Académicos

El gramático Francisco J. Santamaría por Adolfo Castañón


on Jueves, 21 Marzo 2013.


El gramático Francisco J. Santamaría por Adolfo Castañón

Una presencia cotidiana

Adolfo Castañón

Cada jueves, en las sesiones de la Comisión de Consultas de esta Academia Mexicana de la Lengua, se abre como quien alcanza el pan el Diccionario de Mejicanismos del ilustre tabasqueño Francisco J. Santamaría (1889-1963): “Santamaría, el Santamaría” es para nosotros (José G. Moreno de Alba, Ruy Pérez Tamayo, Vicente Quirarte, Felipe Garrido, Patrick Johansson y el de la voz, presididos por Gonzalo Celorio), el nombre de un cuerpo de referencia ineludible y cotidiana, cuyo prólogo él presentó como discurso de ingreso a esta Corporación titulándolo el “Novísimo Icazbalceta”, al cual dio respuesta el escritor y diplomático Francisco Castillo Nájera. El de Santamaría se añade así a otros apellidos ilustres que dan nombres a Diccionarios y obras de referencia como son en nuestra lengua el de Icazbalceta, María Moliner, el Seco, el Mialaret, el Baralt, el Cuervo, el Guido Gómez de Silva, el flamante Company coeditado por la Academia Mexicana de la Lengua y Siglo XXI, y, en otras lenguas, el Littré, el Webster o el Larousse, nombres de diccionarios hechos y organizados en la mayoría de los casos por un solo individuo y que llevan un sello personal. Es el caso de la novela recientemente publicada por Simon Wichester: The profesor and the mad man James Murray y P. W. C. Minor. Santamaría es, además, de autor de El Diccionario de Americanismos publicado años antes, en 1942 y del de Mejicanismos de muchas otras obras de lexicografía, filología, historia, investigación y además de obras narrativas como los cuentos De mi cosecha (1921) o la estremecedora La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre (1937) para no hablar de las Crónicas del destierro: desde la ciudad de hierro. Diario de un desterrado mejicano en Nueva York. (1933). Fue también autor de La poesía tabasqueña (1950); Memorias, acotaciones y pasatiempos (1981) en varios volúmenes. También escribió El movimiento cultural en Tabasco (1946); El periodismo en Tabasco, estado del que fue primero senador entre 1940 y 1946 y luego gobernador entre 1947 y 1953. A la del único sobreviviente de la matanza de Huitzilac, como gobernador, a Santamaría “le tocó inaugurar una obra tan deseada como esperada para la integración de Tabasco a la nación: el ferrocarril del Sureste, que partía de la Estación Allende en Veracruz, y luego de atravesar el territorio tabasqueño por su costado de tierra adentro, llegaba hasta Campeche[1].

Durante esa gestión se publicaron en Tabasco alrededor de ochocientos títulos. Es autor de los críticos y minuciosos Domingos académicos (1959), obra batalladora y complementaria de sus diccionarios y en cuyas páginas se puede comprobar por qué en su juventud como tribuno Santamaría fue llamado el “Juez Lince”. Cabría decir que como lexicógrafo y filólogo, Santamaría merece ser llamado también con ese apelativo: el de “Filólogo Lince” que lo asocia a los caballeros tigres y hombres jaguares del pasado mesoamericano.

II

La copiosa bibliografía de Francisco J. Santamaría se arraiga en una vida trazada desde el inicio por el llamado de una vocación intelectual y literaria. De cuna muy humilde, rural y campesina, el niño Francisco Javier Santamaría hizo sus primeros cuatro años de instrucción primaria en el rancho de Macuspana --lugar adonde fue a vivir poco después de que lo alumbrara su madre-- adonde ayudaba a su tío en los trabajos del campo. Lo hacían soñar las letras y los números fantasear como las aguas caudalosas de su majestad el rio Grijalva a cuyas orillas frondas descansaba luego de las faenas y a cuya geografía e historia dedicaría una notable y erudita monografía años más tarde. A orillas del río, el niño premeditaba con impaciencia su traslado a la ciudad capital de Tabasco, San Juan Bautista de Villahermosa. Santamaría nació el mismo año que Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Henry Miller y la Torre Eiffel, y en la misma región nativa de nuestra señora la Maliche, Marina Malitzin, como la llamaba Bernal Díaz del Castillo y que sus coterráneos compañeros académicos Joaquín Casasús, Manuel Sánchez Marmol, Andrés Iduarte, Carlos Pellicer, Celestino y José Gorostiza y Ciprián Cabrera Jasso.

