender altos poemas como Visión de Anáhuac, Ifigenia cruel o Yerbas del Tarahumara, hondos ensayos como A vuelta de correo o el Discurso por Virgilio, narraciones como “Silueta del indio Jesús” o “El testimonio de Juan Peña”, sino declaraciones como aquella que le hace a su amigo y maestro Pedro Henríquez Ureña: “tiemblo cada vez que recibo una nueva carta de México” o hasta confidencias marginales como aquella que hace muchos años después en Matrícula 89,[25] a propósito de ese sarape que como el amor por México le acompañaría toda su vida y que es, por cierto, muestra de esa maestría prosística que Borges y Bioy le admiraban:
[…] El poncho que todavía tiendo de sobrecama vino a casa cuando yo nací, y ha sido objeto mío desde entonces. Acompaña mis fortunas y viajes. Tan raído se va quedando. Tan calvo está como yo mismo —y de igual humor—. Suele servirme contra el frío de las excursiones en auto. Me hace de cama rústica o de mantel improvisado en el campo. Tiene un color de tigre, dorado y enrojecido a fuego. Le veo como parte de mi epidermis, cónyuge de mis costumbres. Ni lo quiero ni lo aborrezco: no lo siento ya. Se prepara a morir conmigo, y así acelera solícitamente su ruina; porque los hombres nos quemamos más de prisa que nuestras mantas. En él he escondido intentos y pecados. Por él se dijo: “Debajo de mi manto, al Rey mato”. Él es mi capa de que hago, cuando quiero, un sayo. Él es mi capa que todo lo tapa.
Él es todo lo que dicen de él los refranes. Y hasta se llama “Poncho”, como yo mismo en el diminutivo de mi tierra natal.
¿Por qué Alfonso Reyes que tanto se editó y reeditó no hizo la prometida antología mexicana? La respuesta que traigo es que dicha tarea lo hubiese obligado de algún modo a una reformulación del propio orden editorial; no se le ocultaba que la escritura de “una historia de la idea nacional”, la sistemática indagación en el alma mexicana, que diría José Luis Martínez, pasaba por una revisión y una historia crítica de sus propias ideas en torno a México, a la literatura, al deber civil en el cruce con la deuda vocacional; en fin, pasaba por una autobiografía intelectual que ciertamente inició con la Historia documental de mis libros (1957) título y proyecto, por cierto, inspirado en un libro de su querido Alphonse Daudet. La idea nacional de Alfonso Reyes expresada en los numerosos textos que dedicó a la historia y la literatura nacionales (alrededor de medio millar, para decir poco, sin contar los libros de memorias y los ensayos de índole teórica) practican y van en busca de una idea: la concordia. Es una idea que lo acompaña desde por lo menos 1922 hasta el final de sus días. La conciencia individual del dolor personal y social lo lleva de la mano a la postulación de la reconciliación y la concordia como un ideal social, cultural y literario. De hecho, Reyes va más allá: se trata de un ideal que trasciende la ensimismada crucifixión mexicana para abrirse paso hacia el más amplio y ecuménico horizonte iberoamericano. Se trata, además, de un ideal risueño pues —como escribió Reyes en “La sonrisa”,[26] un texto citado por Jaime Torres Bodet en su oración fúnebre en honor del “hijo menor de la palabra”— cuando “el hombre sonríe: brota la conciencia. Pues entonces funda la civilización y empieza con ella la historia”.
Desde que llega a instalarse a México definitivamente en 1939 hasta su muerte en 1959, Reyes se sabe de regreso de una larga odisea criolla y sufre en carne propia lo que se siente ser “peregrino en su patria”, extranjero en su propio país, un descastado al que nadie conocía realmente por su obra y al que se le ha cumplido el sueño de regresar a donde-ya- no. Octavio Paz evocando al autor de El gesticulador, Rodolfo Usigli y su autoexilio voluntario en México, recuerda que “el mismo Reyes en apariencia tan festejado, decía con frecuencia a todos los que queríamos oírlo que vivía exiliado en su propia tierra”.[27] Era natural que desde ese mirador no solo se dedicase a trabajar como hebreo en Egipto editando y reeditando sus propios libros (inéditos o perdidos y dispersos con diversos sellos de distintos países) hasta lograr que en 1955 el Fondo de Cultura Económica le cumpliera —“espontáneamente” y sin que él lo pida al director, don Arnaldo Orfila Reynal, según deja constancia en el Diario—[28] el sueño de editar sus obras completas. Después de todo, se lo había ganado a pulso, pues como unos años antes, en 1949, le escribió a Jesús Silva Herzog, editor de Cuadernos Americanos: “Le doy 1000.00 pesos a quien me demuestre que ha habido otro autor mexicano que muestre mayor actividad en todos los siglos de la imprenta en México”.[29]
La palabra concordia, que Reyes traía desde siempre a flor de sonrisa y que trajo, por así decir, debajo de la lengua toda la vida, y que es el hilo conductor, la sonrisa que hilvana sus páginas mexicanas y helénicas, cervantinas y gongorinas, brasileñas y críticas, vuelve a sus labios al despedir al poeta venezolano Andrés Eloy Blanco, exministro de Relaciones Exteriores de Rómulo Gallegos, que muere en esta ciudad en 1955. (México, desde antes de José Martí, siempre ha sabido brindar abrigo a las diásporas hispanas —americanas o peninsulares—.) Al poeta de Cumaná, amigo de Federico García Lorca y coterráneo de José Antonio Ramos Sucre, le toca recibir de Alfonso Reyes este noble elogio póstumo que sienta sus reales en una poderosa inteligencia de las circunstancias profundas de la cultura mexicana y, más allá, iberoamericana:
Cada civilización crea su tipo, su ideal humano: el “héroe” aqueo; el “magnánimo” ateniense, el Vir bonusromano; el “paladín” medieval; el “hidalgo” y el “caballero” españoles; en Inglaterra el gentleman; en Francia elhonnête- homme; en Prusia, el Junker; el “hombre sport” (sentido moral) en Estados Unidos; y yo creo que, en Hispanoamérica, a pesar de todos los pesares, “el hombre cordial”. No aquel cuya voluntad “se ha muerto en noche de luna”, sino aquel cuya alma se desborda como fuente henchida a la más leve solicitación, al menor pretexto. [30]
Si París bien vale una misa —como dizque concedió Enrique IV, el príncipe amigo de Michel de Montaigne para concluir las guerras de religión en el siglo XVI—, señoras y señores, Alfonso Reyes—el mejor escritor mexicano en prosa y en verso de la primera mitad del siglo XX—, el autor que acuñó esta idea cordial de cultura, el poeta-crítico que sentó las bases de un canon moderno de la prosa y del verso para las letras mexicanas e hispanoamericanas, el autor infatigable que supo hacer de la escritura, al pie de la letra, una oración incesante, una filocalía estética y crítica, el poeta que supo transmutar sus dolores individuales en una religión a la vez personal y nacional, a la par nacional y regional, el hombre que tendió a través de las redes de su correspondencia innumerable un vasto sistema de vasos comunicantes, creando así una suerte de hidrografía subterránea del orden cultural iberoamericano, salvando las diferencias entre una cultura nacional y otra; el soterrado creador de una auténtica misión diplomática, elevadamente política y no imperial, el teórico de la literatura que deslindó y quiso poner al día y a la hora el reloj de la crítica en México e Iberoamérica, el poeta proteico en verso y en prosa, el traductor innumerable, el Reyes casual que siempre anda jugando a la gran prosa, bien vale una relectura a fondo, vale las reediciones y las reimpresiones, vale las copiosas antologías, vale y hace valer el instrumental editor que las tecnologías ponen a nuestra disposición y vale acaso una cuidadosísima relectura de lo ya transcrito y publicado. Vale la recomposición editorial de sus textos de teoría literaria, los trabajos nuevos sobre su poesía, su ficción, su vida y su teatro. Vale la publicación próxima del Diario inédito; vale la edición organizada de las todavía muchas correspondencias faltantes; vale eventualmente la reedición en orden cronológico de los epistolarios ya editados y por editar; [31] vale, en fin, una Visión de México, un antología de sus escritos mexicanos como la que él mismo soñó a lo largo de su vida [32] y que ha sido como el hilo de Ariadna que en cierto modo ha guiado mis pasos por los laberintos de la historia de México y de la obra de Alfonso Reyes hasta permitirme llegar a esta ilustre casa de la lengua y de las palabras que en adelante será mi asiento. Gracias por concedérmelo.
