Homenaje luctuoso a don Ernesto de la Peña

Miércoles, 11 de Septiembre de 2013.

A propósito de Ernesto de la Peña, traductor


He hablado en múltiples ocasiones sobre la actividad de este hombre portentoso que recibió en vida el nombre de Ernesto de la Peña. He tratado de su actividad prodigiosa y multifacética, que a todos producía (y acaso le habría satisfecho saber lo que diré ahora) una cierta sensación de espanto, aquel espanto sagrado que era originado lo mismo por una persona que por un hecho extraordinario: algo que en modo alguno resultaba común, que no pertenecía a los hechos normales de la vida. Lo diré con una contradicción. Porque eso y no otra cosa fue Ernesto dela Peña: un hombre común y corriente pero, al mismo tiempo, totalmente fuera de lo común.

Hoy quiero hablar sólo de una de sus muchas facetas: su tarea de traductor, en especial, de su traducción de Los Evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

La versión de los Evangelios hecha por Ernesto de la Peña marca un hito sin duda excepcional en México, por varias razones. Por primera vez en la historia de nuestro país, un escritor mexicano, laico y agnóstico por añadidura, logró traducir del griego antiguo, de modo directo, Los Evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Subrayo este hecho: Ernesto de la Peña no fue miembro de ninguna Iglesia ni profesó jamás credo alguno. Fue, sin embargo, un estudioso de las religiones, para las que mostró siempre un enorme respeto. Su versión, por consecuencia, no está sancionada por ningún obispo. Fue el fruto del amor profundo por la ética que se desprende de los Evangelios. Por esa causa, las abundantes notas con las que De la Peña acompaña su traducción son de orden estrictamente histórico y filológico.

Ernesto de la Peña empezó a estudiar la lengua griega desde niño. A los seis años, ya conocía las letras de su alfabeto. Con extrema avidez, inició muy pronto la lectura de la Biblia, lo mismo del Antiguo que del Nuevo Testamento. Esta lectura le abrió las puertas a un mundo fascinante: la historia de las religiones y, con ella, al gusto, lo mismo intelectual que sensual, por otras lenguas. Así, el griego lo condujo al arameo, al sánscrito, al hebreo, al latín, o sea, al conocimiento de un conjunto de lenguas insólito para un solo hombre, más aún si se toma en cuenta que varias de ellas carecen de vínculos entre sí, en tanto que no pertenecen a la misma familia.

Un rasgo decisivo, por encima de otros más, quisiera destacar en la precisa a la vez que bella traducción de Ernesto de la Peña. La lengua en la que él vertió Los Evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan es la lengua del pueblo mexicano, el modo en que el español de México se habla y escrito. Si comparamos la traducción de Ernesto de la Peña con la traducción de Casiodoro de Reina, hecha en 1569, revisada luego en 1602 por Cipriano de Valera, advertiremos de inmediato una profunda diferencia. En la versión que nos ofrece De la Peña, las conjunciones de los verbos siguen las formas que usamos en América todos los hispanoparlantes. Los imperativos asumen la forma que nos es propia: tomen y beban, por ejemplo; no tomad y bebed. Romper con esa larga tradición, o sea, con el modo de habla que se ha considerado siempre el estilo elevado de hablar, no es una hazaña menor. Por el contrario, es la manera de devolverles su habla a quienes deambulan por los Evangelios; el modo de otorgarles otra vez su carácter de hombres del pueblo.

Ernesto de la Peña le concede un estilo llano a la palabra de los evangelistas, tal como esa palabra la tiene en sus orígenes, pues los personajes que transitan y hablan en los Evangelios son hombres y mujeres de pueblo: pescadores, alfareros, campesinos, prostitutas, menesterosos que reclaman ayuda: ciegos, paralíticos o posesos, cuyos nombres muchas veces ignoramos. Son sólo, tal vez, una mujer o un hombre que carecen de rostro y de los que apenas sabemos que habitan en alguna aldea: ninguno de ellos hablaba en tono ni en estilo elevado. En escasas ocasiones aparecen personas que ocupan los altos sitios de la jerarquía social: Herodes, el gran sacerdote Caifás o Pilatos. Pero aún ellos hablan en los Evangelios en el mismo nivel, raso, en que habla el pueblo humilde, acaso el personaje colectivo de los Evangelios, al lado de Jesús, el Ungido, el Mesías, el Cristo. Ese tono llano, el estilo del habla popular, es el mismo en el que los cuatro evangelistas se expresan.