El avispado chamaco manifestó sus deseos de trasladarse a la Capital. La primera respuesta del hermano de su madre fue un revés, luego unos azotes. Cuando el tenaz escuincle insistió de nueva cuenta en su deseo de marcharse a estudiar, la madre suplicó al tío que lo acompañara a la capital, y una madrugada se vio perderse por el anchuroso caño a un cayuco con dos siluetas.

Al llegar a la capital, se hospedaron exhaustos y hambrientos en una fonda que la hacía de hostal.

Al día siguiente, el tío le dijo que las arreglara solo, y solo se fue Santamaría a ver al Director de Educación Primaria, don Arcadio Zentella, autor de la novela costumbrista Perico (1895) y de Los escapularios de la virgen de Cunduacan (1906) citadas por cierto como referencia en el Diccionario que haría años después Santamaría junto con otras obras.

Aquel hombre blanco, alto, de ojos azules de esturión y de barba blanca de patriarca bíblico como su nombre digno de años y años de soledad, le preguntó al flaquillo descalzo qué quería, y, recorriendo nerviosamente las alas de su sombrero de paja, le dijo sin temblar su deseo de que se le diera oportunidad de examinarse de los dos años que le faltaban para ingresar al siguiente ciclo —entonces la preparatoria— y que, además, se le diese beca para seguir estudiando. Don Arcadio Zentella guardó silencio un momento como abanicándose con su propio nombre. Luego, se puso de pie, y empezó a moverse de ahí no sin decirle al chamaco que regresara muy temprano al día siguiente. Esa noche Francisco se la pasó medio en blanco repasando los libros que cuidadosamente envueltos había venido cargando, en el cayuco cuyo nombre no recordaba aunque si se supiera los nombres de los ríos de México. A la mañana siguiente, cuando apenas terminaba la algarabía de los pájaros, le dijo que le harían el examen solicitado, e hizo pasar al joven con cara de niño a una sala donde lo esperaba un jurado. Las respuestas certeras salidas de aquella frágil humanidad produjeron un rumor de unánime sorprendida aprobación. Arcadio Zentella citó al niño que no dudaba para la tarde en Palacio de Gobierno.

Como llegó antes, a la hora de la siesta, se encontró con un señor grande, de aspecto militar y rubicundo rostro, que le preguntó al niño sentado en la escalera, qué hacia ahí. Sin inmutarse, le respondió con naturalidad que aguardaba a Zentella. El hombre, algo obeso y muy blanco, lo hizo pasar a la antesala, como a gente de respeto. Cuando llegó don Arcadio, ambos traspusieron una puerta y vieron al mismo personaje de aspecto militar. Era el gobernador del estado Abraham Abundio Bandala quien, luego de unos momentos de reflexión bajó la mirada en el vacío de la oleografía de cuerpo entero de Porfirio Díaz, y accedió a la petición, firmó el oficio y se lo entregó en la mano al niño que lo resguardó como un tesoro bajo su camisa de manta.

Al día siguiente, volvió a Macuspana en el mismo cayuco pero mirando al río con otros ojos. Pronto, estaría de nuevo en Villahermosa para continuar sus estudios, en compañía de su madre soltera a quien ayudaba con su propia pensión escolar y sacando dinero de las clases de aritmética mientras ella lavaba o remendaba ropa o vendía dulces o pan hecho en casa. En la almendra de esta anécdota inicial se condensa algo del itinerario del precoz e ilustre agonista:

En 1907 a los 18 años publica con sus propios medios un libro de geometría en la Casa Bouret, al año siguiente se titula con la tesis “Historia del magisterio en Tabasco”, tres años después, en 1912 se recibe en la escuela de derecho con la brillante tesis “Los magistrados deben ser abogados”, que le abre las puertas para que poco más tarde dirija el Instituto Juárez en el que había estudiado, pronto se traslada a la ciudad de México donde se le abren las puertas como magistrado en el circuito de lo penal y la prensa lo hace famoso con el apelativo de “Juez Lince” por la destreza de sus mercuriales interrogatorios a los delincuentes más astutos y escurridizos .Pero ya desde los 16 colaboraba en periódicos como “El progreso latino” “El Monitor Republicano” y ''La Patria'' frecuenta tertulias como la conocida con el nombre del Relox —situada en la calle de Jesús Carranza, antes Relox y hoy República de Argentina— donde conoce al médico, escritor, traductor, diplomático, académico y político Francisco Castillo Nájera a Tomás Garrido Canabal y al general Francisco R. Serrano a quien acompañará hasta casi el borde de la tumba en la funesta aventura de Cuernavaca.