I I
Señoras y señores,
Con alegría y reverencia ingreso a esta noble corporación, fundada en México en 1870 (a instancias de la Real Academia Española, que fue a su vez fundada en 1714) por un puñado de mexicanos ilustres, entre los que se encontraba el entonces presidente de la República, Sebastián Lerdo de Tejada, don Joaquín García Icazbalceta y don Alejandro Arango y Escandón, primer propietario de la silla número II que tendré el honor de ocupar y que resulta en esta genealogía como mi chozno, primer abuelo. Agradezco a Mauricio Beuchot, Eulalio Ferrer y José Luis Martínez el haber apoyado mi candidatura para ocupar esta ilustre silla para la cual el pleno, dirigido por el doctor José G. Moreno de Alba, me eligió desde noviembre de 2003, según me hizo saber don Salvador Díaz Cíntora, nuestro recién fallecido secretario.
En esta casa se alojó la Academia Mexicana de la Lengua desde el 15 de febrero de 1975 [33] hasta que el 19 de noviembre de 2002 mudó su domicilio a la flamante residencia situada en la calle de Liverpool, gracias a la generosidad de don Alejandro Burillo Azcárraga, presidente de la Fundación Amigos Pro-Academia. Hoy este edificio alberga la Casa del Lector dependiente de la Editorial Jus (sello tradicional de las Memorias de esta corporación), a la cual agradezco cumplidamente la posibilidad de realizar aquí esta sesión solemne.
Vengo a recoger la antorcha y a cuidar el rescoldo que arde en la silla número II, en la que me han precedido personas tan insignes como don Francisco Monterde —director durante años de nuestra Academia— y don Héctor Azar. Tuve la fortuna de conocer y estrechar la mano de los dos propietarios antecedentes de esta silla, que agradeceré durante mucho tiempo a ustedes, señoras y señores académicos, haberme asignado.
Por invitación de los poetas David Huerta y Jaime García Terrés, a principios de 1975 entré a trabajar a la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica; ahí conocí al autor de Moctezuma, el de la silla de oro. El ilustre Francisco Monterde y García Icazbalceta —que dirigió esta corporación de 1960 a 1972— era, en el orden aparente, una silueta frágil, de vivaces ojos traviesos. Don Francisco —o don “Panchito”, como lo llamaban con respeto cariñoso los empleados y secretarias— llegaba a las 10:00 de la mañana a un escritorio de hierro gris cubierto por un grueso vidrio. Corregía a lápiz manuscritos de autores o traductores no tan primerizos. Usaba una corbata impecable y casi idéntica que iba combinando con un traje gris —siempre otro y siempre el mismo— y unos lentes azorinescos con aro de oro para el cristal translúcido. Detrás de su apariencia de duende y de su aire deportivo —joven de 81 años— se guardaba una de las plumas más finas y memoriosas y uno de los lápices más afilados y laboriosos de las letras mexicanas contemporáneas. Discreto fundador de instituciones, creó revistas como Antena (1924), dio clase amistosa desde la cátedra, la biblioteca, las revistas, los suplementos literarios y, a través de sus numerosos prólogos, estudios históricos, bibliografías comentadas, libros de poemas, estampas y cuentos, Monterde, creador furtivo de un canon de las letras mexicanas, fue hilvanando el hilo de la tradición en la trama de la nueva ciudad literaria de la que fue como un guionista o un apuntador discreto que va siguiendo desde la sombra la evolución de agonistas, coros y comparsas. De niño tomó clases de dibujo con José María Velasco, y quizá de ahí le quedó el buen ojo para las cuestiones tipográficas. Su gran pasión fue el teatro, la imaginación escénica y su historia. Y a través de la aguja argentina del escenario presente y pasado fue realzando la dignidad del oficio de leer, escribir y editar con pulcritud, honradez y conocimiento. Me emociona pensar que sus finas manos dibujantes pudieron estrechar las del espectacular pintor paisajista, y que todavía yo a mis 23 años pude tomar entre las mías esa mano limpia que también había estrechado las de Luis G. Urbina, Amado Nervo, José Juan Tablada, Alfonso Reyes y Héctor Azar. Me emociona recordar que esgrimió la pluma con inteligencia incisiva a la hora de participar en la célebre polémica sobre el afeminamiento de la narrativa en México y afirmar el valor literario de Mariano Azuela. ¿Y quién no recuerda que Monterde fue uno de los pioneros en el jardín bonsái de las letras mexicanas con los haikús de su Itinerario-lírico contemplativo publicados en 1923 con prólogo de José Juan Tablada? ¿Y quién no sabe que fue durante muchos más brazo secular y colaborador benemérito de la Biblioteca del Estudiante Universitario y activo conferencista en el Seminario de Cultura Mexicana, bibliotecario emérito, director de la Imprenta Universitaria y subdirector de la Biblioteca Nacional, o que es el autor de una delicada obra sobre Gutierre de Cetina y otra sobre Manuel Gutiérrez Nájera íntimo? Además, fue uno de los animadores más templados de aquella estribación de la narrativa mexicana, la legendaria y fabulosa neovirreinal (algo inspirada en los abismos minuciosos del Gaspard de la nuit de Aloysius Bertrand), que dio como resultado obras de tradicional arrastre tan distintas y tan ricas como Visionario de la Nueva España de Genaro Estrada (1921) o El canillitas (1941) de don Artemio del Valle-Arizpe. Pero esta literatura retrospectiva no podría haberse escrito sin un agudo sentido del presente del pasado y del presente por venir: de ahí que Monterde haya sido capaz de descifrar la clave en que estaba escrita una de las cartas cifradas de Hernán Cortés, como ha recordado atinadamente don José Luis Martínez en Homenaje a la hazaña de don Francisco Monterde; de ahí que haya sabido escribir ese delicado y humanísimo Temor de Hernán Cortés; de ahí que haya compuesto en 1945 Moctezuma, el de la silla de oro —una de sus más perfectas narraciones— como un “poema cinematográfico”, con el cual no se atreve todavía ningún director o guionista de cine mexicano, aunque un poeta, el de la voz, en Recuerdos de Coyoacán (1998), haya tomado de ese libro la acuciante imagen del cadáver insepulto de Moctezuma a la deriva por los canales que hoy cruzamos como calles.
El poema mencionado, Recuerdos de Coyoacán,[34] fue escrito en el invierno de 1997-1998, unos meses antes de que Octavio Paz falleciera y está dedicado a este poeta mexicano (que ganó en 1990 el primero y hasta ahora único Premio Nobel Literatura para México) del cual fui cola borador y seguidor desde 1976, ya en mi calidad de corrector de la revista Plural, ya como corrector, editor o coordinador editorial de los diversos libros que el Fondo le publicó a partir de 1975 hasta su muerte: Pasado en claro (1975), Xavier Villaurrutia en persona y en obra (1978), y en particular el proyecto de los tres tomos de México en la obra de Octavio Paz (1987), germinado a partir de una idea de Luis Mario Schneider.
