Ceremonia de ingreso de Rosa Beltrán (parte 2)

Miércoles, 27 de Enero de 2016.

Rosa Beltrán. Valoración retroactiva y prospectiva de la obra de Nellie Campobello

 

Aun antes de que fuera propuesta oficialmente su candidatura, pensé que la elección de Rosa Beltrán como miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua enriquecería a la corporación y contribuiría a darle el esplendor que nuestro lema presupone. Celebro que haya llegado el día de su ingreso formal en la institución y mucho me place haber sido elegido para cumplir la honrosa encomienda de darle, en nombre del pleno académico, la bienvenida a nuestra casa. Con Rosa Beltrán, la Academia se renueva, se rejuvenece, amplía el espectro de sus saberes y fortalece su vinculación con otras lenguas y otras tradiciones literarias. También, por qué no decirlo, se embellece.

Hoy la Academia suma a su elenco a un miembro más de quienes a lo largo de la historia de la institución -de José Vasconcelos a Rubén Bonifaz Nuño, de Alfonso Reyes a Carlos Fuentes, de Martín Luis Guzmán a Fernando del Paso- han sabido fusionar la libérrima creatividad de la expresión literaria y el rigor de la reflexión intelectual, para ejercer, felizmente, la pasión crítica, esa suerte de oxímoron, tan encomiado por nuestro académico honorario Octavio Paz, que resuelve en unidad potencias aparentemente contradictorias o excluyentes del lenguaje: la imaginación y el análisis, la invención y el juicio, la creación y la recreación.

Sin el menor asomo de conflicto vocacional, estilístico o genérico, Rosa Beltrán ha conjuntado en su obra la creación literaria y la investigación. Ha escrito novelas históricas, como La corte de los ilusos, que relata desde la insólita óptica de las mujeres la vida efímera de nuestro primer imperio, o El cuerpo expuesto, que retrotrae las tesis de la evolución natural de las especies al neodarwinismo contemporáneo; novelas y cuentos de amor -El paraíso que fuimos­Alta infidelidadamores que matan-, con todo lo que tamaña palabra, amor, significa en la sociedad contemporánea y en particular en el ámbito femenino, y novelas metaliterarias, como Efectos secundarios, que critica con severidad y decepción el comercialismo de la literatura y vindica la tradición clásica humanística. Y, por otra parte –o mejor dicho, por la misma parte-, ha realizado estudios de temas tan extensos como intensos, expuestos en sesudos trabajos académicos de carácter comparatista, como el muy tempranoAmérica sin americanismos, que emprende un recorrido histórico por las dos Américas de nuestro continente,o Sentido y verdad en la cultura literaria posmoderna, cuyo título mismo da cuenta de la amplitud y la actualidad de sus preocupaciones intelectuales. Es la suya una obra fecunda y diversa que abarca tanto la narrativa como los estudios interculturales, derivados de su formación en literatura comparada, especialmente en las lenguas española, inglesa y francesa. En la actividad intelectual de Rosa Beltrán convergen, pues, de manera excepcional, la creación literaria y la investigación, tareas a las que hay que sumar la docencia y las dedicadas a la difusión de la cultura en su condición de profesora, editora, periodista y directiva universitaria.