La frecuentación y amistad con este último sería en parte la responsable de que Francisco J. Santamaría, en realidad partidario en aquellos momentos del General Arnulfo Gómez estuviese a punto de perder la vida. Se salvó de milagro, chiripa o por un pelo de la llamada matanza de Huitzilac el 3 de octubre de 1927, en la “fusilada de mis catorce compañeros, con el General Serrano a la cabeza”. Lo salvó el mismo ángel que a la edad de cuatro años impidió que muriera hundido en un fangal de donde lo rescató su “chichihua la india tuerta Santos Feria”; el mismo que a los diez de edad lo arrancó de una muerte relampagueante, esa es la palabra, y de un rayo atronador que redujo a carbón “el mango de San Joseíto” donde murió su compañero de escuela Aníbal Álvarez junto con su caballo. Quizás se salvó para poder dar testimonio escrito, y muy bien escrito, de ese vergonzoso episodio de la Revolución Mexicana en el cual las víctimas murieron a sangre fría por las manos deshonradas de sus ejecutores. El episodio de la matanza del 3 de octubre en la que Santamaría se vio obligado primero a huir y luego a sufrir las amarguras y estrecheces del expatriado, le inspiraron al escritor la estremecedora y deslumbrante relación titulada La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre (1939), y luego el libro complementario de sus Crónicas del destierro (1933). Algunos lectores han evocado ciertos paralelismos entre la novela de Martín Luis Guzmán, La sombra del caudillo y la historia contada por Santamaría. Semejanzas parciales: en La sombra del caudillo, Guzmán fusiona en un solo episodio la rebelión encabezada por Adolfo de la Huerta que el mismo vivió con la del asesinato de General Francisco Serrano y la de los opositores a la reelección de Obregón, mientras que en Santamaría se da un testimonio directo y veraz, vívido, aunque literariamente elaborado de los episodios de Huitzilac en el que se hace un ejercicio de crónica minuto a minuto y evoca el suspenso de una novela policiaca, en la cual los minutos parecen horas, una saga de espías como las de Eric Ambler y John Le Carré, maquinarias de precisión donde lo literario raya en lo castrense. Hasta donde sabemos la impresionante y precisa crónica de Santamaría no ha sido reeditada desde su publicación en 1939, a pesar de las más de siete décadas transcurridas. En ambos libros la tragedia y las crónicas, Santamaría se revela como un prosista vigoroso y audaz, capaz de rendir veloces viñetas y trazos de la vida cotidiana en los espacios sombríos de la guerra civil o bien en los claroscuros de una usamérica descarriada donde los ciudadanos airados se dan el lujo incendiario de celebrar una auto de fe municipal en el cual queman vivo con gasolina a un criminal de raza negra, en los cercanos años de 1928. Ya desde antes de iniciar su forzada errancia por el país del norte, el avispado Santamaría se había dado a conocer como un maestro del periodismo, temible abogado litigante, honrado presidente de debates al que la prensa llegó a llamar como se ha dicho “juez lince”, pero sobre todo como autor solvente, primero de libros técnicos y luego literarios e históricos, así como un asiduo e inveterado comprador del libros raros en el Mercado del Volador en la ciudad de México.