(Yo no sabría entrar a este recinto sin saludar y agradecer las enseñanzas humanas, técnicas y críticas que recibí en el Fondo de Cultura Económica a lo largo de los años. Ellas me han ayudado a despertar hasta donde he podido, y a saber y creer que no hay nada más serio y exigente que la alimentación de la propia alegría intelectual.)
Al morir Octavio Paz, las palabras me empujaron a escribir otro poema: Tránsito de Octavio Paz (1998), [35] dedicado a su viuda Marie-José Paz. Si Recuerdos de Coyoacán fue escrito como una suerte de exorcismo donde el cantor se ponía en el lugar del poema y dejaba que batallaran libremente en la arena de la página las sombras de Alfonso Reyes y de Octavio Paz, Tránsito intentó decir la experiencia de la muerte del poeta desde la voz de otro poeta, y así el poema se dio como una relectura mexicana de la elegía fúnebre que W. H. Auden dedicó a la muerte de W. B. Yeats, donde resuenan los ecos de otras, como la que P. B. Shelley puso sobre la tumba de John Keats o la que Alfonso Reyes dedicó a despedir a Manuel José Othón. Cuando concluí el poema yo no sabía a qué editor presentárselo. Una corazonada me llevó a llamar por teléfono a Héctor Azar, a la sazón secretario de cultura del gobierno de Puebla. Azar no dudó un instante, aunque se encontraba en los últimos meses de su gestión. Gracias a su celo tenaz el libro se publicó pronto y bien. Aunque conocía a Héctor Azar como un nombre significativo de las letras mexicanas y en particular del teatro en México, y el Fondo de Cultura Económica acababa de editar sus Obras: dramaturgia y teoría escénica en dos buenos tomos,[36] decidí releerlo como un tácito signo de gratitud hacia mi editor. Yo sabía, de oídas, por ejemplo, que había sido un extraordinario animador y director teatral, que allá por 1954 —dos años después de que yo naciera y cuando él solo tenía 24— había fundado y dirigido “por nueve años el grupo Piloto de Teatro Estudiantil Universitario, Teatro en Coapa”. De él saldrían “figuras señeras” como Rosa Furman, Martha Zavaleta, Miguel Sabido, Juan Ibáñez. En Coapa contó —como refiere Manuel Alcalá— con la colaboración de María del Carmen Farías.[37] Esa misma, por cierto, que luego animaría como editora en el Fondo la exitosa colección La ciencia desde México. Conocía todos esos antecedentes de Héctor Azar pero no me había adentrado como lector en sus prodigiosas recreaciones del teatro clásico español, inspiradas en El Arcipreste de Hita y en la novela picaresca, en El Periquillo Sarmiento de J. J. Fernández de Lizardi o en La pícara Justina de Francisco López de Ubeda, piezas todas en las que Azar recrea e imita esas obras clásicas con gracia y mágico poder de metamorfosis. Esos ejercicios de alta parodia recuerdan al oído fino los maravillosos divertimentos que Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes practicaron en sus Burlas literarias.[38]
Tampoco me había aventurado por la selva crítica y jubilosa de Inmaculada, La Appasionata, o Juegos de Azar, donde Valle-Inclán y Buñuel, Usigli, Novo y aun Fuentes y Garibay respiran a través de personajes que dan cuerpo y voz a la comedia mexicana. En estas obras tanto como en el ambicioso tríptico Diálogos de la clase medium, Azar supo dar nuevo y divertido aliento al teatro transformando el espacio escénico en un lugar de encuentro necesario de la sociedad consigo misma. Como un buen paisajista, Héctor Azar fue recreando con su periscopio satírico y con las lentes de aumento de sus prodigiosos retablos y farsas, las claves ocultas del ethos nacional y así sobrellevó con maestría incisiva la siempre necesaria “indagación del alma mexicana”, para citar nuevamente a José Luis Martínez. La lealtad de Héctor Azar al teatro y al hecho teatral —se refleja fielmente en esas caudalosas hojas de vida donde las páginas del escritor de dramas se alternan con las de editor y funcionario ejemplar; Azar sabía muy bien que la única manera de hacer vivir en los países de Hispanoamérica a las empresas culturales es empeñándose en ellas, poniendo el cuerpo letrado y la cara escrita y leída, afirmando las empresas e instituciones ya existentes y sembrando otras, trabajando siempre por la cultura dentro y fuera de las murallas del Estado, arriba, abajo y alrededor de esos muros invisibles, con dignidad e independencia, con la sonrisa en la boca pues el desierto de la ignorancia y de la apatía, del nihilismo y el descuido de la propia herencia crece con cada distracción, con cada desánimo. De ahí que se haya decidido a fundar una institución como el CADAC (Centro de Arte Dramático, A. C.).
La última tirada de dados que compartí con Héctor Azar, editor atinado de La Cabra (1971-1982), la pionera revista dedicada al teatro universitario y sus asuntos, no pudo ser más afortunada. Andábamos en la editorial, entonces dirigida por el licenciado Miguel de la Madrid —exmandatario de la República que un día cambió la planeación económica por la editorial—, buscando mancuernas de autores actuales —uno vivo y otro difunto— para una colección de literatura en voz alta grabando un autor actual que le prestara su voz a otro clásico. Jugábamos con los nombres de Pablo Neruda, Manuel José Othón, Rubén Darío, Amado Nervo o Manuel Gutiérrez Nájera, y les íbamos buscando engranes de tono, timbre o personalidad con las voces de algunos clásicos contemporáneos como Alí Chumacero, Eduardo Lizalde, Juan Gelman o Jaime Sabines. Se me ocurrió que podía darse una buena aleación entre los poemas y cuentos de Manuel Gutiérrez Nájera y la voz versátil de Héctor Azar, tan bien entrenada para salvar las dificultades de pronunciación y de variación rítmica. Así que le hablé para proponerle la ocurrencia. Quién sabe qué carambola estocástica desaté en la mente apasionada de Héctor Azar pues apenas si terminaba yo de hacerle la propuesta cuando, en vez de oír una réplica directa, me recetó a flor de labio los 106 versos cristalinos de “La duquesa Job”, en que se reparten las sextetas ondulantes del poema:
[A Manuel Puga y Acal]
En dulce charla de sobremesa,
mientras devoro fresa tras fresa
y abajo ronca tu perro Bob,
te haré el retrato de la duquesa
que adora a veces el Duque Job.
No es la Condesa De Villasana
Caricatura, ni la poblana
de enagua roja, que Prieto amó;
no es la criadita de pies nudosos,
ni la que sueña con los gomosos
y con los gallos de Micoló.
Mi duquesita, la que me adora,
no tiene humos de gran señora:
es la griseta de Paul de Kock
No baila Boston, y desconoce
de las carreras el alto goce
y los placeres del five o’clock.
Pero ni el sueño de algún poeta,
ni los querubes que vio Jacob,
fueron tan bellos cual la coqueta
de ojitos verdes, rubia griseta
que adora a veces el Duque Job.
Si pisa alfombras, no es en su casa, si por Plateros alegre pasa
y la saluda Madame Marnat,
no es sin disputa, porque la vista;
sí porque a casa de otra modista
desde temprano rápida va.
No tiene alhajas mi duquesita
pero es tan guapa y es tan bonita,
y tiene un cuerpo tan v’ lan, tan pschutt;
de tal manera trasciende a Francia que no la igualan en elegancia
ni las clientes de Hélène Kossuth.
Desde las puertas de la Sorpresa hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yankee o francesa, ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del Duque Job.
¡Cómo resuena su taconeo
en las baldosas! ¡Con qué meneo luce su talle de tentación!
¿Con qué airecito de aristocracia mira a los hombres, y con qué gracia frunce los labios —¡Mimí Pinson!
Si alguien la alcanza, si la requiebra ella, ligera como una cebra,
sigue camino del almacén;
pero ¡ay del tuno si alarga el brazo!