Del inteligente y reivindicatorio discurso de Rosa Beltrán, quiero destacar en primer lugar -por su originalidad, por su carácter controversial y por la relativa escasez de trabajos alusivos- la importancia de la elección del tema: la escritora duranguense Nellie Campobello, a cuya obra le ha ocurrido, dos siglos y medio después -y toda proporción guardada-, algo similar a lo que le sucedió a la de sor Juana Inés de la Cruz. La monja jerónima fue admirada hasta el arrobamiento por sus contemporáneos pero también por ellos execrada, entre otros motivos por su condición femenina; repelida por los eruditos neoclásicos que vieron en el barroco los signos de la corrupción y de la decadencia, olvidada por los liberales decimonónicos que de un plumazo borraron de nuestra historia la época virreinal, beatificada por los conservadores que advirtieron en su estado religioso vislumbres místicas y en su muerte los atributos del martirio y de la santidad, con todo lo cual su literatura apenas empezó a ser valorada con cierta objetividad ya bien entrado el siglo XX. Pues Nellie Campobello ha recorrido un itinerario semejante, si bien más constreñido y menos enjundioso. Su obra, cuando no desconocida, ha sido marginada e incomprendida, y muchas veces denostada hasta el vituperio o ensalzada hasta la veneración. Lo mismo ha sido proscrita por su evidente filiación villista y por los monstruosos pasajes que en ella se relatan con una frialdad espeluznante -digna del más despiadado naturalismo europeo del siglo XIX, acentuado, en este caso, por la condición infantil de la voz narrativa-, que venerada como objeto de culto a causa de la propia biografía de su autora, siempre misteriosa y enigmática y al final de sus días francamente estremecedora, lo que con frecuencia ha modificado su lectura e incluso la ha sustituido, pues suele suceder que, para algunos lectores, la vida del escritor acaba por ser más importante que sus libros. Es cierto que su obra fue valorada en su momento por escritores tan notables como Martín Luis Guzmán, Germán List Arzubide o Rafael Heliodoro Valle, pero, al no responder a las características dominantes de la llamada Novela de la Revolución mexicana, fue excluida de nuestra tradición literaria y relegada a un segundo plano frente a las novelas de Mariano Azuela, Rafael F. Muñoz o del propio Martín Luis Guzmán –quien en buena medida se alimentó de los papeles que le proporcionó Campobello para escribir Memorias de Pancho Villa-. Y no sólo fue desairada por su singularidad literaria o por su posición política, sino quizá también, al igual que sor Juana, por la condición femenina de su autora, como si, en el ámbito de la literatura, su novela Cartucho, para hablar de su obra más conspicua,fuera equivalente al papel importante, pero siempre subsidiario, que, en el terreno de la lucha armada, desempeñaron las soldaderas o adelitas.

Independientemente de las opiniones diversas que hoy día suscita la obra de Nellie Campobello tanto en el plano literario como en el político e histórico, es innegable que se trata de una obra excepcional, que no se corresponde con las peculiaridades canónicas que se fueron articulando con respecto a la novela de la Revolución mexicana a lo largo de los años. Ciertamente Cartucho es una novela singular –y no vacilo en considerarla una novela, pues el novelístico es el más dúctil de los géneros literarios, el más permeable, el más contaminado, el más “sucio”, diría Carlos Fuentes, y por ende el más susceptible de abrigar en su seno otros géneros, como la crónica, el testimonio o la autobiografía, según ocurre en la novela de marras y lo señala con oportunidad Rosa Beltrán en su discurso-. Y es singular porque está integrada por una serie de estampas aisladas, que no se subordinan a una secuencia argumental y que no obedecen a una trama convencional en la que se suceden ordenadamente el planteamiento inicial de un conflicto, el desarrollo del argumento, el clímax, el desenlace: Es singular también porque las decenas de personajes que por ella transitan sin detenerse más que en una página, o dos a lo sumo (y casi siempre para morir en ellas), tienen nombre –nombre, mote o apellido- aunque acaben por confundirse, o fundirse más bien –como lo dice Rosa-, en la masa anónima de la bola, que no sabe por qué pelea y que no puede detenerse ni echar marcha atrás, como la piedra que se lanza al fondo de un cañón. Es singular, finalmente, porque la voz narrativa que eligió su autora es la de una niña que mira con candor, con frescura, con ingenuidad, pero también con frialdad, a veces con morbo y por lo general con una suerte de fiereza inocente, a lo Henry James en Otra vuelta de tuerca -o a lo Ricardo Garibay en Fiera infancia- lo que ocurre en su casa, en la calle de su casa, en la otra cuadra de su calle y en las otras cuadras de su pueblo. Y esta singularidad, que no hace depender la fuerza narrativa de un argumento, sino de una mirada; que une las sucesivas estampas con hilos más sutiles y más resistentes que los meramente anecdóticos –en este caso, la muerte, que es lo que cotidianamente ocurre en su casa, en su calle, en su cuadra y en su pueblo- y que abre la narración al lirismo de lo fragmentario, hacen que la novela de Nellie Campobello tenga una repercusión determinante en las obras de escritores posteriores a la novela de la Revolución, la hayan o no leído sus autores. Pienso, obviamente, en Pedro Páramo y en el cuento “Luvina” de El llano en llamas de Juan Rulfo, en los que la vida y la muerte no son entidades ni estadios diferenciados, pues la vida moribunda de sus habitantes está condicionada por la muy viva presencia de los muertos; pienso en La feria de Juan José Arreola, sucesión de estampas que se hilvanan para construir un todo novelístico y polifónico; pienso, en fin, en Balún Canán de Rosario Castellanos, que rescata la voz enmudecida de una niña que acaba por perder su identidad indígena frente a la cultura dominante y opresora .