En este sentido, veamos lo que afirma Erich Auerbach en su Mímesis, quien toma el caso de Pedro cuando niega treces veces ser discípulo de Jesús. Pedro es tan sólo un hombre del pueblo, un humilde pescador, débil, que extrae de su debilidad de carácter, precisamente, su fuerza: Pedro oscila entre el miedo y la devoción. Ese movimiento pendular, dice Auerbach, es incompatible “con el estilo elevado de la literatura clásica antigua”. ¿Qué sucede, pues? ¿Qué giro estilístico se produce en la lengua y en la escritura de los evangelistas? Algo totalmente novedoso, que ni la poesía ni la historiografía antiguas, añade Auerbach, habían presentado jamás: “el nacimiento de un movimiento espiritual en el fondo del pueblo humilde, en medio de los sucesos vulgares del día”. Por eso, concluye Auerbach, “una escena como la de la negación de Pedro no cabe dentro de ningún género antiguo: demasiado serio para la comedia, demasiado vulgar y del ahora para la tragedia”; peor, “demasiado insignificante, desde el punto de vista político, para la historiografía”. Hechos, pues, de esta naturaleza, sólo podían ser expresados en un estilo directo y llano.

Y ese mismo estilo llano es el que podemos apreciar en la hermosa versión de Los Evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan que nos ofrece el gran filólogo, el gran maestro Ernesto de la Peña, nuestro compañero en la Academia Mexicana de la Lengua, que le rinde hoy un modesto homenaje a un año de su muerte.

 

Ernesto de la Peña a un año de su muerte

 

(Noviembre de 1927 – Septiembre de 2012)

Palabras leídas en el Palacio de Bellas Artes, 12 de septiembre de 2013

Concepción Company Company
Universidad Nacional Autónoma de México
Academia Mexicana de la Lengua

Ernesto de la Peña era un gran señor y era un gran señor filólogo; era un sabio, en lo profesional y en la vida. No debiera yo mezclar ambas denominaciones, porque no es políticamente correcto ―como ahora se dice― mezclar las valoraciones personales con las profesionales, pero es un deber y un gran placer hacerlo ―así sea este un momento de triste recordación a un año de su muerte―, porque bajo, mejor junto al gran profesional, había un gran ser humano, una persona generosa y comprometida, y es por ello un deber placentero escribir estas líneas, porque junto a la persona que yo conocí había un profesional de excelencia, un sabio. En efecto, Ernesto de la Peña podía haber nacido en el siglo XVIII, era un ilustrado en todo el sentido de la palabra, o podía haber sido un ateneísta, ese era su espíritu. Hago el doble señalamiento de gran profesional y gran ser humano, porque suele ocurrir ―y digo suele, porque muchas veces no ocurre― que los grandes son sencillos y, por eso, son grandes, en todos los sentidos y ángulos de la palabra grande; grandes en la vida, pues. Así era Ernesto de la Peña: una de esas afortunadas concurrencias de generosidad de vida y generosidad profesional, de grandeza en los dos ámbitos.

No hablaré hoy, al menos no centralmente, de su extensísimo currículum porque es bien conocido. Sus valiosas y numerosísimas contribuciones al conocimiento de la lengua y la literatura fueron reconocidas con múltiples premios, tales como el Premio Xavier Villaurrutia, de escritores para escritores, concedido en 1988 por su libro de cuentos Las estratagemas de Dios; en el año 2003 le fue otorgado el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura, que es el máximo reconocimiento que concede el Estado mexicano a un intelectual; en el 2007 recibió la medalla de oro de Bellas Artes; en 2008 fue distinguido con el Premio Alfonso Reyes; en 2009 le fue concedido en España el Premio Menéndez y Pelayo, por cubrir el perfil de humanista y polígrafo inherentes a Marcelino Menéndez y Pelayo e inherentes al premiado; en 2010 recibió el Premio Nacional de Periodismo José Pagés Llergo y en 2012 fue condecorado con la Medalla Mozart por su constante e importante labor en la difusión de la cultura operística y de la música culta en general, y a fines de 2012, de forma póstuma, le fue otorgada la medalla Belisario Domínguez. Y posiblemente se me está pasando por alto alguna distinción más. En 1993 fue designado miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, corporación que hoy nos convoca con motivo de su aniversario luctuoso; fue una distinción que desempeñó de manera absolutamente institucional, de forma muy activa y con constante trabajo colaborativo hasta su muerte.