¡nadie le salva del sombrillazo
que le descarga sobre la sien!
¡No hay en el mundo mujer más linda!
Pie de andaluza, boca de guinda,
E s p r it rociado de Veuve Clicquot;
talle de avispa, cutis de ala,
ojos traviesos de colegiala
como los ojos de Louise Théo!
Ágil, nerviosa, blanca, delgada, media de seda bien restirada,
gola de encaje, corsé de ¡crac!
Nariz pequeña, garbosa, cuca,
y palpitantes sobre la nuca
rizos tan rubios como el coñac.
Sus ojos verdes bailan el tango!
Nada hay más bello que el arremango
provocativo de su nariz!
Por ser tan joven y tan bonita,
Cual mi sedosa blanca gatita,
diera sus pajes la emperatriz.
¡Ah!, ¡tú no has visto cuando se peina,
sobre sus hombros de rosa reina
caer los rizos en profusión!
Tú no has oído qué alegre canta,
mientras sus brazos y su garganta de fresca espuma cubre el jabón!
¡Y los domingos!... ¡Con qué alegría oye en su lecho bullir el día
y hasta las nueve quieta se está!
¡Cuál se acurruca la perezosa,
bajo su colcha color de rosa,
mientras a misa la criada va!
La breve cofia de blanco encaje cubre sus rizos, el limpio traje aguarda encima del canapé;
altas, lustrosas y pequeñitas,
sus puntas muestran las dos botitas, abandonadas del catre al pie.
Después, ligera del lecho brinca.
¡Oh, quién la viera cuando se hinca blanca y esbelta sobre el colchón!
¿Qué valen junto de tanta gracia
las niñas ricas, la aristocracia,
ni mis amigos de cotillón?
Toco; se viste; me abre; almorzamos;
con apetito los dos tomamos
un par de huevos y un buen beefsteak,
me da botella de rico vino,
y en coche juntos, vamos camino
del pintoresco Chapultepec.
Desde las puertas de la Sorpresa hasta la esquina de Jockey Club
no hay española, yankee o francesa,
ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del Duque Job.[39]
(1884)[40]
No me lo esperaba. Nunca nadie me había recitado por teléfono y de memoria corrida una composición tan extensa. Me costó algún trabajo deshacerme el nudo en la garganta para expresarle al maestro —ya no había otra palabra— mi rendida admiración. El desenfado y casual virtuosismo con el cual me había servido su recreación —de la “poesía suelta y juguetona”, dixit José Luis Martínez— de Manuel Gutiérrez Nájera, su memoriosa facultad para apoderarse en un instante del “mundo cotidiano, frívolo y afrancesado” del poeta que se va soltando el pelo a la par que su alegre y risueño personaje no solo me dejaron mudo de admiración sino que desencadenaron en mí una gratitud y una euforia no exentas de melancolía; una oleada feliz de escalofrío angélico me invadió: yo no había oído a Héctor Azar declamando como una máquina al prosista y poeta mexicano, al primer lector de Gérard de Nerval en México, al que preludió el modernismo de Rubén Darío, Julián del Casal y José Asunción Silva, al poeta que murió leyendo los marmóreos Trophées de J. M. Heredia. Gracias a Héctor Azar, mi fantasía me hizo pensar por un momento que me había rozado el aliento mismo del Duque Job. ¿Cómo ser digno de tal experiencia? Algunos meses después, cuando la grabación estuvo lista y el libro grabado se dio de alta (curiosa expresión nacional que hermana a los hospitales con las editoriales), pude llamar por teléfono a Héctor Azar, no sin antes haber escuchado el disco y conmoverme de nuevo con la forma felina en que saltaba instintivamente de la imitación a la metamorfosis. Unos días después, dejó el teatro del mundo. Me consolé en secreto pensando que yo no solo había coronado su fantasía de trovador errante sino que, como editores, nos había sido dado salvar de la olvidadiza oscuridad, en su aliento, un eslabón de la lírica trenza. Me consuelo imaginando a Héctor Azar recitándose en silencio los versos de Manuel Gutiérrez Nájera, o bien los del Arcipreste de Hita o los de Lope de Vega o los de sor Juana como quien eleva una plegaria o suelta un bálsamo con el cual va lavando las heridas de su más íntima piel. Si bien desde siempre había estimado al “Duque Job”, acaso por ser uno de los poetas que mi propia madre sabía recitar por fragmentos, el impromtu asombroso de Héctor Azar me llevó a leer y a releer en verso y en prosa, y a explorar sin desmayo el mágico teclado de Gutiérrez Nájera. Paralelamente, la obra de Héctor Azar se me transformó en otra cosa, y desde entonces empecé a leerla con un sentido de iniciación y consciente de que no hay desperdicio alguno en su creación teatral y poética ni en sus meditaciones dramáticas pues supo entregarse al mundo escrito y actuado del teatro y del hecho teatral con el inimitable desprendimiento amoroso del que sabe “ir y volver y con quedar partirse” hasta lograr la exactitud del níquel. Espero, desde esta butaca, ser digno de su cordial memoria.
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[1] “Discours de M. de Voltaire à sa reception a la Académie Française, prononcé le lundi 9 mai , 1746”, en Voltaire: Mélanges, París, Gallimard, Col. Pleiade, 1961, pp. 241-252.
[2] Las primeras incursiones de Alfonso Reyes en la prensa fueron, según han recordado el propio Alfonso Reyes y Gabriel Zaid, la publicación de los tres sonetos —La duda— inspirados en un grupo escultórico del discípulo de Miguel Ángel, Nicola Cordier (1657-1612), conocido como el Franciosino (Monterrey, 28 de noviembre de 1905), y el Nuevo estribillo (parodia de intención política al Viejo estribillo de Amado Nervo), en Sucesos. Diario de México (México, 24 de mayo de 1905). Además, en ese mismo periódico publicó el 21 de marzo de 1905, sin firma, un artículo (“Se prohíbe doblar año”) sobre los reglamentos de exámenes de la Escuela Nacional Preparatoria, según lo dice él mismo (Obras completas, t. I, p. 349) y según ha documentado también Aureliano Tapia Méndez en Correspondencia Alfonso Reyes / Ignacio H. Valdés 1904-1942, Monterrey, México, 2000, p. 114.
[3] Reyes, Alfonso, Misión diplomática, 2 tomos, comp. y pról. Víctor Díaz Arciniega, México, FCE / Secretaría de Relaciones Exteriores, 2001; pp. 824 y 640, respectivamente.
[4] Javier Garciadiego, Fernando Curiel, Belem Clark, Alfonso Rangel Guerra, Víctor Díaz Arciniega, Alberto Enríquez Perea y Adolfo Castañón, bajo la tutela de don José Luis Martínez.
[5] B o l e t ín C apilla Alfonsina: Dirección de Alicia Reyes; Consejero: doctor Alfonso Reyes Mota; Proyecto de Fernando Díaz de León. A partir del número 14 incluye las secciones: Editorial, Cartas al Boletín, Conmemoración, Noticias, De Viva Voz, Grata Compañía, Marginalia, Entre Libros, De y Sobre Alfonso Reyes, Astillas, Briznas, Publicaciones Recibidas.
[6] Eloy Garza González (selección y prólogo), El erotismo en Alfonso Reyes, Monterrey, México, Sindicato de Trabajadores de la Universidad Autónoma de Nuevo León, 1991.
[7] Entre los estudios y las relecturas recientes cabe anotar, sin ánimo exhaustivo: 1) Leonardo Martínez Carrizales: La sal de los enfermos. Caída y convalecencia de Alfonso Reyes. París, 1913-1914, Monterrey, Universidad Autónoma de Nuevo León/Consejo para la Cultura de Nuevo León, 126 pp.; 2) Alfonso Reyes: perspectivas críticas (ed. Pol Popovic y Edith Negrín, Monterrey, 2004);3) Rogelio Arenas Guzmán, Alfonso Reyes y los hados de febrero (México, UNAM / Universidad Au- tónoma de Baja California, 2004); 4) Eugenia Houvenaghel, Alfonso Reyes y la historia de América. La argumentación del ensayo histórico: un análisis retórico (México, FCE, 2003).