III

Todo esto serían apenas indicios y preparativos de su obra como filólogo, lexicógrafo y lingüista, autor de los asombrosos tesoros llamados el Diccionario de Americanismos en tres volúmenes (1942, 1948), y el Diccionario de Mejicanismos (1959, 1978). Asombrosos: por su abundancia de voces, por la inteligencia y sagacidad con que el lince tabasqueño trenza los cabos sueltos de las fuentes aborígenes, aztecas, nahuas, mayas con los hontanares de las voces castellanas arcaicas y modernas, por la sutileza e inteligencia con que sabe hacer llegar a la superficie de la definición la palabra extraída, como un pez vivo del contexto literario o poético de donde proviene. Esto hace que la lectura de la obra que él llamó modestamente Novísimo Icazbalceta, resulte amena y divertida como una novela de aventuras. Asombroso también por el conocimiento exactísimo de los lugares y voces que afloran en las letras mexicanas del siglo XIX: José Joaquín Fernández de Lizardi, Luis G. Inclán, Manuel Payno, José T. Cúellar, por poner unos ejemplos y el tacto oportuno para engarzar dichas voces con sus definiciones. Los diccionarios que nos asombran no fueron de modo alguno improvisaciones. Los precedieron décadas de estudio como consta por el libro Americanismo y Barbarismo(1921), donde vemos al lexicógrafo afilar sus letras y armas, enmendando la plana a los profesionales y académicos de la época incluido su maestro Darío Rubio.

Fue inusitada la circunstancia de que el discurso de ingreso de un Académico como Francisco J. Santamaría (para ocupar la silla XXIII en la que luego vendrían a sentarse Andrés Henestrosa y ahora Leopoldo Valiñas Coalla) fuera la introducción a su Diccionario de mejicanismos que subtituló “razonado, comprobado con citas de autoridades conformado con el de americanismos y con los diccionarios provinciales de los más distinguidos diccionaristas hispanoamericanos” y que pasó bajo la modesta advocación de don Joaquín García Icazbalceta cuyo vocabulario, éste dejó inconcluso hasta la “G”, y cuya impresión emprendió él mismo hasta antes de morir en 1894. Decía Icazbalceta entonces al dar a conocer su vocabulario: “no existe obra en que expresamente se trate de los provincialismos de México, mientras que otras naciones o provincias extranjeras han recogido ya los suyos…” Santamaría aspiraba a continuar la obra de García Icazbalceta, y lo logró con creces, apegado a su espíritu y autoridad. A Santamaría no le tembló el puño para modificar y actualizar fechas y cédulas “Porque el lenguaje evoluciona o debe evolucionar, conforme cambia, se reduce o se amplía el sentido de una voz, que naciendo como nazca ésta de la boca del pueblo, del pueblo que es soberano en este atributo de crecer el idioma, él mismo podrá dar, i de hecho lo vemos i lo oímos dar diariamente, nueva acepción o más preciso o más vago sentido a una expresión; i así quien desee estar al tanto del verdadero alcance de un jiro del lenguaje popular, deberá seguir esa marcha en el desarrollo del vocablo vulgar o familiar, sobre todo en el vulgar, más aún en el plebeyo, el cual, por razón de su rebeldía a todo sometimiento jerárquico i por virtud de esa audacia propia de la ignorancia, adquiere i sufre capricho sus modificaciones, transformaciones inauditas que nadie puede explicar i que es muy difícil, cuando no inútil, investigar” (Introducción p. XII)

La introducción de Santamaría a su diccionario encierra varias lecciones en una: enseña lo que es un mejicanismo y un regionalismo, enmienda y corrige al Diccionario de la Real Academia, enuncia criterios para comprender “la formación de aztequismos, esto es de términos adaptados al castellano” procedentes del náhuatl, al mismo tiempo, hace una lista detallada y comentada de los autores y obras mexicanos e hispanoamericanos que sobre todo en el siglo xix y principios del xx contribuyeron con sus acervos, recopilaciones y colecciones a constituir un cuerpo lingüístico y lexicográfico del español hablado en América. Y aquí cabe subrayar el hecho de que: varios años antes de que se publicara el Diccionario de mejicanismos en 1959, Santamaría había emprendido la titánica tarea de presentar los tres tomos de su Diccionario general de americanismos en 1942, consciente de que la realidad del idioma español hablado en México no podía comprenderse si antes no se tenía conocimiento de los “amplios cauces del decir” americano.