De todos es conocido el gran conocimiento que Ernesto de la Peña tenía de la Biblia y de los ríos de bibliografía que el libro de libros ha generado, sin duda el que más. Ernesto era un erudito en este ámbito humanístico, y siempre se acercó a esta obra desde la filología, la cultura y las humanidades, no desde una posición religiosa. Era también un erudito en las lenguas y culturas clásicas hebrea, árabe, griega y latina. Era asimismo un gran conocedor de literaturas europeas medievales tardías, como la francesa; al momento de dejarnos estaba trabajando el texto de Gargantúa y Pantagruel y lo estaba haciendo sobre una hermosísima edición en francés antiguo. Era igualmente un agudo lector y conocedor de la literatura española áurea. Aquí quiero destacar sus múltiples ensayos sobre el Quijote y la interpretación personal, sugerente y llena de intertextualidad, plasmada en su libro Don Quijote. La sinrazón sospechosa, editada exquisitamente. Y comento esto porque en el tiempo que conocí a Ernesto de la Peña, don Ernesto como siempre me dirigí a él, la exquisitez y el goce de la vida eran rasgos inherentes de su personalidad.

Escribía además, lo sabemos, excelentes cuentos ―por un libro de cuentos le fue otorgado el Villaurrutia―, que rayaban en lo borgiano, como ha sido bien señalado por los críticos, por sus inventivas recetas en la construcción de personajes, como aquel intitulado Confección de ángeles, y era un poeta con un elevado sentido vital y erótico. Su poesía erótica me parece excelente.

De todos es conocido también que era un gran difusor de la cultura, un hombre de la radio y de la televisión cultural. Ernesto de la Peña era famoso además por ser conocedor de muchas lenguas, un políglota, y en él la palabra griega polís hacía pleno sentido, hablaba muchas lenguas y conocía bien muchas más, y ese conocimiento multilingüe lo empleó profesionalmente, porque fue traductor oficial de varias instituciones mexicanas, como la Secretaría de Relaciones Exteriores, y fue redactor de artículos para la Enciclopedia Británica, allá en las ventiscas de Chicago, y, cosa natural derivada del profundo conocimiento de lenguas, fue un muy buen traductor, por ejemplo un exquisito traductor del francés (la única lengua que puedo apreciar para estos efectos) y excelente del alemán. Y, hay que decirlo, empleaba su conocimiento de lenguas para contar estupendas anécdotas de errores lingüísticos y estupendos chistes lingüísticos con caracterizaciones estereotípicas de catalanes, gallegos, chinos, árabes, judíos o de los vecinos del norte.

Pero por encima de todo su trabajo, de su obra y de sus muchos conocimientos, o más bien, junto a todas sus obras y sus muchos conocimientos, Ernesto de la Peña fue un maestro, alguien muy querido y respetado para mí, un ser humano generoso y a cabalidad. Era un hombre de plática ágil y chispeante, con un magnífico y ácido sentido del humor y una finísima ironía, agazapada tras una clara mirada juguetona y juvenil, mirada que nunca perdió aún en momentos de debilidad física y de enfermedad. Era, como digo, un excelente narrador de anécdotas de todo tipo y contador de estupendos chistes lingüísticos... y menos lingüísticos, divertidísimos ―era difícil no reírse junto a don Ernesto―, era amante de la buena, mucha y refinada comida así como de largas pláticas por el gusto de platicar. Con él se aprendía constantemente, y en él se cumplía el dictum clásico de enseñar deleitando.

Dedicaré los minutos de que dispongo a hablar de su persona, en lo particular a mi afortunado encuentro y convivencia con él en la Academia Mexicana de la Lengua y en el Centro de Estudios de Ciencias y Humanidades de la Fundación Telmex, del que él era el director, y de cuya biblioteca hice yo uso en más de una ocasión y aproveché su consejo y sabiduría en la búsqueda, hallazgo y consulta de algunos libros y diccionarios de lenguas romances medievales, que por motivo de una u otra investigación yo requería. Comentaré uno de los ángulos de su labor, quizá menos conocido, pero muy importante institucionalmente, el Ernesto de la Peña colaborador en la confección del Diccionario de mexicanismos, obra corporativa de la Academia que vio la luz en 2010 (México,: Academia Mexicana de la Lengua y Siglo XXI Editores).