[8] P á g inas sobre Alfonso Reyes, 4 vols., Alfonso Rangel Guerra y James Willis Robb (comps.), México, El Colegio Nacional, 1995-1997.
[9] Citado por Alfonso Rangel Guerra en Las ideas literarias de Alfonso Reyes, México, El Colegio de México, 1989, 1ra. reimpr., 1993, p. 51.
[10] Alfonso Reyes, Alfonso Reyes digital. Obras completas y dos epistolarios, México, FCE / Fundación Mapfre Tavera / Fundación Hernando de Larramendi, 2002, un disco compacto.
[11] Ivan Ilich, En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al “Didascalicon” de Hugo de San Víctor, trad. Marta I. González García, revisión del latín Alfonso González, revisión del inglés José A. López Cerezo, México, FCE, 2002, 210 pp.
[12] D ictionnaire d e Michel de Montaigne, dirección de Philipe Desan, Honoré Champion, París, 2004.
[13] José Luis Martínez, Guía para la navegación de Alfonso Reyes, México, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, Colección Cátedras, 1992, 214 pp.
[14] Alfonso Reyes, Misión diplomática, 2 tomos, comp. y pról. Víctor Díaz Arciniega, México, FCE / Secretaría de Relaciones Exteriores, Col. Tezontle, 2001; 824 y 640 pp., respectivamente.
[15] Javier Garciadiego, Alfonso Reyes, México, Editorial Planeta De Agostini, 2002, 149 pp. (colección Grandes Protagonistas de la Historia Mexicana, dirigida por José Manuel Villalpando.)
[16] Conferencia magistral sobre Alfonso Reyes dictada en Cuernavaca, Morelos, en el marco del otorgamiento del doctorado honoris causa a José Emilio Pacheco el día 21 de enero de 2005 por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. (Transcripción de A. C.)
[17] Véase Mario Vargas Llosa, “Un hombre de letras”, El País, domingo 20 de febrero de 2005, pp. 11 y 17.
[18] En “Carta a dos amigos”, Obras completas de Alfonso Reyes, tomo IV, pp. 475-482.
[19] Obras completas de Alfonso Reyes, tomo II, México, FCE, 2ª. reimpr., 1995, pp. 421-422.
[20] La serie fue publicada por la Antigua Librería Robredo, animada por Rafael Porrúa Terra- zas. Como dato significativo registro que esta librería para bibliófilos desapareció junto con el domicilio mismo: la esquina que hacían las calles de Guatemala y Argentina en el Centro. Actualmente, se descubren ahí las ruinas del Museo del Templo Mayor. Por otra parte, La X en la frente se titula una antología mexicana de Alfonso Reyes preparada por Stella Mastrangelo para la Biblioteca del Estudiante Universitario de la UNAM en 1993.
[21] Gabriel Zaid, “Ensayos sobre poesía”, Obras 2, México, El Colegio Nacional, pp. 531-540.
[22] Concha Meléndez, “Moradas de poesía en Alfonso Reyes”, en Obras completas de Concha Meléndez, San Juan de Puerto Rico, Instituto de Cultura Puertorriqueño, 1974, pp. 597-600.
[23] Obras completas de Alfonso Reyes. Constancia poética, vol. X, México, FCE, Letras Mexicanas, 1959, 3ª. reimpr., 1996, pp. 146-147
[24] Obras completas de Alfonso Reyes, tomo IV, “II. Ensanche de Fronteras”, México, FCE, 1956, 2ª. reimpr., 1995, p. 54.
[25] Obras completas de Alfonso Reyes, tomo VIII, México, FCE, 2ª. reimpr., 1996, pp. 351-352.
[26] En Obras completas de Alfonso Reyes, tomo III, México, FCE, 1956, 2ª. reimpr., 1995, pp. 237-242.
[27] Paz, Octavio, Obras completas, “Miscelánea II”, México, FCE, 2ª. ed., 2001, p. 126.
[28] 1955.
[29] C o rrespondencia Alfonso Reyes / Jesús Silva Herzog, 1939-1959, comp., introd. y notas Alberto Enríquez Perea, México, El Colegio de México / Colegio de San Luis Potosí, 2001, p. 58.
[30] Obras completas de Alfonso Reyes, tomo XXII, México, FCE, 1989, p. 554.
[31] Tal y como ha sido sugerido por Javier Garciadiego en “Hacia las ‘cartas completas’ de Alfonso Reyes”,La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, julio de 2003, pp. 17-20.
[32] Pero, si se hiciera ahora, ¿qué habría de contener dicha antología mexicana? Incluiría en primer lugar las memorias, papeles y viñetas autobiográficas diversas sin excluir la Historia documental de mis libros ni las diversas comunicaciones y mensajes clínicos. Debería integrar el Diario inédito en su totalidad y una copiosa selección de la correspondencia. Una pieza fundamental de este espacio es la breve Oración del 9 de febrero y los textos afines de donde se puede desprender el proceso que llevó a Alfonso Reyes a la configuración de una religión personal. En segundo orden se habrían de incluir todos los cuentos, poemas y ensayos breves con asunto y —ahí empiezan las dificultades— entonación “mexicana” (“La mano del comandante Aranda”, “Silueta del indio Jesús”, “Glosas de mi tierra”, “Cara y cruz del cacto”). En un tercer orden cabría desplegar esa historia de México que Reyes fue escribiendo a trechos y saltos a lo largo de su vida fértil: Visión de Anáhuac, Letras de Nueva España y los numerosísimos ensayos, perfiles y semblanzas que escribió sobre momentos y protagonistas en la historia y las letras de México; habría que acomodar en un apartado todos aquellos textos y discursos que escribió directa o indirectamente para situar en los calendarios actuales las pegajosas y no siempre útiles cuestiones nacionales (ahí irían “A vuelta de correo”, “Discurso por Virgilio”, “Marsyas o el folklore”). Este conjunto monumental de textos —más de 3 000 páginas— debería por supuesto organizarse y para su mejor inteligencia crítica según progresiones diversas. En parte, salvo el Diario, esta antología mexicana es la que habría de editar la UNESCO bajo el título Visión de México en un futuro próximo, bajo la coordinación editorial del autor de este discurso.
[33] “El 7 de agosto de 1956 la Academia adquirió en propiedad la casa número 66 de la calle de Donceles, para establecer en ella su domicilio oficial, y lo inauguró el 15 de febrero de 1957, con la asistencia de don José Ángel Ceniceros, secretario de Educación Pública, en representación del señor presidente de la República, don Adolfo Ruiz Cortines” (en Academia Mexicana de la Lengua, Anuario 2002, México, p. 11).
[34] Adolfo Castañón, Recuerdos de Coyoacán, México, Ditoria, 1997; Madrid, Los Libros de la Galera Sol, 1999; México, Editorial Verdehalago, 2000).
[35] Adolfo Castañón, Tránsito de Octavio Paz, México, Gobierno del Estado de Puebla, 1998; Tránsito de Octavio Paz seguido deRecuerdos de Coyoacán, pról. Soledad Loaeza Álvarez, Santo Domingo (República Dominicana), 1999; Tránsito / The Passing of Octavio Paz, Toronto, Mosaic Press, 2000.
[36] Héctor Azar, Obras: dramaturgia y teoría escénica, 2 tomos, comp. y pról. Pedro Ángel Palou, México, FCE, 1998, 538 y 455 pp., respectivamente.
[37] Manuel Alcalá, “Bienvenida a Héctor Azar”, Memorias de la Academia Mexicana, tomo XXV, p. 211.