Recuerdo un par de anécdotas editoriales en relación con el Diccionario de mejicanismos: la primera tiene que ver con el proceso tipográfico y editorial propiamente dicho de la obra. El monumental Diccionario se tardó algo más de dos años en editarse bajo el celoso cuidado de Santamaría. El libro empezó a hacerse en tipos de 10 puntos y de 8 para las citas. Sin embargo el impresor de los hermanos Porrúa se dio cuenta luego de haber tirado 200 galeras de que la obra llevaría con esas características más de 2000 páginas y que por supuesto resultaba imposible producirla con el presupuesto autorizado por los Porrúa. Hubo protestas de los Porrúa cuando Larios empezó a darle pruebas a Santamaría sin autorización de ellos y sin que estuviese firmado el contrato para la impresión. Santamaría tuvo que mediar y “se convino en modificar el formato agrandándolo i modificar el tipo achicándolo para un presupuesto reajustado que aumentase poco. Como resultado del nuevo convenio se volvió a principiar la impresión del libro definitivamente, en mayo 23 del 57, en que me entregan pruebas, las primeras pruebas en plana del nuevo formato de 8 i 6 puntos.”[2] El libro terminó midiendo 28 centímetros por 20.5, la tercera edición tiene 1,207 páginas fue impresa a dos columnas en una caja de 16 centímetros por 22.5 y pesa alrededor de 3kg con todo y su pasta verde keratol. La segunda anécdota tiene más miga civil y trae la noticia de una definición censurada a don Francisco por los dueños de la casa. Se trata de la acepción de la voz “tortillera”, “palabra de la cual los editores suprimieron, al imprimir su libro, la acepción de mujer que se machuca con otra” y sigue: “Citando a Ramos i Duarte en la sinonimia que de esta voz da en su Dicc. de Mejicanismos, i en vista de que mis señores Porrúa, Hermanos i Cia., de Mejs., en prensa, me pidieron suprimir i suprimieron ‘por fuerte’ la 2ª acepción (figurada) de Tortillera, al llegar a citar la sinonimia del maestro Ramos, tuve a bien poner esta nota:

“Si esto también ‘está fuerte’

(i en ello de acuerdo estamos),

que corra la misma suerte

el pobre magister Ramos”.

(Es decir, que se suprimiera, como la 2ª acepción de Tortillera) No se suprimió”.

Cabe decir que el mismo Santamaría pudo incluir esa segunda y censurada acepción en su Diccionario de Americanismos, al menos en la edición en tres vols. de 1988 que fue cuidada por su hija adoptiva, la doctora Mercedes Santamaría Hernández para el departamento editorial del Gobierno del Estado de Tabasco, donde queda definida esta voz en su tercera acepción como “mujer que tiene el vicio de tortillear, tortillearse o echar tortillas con otra”. T-III. p. 206. La acepción no la recogen otros diccionarios de mexicanismos más modernos. Se dice que se trata de una voz del español general y que por ello no se encuentra en los diccionarios de regionalismos o provincialismos del idioma. Su etimología es incierta.

El Diccionario de mexicanismos trae muchas sorpresas. Registra, por ejemplo, los hispanismos presentes en el inglés del sur de los Estados Unidos. Por poner un último botón de muestra: la voz “Adobe” que —nos dice– “En el antiguo territorio mejicano hoy noramericano, se toma en el sentido de casa o construcción de adobes: She lived in her old adobe o en el de terreno a propósito para edificar en él con adobe: un adobe sole (p. 31)

IV

(Bataillon con Santamaría: un sabio visita a otro)

Siempre le he tenido simpatía, lo he dicho antes, al lexicógrafo, escritor Francisco J. Santamaría (1886-1963). Su Diccionario de Mexicanismos[3] y su Diccionario de Americanismos[4] se alzan en mi memoria como hazañas personales comparadas a la que dieron lugar a diccionarios como el Oxford, el Webster, el Littré. No sólo me cautiva la oceánica diversidad de sus voces, sino el encarnizamiento —no encuentro otra palabra— con que el autor las documenta. Aparece Francisco J. Santamaría como un investigador de otra época, que demuestra sus conocimientos a cada vuelta de hoja con una cita literaria o una referencia histórica —con una autoridad. Santamaría surge en mi imaginación como una suerte de Atlas que sostuviera el mundo americano —con sus indigenismos, criollismos y mestizajes múltiples— sobre sus propios hombros.