Yo conocía, como todos, a Ernesto de la Peña por la televisión y por la radio... quién no, y lo conocí en persona cuando fui nombrada miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua un septiembre de ahora hace casi una década.

Como es bien sabido, el lema de las Academias de la Lengua es “Fija, limpia y da esplendor”. El entonces director de la Academia, hoy también tristemente fallecido, José Moreno de Alba, aplicó sabiamente, y al pie de la letra, el lema académico que nos define, y a mí, como no podía ser de otra manera, y casi recién ingresada, me asignó a la Comisión de Lexicografía, la más antigua, por cierto, de nuestra Academia. Además, ¿qué va a hacer un gramático y un lingüista ―y yo estoy en ese paquete profesional― sino fijar y limpiar la lengua española? Hay que aclarar que la mayoría de los seres mortales piensa que los lingüistas sólo nos dedicamos a los morfemas y a los clíticos (una palabra algo incómoda pero, sin duda, sugerente), y que somos mucho más que muy aburridos. Es más, Lingüística es sinónimo de somnífero para muchos literatos y creadores, incluidos algunos de mis compañeros académicos, me atrevo a creer, y me consta de algunos académicos mis amigos. Los buenos escritores dan esplendor, sin duda, y los gramáticos limpiamos y fijamos, casi casi como agarrar el clarasol, así suena eso de “limpiar”, esto es, describimos los diferentes usos lingüísticos y a veces, las menos, los normamos. Pues bien, ahí en la Comisión de Lexicografía estaba ya Ernesto de la Peña, y estaba como en su salsa, porque Ernesto sabía limpiar y fijar, pero también daba esplendor a las letras y a las humanidades mexicanas.

El jueves que me incorporé a la Comisión, y los dos o tres subsecuentes jueves, me llamaron la atención tres cosas en la persona de Ernesto de la Peña. Lo primero es que para cualquier palabra del español él sabía la etimología; fuera patrimonial latina, fuera griega, fuera árabe o fuera un préstamo de cualquier otra lengua, él la sabía, y sabía el acontecer histórico y las minucias de significado de la palabra en cuestión.

Lo segundo que llamó mi atención, mucho más llamativo que su cultura etimológica, era que Ernesto de la Peña, el mediático, televisivo, radiado y famoso Ernesto de la Peña, tenía un conocimiento profundo de la lengua coloquial y popular cotidianas, en todos, absolutamente todos, sus registros sociales. Es decir, estaba yo en aquella comisión ante una mina viva de información para documentar la variación y los cambios que constituyen la esencia de cualquier lengua, y por si fuera poco, una mina llena de sentido del humor. Ir a la Academia los jueves era un aprendizaje constante y un placer. Eso sí, tras la refinada documentación popular o coloquial de tal o cual uso, Ernesto de la Peña casi siempre decía: “pero cómo molesta ese empleo, no es correcto”. Yo lo miraba y escuchaba callada, cosa rara en mí, reconozco, porque no me podía echar piedras en mi tejado, porque yo trabajo, cobro las quincenas y como gracias a que las lenguas cambian; vivo pues, de los cambios lingüísticos y de la grande y creativa variación de la lengua española.

Lo tercero, mucho más llamativo aún que su cultura etimológica y que su amplio conocimiento de la lengua cotidiana popular y coloquial, era la acertada manera de definir voces y acepciones; definía con tal acierto, elegancia y precisión que, la verdad, me quedé prendada. Tenía la acepción y palabras definidoras precisas para esta o aquella voz.

Corría el año 2005 y se me ocurrió plantear a la Academia la confección de una obra bastante novedosa, obra que echaba viejas raíces y antecedentes en la Academia pero que por distintas razones no se había realizado, a saber, hacer un diccionario estrictamente contrastivo o diferencial del español de México respecto del español de España. Quizá ese diccionario fue mi propia búsqueda de mis dos raíces, la española por nacimiento y la mexicana por voluntad, porque en el contraste y en la comparación con el otro o los otros, en la alteridad, los seres humanos sabemos mejor quiénes somos y por qué somos de una determinada manera y vía ese contraste podemos conocernos mejor a nosotros mismos y con ello realizar un ejercicio de afirmación de identidad. El diccionario era además una bonita tarea de variación dialectal y Ernesto era un elemento valiosísimo e imprescindible para contribuir a tal tarea.