[38] Obras completas de Alfonso Reyes, tomo XXIII: Ficciones, México, FCE, 1ª. reimpr., 1994, pp. 249-267.
[39] Manuel Gutiérrez Nájera, El duque Job. En la voz de Héctor Azar, México, FCE, 1999; 1ª. re- impr., 2002. Cinta y disco compacto.
[40] Manuel Gutiérrez Nájera, Obras, est. y antología general José Luis Martínez, México, FCE, 2003, pp. 116-119. (Letras Mexicanas.)
I. Bienvenida a Adolfo Castañón
Adolfo y yo nos conocimos en 1976, hace 29 años, en el Fondo de Cultura. Entonces él tenía 24 años, casi la mitad de los 53 que hoy tiene, y no había publicado ningún libro. Ahora, que comienza a ser académico, cuenta ya con 33 libros —más de uno por año—, es escritor famoso y es amigo muy apreciado del señor viejo que soy y que le da la bienvenida a esta Academia Mexicana de la Lengua, que se ha vuelto ya uno de mis hábitos.
Sus estudios formales se limitan a la preparatoria y a la licenciatura en Letras Españolas, pasante sin grado. Es pues, como su servidor, autodidacta. Sin embargo, en la Unidad Editorial del Fondo de Cultura, en la que trabajó durante 28 años, y a partir de 1985 como gerente editorial, ganó con creces su doctorado en letras. En su currículum puede verse que además de libros, artículos y premios, consigna una novedad: consejos editoriales, principalmente en 11 revistas, a partir de 1972 y hasta hoy. Y estas 11 son las principales de estos años:Cave Canes, Plural, La Gaceta del FCE, Nexos, La Cultura en México, Gradivia, Vuelta, Imagen Latinoamericana (de Venezuela), Letras Libres, Paréntesis e Istor. Además, es consejero editorial del Instituto Mora, y, de octubre de 2000 a enero de 2001, fue editor huésped de la Nouvelle Revue Française, para hacer un dossier-selección, introducción y notas de literatura mexicana contemporánea. En fin, ha traducido del inglés, francés y portugués, obras de Alain Rey, George Steiner, Paul Wienphael, J. J. Rousseau, Pi- lles Vigneault, Louis Panabière y de Gil Vicente. De este último, poeta portugués del siglo XVI, un florido poema picaresco llamado Lamento de María la Parda (Gil Vicente, Lamento de María la Parda, versión libre y epílogo de Adolfo Castañón, ilustraciones de Roberto Reborca, Editorial Aldus, México, 2000).
Los libros de Adolfo Castañón
Digo la verdad: hasta antes de esta ocasión, creía que Adolfo era exclusivamente un buen cronista de libros, por su excelente Arbitrario de la literatura mexicana, Paseos 1 (1993), y, en algunos casos, creía que ampliaba sus reseñas de libros en libros como los dedicados a Alfonso Reyes y a Octavio Paz. Luego descubrí la serie de libros en torno a Montaigne, que me gustaron mucho. Pero ahora que he recibido la mayor parte de su producción —porque hay algunos agotados—, sé cuánto ha hecho y en cuántos géneros ha trabajado.
Para entender las cosas tengo que ordenarlas, lo cual no es fácil en el presente caso. Por una parte, Adolfo procede por adición, aumentado y corrigiendo los textos de edición en edición, como en el caso de los libros sobre Alfonso Reyes; en tres ediciones, Jardi Boldú, Climent, 1968; Tercer Mundo, Bogotá, 1991; El Estudio, UNAM, 1997, cada vez, corregidos y aumentados, y en la tercera “ampliada y revisada”, lo cual es normal aunque nos exige tenerlas todas o al menos la última. En segundo lugar, Adolfo Castañón no sigue la costumbre normal de encargar al mismo editor las sucesivas ediciones, sino que cada vez los cambia, como ocurre en las tres de Alfonso Reyes, antes citadas; en El reyezuelo, que tiene cinco editores; en el Arbitrario, dos; La gruta tiene dos entradas, dos; los de Montaigne tienen cinco editores; los Recuerdos de Coyoacán, tres; Tránsito de Octavio Paz, tres, el último, una traducción canadiense de Toronto; Grano de sal, tres, agotadas todas (pues yo recibí una copia xerox); América sintaxis, dos; de paso, sugiero que este lleve como subtítulo Paseos IV; y La campana y el tiempo, dos. Y, en fin, otro problema, las inclusiones. El jardín de los eunucos (Paseos III) [1998] incluye El mito del editor y otros ensayos (1993) y Cheque y Carnaval (1983), y debe anunciarse que aquí aparece como Dedicatoria el notable discurso que dijo Adolfo Castañón en honor de su padre, Jesús Castañón Rodríguez, al donar su biblioteca, en 1992, al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. A veces prosa (2003) incluye El pabellón de la límpida soledad (1988 y 1992) y La batalla perdurable (1996); y La campana y el tiempo (Poemas 1973-2003), en su edición de México (2004), incluye Sombra pido a una fuente (1994), La otra mano del tañedor y, como novedad, una especie de “Diario secreto” o libro de horas, en verso, es decir, la obra poética de Adolfo Castañón, de lo cual voy a citar dos poemas que me gustan:
AIRES DE COCINA
Unas gotas de agua
un grano de arroz
un ascua de su tamaño
un grano de sal
un brote de soya en germen
una flor de cinco pétalos
una gota de leche
y un rayo de sol.
Se muelen los granos
se juntan las gotas
se hace una pasta
y con ella diez rollos
que se envuelven en los pétalos
y se amarran con el sol (p. 69).
y
REGRESO A CASA
Cuando cruzo la puerta en la mañana
no sé si volveré
si caeré durante el asedio de la ciudad
bajo las sombras de las espadas sedientas
si no me retendrá el cíclope con su aliento lapidario
si no volveré en cuatro patas
transformada mi voz en un chillido indeleble y cobarde. Si no regresaré dando tumbos
todavía embriagado por una canción de progreso y espanto
si no me habrán ungido heredero de un reino impuro.
Todos los días vuelvo a ti
sin saber si reconocerás al pordiosero
si todavía tendré fuerzas
para templar el arco indócil engañosamente dúctil de tu cuerpo
—y darme a conocer.
Si la casa estará ahí
si no llegaré a encontrar mi sudario bajo la almohada.
Todos los días en tu regazo
sueño que me voy, que sueño que regreso y te reconozco
en el mar y en el camino,
que aquella isla es tu corazón.
Todos los días salgo hacia el mundo
templado por la fuerza de ese sueño
y todos los días, milagro, vuelvo a ti (p. 91).
Este libro, La campana y el tiempo, incluye, además, Cielos de Antigua, El reyezuelo, Recuerdos de Coyoacán, Tránsito de Octavio Paz (1914-1998), De la batalla perdurable, Había una voz, Cuatro nocturnos, Orden del día, Museo (“De cómo Castañón viajó a las Galias en busca de ungüento para su amiga Fabianne Bradu”), Lamento de María la Parda y Miscelánea. Es uno de los mejores libros de Adolfo.
La selección
¿Entre los treinta y tantos libros de Adolfo Castañón, cuáles prefiero? Comencemos por enumerarlos por grupos y por orden de aparición:
1. ensayos varios, 2. Alfonso Reyes, 3. crítica literaria, 4. versos, 5. Montaigne, 6. viajes y 7. cocina. Cada uno de estos siete grupos tiene sus culminaciones. El de ensayos, los libros de El pabellón de la límpida soledad y La batalla perdurable, por ensayos como “Lo opaco”, “Los signos de interrogación”, el sensual “Luna de octubre” y el arreolesco “El asedio”; el libro sobre Alfonso Reyes: caballero de la voz errante (1997), por sus capítulos “Ley de Reyes”, “El lugar de Alfonso Reyes en la literatura mexicana” y “Nueva visita a la poesía de Alfonso Reyes”. En el primero de estos capítulos escribe:
Al leerle es necesario tener presente esa distancia quizás insalvable que nos separa de Reyes y que hace de él algo así como el último hombre de la antigüedad, el último escritor español nacido en México, la encarnación final del estoico (1997, p. 72).