Si el Diccionario de Mejicanismos. Razonado; comprobado con citas de autoridades; comparado con el de americanismos y con los vocabularios provinciales de los más distinguidos diccionaristas hispanamericanos. (1959) de Porrúa es un objeto tan habitual como necesario para el mexicano electivo tanto como para el nativo semiconsciente porque semialfabetizado, y uno lo encuentra fácilmente en bibliotecas públicas y privadas, el Diccionario de Americanismos (Editorial Pedro Robredo, México, 1942) escasea más en los estantes universitarios y escolares. Fue editado la última vez por el gobierno del Estado de Tabasco por don Enrique González Pedrero (y Julieta Campos, su áulica y conyugal consejera) quien fue, al igual que Santamaría, gobernador de Tabasco. Debo los tomos de este Diccionario precisamente a don Enrique, quien llegó a trabajar como Director del Fondo de Cultura Económica entre 1988 y 1989. Yo me desempeñaba como editor y soñaba con que esta Casa incluyera la mencionada obra maestra de la lexicografía americana en su catálogo. Nunca pude hacerlo, pero he leído y consultado a lo largo de los años los ejemplares lexicones de Santamaría como si fuesen novelas. Un amigo, que compartía conmigo ese gusto, era el escritor y filósofo Alejandro Rossi. A veces nos divertíamos comparando alguna palabra presente en Santamaría con la misma o alguna afín incluida en los tres tomos de El habla de Venezuela[5] de Ángel Rosenblat o con algunos otros diccionarios de americanismos (el Malaret[6], o el de Hildebrandt[7]) donde se podía palpar lo que Alejandro llamaba “el habla de las regiones”. Sabía lo que decía. La vitalidad y la energía de Don Francisco en sus diccionarios me hacían soñar despierto. Por eso no me extraña demasiado que algunos jóvenes lingüistas lo acusen de provinciano con mecánica ironía y gesto condescendiente, pasando por alto el hecho de que sus Diccionarios lo son de autoridades.

Pronto me daría cuenta que eran ellos los descendientes y aldeanos y que pertenecían a la raza pre-fabricada de los investigadores improvisados a medias porque ignoran la realidad y su crudeza. Don Francisco J. Santamaría fue ciertamente un hombre de otra edad, pero definitivamente arraigado en su húmedo Tabasco, en el tórrido puerto de Veracruz, en el Caribe, en la ancha América, en el continente llamado México. Al final de su vida, empezó a correr su fama por el mundo. Un signo de ese curso de la voz que se va pasando de boca en boca fue la visita que el hispanista francés hizo a Francisco J. Santamaría cuando Marcel Bataillon vino a México en 1958.

De esa visita amistosa que el autor de Erasmo y España hizo a Santamaría, éste ha dejado, venciendo el pudor, una hoja perenne en su libro Memorias, acotaciones y pasatiempos[8]. El libro estaba esperándome en la mesa de remates de la Librería Madero de Enrique Fuentes.

Dice Santamaría en esos apuntes:

1958

Agosto 12

En el Desp. de Raf. por la mañana, llega el Dr. Melo llevando a presentarme al sabio francés Mr. Marcel Bataillon, q. trae carta de introducción cerca de mí del Lic. Jorge Gurría L., de Méjico.

Marcel Bataillon es un verdadero sabio. Es Director del Colejio de France, en París, nada menos.

Entra en charla conmigo. Ha venido —dice— a Veracruz por conocerme i conocer mi biblioteca i mi fichero de cédulas del Dicc. de americanismos, que admira con asombro.

Por la tarde se instala en mi casa, revisando libros en la biblioteca i admirando algunos. Pero me pide conocer mi fichero de cédulas del Dicc. para darse cuenta de cómo trabajo. Me echa una flor que casi me tumba: “A usted le pasará lo que a Cervantes: no han comprendido que su libro es el Dicc. de un mundo. Dentro de 50 o cien años empezarán a entenderlo i admirarle. La gloria siempre llega tarde”. I pienso en lo que dijo Julio Flores: “Todo nos llega tarde, hasta la muerte.” La mejor galantería que se ha dicho de mi Dicc. es la frase de este auténtico sabio Marcel Bataillon.

Cómo se aprende con estos hombres grandes por el saber. Ve mi fichero o cedulario i exclama: “igual a mí es usted para trabajar. Me cargan los investigadores cortados a la moda en cédulas perfectas: todas iguales en tamaño; todas blancas: 13 X 9 cms. Lo suyo es multicolor i variado. Hace ud. una cédula del papel que primero tiene a su alcance al venirle una idea, i así, toma un sobre de carta que acaba de recibir i lo recorta de un tijeretazo, o el papel amarillo de una envoltura en cartulina o papel marquilla, o cualquier retazo que se tenga a mano; el caso es atrapar la idea i llevarla al archivo de donde a todo momento se la puede sacar para que polemice en el ambiente literario. ¡Cuántas veces también la forma, el color, una cualidad peculiar de la papeleta sirve como auxiliar mnemónico o mnemotécnico pa. encontrar una idea perdida o escondida por entre el laberinto cerebral. Esto lo apunté —dice uno— en una papeleta azul, que era envoltura, o que era el sobre de una carta; o así por el estilo. Por asociación de ideas llega uno a lo que se buscaba”. Esto i otras cosas i reflexiones interesantes brotaron de sus labios finos que aguza el sabio casi en forma de pico de ave.