Sin Ernesto, ese diccionario no hubiera tenido la viveza y cotidianeidad que lo caracteriza. Fue labor de muchos, sin duda, pero Ernesto de la Peña fue el asesor de léxico, y como tal aparece en la obra. Creo que Ernesto también disfrutó, y mucho, esta tarea.

Trabajamos mucho, como locos, para llegar al 2010 con un regalo de identidad lingüística de la Academia Mexicana de la Lengua a nuestro país, porque, en definitiva, eso es el Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua, un instrumento y espejo de identidad lingüística. Ernesto de la Peña trabajó a cabalidad, con un compromiso institucional sin tacha y con una sencillez exquisita. No es gratuito que haya yo empleado ya varias veces en estas pocas páginas el sustantivo o el adjetivo de lo exquisito para referirme a Ernesto de la Peña. Los jóvenes lexicógrafos y alumnos de servicio social que nos acompañaron en esta ardua tarea lo admiraban y no podían creer que el famoso y televisivo Ernesto de la Peña, además de cultísimo, fuera un ser normal, sencillo, delicado e irónico a más no poder, que supiera léxico de chavos y menos chavos, léxico culto y no tan culto, léxico normal y, por supuesto, compitiera con los jóvenes en el conocimiento, de forma y significado, de todos los tabús que construyen parte de la identidad de nuestra lengua mexicana, desde la muerte hasta el sexo.

Me voy a permitir concluir con dos lindas anécdotas, que lo pintan tal cual era él. Concluiré con anécdotas, porque creo que a él, hombre lleno de historias, le hubiera agradado este fin de la historia.

Una. La comisión de lexicografía de la Academia en el último año y medio previos al 2010 se volvió itinerante, y nos adaptábamos a trabajar donde estuviera Ernesto de la Peña. En la Fundación Telmex, en su casa y por supuesto en la Academia. Con cierta regularidad trabajábamos en Telmex y su entrada a su oficina era de esta forma: primero don Ernesto, al lado, a veces, un tanque de oxígeno, porque padecía una disnea fuerte, que muy pocas veces le quitó la sonrisa y las ganas de trabajar, tras él, el señor Cerezo, su chofer, llegaba cargado con cuernos de La Balance, ―los mejores de México, Concepción―, y alguna que otra golosina salada exquisita. Hacíamos lexicografía y desayunábamos. La salida de Telmex, con alguna cierta frecuencia, era para ir a visitar a santo Tomás, cocinero de carnitas, cercano a la Fundación Telmex, y, por cierto, muy cerca de la nueva sede de la Academia en Francisco Sosa. ―¿Oiga y por qué santo Tomás? ―Porque hay que verlas, tocarlas, y comerlas para saber que son las mejores de México. ¿Y ya probó la chiquita? Pruébela para creer. Usted no ha vivido, Concepción.

Dos. Un día por motivo de alguna palabra o acepción, dice Ernesto: “cuando Carlos (se refería a Carlos Fuentes) y yo estábamos en la escuela, allá en el Centro, en la antigua escuela...”, y yo, tan prudente como siempre, le digo de inmediato: “¡¿cómo, usted fue compañero de Fuentes?! Ernesto: “Sí, casi somos de la misma edad”. Yo, más prudente que antes: “Oiga, pues que nos pase la dirección de su cirujano plástico”. Ernesto: “¿Usted sabe cuál es la diferencia entre Carlos y yo? ―Dígame, don Ernesto. Muy serio, pero con su clara mirada chispeante: “Carlos vivía de día y dormía de noche y yo, en cambio, siempre he vivido de día y de noche”.

Para mí fue todo un privilegio dirigir la tarea del diccionario, en gran parte porque trabajé codo con codo con don Ernesto de la Peña, porque aprendí muchísimo de filología, de lengua, de cultura y de literatura, esto es, tuve la oportunidad de disfrutar la sabiduría de don Ernesto, y constaté, una vez más, que los grandes son normales, sencillos y generosos, y en el caso de Ernesto de la Peña, además, un octagenario siempre jovial. Su compañía académica fue un privilegio y su amistad, todo un honor. Muchas gracias.

 

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