Como lector, Reyes es un buscador de placer (1997, p. 73).
Los libros que ha escrito Castañón de crítica literaria: Arbitrario de la literatura mexicana (1993), La gruta tiene dos entradas (1994) yAmérica sintaxis (2000), tienen por subtítulo Paseos (aunque este último no lo tenga, y el Paseos III lo lleva El jardín de los eunucos, 1998, que es un misceláneo), y contienen estudios literarios: de México, el primero; del mundo, el segundo; y de Latinoamérica, el tercero, con un total de 145 artículos, más algunos estudios generales. En el “Umbral” de América sintaxis dice Castañón: “Si Europa es gramática y Asia semántica, América es sintaxis, es decir relación”; y en el artículo sobre Voltaire (de La gruta tiene dos entradas) dice: “La suya es una sabiduría hecha de humillaciones propias y ajenas; iba su palabra a ras de tierra mientras él se dormía en los brazos de la razón con la sonrisa confiada del niño en el seno”. Y en el “Umbral” de este mismo libro nos dice que “contiene paseos cuya unidad es la de las intermitencias críticas de un lector curioso que va de voz en voz en busca de amistad y afinidad fuera de las fronteras naturales de su país y continente”. Es pues Adolfo Castañón un crítico que ama la literatura y que busca en ella nuevas amistades. Él no es un censor sino un amigo entusiasta de las letras. Sigamos adelante con el escrutinio de los libros. Acabamos de curiosear el 3 y sigue el 4, versos.
Ya hemos transcrito dos de sus poemas mejores, a mi gusto, y no quiero insistir más en este tema. Además de los poemas breves, Adolfo Castañón ha escrito un repaso de su vida, en versos libres, Recuerdos de Coyoacán (1997), que quisiera leer con calma porque me parece interesante y algo extraño en nuestras letras. Y, además de esta autobiografía en verso, Castañón escribió un año después, en 1998, un extenso poema, también en versos libres, que tienen algo de versículos, intitulado Tránsito de Octavio Paz (1914-1998), y que dedicó a su viuda, Marie-José Paz. Escrito inmediatamente después de la muerte de nuestro poeta, es un poema emocionante que va recordando el carácter y los grandes hechos del poeta:
Amaba pirámides y caminos, árboles y arcaduces, cielos y ciudades de amor, puentes y cántaros máscaras, murallas, pájaros, palacios lucientes, murió después de haber cumplido plenamente la realización de sus dones.
…….
Era río de luz sin antes,
Claro errante en el bosque
Limpia cascada aventurera
Soplo de color sobre las aguas.
…….
Iba sembrando ascuas tan casualmente,
las ponía como quien no quiere la cosa
en estuches de prosa y verso blanco
soplaba sobre cenizas – volvían gardenia
…….
Llegamos a Montaigne, 5. La mayoría de los aficionados a los Ensayos de Montaigne nos contentamos con leerlo, y considerar con interés su país, su castillo, su torre, su casa y las inscripciones en las vigas del techo de su biblioteca. Las considerábamos, con curiosidad y simpatía, como el escenario de los Ensayos. Pero Adolfo Castañón hizo algo más: viajó en Francia hacia Burdeos y de allí hacia Eyquen, al país de Montaigne, y cuando se compenetró de aquel mundo, escribió, ampliando cada vez las noticias de estas reliquias. Comenzó en 1995 en los “Cuadernos de Montaigne” y luego en el libro llamado Por el país de Montaigne, que en la cuarta edición de Paidós (México, 2000) incluye la bibliografía comentada, la hemerografía, la “cadena montañesa”, las “sentencias de la torre” y las ilustraciones posibles. En uno de estos textos (“En la torre de Montaigne”), Castañón expuso con claridad el pensamiento del autor de los Ensayos:
Montaigne, el filósofo de la sobriedad, el hombre que hizo de sí mismo y de su obra un antídoto o contraveneno para cualquier clase de borrachera —religiosa, política, literaria, erótica, intelectual, privada o pública— sin ceder un ápice, ni al fastidio ni al tedio...
Además de esta edición, que recomiendo, hay otro tomito, Michel de Montaigne, De la experiencia (UNAM, 2000), que recoge la traducción y las notas de Constantino Román y Salamero, con un buen comentario de Castañón. Del singular ensayo de Montaigne reproduzco el siguiente pasaje:
la costumbre, sin darme cuenta de ello, imprimió tan maravillosamente en mí su carácter en ciertas cosas que llamo exceso al desviarme; y sin efecto sensible no puedo dormir durante el día, no tomar nada entre las comidas, ni desayunar, ni acostarme sino pasado un largo intervalo, como de tres horas, después de cenar, ni procrear sino antes del sueño, ni de pie, ni soportar el sudor, ni beber agua pura o vino puro; ni permanecer largo tiempo con la cabeza descubierta, ni resistir que me afeiten después de comer... (p. 71).
Me detengo un momento en la frase en que dice “ni procrear [1] sino antes del sueño...” para asociarla a un cuento que solía contar mi viejo amigo, hoy doliente, Andrés Henestrosa:
Un hombre llega a una choza y dice a un niño que está en la puerta: “Quiero ver a tu padre”. Y el niño contesta: —“No, señor; no lo puede ver”.
—“¿Por qué?” —“Porque mi tata está engendrando”.
La sexta y penúltima sección de los libros de Adolfo Castañón es la de viajes. Está contenida en un libro llamado Lugares que pasan (México, Conaculta, 1998), y está agotado. Es un precioso libro. Cada uno de sus 15 capítulos se refiere a una ciudad de América y de Europa, y tratan de describir el carácter de cada una. El “Diario del Delta”, que narra el viaje por el delta del río Orinoco en Venezuela, es especialmente interesante y me recuerda la excursión que hizo por esos rumbos el sabio Alejandro de Humboldt. “Madrid, Madrid” señala el carácter singular de los madrileños que adoran su ciudad. “De la soledad a la saudade” incluye un precioso texto sobre la ciudad de Sintra. Y “Octavio paz: un premio para Estocolmo” es una excelente crónica del Premio Nobel que recibió nuestro poeta.
El séptimo y último grupo de los libros de Adolfo Castañón consta ahora de un sólo libro Grano de sal, que ha tenido tres ediciones. La primera “manuscrita, ilustrada y limitada”, de 1996, que quisiera al menos conocer; la segunda, de 1999, “corregida y aumentada”, de Breve Fondo Editorial; y la tercera “nuevamente corregida y aumentada”, de Editorial Planeta, de 2000, y cuya copia xerox poseo. Sin embargo, destinado a incluirse en un proyectado Ensayo mexicano contemporáneo, guardo un recorte, que aprecio mucho, de un precioso ensayo de Adolfo Castañón que es el origen de sus tres descendientes. Se llama también “Grano de sal” y se publicó en una revistita de corta vida que publicó el FCE: Azteca, núm. 32, febrero de 1993. Cuando le conté a Adolfo mi propósito me dijo que esperara a ver el libro que se originó de este ensayo. El libro, lo afirmo, es el mejor de los que ha escrito mi amigo, pero sigo guardando el ensayito inicial para mi antología proyectada.
¿Qué contiene el Grano de sal de Planeta, 2000? Descubre que “las mujeres comen menos que los hombres y se afilian al vegetarianismo, mientras que los hombres prefieren ser carnívoros”. “Lo dulce se alinearía al bando femenino y lo salado en el masculino.” Hay dos cocinas: “la diaria imperceptible y la ruidosa de los días de guardar”. “A quienes no interesa la guerra ni la historia, ni tenemos paladar mesiánico, nos atrae más la cocina sencilla.” En “la variedad de las escalas elementales la cocina mexicana es riquísima. Los cimientos de nuestra barroca gastronomía descansan por ejemplo, sobre la dorada medianía de la quesadilla, la calidez del hospitalario fideo, la mañosa improvisación del arroz rosa o anaranjado —¿por qué dirán que es rojo?—, la paciencia de los frijoles taciturnos, para no hablar de los nopales asados o de las rajas con crema que incendian el bosque de la memoria...” “¿Y las salsas y los chiles que planean como serpientes enardecidas sobre todos los sabores y ennoblecen con su sombra majestuosa hasta la más humilde tortilla enchilada?” “La gente del altiplano no es muy aficionada al pescado y ve con recelo los mariscos.” “Si hasta los veracruzanos —lo dice Alfonso Reyes en su poema sobre esa ciudad— le dan la espalda a la costa y prefieren perder la mirada en las montañas.” “Los mariscos están bien para el sábado después de la parranda o para los recién casados ávidos de afrodisíacos.” “El sueño carnívoro sólo se interrumpe unas cuantas veces al año durante ese efímero despertar religioso, las vigilias de la cuaresma, en el curso del cual la cocina exorciza los fantasmas del hambre con los platos más sobrecargados, elaborados a base de marinerías desecadas y salíferas.” “La comida del mar nos dice domingo y vacaciones: a falta de playa, paella.” “La cocina es belleza, alusión sensual a los dioses perdidos en la materia. De ahí que algunos se hayan vuelto filósofos después de un banquete (cf. Los invitados de Babette, la de Isak Dinesen).” “A la cocina del altiplano le gustan los secretos, envuelve los bocados en el misterio de la salsa. Más aún, es una cocina de rellenos, de farsas, de antojos cómicos y breves, de humorísticos enredos, prólogos de unos platos fuertes y farragosos, tal vez pensados para desmayar al invasor.” “Barbacoas, cochinitas en pibil, zacahuiles monumentales donde se arropa al cerdo entero con hojas de plátano o de papatla, participan de la misma idea fija: sazonar el alimento en el vientre de la Tierra.” “México es un país donde la gente come al aire libre. No porque practiquemos ese arte del boy scout gastronómico sino porque la sangre o la bolsa nos llevan a comer en los mercados, de pie, sentados en un banco o en una caja; y consumir antojos en las carpas, en los puestos, en los tendidos, alrededor de los braseros.” “La voz itacate cobra todo su cuerpo de munición restauradora y bastimentadora para el paseo o el viaje.” “Francia cuenta con una variedad de más de doscientos quesos, México se irrita con un número semejante de chiles.” “Habría que añadir otra correspondencia [a la cocina francesa]: la de la pausa establecida a medio banquete por la ingestión súbita de un fuerte: aguardiente, tequila, mezcal, calvados, que ayudan a vencer la fatiga producida por las diversas ‘probaditas’ y a aligerar el vientre, pues lo ‘desempanza’ (en México), haciéndole un hoyo (en Francia), el célebre trou normand mencionado por Dumas padre en sus Memorias.”
CRÓNICA DE UN COMELITÓN: La Granja Albergue de la Bella Dona... se encuentra cerca de la Costa Bermeja, a unos kilómetros de Le Boulu, en la Cataluña francesa cuya capital es Perpiñán... En la Bella Dona se come o cena al estilo medieval o a la usanza del tardío gusto carolingio. El anfitrión y cocinero es un f laco barbudo con ojos medio verdes de monje que vio a Dios... ojos pelones que ven pero no miran; ella la dona matrona, rosada y tímida como una manzana al horno, habla francés con un acento indeciso... Nuestro menú fue el usual que la Bella Dona brinda a los neófitos y que gravita en torno a la galita frée con hierbas aromáticas y frutos secos, plato pantagruélico... el plato preferido de Hughes Capet hecho a base de carne de cerdo primero asada y dorada y luego guisada en la aromática y afrutada salsa... Los vinos no se quedan atrás y alrededor de los platos... cursan arroyos de vino de manzanilla (algo dulce) y de vino de romero (algo cabezón)... todavía nos quedan por probar —en esta o en la otra mesa— el pollo sazonado con retoños de bambú, la ternera en leche de almendras y otras carniceras dulzuras que afrutan las legumbres, confitan las cebollas y curan con jugos aromáticos las viandas y las presas.
“A sus muchas virtudes, la mexicana añade la de ser una cocina limpia: no deja restos ni excesivos desperdicios por el solo hecho de que en ella el plato es el pan, es decir, la tortilla... los mexicanos, más modestos que los antiguos romanos, sólo nos comemos los platos pero eso nos basta para encontrar patria donde hay tortillas.” “La raigambre y la estirpe del invitado se adivinan ‘hasta en la forma de agarrar el taco’, aunque ya resultan menos claros los protocolos del huarache, el sope y la tostada; y es precisamente ahí, en el universo de las picadas y las pellizcadas, de las flautas y las tortas ahogadas donde el talento y la astucia del viandante y los consejos de los tratadistas en la materia se ponen a prueba.” “Nada tan invisible y subterráneo como las costumbres, nuestra otra metafísica. Cuchara y alimento, servilleta y vianda, relleno y plato, la tortilla sugiere en su pensamiento circular que para el cliente mexicano se da una consagración feliz, una alianza indudable entre los fines y los medios que hace del instrumento, indumento”.
Todavía nos falta una comida de jabalí en un restaurante frente al castillo de Chambord; memorable; el elogio de la siesta y de informar al menos que la segunda parte de este Grano de sal es un sabroso Cocinero práctico: recetario formado por un bisabuelo de Adolfo Castañón, en 1883, en San Gabriel.
Y para despedirnos de los libros de Adolfo Castañón me limito a mencionar al menos dos libros olvidados: El jardín de los eunucos (Paseos III) (coedición de la Universidad Autónoma de Nuevo León y el Conaculta, 1998), de la que ya se mencionó que lleva al frente una dedicatoria cariñosa al bibliófilo don Jesús Castañón, padre de Adolfo, y ahora añado que el resto del volumen es de ensayos sobre temas editoriales, profesión del autor. Y el otro libro es uno pequeño pero lleno de inteligencia y de amor, dedicado al Fulgor de María Zambrano, la filósofa española (México, Ediciones Sin Nombre / Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 2002).
II. El discurso del nuevo académico
Antiguo devoto de la personalidad y la obra de Alfonso Reyes, tema del libro que le dedicó y que es uno de los dos o tres mejores sobre nuestro maestro, Adolfo Castañón le dedica también su discurso inaugural en la Academia Mexicana de la Lengua, al cual puso por título el siguiente:
Trazos para una bibliografía comentada de Alfonso Reyes, con especial atención a su postergada antología mexicana: En busca del alma nacional,
y está dedicado a nuestro querido ausente, Gabriel Zaid.
Por su bibliografía nos enteramos de que la UNAM lo ha contratado para realizar y concluir la antología magna de Alfonso Reyes, tema de su discurso, cuya segunda parte, de acuerdo con el protocolo de esta Academia, es un recuerdo de sus antecesores en la silla II. De la imponente nómina de sus antecesores, que menciona, sólo se ocupa, con amor, de los dos últimos que conoció: Francisco Monterde y Héctor Azar.
Adolfo Castañón, por el cúmulo de tus méritos y por tu amor a las letras, seas bienvenido como miembro de número en la silla II a la Academia Mexicana de la Lengua. Que sea uno de tus hogares.
[1] El texto francés dice: “ny faire des enfants”.
Donceles #66,
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