En la biblioteca ha curioseado más de una cosa y emitida una opinión o hecho una observación curiosa de un libro. Abre Covarrubias, la 1ª ed. de 1611, i dice: “Yo sólo he tenido la segunda, que es más importante como instrumento de trabajo, porque contiene el Aldrete, que vale también mucho como obra de consulta lingüística”.

La observación es juiciosa i como de aquel a quien es familiar el libro, a pesar de su rareza.

Habla de autores i obras españoles con la misma familiaridad con que lo haría Menéndez Pidal (o Marañón).

I la tarde se pasó sin sentirla. El hombre nos deja en la boca el sabor de una golosina.

A Bataillon y a Santamaría los unía el amor por la lengua de los Siglos de Oro y la edad de los caballeros. Honrar la memoria de Francisco Santamaría es refrescar esa raíz, ponernos a la sombra de ese árbol y recordar con el paladar de la mente el sabor de las edades hazañosas.

Bibliografía directa:

  1. SANTAMARÍA, Francisco J., Americanismo y Barbarismo, Librería “CVLTVRA”, México D.F., 1921. pág. 280, propiedad del Autor
  2. —— De mi cosecha, Editorial “CVLTVRA”, México 1921, pág. 160, propiedad del Autor
  3. —— Crónicas del destierro: Desde la ciudad de hierro. Diario de un desterrado mejicano en Nueva York, Editorial “CVLTVRA”, México 1933, propiedad del Autor.
  4. —— El periodismo en Tabasco, Ediciones Botas, México 1936. pág. 314, propiedad del Autor.
  5. —— La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre, México, 1939, pág. 175, propiedad del Autor.
  6. —— El movimiento cultural en Tabasco, Gobierno constitucional de Tabasco, 1945, pág.64, propiedad del Autor.
  7. —— El verdadero Grijalva, Publicaciones del Gobierno del Estado, (Escritores tabasqueños), 2ª. Edición 1949, Villahermosa, Tabasco, Méx. pág. 70, propiedad del autor.
  8. —— La poesía Tabasqueña, Editorial Yucatanense “Club del libro”, 2ª. Edición 1950, pág. 290.
  9. —— Novísimo Icazbalceta o Diccionario completo de mejicanismos, México D.F., 1954, pág. 66, propiedad del Autor.
  10. —— Domingos Académicos, México 1959, pág. 256, propiedad del Autor
  11. —— Diccionario de Mejicanismos, Editorial Porrúa, S.A., 1ª. edición 1959, 3ª. edición 1978 corregida y aumentada, México, pág. 1208.
  12. —— Memorias, acotaciones y pasatiempos (7), Consejo Editorial del Gobierno del Estado de Tabasco, 1ª. Edición 1981, México.
  13. —— Memorias, acotaciones y pasatiempos (14), Consejo Editorial del Gobierno del Estado de Tabasco, 1ª. Edición 1981, México.
  14. —— Memorias, acotaciones y pasatiempos (18), Consejo Editorial del Gobierno del Estado de Tabasco, 1ª. Edición 1981, México.
  15. —— Diccionario general de Americanismos, 3 tomos, Gobierno del Estado de Tabasco 2ª. edición 1988.

Bibliografía indirecta:

MALARET, Augusto, Diccionario de americanismos, 3ª. edición, Biblioteca Emecé de Obras Universales, sección XI, Referencia y varios, Emecé Editores, S. A., Buenos Aires, 1943.

GARRIDO, Luis, “Presencia de Francisco J. Santamaría”. Homenaje en la sesión pública celebrada el 13 de diciembre de 1963, en Memorias de la Academia Mexicana de la Lengua, tomo XIX, México, 1968 pp. 199-205.