La repercusión canónica de una obra en principio no canónica en la literatura mexicana posterior a Nellie Campobello es, en mi opinión, la sustancia reivindicatoria del luminoso discurso de Rosa Beltrán, para quien el canon no debe ser considerado una herencia, sino una construcción retrospectiva por parte de los recipiendarios de una tradición. Pongo un par de ejemplos para apoyar su tesis. Los humanistas del Renacimiento, en franca oposición al pensamiento escolástico medieval, le confirieron a la Antigüedad grecolatina el carácter clásico que entonces no tenía y que sigue ostentando hasta nuestros días, de la misma manera que, para fortalecer el espíritu independentista de nuestro país, los mexicanos de la primera hornada abjuraron de la época virreinal, a la que consideraron equivalente a la Edad Media europea, y les otorgaron a las culturas prehispánicas una dimensión modélica en la que pudieran fundamentar las diferencias esenciales con España y cimentar nuestra incipiente nacionalidad. Pues lo mismo ocurre hoy en día con la elección, entre nosotros, de nuestros clásicos, de nuestros paradigmas, de nuestros modelos.

Si la elección del tema es importante en este discurso, lo es doblemente porque Rosa Beltrán le confiere retroactivamente a la obra de Nellie Campobello el valor canónico que no tuvo en su momento. Y es que el clasicismo, como bien lo señala nuestra flamante académica, no es un valor inmanente que poseen ciertas obras, sino la condición que les atribuyen los receptores de una determinada tradición. Una tradición cultural no existe per se, objetivamente, sino es el resultado del reconocimiento que de ella tienen sus destinatarios. Son ellos, somos nosotros en este caso, quienes articulamos, para asumirlo, el discurso de un pasado del que queremos ser herederos. Y esta nueva manera de leer el pretérito es la que en verdad constituye una tradición viva y actuante. La tradición puede ejercer una influencia decisiva en sus receptores, pero no existiría en cuanto tal si éstos no la construyeran según su propia visión del pasado y en consonancia con la vigencia que le adjudican. Repito: en consonancia con la vigencia que le adjudican, que le adjudicamos.

Y ya llegamos al meollo del discurso de Rosa Beltrán y de mi conato de respuesta: la vigencia de la obra de Nellie Campobello.

La actualidad que Rosa Beltrán le imputa de manera retroactiva a la obra de Campobello tiene que ver obviamente (no podría ser de otro modo) con nuestro presente, que se afana en buscar en el pasado la explicación, la razón de ser, la causalidad de nuestra pavorosa situación actual. Si las muertes narradas con aterradora indiferencia en la sucesión de estampas de la novela Cartucho nos dejan pasmados, sólo encuentran redención en el nombre de los personajes victimados por la Revolución, que Nellie Campobello registra con puntualidad notarial, aunque nunca más vuelvan a aparecer en las páginas de su libro. No son anónimos, como bien lo dice Rosa Beltrán, aunque queden subsumidos en la masa de la que provienen. Ahí están, vivos y reivindicados por la literatura –lo único que nos queda, según Rosa-, Elías Acosta, el Kinilí, el coronel Bustillos, Bartolo de Santiago, Agustín García, Antonio Silva, Epifanio, Zafiro y Zequiel, José Antonio, el coronel Bufanda, el general Sobarzo, Pablo López, Tomás Ornelas, José Rodríguez, Martín López, Samuel Tamayo, José Borrego y el propio Cartucho. Ya no importa si son héroes o bandoleros; todos son, como decía Salvador Novo, bandolhéroes. Pero todos tienen nombre. Bueno, no todos: casi todos.

Por ello una de las páginas más estremecedoras de la novela es la titulada “Desde una ventana”, que se refiere al muerto anónimo, que cayó en la calle, frente a la casa de la precoz narradora:

Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto a mí. Me parecía mío aquel muerto. Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran llevado, me levantaba corriendo y me trepaba en la ventana, era mi obsesión en las noches, me gustaba verlo porque me parecía que tenía mucho miedo.

Un día, después de comer, me fui corriendo para contemplarlo dese la ventana; ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y sola. Me dormí aquel día soñando en que fusilarían a otro y deseando que fuera junto a mi casa.

La pena que sufre la niña cuando se percata de que el muerto ha desaparecido acaso tenga que ver con el hecho de que nunca supo su nombre y por tanto no lo pudo redimir con su palabra.

¿Cómo nombrar –me pregunto tras la lectura del discurso de Rosa Beltrán- a los miles, a las decenas de miles de nuestros muertos de hoy, así sea para que se reintegren después en la masa informe de donde procedían?

Acaso no hay literatura capaz de arrostrar empresa semejante.

Nuestros muertos no son muertos; son, todos, desaparecidos.

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