PASCUAL RECUERO, Pascual, Diccionario básico ladino-español, Ameller Ediciones, Biblioteca Nueva Sefarad, Volumen III, España, 1977.

ROSENBLAT, Ángel, Estudios sobre el habla de Venezuela. Buenas y malas palabras. T-I, prólogo de Mariano Picón Salas, (1ª. edición, Ediciones Edime, 1956; 1ª. edición, en M.A., 1987; 2ª. edición, 1993), Monte Ávila Latinoamericana, C. A., Caracas, Venezuela, 1984.

—— Estudios sobre el habla de Venezuela. Buenas y malas palabras. T-II, (1ª. edición, Ediciones Edime, 1956; 2ª. edición, Ediciones Edime, 1960; 3ª. edición, Ediciones Edime, 1969; 1ª. edición en M.A., 1989) Monte Ávila Editores, C.A., Caracas Venezuela, 1984.

MARTÍNEZ ASSAD, Carlos, Tabasco. Historia breve, 1ª. edición 1996, 2ª. edición 2006, 3ª. edición 2010, 4ª. edición 2011, editado por Fondo de Cultura económica , El Colegio de México, y Fideicomiso historia de las Américas, pág. 314.

MENDOZA GUERRERO, Everardo; José Gaxiola López (coordinadores), Sinaloa y sus hablantes, Universidad Autónoma de Sinaloa, El Colegio de Sinaloa, México, 1996.

SOTO POSADA, Gonzalo, La sabiduría criolla. Refranero hispanoamericano, Veron editores, Barcelona, España, 1997.

HILDEBRANDT, Martha, El habla culta (o lo que debiera serlo), 2ª. Edición, Lima, 2003.

LÓPEZ, Carlos, Voces de Guatemala, Editorial Praxis, México, 2005.

PANE, Leni, Los paraguayismos. El español en el habla cotidiana de los paraguayos, Arandurã Editorial, Asunción, Paraguay, 2005.

VELÁSQUEZ, José Humberto, Leperario salvadoreño. Fichas de campo 1961-80, Colección Antropología [NO TIENE PÁGINA LEGAL]

Algunos tesoros regionales americanos

[Texto leído el 14 de marzo del 2013, en la Casa Lamm, en el acto organizado por la Academia Mexicana de la Lengua, con motivo del 50 aniversario de la muerte de Francisco J. Santamaría.]

RUTA: Documento/Mis documento/Adolfo Castañón/México/Francisco J. Santamaría/ Una presencia cotidiana./ 1ª versión: Leticia Gaytán/ 8 marzo 2013/2ª versión: 11-III-2013/Verónica./3ª versión: 13-III-2013/Vero/ 4ª. versión: 21-03-2013l Leticia /


[1]Carlos Martínez Assad, Tabasco. Historia breve, 1ª. edición 1996, 2ª. edición 2006, 3ª. edición 2010, 4ª. edición 2011, Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, y Fideicomiso historia de las Américas, pág. 314.

[2] Memorias, Acotaciones y Pasatiempos (14) “Agosto 9, sábado, 58”, pp. 19-20.

[3] Francisco J. Santamaría, Diccionario de Mejicanismos, 3ª ed. corregida y aumentada, Editorial Porrúa, S. A., México, D. F., 1978.

[4] Francisco J. Santamaría, Diccionario General de Americanismos, 2ª. ed. (3 tomos), Gobierno del Estado de Tabasco, México, 1988.

[5] Ángel Rosenblat, Estudios sobre el habla de Venezuela. Buenas y malas palabras, prólogo de Mariano Picón Salas, (2 tomos), Monte Ávila Latinoamericana, C.A., Caracas, Venezuela, T-I y T-II, 1984.

[6] Augusto Malaret, Diccionario de Americanismos, Biblioteca Emecé de Obras Universales, Sección XI, Referencia y Varios, Buenos Aires, Argentina, 1946.

[7] Martha Hildebrandt, El habla culta (o lo que debiera serlo), 2ª edición, Martha Hildebrandt, Lima, Perú, 2003.

[8] Francisco J. Santamaría, Memorias, acotaciones y pasatiempos (14), Consejo Editorial del Gobierno del Estado de Tabasco, México, 1981. Cuadernos del Consejo Editorial de Tabasco, 1981), presentada y prologada por Manuel González Calzada.

No video selected.

La publicación de este sitio electrónico es posible gracias al apoyo de:

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua